CAPÍTULO XI

Me senté en la cama, tratando de ahuyentar las últimas brumas del sueño.

—No sé de qué me habla —dije—. Lo único que sé es que tengo delante de mí tres bastardos que han penetrado en mi casa sin permiso y que voy a llamar a la policía para que los barra de aquí, a puntapiés.

Salté de la cama, pero no pude dar un solo paso. Bucher movió, las manos rápidamente.

—Quieto, juez —dijo.

Le miré las manos. Una ola de hielo líquido me corrió por la espalda. El tipo tenía repuesto de gomas y flechas.

—Anoche se llevó usted una pistola de cierto lugar que no es preciso mencionar aquí —expresó—. Queremos que nos la entregue en el acto.

—Puedo negarme a ello —dije.

Bucher atirantó las gomas. Miré sus manos; la flecha apuntaba directamente a mi estómago, a la parte blanda del cuerpo. La varilla de acero penetraría en aquella región de mi anatomía con toda facilidad, saliéndome por la espalda sin grandes obstáculos.

—Niéguese —dijo.

Tragué saliva. Es fácil decir las cosas; lo difícil es cumplirlas.

—¿Qué ha hecho de Marsh? —pregunté, tratando de desviar la cuestión.

—Eso no es cuenta suya, fisgón —repitió el forajido—. La pistola. Y no pienso pedírsela más.

Era forzoso acceder a sus demandas. Me estaba bien empleado, por haber querido desempeñar el papel de lobo solitario. Si al salir de casa de Suzy se la hubiera entregado a Stracher, contándole la historia, las cosas podrían haber cambiado notablemente.

—Está en el bolsillo de mi chaqueta, una de color gris que verán en el ropero.

—Issy —dijo secamente el suizo.

El pistolero de belfo saliente obedeció. Hizo descorrer la puerta del armario y buscó entre mis ropas, hasta obtener lo que quería.

—Ya está, Tell —dijo.

—Bien. —El suizo aflojó la tensión de las gomas—. Guárdatela.

—Sí, chico.

Bucher guardó las gomas y la flecha en el bolsillo. Luego avanzó hacia mí.

—El señor Grant me ha encargado que le diéramos un recado —manifestó, a la vez que alargaba el puño hacia mí.

Los nudillos de hierro del difunto Marsh habían apareció repentinamente en su mano, como por arte de magia. Vi aumentar de tamaño aquel puño, buscándome venenosamente la mandíbula.

Logré desviar a tiempo la cara, pero no pude impedir que las cuatro puntas de acero me golpearan el hombro, haciéndome lanzar un salvaje aullido de dolor.

Caí de lado sobre la cama. Por extraño que pueda parecer, no se me quedó el brazo paralizado, al menos de momento. Lo único que sentía era un vivísimo dolor en el lugar afectado por el golpe, lo cual me lleno de ira, haciéndome incorporar en el acto.

Bucher me disparó otro golpe. Esta vez pude atraparle la mano y se la retorcí cruelmente, sin preocuparme demasiado de sus huesos, que crujieron alarmantemente. Giró sobre sí mismo con rapidez y le apliqué el pie al final de la espalda, arrojándolo sobre Issy.

Los dos cayeron al suelo en informe montón, aullando y blasfemando como poseídos, agitando ridículamente los brazos y las piernas. Apenas había sucedido esto, sentí crujir los muelles de la cama a mis espaldas.

Me volví en redondo. El italo se arrojaba sobre mí, enarbolando una corta cachiporra. Le dejé que me cayera encima y en el momento oportuno, detuve su brazo, a la vez que hundía el puño derecho en su estómago.

El tipo boqueó agónicamente en pie sobre la cama. Era tan menudo como el propio Grant, lo cual me hacía quedar a un nivel ligeramente inferior al suyo. Por supuesto, su brazo quedaba en alto parejamente con el mío. Y no solté la presa un solo instante, mientras le castigaba el estómago repetidas veces.

El cuerpo del menudo pandillero se aflojó de pronto. Lo solté, dejándolo caer hacia adelante. Levanté la rodilla, con lo que él mismo se machacó las narices. Gruñó algo y se dejó caer al suelo totalmente inconsciente.

En aquel momento, Issy se arrojaba sobre mí. Sus ojos relucían con ansia asesina, más aún que el afilado estilete que empuñaba en su mano derecha.

Retrocedí, sintiendo que el estómago quería actuar por su cuenta, largándose del interior de mis tripas. El pandillero avanzó con el brazo extendido, dispuesto a moverlo de abajo arriba y ponerme los intestinos al descubierto.

De pronto se arrojó sobre mí. Salté lateralmente, esquivando el golpe. La mano de Issy pegó en el vacío. La mía no. Bajó de filo, con todas mis fuerzas, golpeándole rudamente en la nuca. Issy lanzó un aullido y se desplomó de bruces.

En aquel momento percibí con el rabillo del ojo la actuación de un nuevo enemigo. Giré en redondo, solamente para percibir una masa oscura que avanzaba raudamente hacia mi cráneo.

Algo me explotó detrás de la oreja izquierda. Sentí un ruido atronador dentro de mi cerebro y luego me desplomé totalmente sin sentido.

Me desperté mucho más tarde, sintiendo unas terribles punzadas en el lugar afectado. Algo frío pareció alejar durante unos momentos el dolor que me fustigaba salvajemente.

—Vamos, vamos —dijo una voz suave y cariciosa—, no ha sido nada. Despierta, niño, despierta, que ya es la hora.

Unos labios cálidos y jugosos se aplastaron contra los míos de modo voraz. Sentí contra mi pecho el cálido contacto de un seno firme y joven. Abrí los ojos.

Suzy se separó de mí un par de centímetros. Respiraba anhelosamente.

—No lo puedo remediar —dijo con voz ronca—. Me desmando en cuanto te echo la vista encima, chico.

Quise hablar, pero me sentía tan débil que no tenía fuerzas para hacerlo siquiera. No obstante, pude darme cuenta de que estaba tendido en mi propia cama, con la cabeza apoyada por el lado izquierdo en una bolsa de hielo. Los dolores se alejaron un poco.

Escuché el taconeo de Suzy que iba y venía. Luego, su mano me levantó por la nuca. Un vaso me rozó los labios.

—Bebe, querido —dijo.

El licor me cayó en el estómago como un chorro de fuego. Pero me reanimó, que era lo importante. Empecé a sentirme ligeramente mejor.

Ella se sentó en el borde del lecho.

—¿Qué te ha sucedido? ¿Quién te ha pegado tan brutalmente?

—Bucher —contesté.

—Guillermo Tell, ¿eh? —dijo con los labios prietos.

—¡Ajá!

—¿Por qué?

—Venían buscando una pistola.

Los ojos de Suzy se abrieron desmesuradamente.

—¿Una pistola?

—Sí. La que tenías tú en la mesa de despacho donde está instalado el teléfono en tu apartamiento.

—¿Que yo tenía…? Oh, Hal, ¿es que te has vuelto loco? Explícate, por el amor de Dios, o seré yo la que se vuelva loca.

—¡Cómo! ¿Es que no sabías que en el cajón central de tu mesa había una pistola?

Su sorpresa parecía genuina.

—Ni idea. Apenas uso la mesa, ni siquiera para telefonear.

—Entonces las facturas que había en los otros cajones…

Encogió los hombros.

—Las tiro yo allí una vez pagadas. Pero nada más. ¿Dices que una pistola?

—Sí. La que vendieron a Lelia el veinte de mayo de este año en la armería Merten.

—No lo comprendo, Hal, no lo comprendo. ¿Cómo va a estar en aquel sitio la pistola que compró Lelia si la usó para matar a Mac Ball y la policía se hizo cargo de la misma cuando ella fue detenida?

Me senté, en la cama y la miré fijamente.

—Me gustaría saber —dije— hasta dónde llega tu engaño, Suzy.

—¡Hal!

—No te hagas la pudibunda ahora —exclamé duramente, La herida empezó a darme unos latidos tremendos, pero procuré hacer caso omiso—. El apartamiento de Mao Ball y el tuyo se comunican por una puerta secreta que hay en tu cuarto de baño. Y la pistola que compró Lelia, insisto, estaba en el cajón central de tu mesa de despacho. Eso es lo que buscaban los esbirros de tu…, de Grant.

Suzy abrió unos ojos como platos.

—Hal —dijo lentamente—, puede que no me creas, pero hasta ahora he ignorado la existencia de esa comunicación secreta y la de la pistola.

—Entonces —murmuré— forzoso será admitir que las dos cosas eran usadas por Grant. ¿Va mucho por tu apartamiento?

Ella enrojeció vivamente.

—Hal, hay cosas que no se le deben preguntar nunca a una dama.

—La vida de Lelia está en peligro.

—¿Qué beneficios puede reportarte el que yo te cuente las veces que va Grant a visitarme allí?

Agité las manos, en señal de calma.

—Está bien, está bien. Haremos como el fiscal cuando el defensor le formula alguna protesta. Esto es, formularé la pregunta de distinta manera. En alguna ocasión. ¿Grant ha ido a tu apartamiento sin que tú te encontraras en él?

—Es claro, puesto que tiene una llave. Hay veces que me lo encuentro allí esperándome.

—¿Estaba el día en que mataron a Mac Ball?

—No lo sé. ¿Cómo quieres que me acuerde?

—Haciendo un esfuerzo —dije secamente.

Se puso en pie. Apoyó la barbilla en una de sus manos y empezó a pasearse lentamente de un lado para otro.

—Mac Ball murió el veintidós de mayo. A las cinco y cuarto de la tarde, según la declaración de Galaván —dije.

—Espera. Ese día… sí, creo que ahora me acuerdo. Es cierto, salí de casa a mediodía; tenía que probarme unos vestidos en el modisto. Lo hice y luego me fui a la peluquería. Entre unas cosas y otras, cuando terminé, eran ya las siete de la tarde. Con que ya no volví por casa, sino que me dirigí directamente al Indiana. Es obvio que no puedo saber si Grant había estado o no en mi apartamiento.

—¿Se encontraba ya en el local cuando tú llegaste?

—Pues… la verdad, no lo sé, porque me dirigí directamente a mi camerino. No lo vi hasta las ocho y media de la noche, más o menos.

Hice un gesto de desaliento. Aquello no nos resolvía nada.

—Bien —dije—, tendré que mirar por otro sitia Ahora, dime a qué has venido aquí.

—Estuve llamándote durante un buen rato, Hal. En vista de que no me contestabas, temí algo malo y vine corriendo a verte.

—¿Qué dijo Grant cuando despertó?

Ella sonrió mientras, ahuecándose él pelo, ponía de relieve la rotunda protuberancia de su busto.

—Nada, ¿qué querías que dijera? Pateó un poco, pero acabó callándose.

—De acuerdo. Me alegro, y ahora, dime, ¿cómo empezó tu conocimiento con Lelia?

El rostro de Suzy se enserió de pronto.

—Hal —dijo gravemente—, eso no te lo diré jamás, aunque me estrangules.

—¿Estás segura?

—Si quieres hacerlo, prueba a torturarme. Eres un hombre, joven y fuerte, y yo una débil mujer. No podré resistirte demasiado.

—¿Y si ella me lo dijera?

—No creo que lo haga, pero, en fin, es muy dueña de hacer lo que mejor le convenga.

—Suzy, contéstame a una pregunta, por lo que más quieras. ¿Es cierto que le dejaste tú a Lelia el permiso de armas?

Me miró con expresión de gravedad.

—Sí, Hal.

Inspiré con fuerza.

—Gracias. Eso es todo lo que quería saber.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que quieres decir, Hal?

—Permíteme que calle por ahora, Suzy. —Salté de la cama y de no haber sido por ella, que acudió prestamente en mi auxilio, me hubiera desplomado al suelo. Esperé unos momentos, hasta qué la firmeza volvió a mis piernas.

Entonces me encaminé al cuarto de baño. Suzy me siguió hasta la puerta.

—Hal —me miró muy seria—, ¿qué piensas hacer ahora?

Volví el rostro.

—Preguntar a Lelia lo que tú no quieres decirme —respondí.

Y cerré la puerta.

Una hora más tarde, sintiendo aún detrás de la oreja la dolorosa hinchazón del golpe, estaba ya dispuesto para salir a la calle. Pero no me iba a ver directamente a Lelia, sino que antes tenía que hacer algunas cosas.

Merten tenía que contarme algo acerca del lío de las pistolas. Podría saberlo o no, pero después de lo que había conseguido averiguar, estimaba altamente interesante volver a charlar de nuevo con el armero.

Estaba a dos manzanas de distancia escasamente, cuando, de pronto sonó una atronadora explosión.