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Conozco a Thomas Burke y a H. G. Wells

Mientras Burke y yo paseamos sin ningún destino en particular, le hablo de su libro. He leído Limehouse Nights como él lo escribió. No hay nada a la vista ni la mitad de efectivo. Discutimos el hecho de que realidades como las que él ha mantenido vivas rara vez ocurren durante un paseo, pero me doy por satisfecho. No quiero ver. Nada podría ser más hermoso que el libro. No hay ninguna reacción a mis halagos. Debo mantener el buen gusto.

Al pasar por alto mi obvia adulación, advierto que es muy inteligente, y guardo silencio durante un buen rato mientras paseamos hacia Stepney. Hay una neblina verdosa suspendida por todas partes y parecemos encontrarnos en un laberinto de angostas callejas, que ahora se convierten en calles y después forman plazas. Él está callado y nos limitamos a caminar.

Y entonces me despierto. Veo su propósito. Puedo construir mi propia historia: él tan solo me está prestando las herramientas. ¡Y menudas herramientas son! Siento que ya he pasado por un amplio aprendizaje con su uso, mediante la mera lectura de sus relatos. Estoy fortalecido.

Ahora sí que es fácil. Él ya me ha dado los relatos de antemano. Ahora me los está contando mediante imágenes. Las mismísimas sombras cobran vida y romance. Las formas que merodean, se apresuran y revolotean alrededor, pasando a nuestro lado y desapareciendo en la noche, se están convirtiendo ahora en personajes. Se levanta el telón de Limehouse Nights, representada por el elenco original.

Hay un regusto del este en el aire y percibo con un cosquilleo que hay algo vital, vivo, en movimiento, en esta atmósfera turbia, algo que cobra aún más intensidad a la tenue luz ocasional que atisba en la suave penumbra desde la ventana de un ático o de un desván, o a la luz de los faroles municipales que brillan en las esquinas.

He aquí una pequeña porción de designio divino, en el que el amor va de la mano con la muerte, en el que la poesía canta en marchitos corazones de Mongolia, mientras se hunden cuchillos en pechos de nívea blancura y cuellos morenos. Aquí se rompen corazones sin esfuerzo, pero al mismo tiempo y con la misma frecuencia llegan a esta tierra de lotos la pena, el terror y el asombro del primer amor, ¿y quién podrá decir qué es lo que predomina?

Detrás de cada uno de los ventanucos de esas buhardillas se esconde la vida: la vida con su más elemental atavío. No hay ni tiempo, ni pensamiento, ni preparativos para otra cosa que las más elementales pasiones, y en cada existencia se escriben canciones de gozo, esperanza y risa al tiempo que prosiguen los asesinatos con paso veloz y seguro.

Debe existir una varita mágica que mantiene incesante la oscilación del péndulo sobre esta tierra, pues el punto de vista cambia a menudo de lo bestial a lo hermoso, y en un breve instante el inocente reúne, a menudo, la sofisticación del anciano. Estas criaturas del juego de la vida siguen su curso con ligereza, ignorantes del pasado, gozosas del presente, y despreocupadas del futuro, al tiempo que sus pequeñas ventanas iluminadas parecen hacer guiños en la penumbra al lanzar alfileres de luz por los postigos.

Al otro lado de la calle camina una dama menuda cuyas baratas ropas de algodón están cortadas con ingenio parisino, y cuando cruzamos y pasamos junto a ella percibimos belleza, realzada en grado sumo por la juventud y la vitalidad, pero endurecida con conocimiento prematuro. No puedo evitar pensar en la pequeña Gracie Goodnight, la pequeña dama que abominó hasta tal punto de ser tocada por un chink [1], que rellenó con aceite los extintores de incendios de su casa y, cuando él estaba atrapado en el edificio en llamas, con gran calma y una sonrisa infantil en su rostro, derramó el contenido del extintor sobre él y su mobiliario.

Está el Queen’s Theatre, trayendo a la memoria la imagen de la pequeña Gina de Chinatown, quien detuvo el pánico en la audiencia del teatro, temerosa de incendios, como ofrenda en su debut sobre el escenario. La pequeña Gina, quien hizo ponerse en pie a todo el barrio para compartir con ella el deleite gozoso de la danza. La pequeña Gina, quien a la edad de catorce años había vivido, reído y amado, y que encontró la muerte con una sonrisa, llevándose consigo su secreto.

Burke se limita a alzar su bastón de vez en cuando y señalar. Su gesto no necesita comentarios. Localiza y hace notorio, sin lenguaje, el único objeto que quiere significar, y extrañamente es siempre algo de particular interés para mí. Es un hombre en extremo inusual.

¡Qué guía! No me enseña Main Street, ni lo obvio, ni siquiera los hitos tradicionales de los visitantes, pero con esta excursión me estoy apropiando del corazón, el alma, el sentimiento. Noto que me ha calibrado con rapidez, que sabe que amo los sentimientos mucho más que los detalles, que está halagando inconscientemente mi sutileza, después de dos millas atravesando sombras oscuras a la vez que hermosas.

Ahora elige los lugares donde brillan las luces de las pescaderías. Conoce su ubicación, conoce sus luces porque las ha estudiado bien. Hay formas que se escabullen con elegancia, como si fueran movimientos ensayados. ¡Qué efecto para una cámara!

Esto es áspero. Aquí está la gente robusta de los barrios bajos. La gente actúa aquí con mayor prontitud que en Lambeth. Y de repente hemos vuelto al punto de partida. Vamos en coche a Huxton, al viejo Britannia Huxton[2], con cierto reparo.

Hay un deslumbrante palacio cinematográfico. ¡Qué lástima! Me disgusta la intrusión. Continuamos hacia East Indian Rocks, a Shadwell. Y el espanto de sus relatos de Shadwell me hace sentir escalofríos. Pude oír los chillidos de un niño tras una ventana cerrada, que produjeron un gran efecto en mi imaginación, pero no nos detuvimos.

Continuamos serpenteando sin más que algún gesto ocasional por su parte, lo imprescindible para llamar la atención sobre algún punto. Fuimos a Stanhope Road y Highgate, Bethnal Green, Spitalfields, Ratcliffe, Soho, Nottingdale y Camdentown.

Y por todo el recorrido tengo la sensación de que, tras las puertas cerradas, ocurren cosas triviales, portentosas, hermosas, sórdidas, rastreras, gloriosas, sencillas, memorables, odiosas, amables. Pueblo todas esas chabolas con chicas, chicos, asesinatos, aullidos, vida, belleza.

Mientras regresamos a Highgate hablamos de la vida en el mundo exterior a esta utopía aventurera. Me dice que nunca ha estado fuera de Londres, ni siquiera en París. Esto me resulta muy curioso, pero no parece serlo para él. Me habla de un libro que tiene a punto y de una obra de teatro en la que está trabajando para su pronta puesta en escena. Hablamos hasta las tres de la madrugada y volví al hotel con sentimientos parecidos a los que me embargaron cuando, a los doce años, me quedé toda la noche en vela leyendo La isla del tesoro, de Stevenson.

Al día siguiente hice algunas compras, recorriendo la Burlington Arcade[3], donde se me tomaron medidas para unas botas. ¡Cuán diferente es ir de compras aquí! Una ceremonia llena de gracia que resulta agradable incluso para un hombre. El único anuncio que veo en la tienda es «Proveedores de Su Majestad». Todo está dicho en esa sola frase.

Y los mismos métodos han estado en boga en esta zapatería durante siglos. Me colocan el pie sobre una hoja de papel para dibujar el contorno. A continuación se toman medidas del empeine, el tobillo y la pantorrilla, dado que quiero botas de montar. Probablemente se mantendrán aferrados a la vieja usanza hasta el fin de los tiempos, y no obstante tuve la impresión de que si aquella vieja tienda hubiera tenido una lengua con la que poder hacer burla[4], no hubiera dudado en hacerlo, porque la tradición como una ayuda para la caja registradora no es ninguna novedad.

Por la noche cené en el Embassy Club con Sonny, y se me hizo miembro honorario del club.

Es asombroso de qué modo Europa está imitando a América, en particular en lo que toca a la música de baile. En los cafés se escuchan todas las melodías populares de Broadway. La influencia americana se hace sentir hasta tal punto que el rey Jazz es un potentado universal. Sonny y yo vamos al teatro a ver una parte de League of Notions [5], pero salimos pronto y pasé a saludar a Constante Collier, que está actuando en Londres.

El día siguiente es excitante. Gracias a la invitación de un tercero voy a reunirme con H. G. Wells en las oficinas de Stoll para visionar el primer pase de la película de Wells, Mr. Kipps [6].

Por la mañana suena el teléfono y escucho a alguien en el salón decir que llama el príncipe de Gales. Me quedo pasmado, al igual que todos los demás que están en el apartamento, y los oigo apresurarse hacia el teléfono. Pero Ed Knobloch, declarándose conocedor de la forma apropiada de manejar una situación tal, convence a todos de que es él quien debe mantener la conversación, y yo vuelvo a desplomarme en la cama, pero más despierto de lo que jamás había estado en mi vida.

Knobloch al teléfono:

—¿Está usted ahí?… Sí… Oh, sí… Esta noche… Gracias.

Dejando el teléfono, Knobloch anuncia con gran formalidad:

—El príncipe de Gales desea que Charlie cene con él esta noche.

Y se dirige hacia la puerta de mi dormitorio. (Mientras ocurría todo esto, yo había estado en mi habitación y los demás en el salón, en la confianza, nacida de la costumbre, de que yo estaría aún durmiendo.)

Mientras Knobloch se dirige hacia mi habitación, mi secretario americano, en el tono de voz rutinario con que acostumbra a manejar estas situaciones, dice:

—No lo despierte. Diga que llamen más tarde. No antes de las dos.

Knobloch:

—¡Pero hombre, por el amor de Dios! Es el príncipe de Gales —y se embarca en un monólogo sobre las tradiciones de Inglaterra y las costumbres de la corte y lo memorable de la ocasión, haciendo notar con desdén que yo sigo en la cama y ¡que mi secretario pretende que le diga al príncipe que llame más tarde! No puede captar el punto de vista americano.

La sincera indignación de Knobloch triunfa y el secretario se aparta de la puerta del dormitorio mientras yo me hundo bajo la colcha y me hago el dormido. Knobloch entra muy digno y, tratando de mantener un tono despreocupado de voz, anuncia:

—Mantén libre la noche para cenar con el príncipe de Gales.

Trato de hacerme cargo de la situación con propiedad, pero a una hora tan temprana de la mañana me siento entumecido. Trato de reprocharle que haya aceptado el compromiso. Tengo otro compromiso con H. G. Wells, pero estoy emocionado por la idea de cenar con el príncipe en el palacio de Buckingham. No puedo hacerlo. ¿Qué debo hacer?

Knobloch toma el control y repite el mensaje. Creo que alguien me está tomando el pelo y así se lo digo. No me fío, y la emoción desaparece cuando recuerdo que el príncipe está en Escocia, cazando. ¿Cómo podía haber regresado?

Pero Knobloch es un hombre práctico. Esto tiene que salir adelante. Y creo que está un poco molesto conmigo por mi falta de aprecio. Él mismo irá al palacio para poner todo en claro. Se marcha al palacio para comprobarlo.

No puedo detallar lo que le pasó —fue muy impreciso—, pero al parecer cuando llegó allí se encontró con todos los muebles cubiertos con paños, y puedo escuchar a un mayordomo que le dice:

—Su alteza el príncipe no volverá en varios días, señor.

¡Pobre Ed! Fue todo un golpe para él. Y, llegados a ese punto, también yo me sentí algo decepcionado.

Pero no perdí ni un minuto lamentándome por la oportunidad perdida de cenar con la realeza, ya que aquella tarde iba a conocer a Wells. Yendo a las oficinas de Stoll, me entusiasmaba la idea de una pequeña y tranquila reunión en la que fuera posible buscar un aparte con Wells para mantener una larga conversación.

Pero al acercarme allí vi que había multitudes, el mismo tipo de multitudes que había estado intentando evitar desde que salí de Los Ángeles. Era una densa masa de humanidad agolpada por todo el frente del edificio, esperando aquello que se les hubiera prometido. Entonces supe que todo aquello era algo organizado y que, en lo que tocaba a la conversación, Wells y yo no éramos sino dos contertulios entre otros más, por mucho que fuéramos los invitados de honor.

Recuerdo con nitidez las apreturas en el ascensor, una pequeña cosa construida para unas seis personas y que llevaba casi a sesenta. Comprendí el punto de vista de una sardina con gran facilidad. Arriba la situación no es tan mala, y se me arrastra a una habitación en la que no hay más que unas pocas personas, y a continuación se cierra la puerta. Miro a mi alrededor tratando de localizar a Wells. Ahí está.

Lo primero que me llama la atención son sus hermosos ojos, de color azul profundo. Son perspicaces y amables, brillando ahora como si él riera por dentro, tal vez ante mi evidente turbación.

No obstante, antes de que podamos reunirnos nos alcanza la brigada de las cámaras, con su munición de flashes. ¿Nos importaría posar juntos? Wells parece desesperado. Debo demostrar que ante las cámaras soy toda una autoridad, y tomo la iniciativa ante los cotillas de las lentes.

Nos hacen fotos sentados, de pie, con el sombrero puesto y quitado, y en todas las demás posturas estereotipadas que conocen los fotógrafos.

Firmamos algunas fotos, yo con mi letra amplia y desparramada —me recuerdo blandiendo la pluma, gallardo como un mosquetero— y Wells con su caligrafía pequeña y apenas inteligible. Tomo conciencia de la diferencia y me siento como si hubiera empezado a cantar en voz alta ante un grupo de divos de la ópera.

También posamos para un dibujante. Trabaja con gran rapidez, sin embargo, y mientras lo hace Wells se acerca y me susurra al oído.

—Somos el cebo —me dice—. Me invitaron a venir para conocerlo y seguramente a usted lo invitaron para conocerme a mí.

En efecto así había sido, y cuando ambos habíamos aceptado la invitación nuestra doble aceptación había sido utilizada para montar un acontecimiento. Me parece que a Wells no le gustó.

Wells y yo en la sala de proyección, a oscuras; y me acomodo a su lado. Al punto me encuentro a gusto, contento de que empecemos a disfrutar de una atmósfera en la que me encuentro como en casa. En su compañía me siento crítico y analítico y resuelvo decirle la verdad sobre la película a toda costa. Creo que Wells haría lo mismo ante una mía.

Según se va proyectando la película le susurro lo que me gusta y lo que no, en particular la fotografía defectuosa, aunque ocasionalmente detecto mala dirección. Wells se mantiene en completo silencio y empiezo a sospechar que no estoy rompiendo el hielo. Es imposible ganarse su confianza en estas circunstancias. Gracias a Dios puedo quedarme callado y seguir viendo la película, y eso salva la situación.

Entonces Wells murmura:

—¿No crees que el chico es bueno?

El chico en cuestión está ahí mismo, a mi otro lado, viendo su primera película. Lo observo. Justo en el momento de comenzar una nueva carrera, vibrante de ambición, anhelando hacerlo bien y viendo como su primer intento se exhibe ante tal audiencia. Noto que está al borde de las lágrimas, nervioso y preocupado.

Termina la película. Se forma una aglomeración de gente alrededor. Los directores y responsables me miran. Quieren mi opinión sobre la película. Seré sincero. ¿O crítico? Wells me roza con el codo y murmura:

—Diga algo agradable sobre el chico.

Miro al chico y me doy cuenta de lo que Wells ha visto en él, y entonces también yo lo encomio. La gentileza y consideración de Wells valen más que una mera película.

Quedamos en vernos para cenar y Wells se marcha, dejándome solo ante la tarea de abrirme paso entre la multitud para llegar al taxi y volver al hotel, donde me echo una pequeña siesta. Quiero estar en forma para Wells.

Más tarde llegan unas líneas suyas:

No olvide la cena. Envuélvase en una capa, si lo considera aconsejable, y lléguese hasta aquí con discreción a eso de las 7.30 para que podamos cenar en paz.

H. G. Wells

Whitehall Court, entrada 4

Hablamos de Rusia y puedo expresar mis opiniones sin incomodidad, pero no tardo en convertirme en quien hace las preguntas. Wells habla y, aunque tiene la visión de un soñador, no deja de tener en cuenta los aspectos prácticos. Por su forma de hablar parece americano. Parece muy joven y lleno de vitalidad.

Existe el sentimiento general de que las cosas se enderezarán de algún modo. Hace falta organización, dice, es tan importante como el desarme. La educación es la única salvación, no solo de Rusia, sino también del resto del mundo. El socialismo correcto solo llegará mediante una educación apropiada. Discutimos mis perspectivas de llegar hasta Rusia. Quiero verla. Wells me dice que estoy en la estación del año equivocada, porque el frío inminente hace el viaje en extremo desaconsejable.

Hablo de ir a España, y se muestra sorprendido al oír que quiero ver una corrida de toros. Pregunta:

—¿Por qué?

No lo sé, excepto porque encierra algo crudamente elemental. La corrida tiene algo de técnica pintoresca que necesariamente tiene que atraer a cualquier artista. Tal vez me hubiera impulsado el Matador [7] de Frank Harris, junto a mi perpetua búsqueda de nuevas experiencias. Dice que es demasiado cruel para los caballos.

Me relajo a medida que transcurre la velada y descubro que me está gustando incluso más de lo que esperaba. A eso de la medianoche salimos a un balcón en el exterior de su biblioteca, y a la luz de la luna llena disfrutamos de una espléndida vista de Londres. Tendida ante nosotros bajo los tenues rayos de la luna, Londres parece humana, y me siento como si fuéramos mirones.

Exclamo:

—La luna indecente.

Se da cuenta de lo que quiero decir.

—Eso es bueno. ¿De dónde lo ha sacado?

Tengo que admitir que no es mío, sino de Knobloch.

Wells comenta mi elegancia y me ayuda a ponerme el abrigo.

—Veo que tiene un bastón.

También llevaba un sombrero de seda. Me pregunto qué dirían Hollywood y Los Ángeles si me paseara por allí con este atavío.

Wells se prueba mi sombrero, coge después el bastón y lo hace girar. El efecto es ridículo, en especial porque justo en ese momento reparo en los dos volúmenes del Esbozo de la Historia que están sobre la mesa.

Pavoneándose histriónicamente, canta: «Eres mi tipo, ¿no te has dao cuenta?». Nos reímos. Otra virtud de Wells. Es humano.

Trato de explicarle mi indumentaria. Le digo que es mi otro yo, una reacción al Chaplin de todos los días. Siempre he querido vestir con pulcritud y tengo arrebatos de gazmoñería. Todo lo que me rodea a mí y a mi trabajo es tan sensacional que tengo que reaccionar. Mi ropa es parte de ello. Me parece una pobre explicación de la paradoja, pero Wells piensa lo contrario.

Dice que me doy cuenta de las cosas. Que soy un observador y un analítico. Me complace. Le digo que solo me doy cuenta de las cosas cuando voy a la carrera. Cualquier agudeza de percepción que pueda tener es momentánea, efímera. O lo observo todo en diez minutos o se me escapa por completo.

¡Qué velada tan agradable! Pero mientras regreso caminando hacia el hotel pienso que todavía no he conocido a Wells.

Y voy a tener otra oportunidad. Voy a pasar un fin de semana con él en su casa de Easton, un fin de semana con Wells en su hogar, en compañía tan solo de su familia. Simplemente eso es suficiente para que merezca la pena el viaje de Los Ángeles a Europa.