XV
«Bon voyage»
Salgo por la mañana hacia Southampton, triste y deprimido. Me encuentro con la misma multitud que me vio llegar. Pero ahora me resulta más atractiva. La estoy abandonando. Hay tantas cosas que quisiera haber hecho. Es agradable recibir su aplauso cuando hago mi salida.
Ahora no dudo de su sinceridad. Es tan estupenda y bulliciosa como lo fue cuando llegué. Se alegraron de verme llegar y ahora lamentan que me vaya.
Me siento triste y abatido. Me gustaría abrazarlos a todos. Hay algo melancólico en Londres, en su agradecimiento amable y gentil. Me sonríen con ternura cuando miro en esta o aquella dirección; por todas partes es igual. Todos son amigos míos y los estoy abandonando.
¿Me importaría firmar aquí? Algunos, más excitados, agitan sus libros de autógrafos, pero la mayoría están contenidos, casi en reposo. Lamentan la partida. La sienten, pero me despiden con una sonrisa.
Mi coche está lleno de amigos que me acompañan a Southampton. Pero ahora significan poco para mí. Es la multitud la que me tiene atrapado. Se presentan viejos viejos amigos, amigos que he estado demasiado ocupado para ver. Viejos y fieles amigos que se dan por satisfechos con poder verme antes de que me marche.
Ahí está Freddy Whittaker, un viejo artista de music hall con quien trabajé en una ocasión. Simples conocidos, la mayoría de ellos, pero todos saben quién soy y han compartido, en espíritu, mi éxito. Todos ellos están en la estación y todos ellos comprenden. Todos saben que mi vida ha estado ocupada hasta el último minuto que he pasado aquí. Ha habido tanto que hacer.
Lo sabían y entendían, y con todo han venido decididos a verme, aunque sea en la puerta de mi vagón. Me siento muy triste por ellos.
El tren está a punto de partir y todo es excitación. Todo el mundo parece tener las emociones a flor de piel e incluso en el aire se percibe una cierta tensión.
«Recuerdos a Alf y Amy», me dicen muchos, aquellos que conocen a mi manager y su mujer. Les digo que volveré, tal vez el verano que viene. Me aplauden. «No lo olvides», gritan. No creo que lo pueda olvidar.
El viaje a Southampton no es agradable. Se respira tristeza en el tren. Una especie de incómodo sentimentalismo entre mis amigos. Entre ellos está Tom Geraghty. Tom es un viejo americano y le sofoca pensar que yo vuelvo a casa y él se tiene que quedar en Inglaterra. Volvemos a su tierra. No podemos hablar mucho.
Vamos al barco. Sonny está allí para despedirme. Sonny, el hermano de Hetty[1].
Hay almuerzo con mis amigos y multitudes de periodistas. No puedo sentirme molesto. No tengo nada que decir. Ni siquiera puedo pensar. Charlamos de cosas sin importancia, hacemos chistes.
Sonny se comporta con gran naturalidad. Le miro y me pregunto si alguna vez lo supo. Siempre ha sido tan ambiguo conmigo. Siempre se ha relacionado conmigo bromeando.
Se inclina hacia mí y susurra:
—Pensé que te gustaría esto.
Es un paquete. Casi sé sin preguntar que es una fotografía de Hetty. Estoy asombrado. Lo supo todo el tiempo. Siempre estuvo al tanto de la situación. ¡Cómo oculta Inglaterra sus sentimientos!
Todo el mundo abandona el barco excepto los pasajeros. Mis amigos me saludan desde el muelle. En sus rostros resplandecientes lo veo todo: lealtad, amor, tristeza, unas cuantas lágrimas. Hay un nudo en mi garganta. Sonrío todo lo que puedo para evitar que se den cuenta. Incluso les sonrío a los reporteros. Son buenos tipos. Ojalá hubiera podido conocerlos mejor. Después de todo, su trabajo es hacer preguntas y simplemente han estado haciendo su trabajo conmigo. Simplemente haciendo su trabajo tal y como ellos lo entienden. Ese espíritu cambiaría el mundo si fuera universal.
Inglaterra nunca me pareció más adorable. ¿Por qué no fui allá? ¿Por qué no hice esto o aquello? Hay tanto que me he perdido. Tengo que venir otra vez. ¿Se alegrarán de verme? ¿Tanto como yo lo estoy de verlos a ellos? Eso espero. Mis mejillas están húmedas. Me doy la vuelta y me sacudo la tristeza. No voy a volver a mirar atrás.
Una dulce muchachita de unos ocho años de edad, con toda la risa de la infancia, viene hacia mí con voz burbujeante. Su aspecto me conmina a no tratar de escapar. No creo que quiera escapar de ella.
—¡Oh, señor Chaplin! —gorjeó la pequeña—. He estado buscándole por todo el barco. Por favor, adópteme, como hizo con Jackie Coogan. Podemos romper ventanas juntos y divertirnos mucho. Me encantan sus películas. —Me coge de la mano y me mira de hito en hito—. Son tan bonitas y ocurrentes. ¿No querrá enseñarme como le enseñó a él? Se parece tanto a usted. Oh, si tan solo pudiera ser como él.
Y con una mirada arrebatada en su carita sigue cotorreando, dejándome muy pocas oportunidades de meter baza, aunque desde luego prefiero escuchar a hablar.
Me despido de mis amigos con la mano y camino junto a ella, ascendiendo por la pasarela y mirando al gentío por encima de la barandilla.
He aquí a los reporteros. Huelen algo interesante en mi affaire con la chiquilla. Respondo a todas las preguntas. También hay un fotógrafo. Nos hace fotos juntos. Y la gente de las cámaras está rodando. Miramos atrás, a los amigos que se quedan en tierra.
La chiquilla pregunta:
—¿Son todos actores que salen en las películas? ¿Por qué está tan triste? ¿No le gusta marcharse de Inglaterra? Habrá tantos amigos en América esperándole. ¡Vaya, tendría que estar feliz por tener amigos por todo el mundo!
Le digo que no es más que la partida, que la idea de marcharse siempre es triste. La vida es siempre un «Adiós». Y aquí siento que es un adiós a nuevos amigos, porque los viejos están en América.
Paseamos por la cubierta y ella discute el mérito de mis películas.
—¿Te gusta el drama? —pregunto.
—No. Me gusta reírme. Pero me encanta hacer llorar yo a los demás. Debe de ser divertido hacer papeles de «lloros», pero no me gusta verlos.
—¿Y quieres que yo te adopte?
—Solo en las películas, como Jackie. Me encantaría romper ventanas.
Tiene pelo oscuro y un hermoso perfil de tipo español, con una delicada nariz y una boca al estilo del arco de Cupido. Sus ojos son sensibles, oscuros y brillantes, y bailan llenos de vida y risa. Mientras hablamos noto que cuando se pone seria muestra una gran ternura y amor infantil.
—¡Te gusta romper ventanas! Seguro que eres española —le digo.
—Oh no, española no; soy judía —responde.
—Eso explica tu ingenio.
—Oh, ¿cree usted que los judíos son listos? —Pregunta ansiosa.
—Desde luego. Todos los grandes genios han tenido sangre judía. No, yo no soy judío —le digo antes de que me lo pregunte—, pero estoy seguro de que he de tener algo por alguna parte. Eso espero.
—Oh, me alegra que los considere inteligentes. Tendría que conocer a mi madre. Es una locutora muy brillante. Recita maravillosamente, y es tan inteligente en todo. Y estoy segura de que le gustaría mi padre. Me quiere mucho y creo que también me admira un poco.
Sigue charlando mientras caminamos; y de repente:
—Parece cansado. Dígamelo y me voy corriendo.
Mientras el barco comienza a ponerse en movimiento su madre se nos acerca y la niña nos presenta con toda formalidad y sin asomo de vergüenza. Es una persona distinguida y cultivada.
—Ven conmigo, cariño, tenemos que bajar a segunda clase, no podemos estar aquí.
Quedo a almorzar con la niña pasado mañana y ya estoy impaciente porque llegue el momento.
Paso la mayor parte del segundo día leyendo libros de Frank Harris, Waldo Frank, Claude McKay y la Democracia económica de Major Douglas.
Al día siguiente conozco a la señorita Taylor, una famosa actriz de cine de Inglaterra, y al señor Hepworth, un director prominente en Gran Bretaña. La señorita Taylor, aunque sensible, tímida y reservada, tiene un gran encanto.
Están haciendo su primer viaje a América y pronto nos hacemos buenos amigos. Discutimos las características de la gente americana, contrastando su brusquedad franca y juvenil con la calmada y tímida reserva británica.
Me pongo frenético al hablarles de esta tierra. Les explico los robos de trenes, los carteles publicitarios, las luces de Broadway, los teatros desvergonzados, los revendedores de entradas, el metro, el autómata y su gran hermana, la cafetería. Produzco un gran efecto en mis amigos y en ocasiones casi detecto incredulidad. Me descubro queriendo enseñárselo todo para observar sus reacciones.
En la comida del día siguiente la chiquilla es el alma del grupo. Hablamos de todo, desde el arte a nuestras ambiciones. En un momento rebosa de risa musical y al siguiente discute excitada algún acontecimiento del barco. Sus historias son siempre interesantes. ¿Por qué los niños ven mucho más que los adultos?
Se lo pasa en grande. Tengo que visitar a su padre, se parece mucho a mí. Tiene el mismo temperamento y es un papá estupendo. Es buenísimo con ella. Y continúa parloteando sin cesar.
Entonces piensa de nuevo que puede que esté cansado:
—Siéntese otra vez —y me pone un cojín detrás de la cabeza y me invita a descansar.
Estos momentos con ella hacen que los días a bordo pasen rápida y agradablemente.
Carl Robinson y yo nos damos un paseo al día siguiente por la cubierta superior, en un intento de alejarnos de todo el mundo, y reparo en que alguien está mirando hacia arriba, a un cable que une las chimeneas del barco. Aferrado al cable hay un pajarillo, y me pregunto cómo ha llegado allí y si habrá estado en ese lugar desde que dejamos Inglaterra.
El otro observador repara en nosotros. Se da la vuelta y sonríe.
—El pajarito debe pensar que esta es la tierra prometida.
Supe de inmediato que era alguien. Esos pensamientos pertenecen solo a los poetas. Durante la velada le invito a unirse a nosotros y averiguo que es Easthope Martin, el compositor y pianista. Había pasado la guerra y esta había dejado su impronta en su alma delicada y sensible. Lo habían gaseado. No podía imaginarme a un hombre como él en las trincheras.
Es de cuerpo muy frágil y, cuando habla, siempre imagino que su gran alma está a punto de estallar de puro anhelo. El inevitable concierto de la última noche del viaje tiene lugar. Estamos cerca de las costas de Terranova y en mitad de la bruma. La sirena de niebla tiene que sonar a intervalos y el efecto en el concierto, en particular en la parte vocal, es notorio.
Atracamos a las siete de la mañana de un día de mucho viento y no podemos bajar a tierra antes de las once. Durante todo ese tiempo los reporteros y camarógrafos están por todas partes, y me alegro, porque eso les proporciona a la señorita Taylor y al señor Hepworth un atisbo de cómo es América. Quedamos a cenar esa noche en casa de Sam Goldwyn.
Los adioses son aquí bastante alegres, porque todos nos quedamos en la misma tierra y habrá oportunidades de vernos de nuevo.
Mi pequeña amiga se me acerca emocionada y me da un regalo: una cajita de plata para sellos.
—Espero que cuando escriba su primera carta coja un sello de aquí y me la envíe por correo. Adiós.
Me da la mano. Somos amantes de verdad y debemos tener cuidado. Me dice que no trabaje demasiado.
—No olvide venir a vernos; tiene que conocer a papá. Adiós, Charlie.
Hace una reverencia y se marcha. Voy a mi camarote para esperar allí a que podamos desembarcar. Alguien llama con suavidad a la puerta. Entra ella.
—Charlie, no te podía besar ahí fuera, delante de todo el mundo. Adiós, querido. Cuídate.
Esto es auténtico amor. Me da un beso en la mejilla y corre hacia la cubierta.
Easthope Martin está con nosotros esa noche en la fiesta de Goldwyn. Interpreta una de sus propias composiciones y nos mantiene a todos como hipnotizados. Agradece sobremanera nuestro sincero aplauso, pero con una actitud discreta y reticente, a pesar de ser el éxito de la velada.
Después de la cena llevo a mis colegas británicos del cine a ver la ciudad, disfrutando de su asombro ante las maravillas de la noche neoyorquina.
—¿Qué os parece? —les pregunto.
—Emocionante —dice Hepworth—, me encanta. Hay algo eléctrico en el aire. Como una fuerza motriz. Tienes que hacer cosas.
Vamos a un café en el que se reúne la élite de Nueva York y bailamos hasta la medianoche. Me despido de ellos, esperando verlos de nuevo cuando vengan a Los Ángeles.
A la noche siguiente cenamos en casa de Max Eastman y conocemos a McKay, el poeta negro. Es bastante guapo, un negro jamaicano de pura raza con no más de veinticinco años. Es fácil entender por qué lo han calificado de príncipe africano. Tiene todo el aire.
He leído algunos de sus poemas. Es un auténtico aristócrata con la sensibilidad de un poeta y el humor de un filósofo, y bastante tímido. De hecho, es en cierto modo hipersensible, pero con una dignidad y unos modos que lo hacen parecer distante.
Hay otros muchos amigos allí y hablamos del nuevo libro de Max sobre el humor. Hay controversia sobre si debe llamarlo Sentido del humor o Psicología del humor. Hablamos acerca de mi viaje. Claude McKay me pregunta si conocí a Shaw.
—Qué pena —dice—. Te habría gustado y él hubiera disfrutado contigo.
Me interesa Claude.
—¿Cómo escribes tu poesía? ¿Puedes obligarte a escribir? ¿Te preparas?
Trato de hablar sobre su raza:
—¿Cuál es su futuro? ¿Es que ellos…?
Se encoge de hombros. Advierto que es un poeta, un aristócrata.
A la noche siguiente ceno con Waldo Frank y Marguerite Naumberg y discutimos su nuevo sistema. Ella tiene una escuela que desarrolla a los niños siguiendo sus líneas de personalidad. Es un estudio de la individualidad. Está luchando sola, pero consigue resultados maravillosos. Hablamos hasta altas horas de la mañana de todo lo imaginable, incluso de la cuarta dimensión.
Al día siguiente Frank Harris se pasa a verme y decidimos hacer una excursión juntos a Sing Sing. Frank anda muy triste y melancólico. Está deseando largarse de Nueva York y dedicar tiempo a su autobiografía antes de que sea demasiado tarde. Tiene mucho que decir y quiere escribirlo mientras conserve la agudeza.
Intento decirle que la conciencia de la edad es un signo de agudeza. Que la edad no altera la mente.
Hablamos de George Meredith y de un maravilloso libro que había escrito. Y ahora, a su edad, Meredith lo ha reescrito. Dijo que había quedado mucho mejor así, reescrito, pero en realidad le había quitado toda la sangre roja. Era tan viejo y marchito como él mismo. No se pueden ver las cosas como fueron. Meredith se había hecho viejo. Harris dice que no quiere pasar por la misma experiencia.
Todo esto de camino a Sing Sing. Frank es un maravilloso conversador. Como su amigo Oscar Wilde. El mismo encanto y brillantez de ingenio, siempre dispuesto para la discusión. Qué increíble reserva de conocimientos tiene. Menuda biografía sería la suya. Si es la mitad de buena que la de Wilde, lo será bastante.
Sing Sing. Los grandes edificios de piedra gris me parecen como un grito contra la civilización. Este inmenso monstruo gris con su millar de ojos mirando fijamente. Estamos en la sala de visitas. Jóvenes con camisas grises. Gracias a Dios, las horribles rayas han desaparecido. Esto es progreso, humanidad. No es tan crudo.
Hay una niña minúscula cogiendo la mano de su papá y jugando con su pelo mientras él habla con la mamá de la pequeña, su esposa. Otro prisionero sostiene las dos manos marchitas de una anciana. La palabra «madre» estaba escrita sobre ella, aunque ninguno decía una palabra. Me sentí brutal siendo testigo de su emoción.
Todos ellos viejos. Niños, viudas, madres; la juventud borrada de sus rostros por las arrugas del sufrimiento y los castigos de la vida. Tragedia y tristeza, y siempre es en los rostros de las mujeres donde el sufrimiento está escrito con mayor claridad. Los hombres sufren en el cuerpo, las mujeres en el alma.
Los hombres parecen resignados. Han perdido el ánimo. ¿Qué ocurre detrás de esos muros grises para matarlos tan completamente?
La devoción de los prisioneros es casi infantil en su impaciencia al sentarse con sus niños, al hablar con sus esposas; aquí y allá hay un enamorado con su pareja; todos han escrito un relato apasionante en el libro de la vida. Pero hay amor en esta sala, amor sin vergüenza. ¿Por qué son siempre amados los pecadores? ¿Por qué son los pecadores amantes tan maravillosos? Tal vez sea compensación, como se dice ahora. En este lugar hay amor en todas las miradas.
Los niños juegan por el suelo. Su risa es como una bendición. Esto es otra mejora, esta habitación. Ya no hay barrotes para separar a los que se quieren. La naturaleza humana mejora, pero la tragedia sigue siendo igual de dramática.
Las celdas donde duermen son al antiguo estilo, construidas por un monstruo o un maníaco. Ningún arquitecto podría hacer algo así para seres humanos. Están construidas de odio, ignorancia y estupidez. Sé que están construyendo una nueva prisión, más cuerda, con una mejor comprensión de las necesidades humanas. Hasta entonces estos pobres desdichados tienen que soportar estas horribles celdas. Yo me volvería loco.
Percibo algo de libertad. Algunos prisioneros pasean por los patios mientras otros trabajan. El código de honor es una gran cosa, le proporciona a un hombre la oportunidad de mantener el respeto por sí mismo.
Han oído que iba a venir y la mayoría parece conocerme. Esto me avergüenza. ¿Qué puedo decir? ¿Cómo puedo dirigirme a ellos? Me limito a saludarlos con la mano.
—¡Hola, amigos!
Decido descartar la conversación. Ser yo mismo. Ser cómico. Cortar por lo sano. Doy vueltas al bastón y hago trucos con el sombrero. Alzo la pierna hacia atrás. Estoy en terreno cómico. De eso se trata.
Nada de sentimentalismo, de moralismo, de compasión; están hartos de eso. ¿Qué tenemos en común? Nuestros puntos de vista son completamente diferentes. Ellos están dentro; yo estoy fuera.
Me enseñan una copa regalada por Sir Thomas Lipton, con la inscripción: «Todos hemos cometido errores».
—¿Y qué no habréis hecho algunos de vosotros? —pregunto en tono de humor. Doy en el blanco. Quieren que siga hablando.
—Hermanos criminales y compañeros en el pecado, Jesucristo dijo: «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra». Yo no puedo tirar la primera piedra, aunque desde luego he tirado muchas tartas. Pero no puedo tirar la primera piedra.
Algunos lo cogieron. Otros nunca lo harán.
Tenemos que ser sensatos. Yo no soy un heroico adorador de criminales y malhechores. La sociedad tiene que estar protegida. Somos más que los criminales y tenemos la sartén por el mango. Así debe seguir siendo. Pero al menos debemos poder tratarlos con inteligencia porque, al fin y al cabo, los criminales son un producto de la sociedad.
El médico me dice que solo una minoría son criminales de nacimiento, que la mayoría se han visto forzados al delito por las circunstancias o que este ha sido el resultado de un momento de pasión. Veo a muchos hombres de aspecto malvado, pero también algunos espléndidos. Estoy persuadido de que la sociedad puede protegerse con inteligencia y humanidad. Yo aboliría las prisiones. Las llamaría hospitales y trataría a los prisioneros como pacientes.
Es un problema y no pretendo tener la solución.
La sala de la muerte. Es espantosa. Una habitación simple y desnuda, bastante grande y con una puerta blanca, y no verde como había oído. La silla, una sencilla butaca de madera con un simple cable saliendo de ella. Un instrumento para apagar la vida. Es demasiado simple. Ni siquiera es dramático. Tan solo sangre fría: algo que ocurre.
Alguien me explica cómo observan al prisionero después de amarrarlo a la silla. ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo pueden planearlo todo tranquilamente con esa precisión? Y han llegado a matar a siete en un solo día. Necesito salir.
Dos hombres caminaban arriba y abajo en un patio desnudo; uno de ellos, un hombre bajo con una pipa en la boca, caminando con viveza, y el otro, un guardián. El encargado anuncia secamente:
—El siguiente para la silla.
¡Qué horrible! Viene hacia nosotros mirando directamente hacia el frente y le veo la cara. Trágica y atroz. La veré durante mucho tiempo[2].
Visitamos las factorías. Hay algo irónico en su ubicación, con las montañas de fondo, pero el efecto es bueno, produce una sensación de libertad. Es un buen sistema, con guardianes tolerantes. Parecen comprender. Le susurro a uno:
—¿Está aquí Jim Larkin?
Está en el departamento de botas y vamos a verlo un momento. Va contra las reglas, pero en esta ocasión se hace una excepción.
Jim aparece pavoneándose. Grande y robusto, de casi uno noventa, todo un irlandés. Una vez nos presentan, habla con timidez.
No puede quedarse, no puede dejar su trabajo. Está feliz. Solo preocupado por su mujer y sus hijos en Irlanda. Solo inquieto por ellos, pero, por lo demás, bien.
Le quedan cuatro años. Parece abandonado incluso por su propio partido, aunque se está haciendo un esfuerzo por que se revoque su sentencia. Después de todo, no es un delincuente común. Es un preso político.
Pregunta cómo me han recibido en Inglaterra.
—Encantado de conocerlo, pero tengo que regresar.
Frank le dice que ayudará a conseguir que lo liberen. Él sonríe, le estrecha con firmeza la mano a Frank.
—Gracias.
Harry me dice que es un hombre cultivado y un buen escritor.
Pero la prisión le ha marcado. El ánimo y el optimismo que deben haber acompañado a esos ojos irlandeses ya no están. Los ojos que fueron alegres ahora parecen melancólicos.
Pero ha sido olvidado. Nuestra visita ha ayudado. Puede devolverle alguna esperanza.
Vamos a la celda de confinamiento solitario, donde se mantiene a los presos más problemáticos.
—Este joven intentó escapar. Salió al tejado. Fuimos tras él —dice el guardián.
—Sí, fue todo un numerito de película —dice el joven, cohibido. Tratamos de hacerle sentir mejor.
—Haya hecho lo que haya hecho, mira que es guapo el condenado —le digo al guardián. Eso ayuda—. Buena suerte la próxima vez —le digo a él. Se ríe.
—Gracias. Encantado de conocerle, Charlie.
Tiene diecinueve años y es atractivo y saludable. Qué lástima. La mayor tragedia de todas. Es un falsificador y aquí está rodeado de asesinos.
Nos marchamos y volvemos la vista a la prisión una sola vez. ¿Por qué se construyen las prisiones y los cementerios en lugares tan hermosos?
Al día siguiente todo bulle de animación con los preparativos del viaje de vuelta a Los Ángeles. Me escapo del alboroto y voy a una sesión matinal a ver a Marie Doro[3] en Lilies of the Field [4], y por la noche a The Hero [5], una obra espléndida. Un joven actor, Robert Ames[6] ofrece, creo, la mejor representación que jamás he visto en América.
Ya estamos de camino. Me apresuro a volver con toda la celeridad de la Twentieth Century Limited. Hay un cable del director de mi estudio: «¿Cuándo volverás a trabajar?». Le telegrafío que estoy dándome prisa, deseando llegar. Hay una breve parada en Chicago y otra vez en marcha.
Y mientras el tren me lleva de vuelta a toda velocidad, vuelvo a vivir estas vacaciones mías. Cada uno de sus momentos me parece ahora maravilloso. Los pequeños inconvenientes parecen un aderezo. Incluso empiezan a gustarme los reporteros. Son tipos cabales, que se esfuerzan en su trabajo.
Y visto en conjunto, ha merecido la pena y hace que el trabajo que me espera merezca la pena. Si puedo llevar sonrisas a los ojos cansados de Kennington y Whitechapel, si he absorbido y comprendido las virtudes y los problemas de esa gente sencilla que he conocido, y si he obtenido aunque sea la más pequeña inspiración de los grandes personajes que me han regalado su amabilidad, entonces este ha sido un viaje maravilloso. Y en cierto modo estoy impaciente por volver al trabajo para retribuir lo recibido.
Mientras escribo me llama la atención un titular de periódico. Habla de la Conferencia de Desarme. ¿Será profético? ¿Significa que la guerra nunca más pisoteará el mundo? ¿Es un destello de inteligencia alumbrando al mundo?
Llegamos a Ogden, Utah, mientras escribo. Recibo un telegrama pidiéndome que cene con Clare Sheridan cuando llegue a Los Ángeles. Es una perspectiva de lo más atractiva. Y ese cable, junto con otros, me convence de que estoy llegando a casa.
Vuelvo al periódico. Se acabaron mis vacaciones. Reflexiono sobre el desarme. Me pregunto si será la respuesta. Espero y estoy inclinado a creer que será para bien. Fue Tennyson quien escribió:
¿Cuándo será el bien de todos los hombres
la norma de cada hombre, y cuándo la paz universal
brillará como un haz de luz a lo largo del camino
y como una capa de fulgores atravesando el mar?
Qué hermoso pensamiento. ¿Pueden todos esos que van a Washington convertirlo en algo más que un pensamiento?
El revisor anuncia:
—Los Ángeles.
«Adiós».