XII

Mi viaje a Alemania

El tren a Alemania salió a una hora tan avanzada de la tarde que me resultó imposible contemplar la Francia devastada a pesar de que atravesamos una considerable porción de ella. Nuestro compartimento del tren tenía el aire viciado y cargado de olores y el servicio del tren era atroz, siendo la comida y las condiciones sanitarias nefastas en comparación con el servicio ferroviario americano.

De nuevo se reúne una multitud en la estación para verme partir, pero más bien me gusta. Una hermosa chica francesa me regala un ramo de flores con un discursito muy mono, o al menos eso creo, porque ella tenía un aspecto muy mono al pronunciarlo, y los mohínes que su idioma le producía en los labios rojos eran de lo más provocativos. Me dice en un inglés deliciosamente a trompicones que parezco triste y cansado, y me rindo sin resistencia a su diagnóstico.

Llegamos a Joumont, cerca de la frontera belga, a eso de la medianoche y, como si me hubieran enviado un mensaje de casa, me encuentro en la estación una pandilla de soldados americanos para recibirme. Y no están solos, porque también hay tropas belgas, francesas y británicas saludándome y lanzando vítores. Tenía interés en hablar con los belgas, y lo intentamos, pero no fue posible. ¡Qué lástima!

Pero uno de ellos tuvo una feliz inspiración que salvó el día.

—¿Un vaso de cerveza, Charlot?

Asentí sonriendo. Y para mi sorpresa me trajeron una cerveza, la cual llevé a mis labios por cortesía, y después bebí hasta la última gota por puro placer. Es una cerveza muy buena.

Hay un grupo de encantadoras chiquillas belgas. Me sonríen con timidez y quiero decirles algo. Pero no puedo. ¡Ah, el ramo! Cada chiquilla coge una rosa y se quedan encantadas.

«Merci, merci, monsieur». Y siguen «merciando» y haciendo reverencias hasta que el tren parte de la estación, lo que les proporciona el valor para unirse a los soldados en sus vítores.

A través de una abertura entre las estructuras del ferrocarril veo un brillante anuncio luminoso. Es un signo universal. Ponen una película en este pueblecito. Qué medio tan maravilloso para poder alcanzar un pueblo tan oscuro.

En el tren me dicen que mis películas no se han exhibido en Alemania y que, por tanto, allí soy prácticamente desconocido. Esto me complace, porque siento que, de ese modo, podré relajarme y mantenerme a salvo de las multitudes.

Todo el mundo en el tren es muy atento y no hay ningún problema. Los revisores se esfuerzan con el inglés en consideración a mi persona, y los funcionarios de aduanas no plantean dificultades. De hecho, cruzamos la frontera a las tres de la mañana mientras yo duermo. A la mañana siguiente me encuentro una nota del hombre de la aduana que dice: «Buena suerte, Charlie. Estabas durmiendo tan profundamente que no tuve el valor de despertarte para la inspección».

Alemania es hermosa. Alemania no deja traslucir la guerra. La gente se agolpa en los campos, labrando el suelo, trabando febrilmente sin descanso mientras nuestro tren cruza raudo. Hombres, mujeres y niños están trabajando. Están haciendo frente a su problema y reconstruyendo. Un gran pueblo, pervertido por y para unos pocos.

Es interesante observar aquí el diferente estilo arquitectónico. Se están construyendo fábricas por todas partes. Desde luego, no es territorio conquistado. No veo mucho ganado en los campos. Lo cual resulta extraño.

Se ha añadido al tren un coche restaurante y el camarero viene a nuestro compartimento para hacernos saber que ya podemos ir a cenar. Y menuda diferencia. Una cena de siete platos con vino, sopa, carne, verduras, ensalada, postre, café y pan por veintiocho centavos. Esto es posible por el bajo tipo de cambio.

Vamos al Hotel Adlon en Berlín y encontramos el establecimiento de bote en bote, debido a las carreras de coches que se celebran por estos días. Aquí hay una atmósfera diferente. No me es fácil relajarme y reaccionar con naturalidad cuando me presentan a gente. Aquí no me conocen. Nunca han oído hablar de mí. Eso me interesa, pero también creo que me fastidia un poquito.

Advierto cuán abruptos y corteses son los alemanes con los extranjeros, y detecto también un matiz de amargura. Me pregunto si se estrenarán aquí mis películas. Pongo en duda el poder de mi personalidad sin el apoyo de la reputación.

Me estoy sintiendo más relajado con este trato indiferente, pero en cierto modo desearía que mis películas se hubieran exhibido aquí. La gente del hotel es muy cortés. Les han dicho que yo soy «el hijo predilecto y toda una figura en mi pueblo natal». Sus reacciones son graciosas. No tengo un aspecto muy impresionante y les resulta difícil creerlo.

Hay un montón de gente en el vestíbulo, incluidos americanos e ingleses. No tardan en descubrirme y unos cuantos periodistas ingleses, franceses y americanos empiezan a alborotarse a mi alrededor. Los alemanes se quedan mirando, sorprendidos.

Carl von Weigand se presenta con el ofrecimiento de que utilice su oficina mientras esté aquí. Esto impresiona a los alemanes, pero no muestran ningún entusiasmo. Me aceptan sin alharacas como alguien importante y ahí queda la cosa.

El Teatro Scala, donde pasé la velada, es del mayor interés, aunque creo que un poco anticuado si se compara con el progreso teatral inglés y americano en las mismas tendencias. Tiene como cinco mil asientos, principalmente en el patio de butacas, con muy poco anfiteatro. Es del tipo de variedades y music hall, con números principalmente «mudos»; números en los que no se habla ni canta, como malabaristas, acróbatas y bailarines.

Me divierte un comediante alemán cantando una canción de unos veinte versos, que provoca el entusiasmo de la audiencia, gritando su aprobación en cada verso.

Durante el intermedio tomamos salchichas de Frankfurt y cerveza, servidas en el teatro. Observo a la gente. Van al teatro en familia. Es ese tipo de acontecimiento.

Me doy cuenta de los distintos tipos de belleza, aunque no se vea mucha belleza por aquí. Aquí y allá hay algunas chicas guapas, pero no muchas. Es interesante observar a la gente dándose una vuelta durante el intermedio, bebiendo lager [1] y tomando todo tipo de comida.

Al salir del teatro visitamos el café Scala, una especie de casino impresionista. El Scala es uno de los cafés más grandes de Berlín, en el que el estilo modernista se ha desplegado del modo más completo.

Las paredes son veteadas en un verde mar profundo, virando hacia verdegrís claro y esmeralda, proyectándose hacia fuera con un cierto ángulo, produciendo así un efecto de movimiento de caída y avance. La unión de las paredes y el techo se quiebra en losas irregulares de piedra, como los estratos de una caverna. Detrás de ellas se ocultan las luces, basándose en reflejos todo el sistema de iluminación.

La inmensa dislocación de los planos y ángulos del techo abovedado se enfoca en el punto central, la enorme estrella plateada de cristal inflamada como una bomba explotando a través del tejado. El efecto general es misterioso, casi ominoso. La propia forma de la planta de la estancia es irregular, dando la impresión de una catástrofe helada. Aunque ese sentimiento parece ser acorde con el estado de ánimo de los juerguistas en la Alemania de hoy.

De allí al Palais Heinroth, el lugar más caro de Berlín y punto esencial de la vida nocturna. Es llamativo por su resplandor, dado que Berlín es una ciudad muy mal iluminada. Por la noche las calles son oscuras y tenebrosas, y es entonces cuando uno recibe la impresión de la guerra y la derrota.

En el Heinroth todo el mundo vestía con etiqueta de noche. Nosotros no. Mi aparición no produjo ninguna emoción. Dejamos nuestros sombreros y abrigos y pedimos una mesa. El encargado se encogió de hombros. Hay una al fondo, en la parte más oscura de la sala. Esto muestra con toda crudeza la ausencia de mi reputación. Me escuece. Bueno, quería descanso. Pues aquí lo tengo.

Estamos a punto de aceptar humildemente la mesa aislada, cuando escucho un aullido y recibo una palmada en la espalda:

—¡Charlie!

Es Al Kaufman, de la corporación Lasky, director de los estudios Famous Players en Berlín.

—Venid a nuestra mesa. Pola Negri quiere conocerte.

Ya vuelvo a ser yo mismo. Los alemanes miran, intrigados. Por fin he creado atención. Descubro que hay una banda americana de jazz en el local. En mitad de un número dejan de tocar y gritan:

—¡Hurra por Charlie Chaplin!

El dueño se encoge de hombros y la banda sigue tocando. Me dicen que los músicos son antiguos soldados de la infantería americana. Me complace haber impresionado a los alemanes presentes.

En nuestro grupo están Rita Kaufman, esposa de Al, Pola Negri, Carl Robinson y yo mismo.

Pola Negri es realmente hermosa. Es polaca y hace honor a su origen. Hermoso pelo azabache, dientes blancos y regulares y maravilloso tono de piel. Me parece una pena que ese tono no se aprecie en la pantalla.

Ella es el centro de atención. Nos presentan. ¡Qué voz tiene! ¡Su boca habla con tanto encanto la lengua alemana! Su voz tiene una cualidad blanda y melosa, con inflexiones encantadoras. En cuanto me sirven una bebida, hace tintinear mi vaso con el suyo y me dedica las únicas palabras que conoce en inglés:

—Charlie, chico del jazz.

El idioma me deja inerme de nuevo. ¡Qué lástima! Pero con la ayuda de un tercero conseguimos entendernos. Kaufman susurra:

—Charlie, te has marcado un tanto. Acaba de decirme que eres encantador.

—Dile a ella que es la cosa más adorable que he visto en Europa.

Estos cumplidos se prolongan durante algún tiempo, hasta que le pregunto a Kaufman cómo se dice «Creo que eres divina», en alemán. Me dice algo en alemán y yo se lo repito a ella.

Se sorprende, alza la mirada y me da una palmada en la mano.

—Niño malo —dice.

La mesa estalla en carcajadas. Tengo la impresión de que Kaufman me ha tomado el pelo. ¿Qué es lo que he dicho? Pero Pola participa en la broma, y no hay víctimas. Más tarde sabré que he dicho: «Creo que eres terrible».

Cuando me dispongo a salir el propietario se me acerca y con gran formalidad me dice:

—Discúlpeme, señor. Entiendo que es usted un gran hombre en los Estados Unidos. Acepte mis disculpas por ignorarlo; las puertas de este local estarán siempre abiertas para usted.

Acepté sus disculpas con la misma formalidad, aunque la escena me pareció propia de una ópera cómica. No me gustó el propietario.

Quiero visitar los barrios bajos alemanes. Le sugiero tal excursión a un periodista alemán. Me dice que soy como todos los londinenses o neoyorquinos que vienen a Berlín por primera vez; que quiero ver el distrito de Whitechapel, el Bowery de Berlín, pero que no existe tal distrito. Hubo un tiempo en el que existieron casuchas en Berlín, pero hace mucho que desaparecieron.

Esto me parece un gran paso hacia la civilización.

Mi amigo periodista me dice que me proporcionará lo más parecido a un barrio bajo, y vamos a Krogel. ¡Qué película podría hacerse allí! Me fascina caminar entre las casas montadas sobre pilares temblorosos, viejas pero aseadas.

Después vamos en coche a la calle Acker y curioseamos en patios y sótanos. En un café hablamos con hombres y mujeres y bebemos cerveza. Casi provoqué una nueva guerra cuando, queriendo pagar una cuenta de ciento ochenta marcos, saqué de mi bolsillo un rollo de cincuenta billetes de mil marcos.

Mi amigo pagó la cuenta rápidamente con dinero suelto y me hizo salir, haciéndome notar los rostros duros y de aire criminal que me observaban. Seguramente tiene razón, pero adoro a esa gente pobre y humilde.

Continuamos hacia el barrio de patios con pérgolas del norte de la ciudad, y nos detuvimos en alguno de ellos a charlar con la gente. Me hubiera gustado cenar allí, entre aquella gente, pero no tuve suficiente valor como para convencer a mi amigo, quien no estaba dispuesto a considerarlo. Pasando por el norte de Berlín descubrí muchas bellezas que, según me dijo mi amigo, no eran consideradas bellezas en absoluto.

Incluso me sugirió mostrarme algo para hacerme notar la diferencia con lo que había visto. Le dije que no, que arruinaría mi impresión general.

Ha sido una experiencia muy apacible, recorrer toda la ciudad sin ser reconocido, pero en el preciso momento en que lo estoy pensando, una señora vestida a la moda y su hija pasan a mi lado, y por sus sonrisas sé que he sido descubierto de nuevo.

Después nos encontramos con Fritz Kreisler[2] y su esposa, quienes estaban a punto de marcharse a Munich. Charlamos un buen rato y llegamos a acuerdos provisionales que concretaremos en Los Ángeles en su próximo viaje allí.

Me doy cuenta de que los alemanes parecen ser escrupulosamente honrados, o al menos eso me hace pensar el comportamiento cordial y confiado del taxista. Abandonamos el taxi muchas veces, en ocasiones hasta media hora y fuera de su alcance visual, pero siempre nos esperó y en ningún momento sugirió que le pagáramos por adelantado.

En el distrito de negocios vemos muchos tullidos con expresiones hoscas y amargas en sus rostros. Tienen el aire de haber pagado por algo que no han recibido. Se nos acerca mendigando un soldado cojo en un desvaído uniforme alemán. He aquí la marca de la guerra. Esta imagen se ve por todas partes en Berlín.

Se me obsequia con una autorización de la policía para asistir al Berliner Club, lo cual es evidentemente un artificio para obviar la ley. Berlín está lleno de ese tipo de locales nocturnos. Son algo así como los lugares de reunión que la Prohibición ha hecho aparecer en América.

En el exterior, sin embargo, no hay ninguna indicación de tales actividades y uno tiene que recorrer oscuros pasillos hasta que, de pronto, se planta en salones alegremente iluminados muy similares a los cafés parisinos.

El baile y las botellas que se descorchan son las primeras impresiones según entro. Dos chicas nos cogen de la mano y piden bebidas para nosotros. Las chicas están muy nerviosas. De hecho, toda la vida nocturna de la ciudad parece nerviosa, neurótica, excesiva.

Las chicas bailan, pero muy mal. No parecen disfrutarlo y se lo toman como parte del trabajo. Muestran un gran interés en mi amigo, quien parece tener el dinero para la fiesta. En estas ocasiones mi secretario siempre lleva la paga y eso le hace merecedor de mucha atención.

Me quedo sentado, callado y de mal humor, aunque una de las chicas se emplea a fondo para alegrarme. Le escucho preguntar a Robinson qué es lo que me ocurre. Sonrío y trato de ser cortés. Pero ella, una vez cumplido su deber, se gira de nuevo hacia Robinson.

Estoy molesto. ¿Dónde está esa personalidad mía? Se me ha dicho muchas veces que la tengo. Pero aquí se demuestra incontrovertiblemente que la personalidad nada tiene que hacer ante la pastanalidad [3].

Pero mis amigos me están empezando a prestar tanta atención que una de las chicas se fija en mí. Tiene la impresión de que soy alguien importante, pero no termina de saber quién.

—¿Quién es este tipo, un diplomático inglés? —Le susurra a Robinson.

Él la contesta, también en susurros, que soy un hombre de considerable importancia en el servicio diplomático. Sonrío con benevolencia, lo cual las hace sentir más interesadas.

La trato de un modo un tanto paternal y me siento filosófico. Le pregunto por su vida. ¿Qué está haciendo con ella? ¿Qué ambiciones tiene? Es una gran lectora, me dice, y le gustan Schopenhauer y Nietzsche. Pero se encoge de hombros de un modo trágico e indiferente y añade:

—¿Y qué importa la vida?… Tú haces de ella lo que es —dice—. Solo existe en tu mente. Y el esfuerzo solo es necesario para el confort físico.

Cuando me dice esto siento que nos estamos haciendo buenos amigos.

Pero ella debe tener algún objetivo, tiene que haber aún algunos sueños para el futuro vivos en su interior. Estoy deseando saber lo que piensa en realidad.

Le pregunto acerca de la derrota de Alemania. De inmediato adopta una actitud sobria. Le echa la culpa al káiser. Odia la guerra y el militarismo. Es todo lo que puedo sonsacarle, y se está haciendo tarde y debemos marcharnos. Su futuro me intriga, pero eso no parece preocuparle.

De camino a casa hacemos una parada en el apartamento de Kaufman y charlamos un rato de películas y de cosas de allá, de Los Ángeles. Los Ángeles parece muy lejana.

Me invitan a una cena formal a la noche siguiente en casa de herr Werthauer[4], uno de los abogados más prominentes de toda Europa y uno de los mandos del káiser durante la guerra. El motivo de la cena es celebrar el compromiso de Werthauer con la que será su tercera esposa.

La suya es una casa maravillosa en la mejor zona de Berlín. A la reunión asisten algunos de sus amigos personales, Pola Negri, Al Kaufman, la señora Kaufman, Robinson y yo mismo.

Hay una banda rusa tocando música de su tierra durante la cena, y también jazz a cargo de dos bandas formadas por soldados americanos que se han quedado en Alemania después de licenciarse.

Sin venir a cuento, pienso en la historia de Rasputín. Este parece el tipo de casa propicio para asesinatos elaborados. Tal vez la música rusa está causando efecto en mí. Hay una enorme escalinata de mármol cuya fría austeridad sugiere todo tipo de cosas concebidas para producir escalofríos. Los sirvientes impresionan tanto y la comida transcurre con tanta ceremonia que me parece que estoy en un palacio. Las canciones rusas, que surgen como gemidos de las cuerdas de sus peculiares instrumentos, producen un extraño efecto y para mí los platos y el curso de la cena es lo que menos interés tiene.

Hay un toque de misterio, de exotismo, algo a la vez extranjero e intangible, que me hace explorarlo todo y a todos, intentando ahondar en esta atmósfera.

Todos somos presentados, pero hay demasiada gente como para intentar recordar los nombres. Hay herrs, fräuleins y fraus en abundancia y me cuesta incluso hacer correctamente los tratamientos de género. Alguien está haciendo un largo y formal discurso en alemán, y todo el mundo lo observa con atención.

El anfitrión levanta su copa y ofrece un brindis por su futura esposa. Todo el mundo alza la copa y brinda por la felicidad de la pareja. La reunión es muy formal y no puedo sacar nada en claro de las conversaciones que tienen lugar a mi alrededor. El anfitrión habla y otra vez todos se levantan con sus vasos. No sé la razón, pero yo me levanto con los demás.

Esto provoca una carcajada general, y me pregunto qué desgracia ha caído sobre mí. Me pregunto si mi ropa tiene un aspecto correcto.

Entonces comprendo. El anfitrión va a dirigirme un brindis. Lo hace en muy mal inglés, aunque con una gran elegancia de tono y gestos. Tiene cierta inclinación a resultar pedante, y siempre que no da con la palabra inglesa adecuada utiliza su equivalente alemán.

Según van llegando los platos se producen más brindis. Siempre me retraso dos mordiscos en ponerme en pie con mi copa. Después de que me hayan dedicado cuatro brindis, la señora Kaufman se inclina hacia mí y me susurra:

—Debería usted dedicarle un brindis al huésped y decir algo agradable acerca de su futura esposa.

Casi me atraganto por el miedo escénico que me asalta. Es costumbre devolver el brindis al anfitrión y aquí estoy yo tragándome todo tipo de brindis sin decir una palabra. Y ahí está él, sentado, esperando a que yo haga algo.

Me levanto y titubeo.

—Señor…

Noto un puntapié en la espinilla y oigo un ronco susurro de la señora Kaufman:

Herr.

Interpreto que se refiere a la novia.

—Señora… —no, aún no lo es. ¡Santo cielo!, esto es terrible[5].

Me lanzo apresurado y furioso:

—Mis más sentidos respetos a su futura esposa.

Mientras hablo miro a una joven sentada en la cabecera de la mesa, a quien tomo por la afortunada. Estoy por completo equivocado. Me siento, consciente de que he cometido un espantoso error.

Él hace una inclinación y me da las gracias. La señora Kaufman frunce el ceño y dice:

—Esa no es la mujer; es la del otro lado.

Suprimo una convulsión casi mortal y, mientras señala a la auténtica prometida, me pongo a reír histéricamente frente a mi sopa. Rita Kaufman se ríe conmigo. Bendito sea el sentido del humor.

Estoy tan débil y nervioso que me siento tentado de marcharme al instante. La futura esposa toma su copa para devolver mi saludo, aunque, a no ser que me tome por bizco, no veo cómo ha podido darse por aludida con mis palabras.

Pero no tiene oportunidad de hablar. El anfitrión se lanza a un pedante y locuaz discurso en el que dice que, en ocasiones tan extraordinarias como esta, la tradición obliga a descorchar lo mejor de la bodega. Este punto suscita las sonrisas de todo el mundo.

Incluso yo me siento radiante. Tenía la impresión de que lo mejor ya había sido servido. No tenía ni idea de que se estaban reservando algo. Con la promesa de un vino mejor me siento tentado de ensayar otro brindis para la futura esposa.