CAPÍTULO IX

El conserje me miró de muy mala manera al ser despertado a hora tan intempestiva.

—¿Qué diablos desea? —rezongó con una carencia absoluta de amabilidad.

Metí la mano en el bolsillo y empecé a mirar las grecas de un billete de diez dólares. El rostro del conserje se humanizó un tanto.

—¿Diga, señor?

—¿Cuál es el apartamiento de la señorita Corliss?

—Verá, señor, yo…

Empecé a mirar el segundo billete.

—Es el diez C —dijo con voz estrangulada el conserje—. Pero ahora no está —añadió rápidamente, sin perder de vista los billetes.

—Ya lo sé. Está actuando en el «Indiana» —murmuré, agregando una tercera «hoja de lechuga» a las anteriores—. Quiero esperarla en su apartamiento. Soy un gran admirador suyo, ¿sabe?

La codicia pudo más que todo. El conserje alargó una garra y atrapó sólidamente los billetes.

—Venga conmigo, señor —dijo—. Usaré la llave maestra, pero, por lo que más quiera, no me descubra.

—Seré tan clásicamente mudo como la no menos clásica tumba —dije festivamente.

Cinco minutos más tarde, el ascensor nos depositaba en el piso correspondiente. El conserje abrió la puerta del apartamiento y luego huyó a la carrera.

—Yo no sé nada, yo no he visto nada —declaró farfallosamente.

Sonreí, mientras cruzaba el umbral. Penetré en el vestíbulo, completamente idéntico al de Mac Ball, aunque de una disposición en sentido inverso, y examiné el interior. La decoración era semejante; casi lo único que variaba eran los temas de los cuadros pendientes de la pared.

Recorrí el apartamiento sin encontrar nada de particular que no pudiera hallarse en casa de una individua como Suzy Corliss. Mucha ropa de encaje, tan opaca como el vidrio de ventanas, muchos frascos de perfumes y algunos libros, ninguno de los cuales pasaba de ser historietas de vaqueros o novelas policíacas de tipo tremebundo.

La cocina estaba limpia. Abrí la nevera, encontrándola prácticamente vacía. Apenas si había una botella de leche, varios melocotones y una triste chuleta abandonada a su suerte en aquel desierto de frío. Cerré la puerta y volví al interior del pisito.

Miré por la ventana a la calle. Del apartamiento a ésta había una altura de nueve pisos. La ventana del apartamiento de Mac Ball estaba situada al lado, pero no había una cornisa de adorno que permitiese el paso de uno a otro.

Estaba seguro de que ambos, apartamientos se comunicaban. Después de saber que Mac Ball y Suzy habían vivido pared por medio, me parecía imposible que no hubieran establecido entre ellos una comunicación distinta de las puertas de entrada respectivas.

Como de momento no podía resolver aquel problema, por más que me esforzara, regresé al vestíbulo, buscando algo de beber, que no tardé en encontrar. Luego me senté en el diván, frente televisor, distrayéndome con las peripecias de unos astronautas perdidos en la Luna y sin oxígeno.

Una hora más tarde, me levanté y me dirigí al baño. Cuando fui a lavarme las manos, advertí que el grifo del agua estaba muy prieto y no podía abrirse.

Forcejeé unos segundos, dando a derecha e izquierda, con el fin de ablandar aquella llave reacia. De pronto sonó un chasquido y el lavabo se puso a girar sobre unos goznes tan invisibles como silenciosos.

Abrí la boca, completamente estupefacto. No era sólo el lavabo, sino todo el panel completo, desde el espejo hasta el suelo, lo que giraba como si fuese una puerta, dejando ver un espacio negro y silencioso delante de mis propias narices.

En un segundo lo comprendí todo. Aquélla era la puerta de comunicación entre los dos apartamientos, no cabía la menor duda. Encendí una cerilla, viendo que al otro lado había una especie de panel de madera que descorrí a un lado.

Pasé bajo el dintel, hallándome en una habitación muy pequeña, contigua al otro cuarto de baño, destinada indudablemente a guardar maletas y trastos viejos.

Busqué el interruptor de la luz. Desde afuera, era un simple armario y nadie que no conociera el secreto podía suponer que por aquel sitio se pasaba al otro apartamiento. Como no se me había perdido nada allí, al menos por el momento, regresé al piso de Suzy, después de haber borrado cuidadosamente todas las huellas de mi paso por aquel lugar.

Me serví otro whisky. ¿Qué relación había existido entre Suzy y el muerto?

No tardaría mucho en decírmelo la propia interesada. Posiblemente, antes de cinco minutos podría saberlo, porque apenas había tomado el primer sorbo de licor, oí el ruido de la llave al penetrar en la cerradura.

Suzy penetró en el vestíbulo y cerró la puerta con doble vuelta de llave. Luego se volvió y entonces me vio a mí sentado tranquilamente en el diván.

—Hola —saludé, levantando el vaso—. No le digo si quiere que le prepare una dosis, porque sé por experiencia lo peligroso que es hacer tal cosa para usted.

Suzy tardó unos segundos en recobrar el aliento. Cuando lo hizo, llenó sus pulmones de tal forma que me extrañó no oír el chirrido de la tela que cubría su prominente busto al rasgarse.

—¿Qué demonios hace aquí? —preguntó con voz carente de amabilidad—. ¿Cómo ha sabido mi dirección? ¿Quién se lo ha dicho? ¿Quién le ha abierto la puerta?

—Calma, hermana —dije tranquilamente—. Venga acá y póngase cómoda. Luego hablaremos de todo eso. Antes quiero hacerle unas preguntas.

Sus ojos despidieron fulgores homicidas. Sin pronunciar palabra, cruzó el vestíbulo y se dirigió al interior.

—Si va a llamar a la policía —dije, alzando la voz a medida que ella ganaba terreno—, habrá que decirles también por qué Lelia Rhantyne enseñó una licencia de armas a nombre de Suzy Corliss, para adquirir la que le sirvió para matar a Mac Ball.

Mis palabras la detuvieron en seco. Volvióse muy lentamente, con el rostro blanco como el papel.

—¿Cómo lo ha sabido? ¿Quién se lo ha dicho?

Hice un gesto displicente. Bebí un trago antes de contestar:

—Un pajarito. Ande, venga acá y siéntese a mi lado. Si me promete no echarme el licor a los ojos otra vez, le serviré una dosis.

Remoloneó un poco. Al fin, arrojó a un lado la costosa estola de piel que llevaba y vino hacia mí.

—Deme un cigarrillo —pidió con voz ronca.

Llevaba un vestido negro, cuya y centrad era de lo más audaz que he visto en materia de escotes, y que dejaba sus hombros completamente al descubierto. Su piel era blanquísima, tersa, de una blancura lechosa que atraía sobremanera. Comprendí que «Dinero» Grant anduviera loco por aquella pécora.

Le entregué el vaso lleno a medias. Ella lo vació de un solo golpe y me lo alargó de nuevo.

—Llénelo —dijo.

Obedecí. Esta vez fue más comedida y sólo despachó la mitad de la dosis.

—Está bien —dijo con voz prieta—; hable de una vez.

—Recuerde el proceso contra mi prometida. Connor, el dependiente de la armería Merten, declaró haber vendido el arma a Lelia. Pero en el registro figura su nombre, Suzy. ¿Cómo se explica usted eso?

—¿Le gustaría que le dijera que Lelia y yo éramos viejas conocidas?

—¿Viejas? —repetí—. Ninguna de las dos pasa de los veinticinco años.

—Yo tengo veintiséis —confesó ella—. Pero eso no importa —volvió a beber—. Hacía ya mucho tiempo que nos conocíamos, años, casi cinco.

—¿Y…?

—Ella me dijo un día que necesitaba una pistola y que si yo podía proporcionársela. Le pregunté para qué y me dijo que simplemente por el gusto de tenerla. Entonces le dije que no podía hacer nada por ella; pera Lelia insistió tanto que al fin tuve que complacerla.

—¿Y qué es lo que hicieron exactamente? Cuéntemelo todo, sin omitir detalle. Luego me explicará los motivos de su conocimiento.

—No hay mucho que contar, Hal —dijo, llamándome por mi nombre por primera vez—. Ya le he dicho que Lelia y yo éramos amigas. Claro que aquí, aunque sabíamos de nuestra mutua existencia, fingíamos no conocernos. Ella era una chica respetable, lista para casarse con un ciudadano prominente, en tanto que yo…

Expulsó el humo con gesto desdeñoso y siguió:

—Bien, me quedé de piedra cuando vino a verme y nada menos que para pedirme un arma. Se la negué en un principio, pero ante su insistencia claudiqué y le cedí el permiso. Naturalmente, el arma fue adquirida a mi nombre. Ella, compréndalo, no podía dar el suyo para no comprometerle a usted.

—Bastante me comprometió disparando contra Mac Ball —mascullé entre dientes. Levanté la voz—: ¿Quiere decir que tenía un permiso de armas y no lo había empleado hasta entonces?

—Así es, aunque a usted le parezca lo contrario.

Me froté la mandíbula. Aquello, en lugar de aclararse, me parecía cada vez más oscuro.

—¿Puedo usar su teléfono? —dije de pronto.

Ella se sorprendió, pero acabó accediendo.

—Haga como si estuviera en su casa. Mientras tanto, yo me cambiaré de ropa.

—Muy bien —aprobé, y salí del vestíbulo en busca del teléfono.

Los apartamientos eran, alquilados con muebles, de modo que era idénticos en todo. También aquél tenía su despacho, aunque era obvio que Suzy no lo usaba sino para telefonear, y por lo que me parecía, contadas veces. Me senté tras la mesa y disqué el número de la Jefatura de Policía.

Dije al telefonista que quería hablar con el encargado de la guardia nocturna. Éste, suerte mía, resultó ser el sargento Stracher. Le expresé mis deseos y el hombre, extrañado, accedió.

—Le llamaré dentro de cinco minutos —dijo.

Colgué. Encendí un cigarrillo mientras esperaba allí mismo, tratando de hacer encajar las piezas de aquel abstruso rompecabezas que nadie, me parecía, podía comprender.

Al cabo de un par de minutos de espera, empecé a distraerme con los objetos que tenía más a mano.

Jugueteé con un artístico cortapapeles, miré las tapas de un par de libros que había al alcance de mi mano y acabé sintiendo la curiosidad de examinar los cajones de la mesa de despacho tras la cual me hallaba sentado.

Desde allí pude oír el vivo taconeo de la chica que se dirigía al cuarto de baño. Esperé a que Suzy cerrara la puerta y cuando hube percibido el chasquido, empecé a mirar los cajones con detenimiento, uno por uno.

Allí no había nada más que facturas sin importancia para el que no había tenido que pagarlas, claro está, porque el volumen de alguna de ellas erizaba los cabellos. Por supuesto, «Dinero» Grant se lo gastaba con la pelirroja o ésta se lo hacía gastar, vaya usted a saber.

Miré todos los cajones de la derecha, sin encontrar nada de particular. En el lado izquierdo sólo había polvo. El cajón central…

Estaba cerrado con llave.

Me sorprendí, porque no parecía lógico, dadas las circunstancias. Tiré una y otra vez, hasta convencerme de que no podría abrirlo por las buenas.

Vacilé unos segundos. Aunque muy atenuado, el ruido de la ducha llegaba claramente a mis oídos. Era preciso aprovechar la ocasión.

Agarré el cortapapeles y lo usé como palanca. Después de un par de intentonas, conseguí forzar la cerradura.

Allí no había nada de particular tampoco, excepto una pistola y los elementos necesarios para limpiarla, así como un cargador de repuesto y una caja con veinticinco cartuchos. La pistola tenía las cachas de nácar, era niquelada, como hecha a propósito para ser usada por una mujer, y su calibre era el treinta y dos.

El mismo calibre que la pistola que había servido para matar a Mac Ball.

Fui a tocar el arma, pero me contuve; no quería dejar mis huellas sobre la misma. Saqué el pañuelo del bolsillo, pero en el momento sonó el timbre del teléfono.

Tan olvidado estaba de la llamada que aguardaba que di un respingo en el asiento. Luego, tranquilizado, descolgué el aparato.

—¿Sí?

—¿Señor Campshell? El número de la pistola ocupada a la señorita Rhantyne es el noventa C setecientos quince mil ochocientos catorce.

—… Ochocientos catorce. Gracias —murmuré mecánicamente, volviendo a colgar y cerrando el cuaderno donde lo había anotado.

Entonces, y por medio del pañuelo, tomé la pistola que había allí.

Miré su número. Era el noventa C setecientos quince mil ochocientos diecisiete. El mismo que Connor había vendido a Lelia.

Me guardé la pistola en el bolsillo, cerrando con cuidado el cajón, a fin de hacer pasar inadvertida la sustracción durante el mayor tiempo posible. ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué no coincidían los números?

No, esta pregunta no estaba bien, expresada. ¿Por qué tenía Suzy el arma que había comprado Lelia?

De repente, sonó la puerta del baño. Me puse en pie y salí de la habitación con paso normal.

Suzy llegaba al vestíbulo en aquel momento. Llevaba una bata de baño puesta sobre la piel y no le importaba mucho enseñar las piernas hasta más arriba de las rodillas.

—Hola —sonrió encantadoramente—. ¿Por qué no me prepara un trago, Hal?

Vacilé en hablarle del asunto. Pero no me sentía capaz de hacerlo en aquellos momentos. Prefería dejar reposar mis pensamientos hasta haberlos aclarado un tanto.

—Bueno —le dije.

Ella se marchó a su dormitorio y yo busqué la botella y los vasos. En la frigorífica encontré hielo y puse un par de cubitos en cada uno de los vasos.

Suzy volvió minutos después, más bella que nunca. Cubría su hermoso cuerpo con una negligé sumamente transparente y vaporosa, que no proporcionaba apenas trabajo a la imaginación. Me sonrió, en tanto se sentaba tentadoramente a mi lado, con las piernas sobre el diván, escondidas bajo el cuerpo.

—Dame el vaso, querido —murmuró con voz suave, sedosa. Se lo di y ella bebió lentamente, clavando sus verdes pupilas en las mías—. ¿Sabes que eres un tipo estupendo, Hal? Ahora comprendo por qué Lelia estaba tan loca por ti.

Tomé un sorbo de mi bebida. Luego dije:

—Habíamos quedado en que me hablarías del modo cómo os habíais conocido en tiempos, Suzy.

—¿Por qué no olvidamos cosas pasadas, Hal? —murmuró ensoñadoramente—. Ya tendremos tiempo de enfrentamos con lo desagradable de la vida. —Me echó los brazos al cuello, mirándome desde unos centímetros de distancia—. Tú amas a una mujer con locura y yo no puedo ser para ti, pero…, podemos olvidarnos del presente durante unos segundos, hacer abstracción de cuanto nos rodea, Hal. Eso no es traicionar a nadie, querido.

Empecé a sentir la sugestión de sus pupilas llenas de sensual magnetismo. El aliento de Suzy quemaba y su seno palpitaba con violencia. Desde el lugar en que estaba, la visión de lo que había al otro lado del escote de la negligé era magníficamente perturbadora.

Dejé el vaso sobre la mesita contigua y rodeé su talle con mis brazos. Ella se apretó furiosamente contra mí.

—Bésame, querido, bésame —murmuró con tórrida acento.

Bajé la cabeza. Nuestros labios se unieron en un fogoso beso. Su mano se crispó sobre mi nuca con dañina presión que no sentí siquiera.

Durante unos segundos, ¿diez?, ¿un millón?, permanecimos completamente ausentes de cuanto nos rodeaba. Tan ausentes, que no nos dimos cuenta de que había en la estancia alguien más que nosotros, hasta que oímos una voz llena de sarcasmo.

—¿Interrumpo?