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MI NOMBRE es Ixca6 Cienfuegos7. Nací y vivo en México, D. F.8 Esto no es grave. En México9 no hay tragedia: todo se vuelve afrenta. Afrenta, esta sangre que me punza como filo de maguey10. Afrenta, mi parálisis desenfrenada que todas las auroras tiñe de coágulos. Y mi eterno salto mortal hacia mañana. Juego, acción, fe —día a día, no sólo el día del premio o del castigo: veo mis poros oscuros y sé que me lo vedaron abajo, abajo, en el fondo del lecho del valle11. Duende de Anáhuac12 que no machaca uvas —corazones; que no bebe licor, bálsamo de tierra —su vino, gelatina de osamentas; que no persigue la piel alegre: se caza a sí mismo en una licuación negra de piedras torturadas y ojos de jade opaco. De hinojos, coronado de nopales13, flagelado por su propia (por nuestra) mano. Su danza (nuestro baile) suspendida de un asta de plumas14, o de la defensa de un camión15, muerto en la guerra florida16, en la riña de cantina 17, a la hora de la verdad: la única hora puntual. Poeta sin conmiseración, artista del tormento, lépero18 cortés, ladino19 ingenuo, mi plegaria desarticulada se pierde, albur20, relajo21. Dañarme, a mí siempre más que a los otros: ¡oh derrota mía, mi derrota, que a nadie sabría comunicar, que me coloca de cara frente a los dioses que no me dispensaron su piedad, que me exigieron apurarla hasta el fin para saber de mí y de mis semejantes! ¡Oh faz de mi derrota, faz inaguantable de oro sangrante y tierra seca, faz de música rajada y colores turbios! Guerrero en el vacío, visto la coraza de la bravuconada; pero mis sienes sollozan, y no cejan en la búsqueda de lo suave: la patria, el clítoris, el azúcar de los esqueletos22, el cántico frisado, mímesis de la bestia enjaulada. Vida de espaldas, por miedo a darlas; cuerpo fracturado, de trozos centrífugos, gimientes de enajenación, ciego a las invasiones. Vocación de libertad que se escapa en la red de encrucijadas sin vértebra. Y con sus restos mojamos los pinceles, y nos sentamos a la vera del camino para jugar con los colores... Al nacer, muerto, quemaste tus naves para que otros fabricaran la epopeya con tu carroña; al morir, vivo, desterraste una palabra, la que nos hubiera ligado las lenguas en las semejanzas. Te detuviste en el último sol23, después, la victoria azorada inundó tu cuerpo hueco, inmóvil, de materia, de títulos, de decorados. Escucho ecos de atabales24 sobre el ruido de motores y sinfonolas25, entre el sedimento de los reptiles alhajados. Las serpientes, los animales con historia, dormitan en tus urnas. En tus ojos, brilla la jauría de soles del trópico alto. En tu cuerpo, un cerco de púas. ¡No te rajes26, manito27! Saca tus pencas, afila tus cuchillos, niégate, no hables, no compadezcas, no mires. Deja que toda tu nostalgia emigre, todos tus cabos sueltos; comienza, todos los días, en el parto. Y recobra la llama en el momento del rasgueo contenido, imperceptible, en el momento del organillo28 callejero, cuando parecería que todas tus memorias se hicieran más claras, se ciñeran. Recóbrala solo. Tus héroes no regresarán a ayudarte. Has venido a dar conmigo, sin saberlo, a esta meseta29 de joyas fúnebres. Aquí vivimos, en las calles se cruzan nuestros olores, de sudor y páchuli, de ladrillo nuevo y gas subterráneo, nuestras carnes ociosas y tensas, jamás nuestras miradas. Jamás nos hemos hincado juntos, tú y yo, a recibir la misma hostia; desgarrados juntos, creados juntos, sólo morimos para nosotros, aislados. Aquí caímos. Qué le vamos a hacer30. Aguantarnos, mano. A ver si algún día mis dedos tocan los tuyos. Ven, déjate caer conmigo en la cicatriz lunar de nuestra ciudad, ciudad puñado de alcantarillas, ciudad cristal de vahos y escarcha mineral, ciudad presencia de todos nuestros olvidos, ciudad de acantilados carnívoros, ciudad dolor inmóvil, ciudad de la brevedad inmensa, ciudad del sol detenido, ciudad de calcinaciones largas31, ciudad a fuego lento, ciudad con el agua al cuello32, ciudad de letargo pícaro, ciudad de los nervios negros, ciudad de los tres ombligos33, ciudad de la risa gualda34, ciudad del hedor torcido, ciudad rígida entre el aire y los gusanos, ciudad vieja en las luces, vieja ciudad en su cuna de aves agoreras, ciudad nueva junto al polvo esculpido, ciudad a la vera del cielo gigante, ciudad de barnices oscuros y pedrería, ciudad bajo el lodo esplendente, ciudad de víscera y cuerdas, ciudad de la derrota violada (la que no pudimos amamantar a la luz, la derrota secreta), ciudad del tianguis35 sumiso, carne de tinaja, ciudad reflexión de la furia, ciudad del fracaso ansiado, ciudad en tempestad de cúpulas, ciudad abrevadero de las fauces rígidas del hermano empapado de sedy costras, ciudad tejida en la amnesia, resurrección de infancias, encarnación de pluma, ciudad perra, ciudad famélica, suntuosa villa, ciudad lepra y cólera hundida, ciudad. Tuna incandescente. Águila sin alas. Serpiente de estrellas36. Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire37.
GLADYS GARCÍA
—¡Boinas!38
El barrendero le dio un empujón en las nalgas, y
Gladys respiró la mañana helada. Echó el último vistazo al espejo
gris, a los vasos ahogados de colillas, del cabaret39. Chupamirto40
bostezaba sobre el bongó41. Las
luces limón se apagaron, devolviendo su opacidad descascarada a las
pilastras de palmera. Algún gato corría entre los charcos de la
calle: sus pupilas, alfileres de la noche pasada. Gladys se quitó
los zapatos, descansó, encendió el último (boquita trompuda,
dientes cincelados de oro), el cigarrillo que le tocaba cada quince
minutos. Guerrero ya no estaba anegada42, y pudo calzarse. Empezaban a correr las
bicicletas, chirriando, sin sombra, por Bucareli; algunos tranvías,
ya. La avenida semejaba una cornucopia43 de basura: rollos de diario
derelicto44, los
desperdicios de los cafés de chinos, los perros muertos, la vieja
hurgando, clavada, en un bote, los niños dormidos removiéndose en
la nidada de periódicos y carteles. La luz del más tenue de los
cirios fúnebres. Del Caballito45 a los
Doctores46,
arrancaba un ataúd de asfalto, triste como una mano tendida. Sólo
la resurrección daría sangre y palpitos a este collar. Pero ya bajo
el sol, ¿vivía? Desde la perspectiva de Carlos IV y su corte de
neones enanos
LOTONAL RESPONDEMOS
DE LAS CUATROQUINTASPARTES
DE
SU
HIGHBALL GOODRICH
DE
SU
HIGHBALL GOODRICH47
Gladys no podía hablar de las fritangas48 y los gorros de papel de los voceadores49 y sus soldaderas50 panzonas, porque desconocía lo diurno, del aire viejo, empolvado, que va masticando los contornos de las ruinas modernas de la aldea enorme. Iba caminando sola, su cuerpecillo de tamal51 envuelto en raso violeta brillante, ensartado en dos palillos calados sobre plataformas: bostezaba para rascarse los dientes de oro: la mirada, bovina, los ojitos, de capulín52 ¡Qué aburrido caminar sola por Bucareli a las seis y cuarto! Tarareaba la letanía que noche tras noche le había enseñado el pianista gordo del «Bali-Hai»53, mujer, mujer divina54esa me la cantaba Beto; ése sí que me trajo al trote, con eso de ser ruletero55 y sacarme a pasear en el coche; ¡qué machote56 y qué vacilador!57 «Vieja58 que se sube al coche, vieja que me bombeo»59, decía;
«—¿Estás sola, chata?60
«—Estoy contigo, ¿me siento?»
ya Chupamirto61 lo conocía, y le dedicaba sus mambos62 por el micrófono, yo soy el ruletero, que sí, que no, el ruletero63
«—Estás muy buena64, chata aaayyyjj por abajo anda el jarabe65 al son de las copetonas66
«—No te calientes, granizo
«—Pa'su...67
«—Ay, qué siento
qué sí, que no el ruletero y chanceador como él solo, cómo me gusta, con su sueterzote de canario68
«—¿A ti no te agarró alguien de puerquito en la escuela69, chata?
«—¿En la escuela? Estás chanceando.
«—Conmigo se metía70 un tipo así de grandote, le decían el Mayeya y me traía maloreado71. Yo todo tiuque72 en aquella época, y él grandote, torciéndome las orejas. Hasta que maté a un cuate73 y me mandaron dos años a la peni74. Lo vieras ahora. Me lo encuentro y no75 es sonrisota de cuatacho76 la que me hace. Pero yo tampoco me meto con nadie. Ya ves los líos que tiene uno ruleteando77; que se bajan, que te la mientan78. Pues que me la mienten. ¿Qué es peor? ¿Morirte en la cama? ¿O que un cristiano venga y te mande al otro barrio?79 ¿Para qué hacerle un favor a nadie? Palabra.»
Pero ya se lo había dicho, no le había tomado el pelo80:
«—Tendría harta lana81 si no fuera por las viejas y el bailecito. Todos los días tengo que meterme por ahi, a bailar. Suave, chánchararancha, cháncharará... Qué quieres. Así me hicieron, medio drácula...»
Así nos hacen. No había vuelto a sentir lo que con él. Pero los prietos prefieren a las güeras82, y aquélla se lo llevó. Beto. Y ahora el viejecillo flaco y con halitosis que la buscaba todos los viernes en la noche presumiendo de alto funcionario de alguna Secretaría. El único que le dejaba lana. Se las ponía de nevero83, le apretaba la cintura y gritaba: —¡Raza de bronce, cabrona84 raza de bronce!85 Y luego le contaba el gran chiste de cómo venía los viernes porque ese día le daba su mujer86la excusa del balance de fin de semana. Pero no era lo mismo que con Beto.
«—¿Le gusta el chou87 del “Bali-Hai”?
«—Me encanta, qué caray, me encantas tú...
«—Venga más seguido, pues. Mire cómo será que nomás los viernes, si no es obligación.
«—Ya te he dicho que el viernes hago pato88 a la vieja; mira, ese día nos pasan...»
Aquí había nacido Gladys, en los palacios huecos de la meseta, en la gran ciudad chata y asfixiada, en la ciudad extendiéndose cada vez más como una tiña irrespetuosa. Un día quisieron llevarla a Cuernavaca89 unos abarroteros con automóvil, y el coche se descompuso en Tlálpam90. No sabía de montañas o de mar; la brizna del jaramago, el encuentro de arena y sol, la dureza del níspero, la hermosura elemental... qué rete chula91 ha de ser la mar... Amarrada al cemento y al humo, a la acumulación de brillantes desperdicios. Los ojos cerrados, siempre cerrados. Llegó al fin a los Doctores, rendida. Encendió la veladora92, Vos sois rica y nosotros pobres; Vos todo lo tenéis y nosotros no tenemos nada; ¿Por ventura no sois la madre de misericordia? la jicotera no tiene cintura y se acostó. ¿Borregos? Fichas, fichas93 cayendo sin eco sobre la mesa. Diez pesos. Ya no hacía tanta lana. Se le apretaban94 los clientes. ¿ Vieja? Treinta años. ¿Jodida?95 Que lo diga Beto. Por primera vez, se le ocurrió pensar qué iba a ser de ella cuando ya no pudiera ganarse la vida en el «Bali-Hai». ¿Cómo se gana la vida? Voy a ir mañana a un comercio. A ver cuánto pagan de vendedora. Tenía que impresionar; Liliana le prestaría el zorro, y si no el conejo propio. ¿Dónde está ese perfume que me regalaron a la entrada de un cine? Rímmel a chorros; no hay nada peor que una carota de gringa96 desabrida... Fichas, fichas, la cucaracha no pué caminó97 acurrucada contra el muro frío, iluminada por la veladora, sentir que se perdían sus piernas y el vientre se le hacía grande, grande que vuestro virginal manto cubra siempre a vuestros hijos, guardadlos, son vuestros para siempre, ¡oh celeste Tesorera del Corazón de Jesús! a vuestros hijos
Salió de la tienda de modas a la avenida. La lluvia se soltó, confundida con los edificios grises. Es lluvia de ciudad. Contagiada de olores. Mancha las paredes. No se mete en la tierra. Lluvia mineral, el desconcierto de cabezas bajas, sumisas al lívido timbal del cielo, cabezas gachas, mojadas de lluvia y vaselina. Surtidores del cielo mexicano: esperando en silencio desesperado, esperando junto a los muros, como los condenados junto al paredón: la fusilada que no llega, los cuerpos enjutos y grasosos, junto a la lluvia, disueltos en el vaho de gasolina y asfalto, momias de un minuto, junto a la lluvia. Bajo la lluvia: los letreros despintados, el bostezo de las piedras, la ciudad como una nube tullida, olores viejos de piel y vello, de garnachas98 y toldos verdes, mínimo murmullo de ruedas, chisguetes de canciones: el cielo se abría sin otorgar, el cemento y los mexicanos no pedían: que luchen lluvia y polvo, que se muerdan viento y rostros, que se espere pegado a las paredes, ensopado, los bigotes lacios, los ojos vidriosos, los pies húmedos, comprimido en su carne espesa, maloliente e insano, plagado de cataratas y forúnculos, dormido en los nichos como ídolo eterno, de cuclillas junto a los muros acribillados de soledad, escarbando en la basura algo que roer, que se espere, raza de murciélagos. Que se espere allí: más cerca del origen húmedo, más cerca de los rincones: lluvia en los rincones, toses pequeñas y huecas ¿que se abrazaran, solos, juntos bajo la lluvia? un abrazo de todos, cuando los perfiles del firmamento negro dicen: tú aquí, ellos allá. Gladys sorbía las gotas de su nariz. El rímmel le escurría como un llanto de noche. El conejo apestaba. Gladys se detuvo y sacó la mano.
(—Muy guaje99, ¿no? Miren: mucho ojo100. Eso se saca una por meterse con apretados. ¡A la chingada!101 ¿Hora? Seis. Abren a las nueve. Y está lloviendo a trancazos.)
¡Ora si t'enjuagates, chilindrina!102, pasó una bicicleta frenando. Se abría la noche, su noche, la noche que le reservan los ángeles y el vacío. La ciudad olía a gas mientras Gladys ambulaba por la Avenida Juárez. ¿Dónde estaban los demás, las gentes a las cuales querer? ¿No había, por ahí, una casa caliente donde meterse, un lugar donde caber con otros? Sus gentes... el viejo era pajarero; salía muy de mañana a agarrarlos, mientras la madre le hacía el café con piquete103 y nosotros arreglábamos las jaulas. Junto al puente de Nonoalco. Me pusieron Gaudencia. Quién me manda nacer un veintidós de enero. Las láminas104 ardían en verano, y a todos se les calentaba la sangre. En un catre, los viejos y el escuincle105. En el otro, yo con mis hermanos. Ni me di cuenta, ni supe cuál de ellos me hizo la desgraciadura. Pero las láminas ardían, todos estábamos muy calientes106, muy chamacos107. Tenía trece años. Así comienza uno. Y luego ya no los vuelve a ver.
Frente al Hotel del Prado, se topó con una comitiva de hombres altos y mujeres rubias, alhajadas, que fumaban con boquillas. Ni siquiera eran gringos, hablaban español...
—Rápido, Pichi, vamos a tomar un taxi.
—Voy, chéri. Déjame arreglarme el velo.
—Nos vemos en casa de Bobó, Norma. No llegues tarde: para las orgías, puntualidad británica...
—Y además, el canalla de Bobó cambia de la Viuda a Ron Negrita en cuanto se levantan los coros de las bacantes.
—¡Chao, viejita!
—Too-toot.
y parecían dioses que se levantaban como estatuas, aquí mismo, en la acera, sobre las orugas prietas de los demás, ¡qué de los demás!, sobre ella que estaba fundida, inconsciente, hermana de los vendedores de barajitas pochos108, jafprais, berichip109, de los de la lotería, de los voceadores, de los mendigos y los ruleteros, del arroyo de camisetas 110 manchadas de aceite, rebozos111, pantalones de pana, cacles112 rotos, que venía hollando la avenida. Pero en el siguiente puesto, entre uno de bolsas de cocodrilo y otro de cacahuate garapiñado, gastó dos pesos en una boquilla de aluminio.
EL LUGAR DEL OMBLIGO DE LA LUNA113
Junior hablaba como tarabilla114 mientras, concienzudamente, picoteaba el seno derecho de Pichi115. En la noche lluviosa, el taxi se mostraba poco eficaz en salvar hoyancos, y cada brinco del chassís116 aumentaba la presión de Junior sobre Pichi; ésta miró hacia la izquierda y consultó su reloj.
—Verás qué padres117 fiestas arma Bobó. Ahí estarán el poeta Manuel Zamacona, Estévez el filósofo existencialista, el Príncipe Vampa —que es un tío de capa y espada— y Charlotte García, la famosa internacional, y miles de aristócratas y pintores y jotos118: el todo México. Bobó hace unos cambios de luz brutales119, y no se escandaliza de que alguien o álguienes120 se encierren media hora en su recámara, ¡todos son tipos que saben vivir! Mi papá es fantástico; cada vez que vengo a casa de Bobó me hace una cara así de larga y empieza a gruñir sobre el corn-flakes121: «viciosos, dipsómanos, amapolos»122. ¡Qué salida123 tan buena!, ¿verdad? El pobre viejo sólo sabe hablar en inventario. Fíjate la lata de ser self-made124 man. Pero mientras me pase la mensualidad, chás-chás125.
Pichi metió su cabecita de poodle en la nuca de Junior: —¡Qué excitante, Junior! ¡Conoces tantos intelectuales! La crema de la crema, como quien dice. A mí también me costó trabajo independizarme, no creas, y de no haber ido a tomar esas clases de psicología, sólo Dios sabe qué complejo me hubiera tragado. Hmmm, qué rico Yardley126 usas...
El taxi se detuvo frente a la casa de apartamientos —balcones de mosaico multicolor, gran torso de vidrio liso— desde cuyo penthouse127 chiflaba hacia la noche un repique de vasos.
—Mira —le dijo Junior al chofer—: Ahora te vas al 3094 de Monte Ararat a recoger a una señora. Pita y sale.
—No puedo, jefecito —remilgó el chofer, rascándose una cicatriz roja en la frente—. Hoy sí que no puedo; si no con mucho gusto.
—¿Cómo que no? ¿De cuándo acá nos damos ese taco?128 —replicó Junior al mismo tiempo que, trasladado ya a la sala de Bobó, se esforzaba por mostrar los puños sedosos de su camisa.
—No, de veras —insistía el chofer—. Cualquier otro día. Barrilaco está rete alejado129.
Junior prendió el briquet130 y recorrió el interior del automóvil:
—¿Conque don Juan Morales, placas 37242? Ya hablaremos con el dueño de la flotilla...
Juan Morales dibujó una sonrisa:
—Ya estaría de Dios... —y arrancó. Se contuvo las ganas de refrescársela131 con el claxon132, y rascándose la cicatriz metió segunda y comenzó a chiflar.
—Pelados133, cada día más pelados —gimió Junior, y con Pichi del brazo tomó el ascensor.
—Un besito gorda así mira... No te hagas la remolona134.
—Después, Junior... no me desarregles el velo. Sígueme contando, ¿quiénes más vienen?
—Pues de los rancios, la Pimpinela, y la niña dorada, ¡Pierrot es cumbre; le dicen la niña mal de familia bien!, vas a ver... ah, y el tal Cienfuegos. Mucho cuidadito. De ése te me mantienes alejada.
La puerta de laca se abrió sobre una atmósfera cargada de humo de cigarrillo, vencedor de los coquetos pebeteros y de los perfumes surtidos. Pichi y Junior entraron riendo a grandes voces.
—¡Bobó, Bobó!
—¡Caros! Entren a aprehender las Eternas Verdades. Por ahí anda un indígena con charola135 y bebestibles. Voici, oh Rimbaud!, le temps des assassins136.
Bobó corrió saltando, su chaleco floreado un anuncio de bonhomía, a callar a la concurrencia. En el pequeño estrado junto a la escalera la declamadora (del circuito del Caribe, naturalmente) había tomado su lugar y miraba con intensidad al suelo, como si de él debiera surgir la repetición lúdicoliteraria del festín de Baltasar. Al hacerse el silencio, la eximia, con un drástico movimiento de torso, las manos extendidas, la tela neo-helénica apretada a la cintura, el busto arremangado, tornó los ojos al cielo raso:
Telúricos de mi tierra
ayes en los senos crío
a los que la voluntad se aferra,
pescada en Rubén Darío...137
Los invitados se fundieron en la melodía. En torno a Manuel Zamacona, una docena de jóvenes y de ancianas formaban corte; Estévez conversaba en un rincón con dos muchachas de gafas. Pierrot Caseaux mantenía un cuchicheo discreto: gracioso balancear de la gran copa de cognac138. Charlotte García, en el acto de blandir con irreverencia sus impertinentes sobre la cabeza de la masa mientras Gus, en compañía del Príncipe Vampa, insinuaba su impaciencia por la falta de fotógrafos en la reunión. Silvia y Roberto Régules habían fijado su sonrisa favorita, heladamente sentados en el sofá como en la espera entre dos trenes lentos que al cabo no se han de tomar. El humanista argentino Dardo Moratto examinaba los escasos libros de la estancia. La declamadora acompañaba de lejos, exacta en la distancia que un buen pianista de bar sabe mantener bajo las voces de la clientela. Pichi y Junior se acercaron al abrevadero, no sin antes decirse Hmmm y sobar narices.
—Todavía no empieza lo bueno —se acercó a decirles Bobό—. Dejen que llegue Lally con los bongoceros139.
Ixca Cienfuegos entró en la sala, se detuvo y encendió, con una mueca, un cigarrillo
primero, dejarse llevar; no hacer preguntas, no ver caras: dejarse llevar por el rumor y las sombras, por los borrones. Cambio de luces. Amarillo. Les va bien. Debía instalar Bobό unos rayos X. ¿Hacen falta? Espejos. Los borrones se reproducen al infinito. Luces, espaldas, talles, tantas axilas tantas veces rasuradas, la conciencia en los senos, la mecánica de expeler humo, dejarse llevar, los tufos... carne y olor, no es posible desentenderse de ellos, pero sí hacerlos elegantes. Esta carne no es elegante, esta carne es refinada, este olor es ofensivo, este olor es aristocrático. Caras, hasta el rato. Ahora, dejarse llevar. Olvidarse de sí, clave de las felicidades, que es olvidarse de los demás; no liberarse a sí: sojuzgar a los demás
Copias fotográficas en relieve ahorcadas a las paredes —escarlata, siena, cobalto— del dúplex140: Chagall, Boccioni, Miró, y un solo original: búfalos azules en una arena teñida de un color ictio, de Juan Soriano. Por el suelo, los ídolos; bajo un ciclista en proceso de futurizarse, la herida abierta de una Coatlicue enana. Enredadera y palo-bobό brotaban junto al ventanal enorme, y entre las botellas de la cantina decorada con azulejos poblanos una gringa de carnes nylon, recortada del Esquire, telefoneaba con una mirada de la más dulce cachondería141. Manuel Zamacona, semirrecostado en el diván, se acariciaba el pelo revuelto. Al perfil griego le sobraban dos grandes carrillos, y de sus labios caía sin interrupción una fumarola que, expelida con lentitud sagrada, mantenía la atención de los acólitos —jóvenes escritores invitados por el delirio potpurrista de Bobό, ancianas maquilladas que alguna vez se dejaron seducir por Barba Jacob— en la línea de su faz que Zamacona sabía más atractiva:
—Ahora, a lo que no puede renunciar el poeta es a la vital tarea de llamar al pan y al vino de otras maneras. Pero esto, obviamente, supone que se tiene una conciencia lúcida de lo que son pan y vino. Entonces se puede ir más allá, al centro de las cosas: dominarlas, dejar de ser sus esclavos...
—Pero el poeta es sobre todo un hombre que nombra cosas —dijo un astigmático joven.
—Sí, pero que no encabeza sus «nombramientos» con las siglas de la United Press. ¿O qué, puesto que el nivel de comprensión que le ha correspondido, históricamente, es deleznable, por ese solo hecho la poesía debe descender a fundirse en la época, so capa de «inteligibilidad», y a desaparecer con ella?
—Ay, qué bonito...
—Soberbia, señor Zamacona, digo yo...
—Sí: que alguien la posea. Ustedes hablan mucho del imperialismo yanqui. Yo me pregunto si abaratando nuestras palabras, es decir, nuestra imaginación, no lo ayudamos, y si, por el contrario, intentando —con esa humildísima soberbia— llevar a su más alta expresión nuestras palabras y nuestra imaginación, no somos, acaso, más hombres y más mexicanos...
—La lucha contra el imperialismo tiene que ser directa, llegar al pueblo.
—No me desprecie a este pobre pueblo. ¿Qué cree usted, sinceramente, que sabrá, a la postre, entender mejor nuestro pueblo: «Vuelvo a ti, soledad, agua vacía, agua de mis imágenes, tan muerta», o «Gran Padre Stalin, baluarte del obrero»? Además, no confunda las cosas. Sea bienvenida su lucha contra el imperialismo, amigo, pero que sea efectiva: contra el imperialismo se lucha en su terreno de intereses, no escribiendo cuplés realistas-socialistas. Pero en realidad, ¿qué le interesa a usted más: luchar efectivamente contra el imperialismo, o sentirse un hombre justo colocado del lado del bien y digno de señalar y condenar a los hombres malos?
El joven astigmático se puso de pie, regando de ceniza a las ancianas:
—¡Decadente, vendido, artepurista! ¿Cuánto le paga el Departamento de Estado?
Manuel Zamacona aspiró serenamente su humo:
—Hasta para ser payaso se requieren integridad e imaginación.
Federico Robles apretó un botón.
—Sí señor —gimió, ronca, la voz de la secretaria.
Robles inclinó la cabeza, pegó la boca al micrófono, tocó con la yema del pulgar su corbata de seda:
—Convoque a los de la Limitada para el sábado a las diez. Asunto: transmisión de la parte social de Librado Ibarra. Puntualidad. Puede usted pasar la llamada de Ibarra si vuelve a telefonear. Es todo.
—Sí señor.
Con el ¡clic! del aparato, Robles se levantó de la silla de cuero. En la oficina alfombrada, entre las paredes de caoba, el penduleo del reloj sonaba a memoria. Las nueve de la noche. Federico Robles observaba su reflejo fantasmal en la ventana. Se había blanqueado, igual que el General Díaz142. Hasta se veía distinguido. Pasaba las uñas por una solapa creada con el objeto de disimular la barriga. Veía los dedos manicurados, con deleite. Sonó el aparato.
—El señor Librado Ibarra al teléfono, señor...
—Pásela.
Robles cerró los ojos. Pase la llamada. Librado Ibarra. Librado Ibarra. Debía imaginarlo, de un golpe: tres mil pesos de aportación. Traje ratonero. El eterno olor a cocina barata. Calvo. Peinado de prestado, hilos de gomina. Los ojillos bulbosos, sumisos. ¿Y algo más? Sí... no, nada más, nada más.
—Pásela... ¿Qué hay, Ibarra? ¿Cómo sigue esa pierna? Vaya pues. No, no estaba en la oficina. ¿No se lo dijeron? ¿Qué se le ofrece, pues?
un pie destrozado por la máquina; la máquina sigue funcionando, empieza a gruñir, a masticar con avidez la materia extraña: la carne de un viejo que ha ido a que lo mastiquen el acero y las tuercas
—Sí, cómo no. Siento no haber podido ir al hospital. Usted se da cuenta que junto a esta pequeña sociedad llevo otras más importantes... No, no llegó aquí ningún recado... Claro, que se le va a hacer
tres mil pesos de aportación, empresa común, veintitrés socios, un viejo de trajes apestosos, para cuidar la máquina y ver que los obreros no hagan chanchullos143.
—¿Cómo, Ibarra? ¿Accidente de trabajo? ¿De qué habla usted? ¿Con qué clase de su baboso144 cree que está hablando?
¿Eh?
Sociedad de Responsabilidad Limitada, S. de R. L.
—No, amigo. Se equivoca usted de medio a medio. Usted prometió prestaciones accesorias como socio. Tome sus accidentes de trabajo. Eso digo: tome... ¿Responsabilidad limitada? No sea usted ingenuo. ¿Con quién cree que está hablando, eh? Se figura que una institución seria de crédito contrataría con nosotros si no respondiera yo ilimitadamente? Vaya con usted
tres mil pesos de aportación; todos los ahorros; la cantinela de todos: todos mis ahorros y ahora imposibilitado
Robles pegó con el puño en la mesa: una vena verde se abrió en el vidrio: —¿Junta de conciliación? Mire, tarugo145: usted no es trabajador, sino socio. ¿Ahora lo viene a averiguar? Pero vaya nomás a su junta de conciliación. Vaya nomás. ¿Sabe lo que es poner en el índice?... Menos mal... ¿Su qué? El sábado hay asamblea. Vamos a ver si unánimemente se aprueba su solicitud, ¿eh? A ver si su dinerito sale así nomás
cuesta trabajo echar a andar una empresa, grande o chica; qué saben estos. Una pata coja y tres mil pesos no van a echarla a rodar; todo está contra uno en este país... se empieza dando concesiones en los negocios pequeños y luego...
—Adiós Ibarra. Que esté usted bien.
Robles colgó la bocina. La carta sobre la Anónima. Muy estimado amigo: Usted sabe que durante el año en curso parece previsible que más del 50 % de las Sociedades que se funden serán precisamente Sociedades Anónimas. ¿No le parece significativo que...
Robles apretó un botón.
¿Qué decir de los muebles de Bobό? Exigían posturas del Bajo Imperio, y las mesitas chaparras repletas de vajilla de carretones146 repleta de uvas de vidrio azul invitaban a ello. Una edición intonsa de la filosofía estética de Malraux, lado a lado con las obras completas de Mickey Spillane y Las iluminaciones, hacía fila india en el pequeño estante de cristal. En un atril de madera, Los cantos de Maldoror y dos ceniceros peruanos. Y en cada peldaño de la escalera, una maceta con su nopal. Pierrot Caseaux seguía balanceando el cognac. A su vera, Pichi y Junior reían en oleadas rítmicas, obligada respuesta al bon vivant por excelencia.
—Pierre acaba de regresar de Inglaterra, Pichi.
—Que vale decir de Saville Row147, queridos. No existe país que de tal manera se limite a una calle. Sin embargo, ven, de esta última incursión traigo un descubrimiento satisfactorio: la austeridad culinaria parece haber afectado positivamente la otra, tradicional austeridad. ¿Saben? Ya gozan de la vida vis-á-viscera. ¿Quién es la glamorosa en turno, Junior?
Roberto Régules no debía perder la sonrisa. Roberto Régules miraba fijamente el perfil de su esposa. La papada comenzaba a colgarle. Al casarse con ella, había imaginado que nunca podría ver —o sentir que le inquietara tanto— una señal de vejez en Silvia. Pasión. Amor. Compañeros. Ésa era la secuela programada. No debía perder la sonrisa:
—Anda, vete con él. ¿Qué esperas? ¿Todos lo saben, o no? ¿Qué apariencias guardas?
Silvia no movió un músculo, los ojos sonriendo, aprobando de lejos a cada uno de los concurrentes:
—Cállate. Si no fuera por los niños...
Junto a Manuel Zamacona, tomaron asiento Bernardito Supratous y Amadeo Tortosa. Con una mueca de irritación, Zamacona tuvo que abandonar su postura favorita, la récamierina:
—Tenemos que regresar —continuó, pasando la mano por la frente— a la actitud de los hombres señeros, a Pascal, a Goethe, a sentir la reverencia por la vida, a decir con Keats, «Estoy seguro de crear simplemente por el deseo y la alegría de alcanzar lo bello, aun cuando todas las mañanas se quemara mi labor de la noche». ¿No puede haber, hoy, un Quevedo que ejerza la simple, santa, total profesión de hombre y creador?
Tortosa tosió y adelantó ambos brazos:
—A usted, mi querido Manuel, se le escapan los significados del fluir social. Vive usted demasiado de la nostalgia, suspira usted por ideales derrotados. Claro, y por desgracia, hay que teorizar antes de actuar. Pero teoría quiere decir visión; en última instancia, acción. Hay que sentir el dolor de los pobres, el angustioso imperativo de la solidaridad...
—¡Claro que hay que luchar contra este mundo monstruoso! No se puede continuar con esta cultura conventual, avergonzada frente a la burguesía. La cultura ha tomado un cariz de decorado, está formada por bienes fungibles. ¡Hay que hacerla, de nuevo, insustituible, sagrada! ¡Hay que lograr que todos los hombres se sientan Leonardos! Ésta es la misión del poeta: la misión de la comunicación profunda y sagrada, que es la del amor.
Supratous dixit: —Ciertamente, l'amour est une réalité dans le domaine de l'imagination148.
Con la mirada brillante, un rictus de orgullo en la boca, Juan Morales abrió de par en par las puertas de la fonda.
—Pásale vieja, anden chamacos.
Rosa ajustó al pecho su vestido de algodón. Los niños corrieron hacia una mesa desocupada. Juan, contoneándose, pasó por entre los demás clientes. Tiró de su bigotillo recto. Un mesero se inclinó:
—Pasen ustedes, señores. Por aquí.
Pepe y Juanito y Jorge apoyaban las barbas en el mantel, leyendo el menú grasoso, mientras su madre se ajustaba el vestido. Juan tomó asiento y comenzó a juguetear con un palillo de dientes.
—Juan, estos chamacos ya debían estar en la cama. Mañana tienen escuela y...
—Hoy es un día especial, vieja. A ver muchachos, ¿qué se les antoja?
Juan Morales se rascaba la cicatriz rojiza en la frente, no es fácil, veinte años de ruletear de noche —si lo sabré yo. Ahí está mi bandera149 en la frente, como quien dice. Cuánto borracho, cuánto hijo de su pelona150 que a Azcapotzalco151, que a la Buenos Aires, tres cuatro de la mañana. Y de repente, le sorrajan a uno la cabeza, o hay que bajarse y bajar al cliente, y se acaba con las costillas rotas. Todo por veinte pesos diarios. Pero ya se acabó.
—Bueno, ¿se deciden?
—Mira papá. A esos niños les llevan un pastel. Eso.
—Juan...
—No te preocupes vieja. Hoy es un día especial. y luego aquellos que tomaron el coche para llevarlo a una emboscada, para robárselo. Ahí sí que anduve abusado152; ahí sí casi me despachan153, Rosita. ¿Y de qué me ando azorando? No me lo decía mi padre: «Ay Juan, tú naciste para burro de los demás, para fregarte154 y cargar con los fardos ajenos. No te olvides de vacilar155 de cuando en cuando. Haz tu gusto, pero no te hagas tonto: nadie nos pide cuentas de la vida, y se olvidan muy pronto de nosotros.» Pero eso era en la tierra chica; aquí en la capital, hay que andar abusado, o nos comen el mandado156.
—A ver mozo: un pollito entero, bien dorado, para la familia. Y pastelitos, de esos de fresa, y con su eremita. Y que vengan a tocarnos los mariachis157.
Rosa, siempre sola la pobre. Ni cuando andaba pariendo estuve con ella. Siempre lista, con el café a las siete de la noche, agua para la rasurada a las siete de la mañana. (Y las sábanas siempre frías, cuando me metía a dormir en la mañana. Siempre heladas. Como si en vez de gente sólo la noche y la escarcha hubieran dormido ahí. Como si Rosa no tuviera su carne pesada, y su sangre, y su vientre lleno de hombre. Nunca los veía. Ahora sí, ahora ya cambia la cosa.)
—¿Qué nos tocan, Rosa?
—Ahi158, que escojan los niños...
—Juan Charrasqueado. Juan Charrasqueado159...
La fonda160 rumiaba un pequeño olor de chilpotles161 y de tortilla162 recién calentada y sedimentos de grasa y aguas frescas163. Juan se acarició la barriga. Miró alrededor, las mesas de manteles floreados y sillas de mimbre y los hombres morenos y vestidos de casimir peinado y gabardina aceituna que hablaban de viejas y toros y las mujeres con melenas negras y encrespadas, acabadas de salir del cine, con labios violeta y pestañas postizas. ¿Quién no los estaba mirando, a él y a la familia?
de aquellos campos no quedaba ni una flor164
—Juan, no podemos...
—¿Cómo que no? Esto sí lo quise siempre. Una botellita de vino, de ese de la etiqueta dorada, ya sabe... ¿qué tal si no voy con el gringo hoy? ¿qué tal si no estoy en el sitio165 cuando me piden del hotel para todo el día? ¿qué tal si el gringo no me lleva al Hipódromo y me regala esos cuarenta pesos de boletos?
«—Oye mano, ganaste, ándale a cobrar
«—¿Cómo que gané? ¿Qué pasó? Oye, ¿y dónde?
«—Cómo se ve la suerte del principiante
«—Cómo se ve que en tu pinche166 vida has visto tanto junto...»
—A tu salud, viejecita.
pistola en mano se le echaron de a montón167
Rosa dejó caer su gran sonrisa mestiza y se chupó la fresa de los dedos.
Ochocientos pesos. «—Tuvo usted la suerte del principiante. Pero no vuelva por aquí o le pelan hasta la camisa». ¡Qué iba a volver! Pero iba a ser chofer de día, se iba a acostar a las once y levantarse a las seis, como la gente. Ahora tenía ohocientos pesos, para empezar con suerte, para que le tocaran los mariachis, para calentarle la cama a Rosa.
Rodrigo Pola salió del elevador168 con la cabeza baja y las cejas arqueadas. Su traje de gabardina contrastaba con los tonos oscuros
—Ves: charcoal hues, es la moda en Londres de los otros invitados. Se acercó al grupo giratorio de Manuel.
—L'amour est une réalité dans le domaine de l'imagination169. Cienfuegos apoyó las manos en la pared. Lo pensó mejor, y comenzó a chupar una aceituna negra de cocktail170. Supratous. L'Amour Est Une Réalité... Frases en este estilo, silencio en toda otra ocasión impenetrable, le habían acordado su fama de oráculo. Exclusivo lector de biografías (¿vivir de prestado, dijo alguien?): producto elaborado de su pedestal. Por estas fechas, debía leer la vida de Talleyrand; ya en otras ocasiones, había entreabierto las rendijas de su genio a la admiración colectiva gracias a Maquiavelo, Napoleón, Shaw, Wilde y Guillermo Prieto —se le conocía, así, la visión, la osadía, la brillantez conceptual, el cinismo y el sabor de la tierruca. Y López Wilson, el joven astígmata: viene para conocer de cerca al enemigo, pisar sus terrenos, para servir de testigo presencial al derrumbe de la clase capitalista, y participar, mientras tanto, de sus placeres. Ahí están, todos, el poeta de provincia, consciente de estar recibiendo sus primeras lecciones de frivolidad mundana; el matrimonio á la page171, profesional de la elegancia: el mundo es el espejo, ¡envidiable!, de sus atractivos y su humor; el novelista de la cara de papa, inexpresiva, surgido de quién sabe qué entrañas de tierra desmoronada: como un volcán mudo, arranca el talento de la pura opacidad, y su voz monocorde enumera pueblos y rancherías, señores curas y caciques172 y niñas de provincia que se quedaron a vestir santos. Ahora se pavonea el autor sin libros, en la vigésima edición de sus primeras veinte cuartillas: qué importa, es un genio porque es cuate, nos cae bien, es chistoso: esto es lo importante en México. El intelectual burócrata, titular de toda la reticencia y buen sentido del mundo; los jóvenes poéticosocialistas que en Marx han encontrado su Dada173; los chambistas174, los redentores de Sanborn's175, los mecenas de cocktail, y el que con sus breves notas dominicales crea y derrumba reputaciones. Y frente a ellos los demás, los del otro bando: los seguros, los que desprecian (¿nunca se enterará el intelectual mexicano del asco y desprecio con que es visto por la «gente popoff»?)176, la chica que ha declarado querer convertirse en la gran cortesana internacional —tiene su plan perfectamente elaborado: dos artistas de cine, un pelotari, una prueba en Hollywood, tres estaciones en la Riviera, un millonario—; el último vástago de la gran familia: para sí, es también el último gran señor, el irresistible, el que nació para brillar en los salones con una boquilla de marfil, para seducir a ciertas mujeres que sólo desean variar de vez en cuando, para espantar a las vírgenes. Todas las mexicanitas rubias, elegantes, vestidas de negro, convencidas de que dan el tono internacional en el triste país pulguiento y roído. Sus maridos, los abogados de éxito, los incipientes industriales, creen estar penetrando (aquí, en todas las fiestas de todos los Bobόs) la zona de la recompensa definitiva, de los grandes placeres, del loco éxito. Y los arrimados a la grandeza: los jóvenes oscuros, hijos de pequeños burócratas y profesores de primaria, súbitamente transformados, en virtud de su anexión a la figura social del momento, luciendo su sello común de finura pegada con saliva: el chaleco a cuadros, el corte de pelo Marco-Fabio-Bruto. La marea de marquesados destituidos arrojados al altiplano177 por la guerra, y su maestro de ceremonias: Charlotte García. Bobό, desesperado por urdir un enjambre de alegría y diversión: un grupo, El Grupo. Y los que importan, los que pueden fracasar: Rodrigo Pola, llevado por cada rechazo a la posición contraria de quienes lo rechazaron; Manuel Zamacona, que nunca tocará lo sagrado, nunca encontrará la explicación vital... Y Norma... Y Federico. Los que tendrán el valor y la paciencia de recordar.
Un lejano murmullo hablaba de pertinaces virtudes:
Cuando ya mi sangre advierte
que lejos de ti no hay vida,
viene la Parca y se vierte
en un regreso que es ida178.
El grupo de Manuel asentía, guiñaba, murmuraba; Tortosa agitaba sus aspas:
—Yo creo haber logrado esta comunicación de conciencia con los pobres: no me mire usted así: no es necesario ser cocinero para juzgar una tortilla de huevos. Me ve usted aquí, sentado, bebiendo en una fiesta de Bobό, pero nunca me verá ajeno, ni por un instante, a mi preocupación hacia las clases menesterosas. Sí, haríamos bien en preguntarnos, ¿tengo derecho a mi biblioteca y a leer los domingos por la mañana a T. S. Eliot, tengo derecho a mi cómoda culturita, tengo derecho a sentarme en casa de Bobό a fabricar frases, cuando en mi propia tierra estoy viendo las tragedias de los braceros179 y del Valle del Mezquital180?
—No quiero recordar mis lecturas más pedantes —interrumpió Zamacona—, pero usted también, sin duda, aguanta la respiración cuando viaja junto a un peladito en los camiones.
Pola levantó el dedo: —No todos tenemos que ser el cochino hombre de la calle o, por oposición, un homme révolté181...
—Ponerse las plumas antes de hablar, amigo —gruñó Zamacona—. En cuanto a Camus, tan francés...
Bernardito sintió su oportunidad dorada: —Perdón. C'est pas français parce que c'est idiot182.
Al clavarse en él todas las miradas de asombro, Supratous replicó con otra que decía «Nadie entiende mis alusiones». Rodrigo Pola alzó la voz: —Vamos entendiéndonos. Yo amo a la poesía...
—¿Pero la poesía te ama a ti? —inquirió una voz pastosa a sus espaldas. Era Ixca Cienfuegos.
—¿Es Ixca Cienfuegos?
—Es un sangrón183, caro Príncipe. Como Dios: en todas partes, nadie lo puede ver. Entrada libre a los salones oficiales, a los de la high-life, a los de los magnates también. Que si es el cerebro mágico de algún banquero, que si es un gigoló184 o un simple marihuano185, que si viene, que si va: en fin, una fachita más de este mundo inarmónico en que vivimos.
Gus se ajustó su saco de pana roja:
—¡Armonía, armonía, princeps meus186! Los griegos sí entendieron que la armonía era el valor supremo. En la armonía se resuelven los contrarios. Si lo principal es la armonía, puedes amar a quien gustes, no como estos merengueros187 que insisten en que te acuestes con viejas petaconas188 y apestosas. Un hombre nunca huele mal.
El Príncipe Vampa asentía desde su columna de humo. Charlotte García, que en ese momento se reincorporaba al grupo, rió al ritmo de su Martini189:
—El pudor es cuestión de alumbrado, dicen que dicen. Saben el acto de osadía que es para mí venir chez190 Bobό; las cosas con Lally no andan bien. Pero cuando llegue, le diré la verdad: que es una perversa, que me ha hecho daño, pero que la adoro. ¡Oh último de los Vampa! ¡Estoy tan fatigada, tan aburrida de todo! —Charlotte acariciaba su garganta como un encantador de serpientes. —¡Qué ganas de quebrantar la felicidad conyugal de alguien! Bobό está hecho una estruendosa facha invitando a todos estos jóvenes literatos que no conducen a nada. Míralos. Qué falta de seguridad, de verdadero sans-façon191. ¡Vivimos en Afriquita! Está muy bien la joie de vivre y todo eso, pero un cocktail’192 es un cocktail, y debe tener consecuencias prácticas. Bobό no acaba de entender que los nuevos ricos de hoy serán la aristocracia de mañana, como la aristocracia de hoy fueron los nuevos ricos de ayer.
—¿Y la aristocracia de anteayer? —preguntó, herido, el Príncipe Vampa.
—Ah, querido —repuso Charlotte pellizcando la mejilla del exangüe noble. —Ésa es la única que no cuenta: por lo menos en México, es la pequeña burocracia de hoy. Salvo, claro, los que como tú están demasiado ocupados para trabajar, y además, ese pequeño detalle de Gotha... Pero ¡miren quién acaba de entrar! ¡Pero si fue la gran belleza! ¡Miren esas patitas de gallo, oh la la!
Natasha, envuelta hasta las orejas en terciopelo verde, encalada como una luna, coronando sus «kissmequick»193 con un breve turbante de oro de la época del shimmy194, entró con la seguridad de quien, desde 1935, había presidido el fasto de San Fermín, la cabeza de playa internacional de México. Varios jóvenes escritores desocuparon, instintivamente, el diván más frondoso del salón. Natasha tomó asiento y esperó. el rito nunca falla; luces amarillas, buenas costumbres y contención; ahora cambian al azul: se preparan los pretextos, las confidencias, los elementos táctiles de esta noche. Se van a sentir diablitos. Allí está Pola, saboreando su quinto daiquiri195. Pensando «Valgo más que ellos. Puedo darme el lujo de que me aburran». No perderlo de vista. Comienza a llover otra vez. Primera de la noche: Silvia se levanta en pos de Pierrot...: Ixca Cienfuegos sonrió.
Silvia aprovechó la oscuridad para acercarse a Pedro Caseaux. Manejaba, nerviosa, la polvera de brillantes: —Pierrot, un momentito...
Caseaux le acarició la oreja: —¿Otro momentito, querida? Nuestra amistad se ha fabricado de momentitos. No me gustan las ofrecidas, ¿ves? Mira a Régules. Esta más enojado que un nibelungo. Evítame las escenas domésticas. Adieu, adieu196.
Natasha, desde el diván, sonrió. Adivinaba la técnica. Ella se la había enseñado. Pobre Pierre. Se le estaba cayendo el pelo.
Norma Larragoiti de Robles entró, en el preciso segundo en que Bobό cambiaba las luces del azul al verde. Brillaron más sus joyas, el coup-desoleil197 del pelo, las arracadas de oro, los párpados violáceos. Rodrigo Pola se desprendió rápidamente del grupo. Y —Pichi198 —susurró Caseaux, escondido por una bocanada de Craven199—, nuestro querido Junior quiere una taza de café, y quizá otros menesteres. Ayúdame a llevarlo a la recámara. Zitti, piano—. Junior, con falsete garruliento, le gritaba a cada persona que se acercaba al bar: — ¡Ooooy, que surrealista!; ¡oooy, qué heidegerrrriana!— y seguía cantando calipsos con ademán suntuoso, Lemme go, Emeldda dahling, You ‘re biting mah fingah
—¡Qué desagradable! —comentó Pichi. —¿A qué cree usted que se deba esta falta de control? Adler opina...
El Junior quedó tendido sobre la cama, y se eclipsó.
—Bueno, ya no causará daño. Sentémonos a observarlo dormir. ¡Pobre Junior! Existen esnobismos fundados en el descubrimiento de que Santa Claus no existe. ¿Cómo una chica tan maliciosa como tú...?
—¿Por qué dice usted eso, señor Caseaux? Junior me ha enseñado...
—¡Señor Caseaux, señor Caseaux! Llámame Pierrot como todo el mundo. Parecería que me tienes miedo.
—Lo cortés no quita...
—Lo caliente200. —Pierrot tomó a Pichi de las caderas, besó lentamente su cuello.
—Hmmmmm.
—Mi reina, ¿eres virgen?-
—¡Pierrot! Están bien los jugueteos.. hmm... pero primero hay que prepararse intelectualmente, y después... hmmmmm... gozar de la vida...— La voz de Pichi se iba diluyendo, como el goteo de un filtro grueso, grávido.
—Mens sana in corpore insano201.
—¿Y si entra alguien? ¡Pierre, mi Pierrot, mi velo! ¡Mis botones!
—Puse el seguro en la puerta. —Pierrot buscó a tientas el contacto de la lámpara y lo arrancó.
—Pierrot, ¿y Junior?, ¿aquí?
—Le dará la sensación de que sigue en pleno holgorio... Ven, preciosa.
—¡Ay, Pierre, Pierrot!
—Madone, ma maîtresse... etcétera, etcétera... au fond de ma détresse202...
—Hmmmmm...
Natasha recorrió, con las manos cuadriculadas de venas azules, sus pómulos duros, blancos. Bajo el cuello de terciopelo, construido hasta las orejas, palpó el verdadero cuello. Tuvo la sensación de tocar las cuerdas de un violoncello fofo. Imaginó, desde que los vio subir a la recámara, a Pierrot y a esta chica semejante a la Natasha de otra época, todo. Recordó al Pierrot de 1935, al joven de seducción byroniana, a la mujer en plenitud, aureolada de capitales europeas y playas y amantes. No pudo contener un gemido ronco y audible. Arropada en el terciopelo, se levantó y salió, con la mirada brillante, del salón inundado de ruidosa penumbra.
Un levísimo chocar de vasos superaba apenas los murmullos del Bar Montenegro. El olor de alfombra mullida, cosméticos y ginebra rebotaba en la decoración oreada. Un teléfono iba y venía en manos del mozo, fraguando citas, excusas, excursiones de la Cook's203. Cuquita, ya por costumbre, agitó los hombros para dejar caer la estola sobre el respaldo.
—¿Y dónde vives ahora, Gloria?
—En Chile. Tú sabes, my dear204, la vida allá es como era aquí en tiempo de Don Porfirio205; grupo exclusivo, ¡y de qué categoría! Reciben espléndidamente, en el Hípico, en el Unión, en Viña del Mar, champagne206 helada, des choses flambées207, sabes... Y desde luego, no hay esta horrible invasión de tenderos de Tennessee208. Mira a tu alrededor.
Gloria se polveaba cuidadosamente, frunciendo los labios frente a su espejo de mano.
Sure, sure, They're gay and colorful, but look here, I don't get the impression they're active, bussiness-like people...
—Tiene sus bemoles estar casada con un diplomático de carrera, no creas. Alguien dijo que hay cuatro profesiones que nunca se pueden abandonar: diplomático, periodista, cómico y puta. ¿Y tú, guapísima despampanante?
Caquis meneó la pequeña cabeza rizada y peló los dientes: —Aquí, Mexiquito siempre igual, ya sabes...
oooh, the most beautiful old ruins you can imagine; quite a trip, and cheap, too...
—Las niñas bien siguen teniendo babys209 a los cinco meses de casadas, ¡puras ollitas express!210
—¿Y del corazón?
—Pues te diré. Conocí a un mango211. Si tuviera que vender mi cuerpo y mi alma por ese señor, lo haría. Debía haber un aviso oportuno de cuerpos y almas.
Un grupo de norteamericanos con sombreros de paja entró gritando ¡Viva México! Gloria dejó ostentar un calosfrío. El guía de turistas —moreno, bajo, vestido con un saco color pichón212 demasiado largo— se adelantó a hablar con el jefe del cuarteto de músicos.
—Oyes, va a haber un baile de caridad en casa del banquero Robles. No dejes de ir. Como va a ser de cuota y ando con este compañero regio, tengo la oportunidad de ir a esa casa y no saludar a su dueña. ¡Vieras qué mango de señor! Yo, de plano, corto con el pedazo de cosita que tengo por marido. Este está regio. Ya me llevó a la hacienda y hasta Acapulco. Gran romance entre las palmeras. Me quiso dar con tubo213, ¿tú crees?
happy birthday to you, happy birthday dear Larry, happy214
—Acábate la copa. Nos
esperan con Bobό.
Cuquita agitó los hombros: —¡Hasta no verte!
Rosenda se puso de pie con gran esfuerzo; en seguida tuvo que agarrarse de la cabecera de latón al sentir que las rodillas se le licuaban bajo el ancho camisón amarillento y sus ojos quedaron fijos en el pedazo de espejo claveteado a la pared. Una piel hecha de cáscaras de cebolla brillaba en respuesta y, ya erguida, Rosenda se dirigió al armario y extrajo, del lugar conocido, las fotografías amoratadas y acidas y volvió a meterse en la cama con ellas: Rosenda Zubarán, 1910, estaba firmada la de la muchacha peinada con rizos un poco ridículos para su edad, reclinada sobre una columna de estudio fotográfico, con la mano en la mejilla y la figura en forma de S. Rosenda Z. de Pola, describía una caligrafía empinada sobre la siguiente, ahora de una mujer sentada, pero en la misma postura, con la misma inclinación de cabeza, y acompañada de un niño delgado y ojiabierto. Y sobre el retrato de un militar tieso y de pelo brillante, sonriendo marcialmente, con un casco emplumado en el brazo rígido, Rosenda empezó a tartamudear; las venas del cuello le bailaban sin ritmo y, sofocada, dejó caer al suelo las fotografías y cerró los ojos para pensar en una alacena colmada de dulces de leche, membrillo y tarros de miel; en una casa cerrada como un estuche; en un muro inmenso, que nunca terminaba, que ella recorría con los ojos volteados y que, en un instante de pavor, de erección de toda la carne, florecía en una ráfaga de pólvora brillante: cada bala era un sol que emprendía el vuelo propio, que iba a estrellarse contra la córnea atónita de la anciana que, ya sin fuerzas, dejaba que la saliva le escurriera sin control hasta el pecho.
Una costilla de humo mantenía vertical al salón. Bobό se había sentado en un peldaño, solo con un vaso, para gozar a sus anchas este espectáculo del éxito y la animación. Una dulce ensoñación flotaba por sus ojos azules. Bobό ex machina. ¡Qué categoría! ¡Y acababa de entrar la Contessa Aspacúccoli! ¡Qué categoría!
La Contessa215 se dirigió rectamente al grupo de Vampa, Gus y Charlotte: —Bienamados —gruñó con su acento montenegrino y sin más preámbulos: —En la casa no hay de comer más que un rice-krispies216 seco. Diríjanme rápido a las botanas217.
En un rincón, las señoritas de gafas asentían urgentemente al nervioso hablar de Estévez: —El mexicano es este ente, anónimo y desarticulado, que se asoma a su circunstancia con, a lo sumo, miedo o curiosidad218. El Dasein, en cambio, ha tomado conciencia de la finitud del hombre; éste es un conjunto de posibilidades, la última de las cuales es la muerte, siempre vista en terceros, nunca experimentada en pellejo propio. ¿Cómo se proyecta el Dasein a la muerte?
Las señoritas de gafas tiraban de sus sweaters219 con alegría sudorosa.
—...es un ser para la muerte; una relación entre el ser puro y la nada anonada... uuy, el argentino. Perdón; no se puede filosofar con la australidad abstracta...
Dardo Moratto asomó su cutis de bizcocho, atento y perfumado: —Siga, siga, Estévez. Para eso estoy aquí, para enterarme de lo que se piensa en México. Muy interesante, muy interesante ver las cosas cuando recién empiezan. Van bien, ustedes. Harán cosas. Presénteme a las chicas. Pero, ¿y qué hace?
—Voy al baño —espetó Estévez.
—¡Y...! ¿Ustedes no conocen la historia del que inventó el retrete?
Las señoritas de gafas admitieron nerviosa, risueñamente su ignorancia. Moratto se arregló la corbata, el ancho cuello de piqué: —Che, qué gran laguna en sus culturas. Sir John Wotton, cortesano isabelino, latinista y traductor de Virgilio. Qué quieren: a pesar de todo, le intrigaron en la corte. Isabel lo destierra a uno de esos castillos fríos e incómodos. ¿Cómo aprovechar los preciosos instantes de la lucidez inmediata al defecar traduciendo la Eneida220, si hay que correr por campos helados?
Con un florilegio manual, Moratto vació el contenido de su copa: —Oh, perdón, señora, ¿no la he manchado?
—No es nada —volteo a decir Norma Robles. —Casi trece años, Roderico mío. Pero ya ves que la ventaja de México es que nadie busca a nadie, y como además no hay estaciones, pues así pasa el tiempo, sin que nadie se dé cuenta, ¡para qué te cuento!
—Trece años, Norma.
—¿Y?
—¿Esperas a tu marido?
—¿Mi qué? —se abrieron sus ojos masticando una aceituna. Y rió como antes, se decía Roderico mío, nunca lo había hecho. —A cualquier cosa...
—Norma —Rodrigo quiso tomar la mano tibia y enjoyada de la mujer.
—Oh, quieto. Todavía te sientes en el jardín de nuestra añorada adolescencia. —Inundó otra risotada en la copa. —¡En ti naufragaré, procelosa ginebra!
Nunca la había visto tan hermosa, con dos velos suspendidos por un broche de luz. Y era otra.
—Andas muy pachucón221, Rodrigo. Veo que los tiempos han cambiado para bien.
—Depende del plano en que estés situado —dijo Rodrigo, avanzando, abierta, la palma de la mano.
—No, no, no, no empieces con aquellos discursos interminables de lidercillo. ¡Cómo me aburrías! En primer lugar, eso; en segundo, que no tenías razón, ¿o no? No, chiquito, sólo los ricos nos damos cuenta del abismo que nos separa de los pobres; los pobres nunca lo saben y mientras algún terrateniente renegado no se los diga, estamos a salvo. Pero, comes the Revolution222, y a los primeros que fusilan son a los renegados, o a los lastres intelectuales. ¡Ja!
Rodrigo se quedó mirando un cerillo. La voz de Dardo Moratto volvió a insinuarse, milonguera:
—Sir John inventa el excusado y traduce, sentado en él, a Virgilio. La gran obra puede llevarse a cabo. Y pensar que los caballeros ingleses de hoy en día no dedican, al obrar, un piadoso recuerdo a la memoria de Sir John Wotton, latinista, cortesano y traductor de Virgilio!
—Ay, Rodriguito, no me digas que has ido a parar en el tipo de persona de la que siempre hay que burlarse. Tch, tch. ¡Mozo! Un daiquiri223 para el señor.
Fidelio casi regó las copas. («Me lleva...224 ya van a ser las once, ya va a llegar Grabiel, y yo aquí. Me lleva...»)
—Fíjate por dónde andas —chifló Bobό—. ¿Qué te pasa hoy? Pareces bruto.
Norma tomó las copas y estiró los brazos como serpientes adormiladas: —Ah, qué sabroso un esposo gordo, mago de las finanzas, y con una conciencia estricta, pero sólo estricta, de sus deberes. Si no me buscara una vez por semana, creería que andaba con otra, despertaría mis celos, ¡oh complemento del amor, que no deseo! Estaría perdida, abrumada, trágica, ausente en estos momentos de un party225 tan agradable donde me encuentro viejos amigos que yo creía para siempre perdidos. ¿Y qué haces ahora, viejito?
—Nada; escribo un poco, y...
Las manos enguantadas de Norma aplaudían en silencio: —Bien, bien, la literatura es un accesorio tan indispensable como los cigarrillos o el buen cognac226.
—Norma... no sé, te sigo queriendo...
—¡Bravo! ¡Qué original! El mal parece generalizarse.
Detrás del velo, los ojos de Norma se hicieron pequeños y oblicuos: —¿Pero qué te crees, so zoquete? —y volvieron a abrirse, cantarinos: —¡Ay, qué chiflón227! Bobό, ¿qué te cuesta cerrar esa ventana; para qué queremos una poetisa gangosa...?
¡Oh tú que no
desfalleces
y tienes un no sé qué,
devuélveme aquellas veces
en que, sin pecar, pequé!228
—Bueno, ¿y luego? Quizá pretendas que volvamos al jardín soñado a hacer cusicuz con la boquita, ¿o puede que prefieras que ahorita nos metamos agarraditos de la mano al Cinelandia229? Siempre te conformaste con eso, sabes, y llegarás a los noventa besándote a escondidas con las ancianas del asilo. Porque allí acabarás, ¿sabes? Bueno, nos vemos.
Norma le dio la espalda y comenzó a agitar la mano. Acababa de llegar Pimpinela de Ovando. Alta, la nariz aguileña, la ardiente heladez de los ojos metálicos. Ixca Cienfuegos sonrió: Norma y Pimpinela, del brazo. Dame clase y te doy lana. Dame lana y te doy clase. No hay pierde. Te petateaste230 demasiado pronto, Porfirio231.
—¿Verás mañana a tu marido? —preguntó Pimpinela mientras dirigía una sonrisa colectiva a la fiesta.
—Hélas, oui232 —exclamó Norma, inconsciente en su imitación de los ademanes dé Pimpinela.
—No se te olvide, querida, rogarle que se acuerde de mis trescientas acciones. Trescientas. Prometiste, ¿recuerdas?
—No sé, Pimpinela, nunca trato...
Pimpinela amplió su sonrisa: —Ah, antes de que pasemos a otra cosa. Quiere mi tía que vengas a cenar a su casa, el jueves entrante...
Norma no pudo contener el brillo de sus pupilas:
—¿Doña Lorenza Ortiz de Ovando?
Todo el olor a vómito, respiración pesada, sueño, se suspendió un segundo al frenar el camión. «¡Méee-ico!» eructó el chofer y se echó la gorra hacia atrás. Cagarruta de pájaro embadurnada en las ventanas, y un lento removerse de los pasajeros, de pollos en huacales233, de petaquillas234 maltratadas y zapatos descartados. Gabriel trató de limpiar el vidrio para peinarse; se acomodó la gorra de beisbolista y descolgó su saco de cuero. ¡México! A correr, ahora sí, a gastar unos pesos en un libre235, y llegar pronto a la casa. Con la mano apretada sobre la cartera236, Gabriel se abrió paso hasta la puerta del camión. Unas huilas237 se paseaban por la plaza Netzahualcóyotl con las rodillas vendadas y los tacones lodosos. «Ahora, maje238, o no me vuelves a ver». «Conmigo te acabas de criar, papacito239». «Para todas traigo, putas. ¡Y pago dolaritos!» «Yes yes240 hazla buena pendejote241 sabroso». «¡Nos estuvimos mirando242!» Gabriel se echó a andar por la calle, a sentir el olor punzante de las carnes morenas, a escuchar el taconeo de sus pies sobre baldosas viejas, a ver su nuevo reflejo, próspero, curtido, en los aparadores243 apagados de las zapaterías. Se le amontonaba la ciudad, se le hacía pedazos en la cabeza. Como que no había cielo. Pero ya volvería al campo abierto de California, cada año, a respirar piel de tomate. «¡Libre!» Calles rectas, amojonadas de basura, casas bajas, descascaradas. Se divertía leyendo los letreros de las cantinas, de la pila244 de funerarias que hay por Tránsito y la Colonia Obrera: sus fachadas pintadas de blanco, y siempre los féretros enanos, para los niños, de pino blanco, en exhibición afuera. Creía oler la sangre tiesa de un niño detrás de cada puerta: en su casa, nada más, se habían muerto cuatro, tempranito, antes de poder hacer nada, ni trabajar, ni coger245, ni ninguna de las cosas importantes. Gabriel castañeteaba con impaciencia los dedos. Ya mero246, con el fajazo de dólares en la bolsa, y los regalos relucientes para que todos vivieran mejor. Era el primer año, y volvería todos, a como diera lugar, con la legalidad o sin ella, exponiéndose a las balas y hasta encuerado por el río247. Eso, o andar de paletero248 en las colonias249 del D. F. Ya se lo decía al Tuno250, cuando estuvieron juntos en la cosecha de Texas: «Y qué que no te dejen entrar a sus pinches restoranes. Voy, voy251, ¿a poco te dejan entrar al Ambasader en México?» «Aquí mero252; cóbrese». Tocó Gabriel la puerta de tablas, las del 28-B. «Aquí estoy con mis chivas253». La mamacita con los dientes amarillos, y el viejo con su expresión de máscara de sueños, y la hermana grande, la que ya estaba poniéndose buena254, y los dos niños de overol255 y camisetas con hoyos. «Grabiel, Grabiel, estás más fuerte, más hombre-zote!» «Ahí les traigo a todos; anden chamacos, abran la petaca». El cuarto iluminado por velas, con las estampas junto al catre de hierro. «Para ti, Pepa, que ya te encontré tan tetona: esto que usan las gringas para detenérselos. Very fain256». «Ah qué Grabiel tan curioso257 repetía la madre una y otra vez. «Y otra gorra igual a la mía para ti, viejo, de los meros indios de Cleveland258: ahí es donde se las pone de a cuatro259 Beto Ávila260. Y para ti, viejecita: mira nomás, para que ya no trabajes tanto». «¿Y qué clase de chingaderita261 es ésa, hijo?» «Ahorita te enseño. Oigan, ¿y Fidelio?» «Anda de chamba, Gabriel, en casa de unos apretados. Pero explica este chisme262». «Mira: el frasquito lo pones encima de la cosa blanca; luego metes ahi los frijoles, o las zanahorias, o lo que quieras y al rato está todo bien molido, solito, en vez de que lo hagas tú». «A ver, a ver». «No viejecita, hay que enchufarlo, en la electricidad». «Pero si aquí no tenemos luz eléctrica, hijo». «Ah caray. Pues ni modo viejecita, así, como metate263. Úsalo así. Qué remedio. ¡A ver, traigo filo264! ¿Dónde andan las tortillas?» Por nada se cambia la comidita mexicana, pero el año entrante, otra vez, a jalarle265 p'al Norte, donde está el dinero, y el trabajo a la mano, y los five and ten266, y la luz eléctrica.
Rodrigo Pola vació el vaso del séptimo daiquirí267 y recorrió el salón con la vista; en su lucidez, adivinaba un ritmo de bienestar y de distinción, de palabras brillantes, que cobraba cuerpo en cada rubia fumarola, aureola cenicienta que coronaba todas las cabezas. La sangre le punzaba con cinco letras: éxito. Cada palabra brillaba, aislada: e, equis, i, te, o. Tomó otro daiquirí. Había que conjurar esa palabra. Era algo más; sus ojos irritados y lánguidos querían voltearse hacia adentro, para conversar consigo mismo; era algo más. No era sólo la solución obvia de convertir nada en algo. Pola, sus ojos conversando con su occipucio, repetía la verdad: era convertir algo en nada, la disipación. Tiró la copa al tapete y se acercó a Bobó.
—Hay que animar esto más. Voy a hacer un número.
—¡Sh, shhhhh! —corrió Bobó con el dedo sobre los labios húmedos; y plantado en el centro del círculo abierto por sus esfuerzos, simuló el son de una trompeta.
Rodrigo no vió caras; se lanzó con desparpajo. La gente abandonó los sofás y los cojines y se apretó en torno al comediante; el número había tenido gran éxito siempre, entre sus compañeros de escuela hacía años, y hace poco en una cantina. Era una parodia de los viajes narrados de Fitzpatrick:
—Y ahora llegamos a la Venecia mejicana268, los hermosos jardines flotantes de Chuchemirco269. ¡Cáspita! ¿Es una rubia?270 lo que viaja en esa bella canoa de flores271? Ea, ¿nos permites acompañarte, preciosura?
La gente regresó a sus asientos; los grupos volvieron a ronronear y a prender cigarrillos.
—Y ahora tenemos aquí al famoso músico, poeta y loco, que nos va a contar cómo nacieron sus canciones272...
Pola torció la cara y chupó las mejillas para iniciar la imitación de Agustín Lara. Entonces vio los rostros de los escasos invitados que aún le prestaban atención: sin interés, como quien ve llover, expeliendo el humo, vagamente concentrados en él —y sólo una sonrisa, la que hubiera pagado por no ver: la de Norma. Pimpinela murmuró algo y las dos se retiraron del círculo. Rodrigo, con la cara torcida y las mejillas hundidas, no abría la boca. El resto del grupo se dispersó y Rodrigo, solo en el centro del salón, empujado por los mozos —activados por Bobó para restaurar la animación—, con los ojos fijos en el tapete, comenzó a cantar, como en un sueño:
—Santa, Santa mía273...
Paco Delquinto entró, borracho, en el salón. Su pelo canoso y revuelto, su camisa a cuadros, los zapatos amarillos. Bohemio natural, periodista, pintor y vigésimo lugar en la vuelta en bicicleta al Bajío274, le acompañaba una mujer de mirada fija y despreocupada con una de esas melenas que se han dado en llamar existencialistas, sobre el patrón Juliette Greco.
—¡Avanti275, Delquinto! —aulló Bobó, abandonando su Belvedere de la escalera—. ¡Esto es la animación! ¡He aquí al único mexicano que entiende la necesidad de crearnos un fondo de comedia, al único auténtico lurias276 de la famosa México el asiento277!
—¡Letras, virtudes, variedad de oficios, regalos, ocasiones de contento, primavera inmortal y sus indicios! —vociferó Delquinto con ademán grotesco.
—¡... gobierno ilustre, religión y estado...! —continuó, muerto de alegría, Bobó.
—...y los veneros de petróleo el diablo... —trató de terminar, detrás de un buche de caviar, la Contessa.
Juliette, sin abrir la boca, miró a los tres con profundo desprecio.
—¡Abajo la comunidad! —gritó, trepándose a un sofá, Delquinto. —Si alguien quisiera escribir sobre nosotros, tendría que calcarnos de otra parte; somos la calca de una calca, el fracaso de la mecanografía: la vigésima copia a carbón en blanco! Éste es el mexicano creador, original, suntuoso! Naaaa, todos pegados como lapas a sus chambas y a los pequeños tics que no llegan a vicios, hablando de la mexicanidad, la paraguayidad, la hondureñez278, ¡artistas del columbio cerebral! ¡Artistas de todo el mundo, uníos: no tenéis nada que perder sino vuestro talento! Oh Barbara quelle connerie la guerre279... Dulce Filis, ¿en qué piensas?
La interpelada arqueó la ceja, frondosa sobre unos ojos color de cucaracha, y mantuvo su silencio indignado. Los calcetines blancos, aquella noche, le iban bien. Bernardito Supratous creyó, por un segundo, encontrar a la compañera de su vida.
La Contessa, nuevamente en su grupo, recibió otro platillo de caviar y galletas de soda: —Evaristo recibe pingües ganancias: seiscientos pesos al mes. Yo me las arreglo en estas recepciones. Pero el día menos pensado voy a tener que entregar los documentos para subsistir.
—¡Qué mal gusto invitar a Delquinto! —escurrió Gus.
—¿Qué les parece si organizamos un cocktail para el sábado, chez moi280? —preguntó Charlotte. Le bastó una mirada de Vampa, quien parecía recriminar las noches del sábado como abluciones colectivas de la pequeña burguesía, para añadir: —Bueno, el martes entrante. Tú, Gus, consultas las listas de pasajeros de Nueva York y Los Ángeles para ver si viene alguna celebridad. Tú, Prince, me prestas el escudo de la familia para las invitaciones. ¡Manos a la obra! Podemos comenzar a telefonear a los amigos desde ahora, para matar el tedio. ¡Pensar que hoy no lloré, para verme guapa, aquí!
Juliette se sentó en el suelo con los ojos en blanco, mientras Delquinto mezclaba unos submarinos281. Supratous se acercó, cohibido, a la mujer de tobilleras y melena de carbón:
—Ah, que vous êtes jeune, et que vous êtes femme282...
—Usted a mí me la pela283.
Cauteloso, el viejo pintor rondaba a una de las señoritas con gafas: —Se ve que usted es prisionera de los convencionalismos de la familia burguesa. No sería justo que su gran talento se perdiera asfixiado por la vulgaridad... usted nació para el arte... venga a verme. Mire: mi tarjeta... —mientras Estévez inquiría al oído de Tortosa: —¿Por qué es triste el mexicano? —y Manuel Zamacona decidía salvar, salvar, y tomaba a Bobó de los hombros: —¡No es posible que deje de zozobrar una sociedad donde en vez de poesía sólo se leen anuncios que declaran la obligación de usar algún ungüento para los sobacos, so pena de perder al novio, o de hacer gárgaras con clorofila, so pena de ser impopular! ¿Cómo se puede sentir así el terror cósmico? ¿Cómo puede evitarse así el fastidio de la seguridad colectiva? Paradoja, metáfora, imagen, ¡a qué peligros conducís! —El novelista de la tierra le explicaba a la Contessa, quien ahora comía con avidez papas284 fritas: —Después de Apatitlán viene un llano seco y luego se sube a San Tancredo de los Reyes. Allí como que las nubes son más bajas, y las gentes tristes. La tierra no da nada, sólo tunas y desolación. Se divisan los indios bajando de la sierra, con los machetes como banderas. Esto no me lo contaron, lo vi. Y más adelante hay un bajonazo y se empieza a sentir el calor. Es que nos vamos acercando a Chimal-papán, donde ya se da una hierba cruda y el gobierno empezó a construir una presa. Allí viven los Atolotes, una gavilla de caciques que traen asolada a la comarca y se roban a las mejores viejas. De eso me acuerdo... —y López Wilson invocaba la dialéctica para consumo exclusivo del incrédulo Príncipe Vampa: —El marxismo tendría algo interesante que decirle a usted.
Lally, la amante de Bobó, invadió el salón con cinco bongoceros.
—Suivez moi! —les gritaba—. Je suis le péché285!
La maravillosa, la asombrosa pulpa Lally, en su eterno sudario negro que contrastaba con el pelo blanco y el cutis de alcatraz sin agua, besó con estrépito a Bobó, bajó a la eximia de su estrado y colocó a sus bongoceros: —¡El Triunfo de Pérez Prado286 sobre las Musas! ¡A darle287, muchachos, que yo voy a raspar codos288!
Es también la noche (decía sin hablar Hortensia Chacón) y quisiera marcar con algo más que el aliento su percepción. Es lo que menos falta me hace —sonrió— y es, así, lo que más quisiera volver a convocar, no como la fuerza natural en mí, sino como la hora excepcional. Luego pasó las manos por las sábanas revueltas de su cama y quiso sentir, en las yemas de los dedos, el contorno, hundido, tibio, apenas húmedo, donde había yacido Federico Robles. Así lo hizo durante algunos minutos, horas hinchadas, pensando que sólo la fatiga le indicaría la hora de esperar, la hora de dormir y de despertar y luego, siempre lo mejor: olía la tarde, el sabor de gasolina se volvía intenso, así como el de los niños de la escuela de enfrente cuando salían y todos sus rumores, su aparente algarabía, se descomponía en el oído de Hortensia en palabras exactas: aunque no los escuchara, sabía cuáles eran, fabricaba su exactitud; llegaban a su olfato, también, las transparencias dulzonas del algodón de azúcar vendido a los niños, y la sensación sápida, hecha de jabones y zacates289, de la tienda de abarrotes en la planta baja del edificio. Luego pegaba la nariz a las sábanas y trataba de reconstruir el cuerpo de Federico. Con un dedo, iba indicando sobre el lino abochornado ojos, boca, cuello, estómago, brazos, piernas, y volvía a colocarse encima de la sombra blanca, a abrazarla y a decir, sin hablar jamás: a ti te espero, porque eso me exigiste y eso quise siempre, sólo esperar y no, no es la oscuridad la que me obliga a esperar: la oscuridad corona mi ansia de espera y todo mi cuerpo, contigo, deja de sentirse ultrajado y expuesto para ser sólo oscuro, otra vez oscuro, como en el principio.
—¡Que excitante, Pierrot, hmmmmm!
Todos estaban allí cuando Federico Robles entró en la casa de la Colonia Narvarte, adornada con cuadros taurinos de Ruano Llopis, un mantón de Manila sobre el piano de concierto. Entró como acostumbraba entrar, embistiendo lento, con la cabeza india, rapada sobre las sienes, en forma de balazo, devolviendo los saludos con un ligero movimiento de mano. Hasta encontrar el highball290. Entonces se erguía y esperaba.
—No se crea, sin ornato no se crea la impresión tangible de progreso, y sin esa impresión no hay inversiones extranjeras. ¿Qué es lo que retrata una revista americana de gran circulación? No retrata alcantarillas ni pavimentos ni focos de luz eléctrica: retrata grandes edificios, carreteras escénicas, hoteles, la fachada de un hospital aunque adentro no haya ni una cama. Algo con aire de elegancia y progreso, que se vea bonito en kodachrome291, ¿a poco no? Y eso mismo es lo que ve el inversionista norteamericano...
—...mira Pepe; todo va unido. Se compran los terrenos a cuartilla, los compramos todos. Luego te esperas agachado292 un año o dos, y de repente el gobierno descubre que allí se ha encontrado un paraíso en la tierra, habla de las bellezas naturales de México, y a darle: carreteras, urbanización, obras públicas, fomento del turismo, todo lo que quieras. Ya nos armamos293. Decuplicas, por lo menos...
—...y el muy baboso294 fue a cerciorarse de que la carretera que aparecía en el mapa, y que había costado treinta millones, estaba allí. Claro que sólo encontró milpas295...
—...¿por qué se hundió Río Janeiro? Pues porque cerraron el Casino de Urca y Quitandinha se convirtió en un elefante blanco. Y lo mismo le va a pasar a Acapulco si no autorizan casas de juego. Esos garitos flotantes apenas rinden...
—...no nos hagamos tontos: la única fuerza organizada es el clero, y está dispuesto a colaborar...
El Chicho296 pasó corriendo entre los grupos, mostrando unas tarjetas obscenas, y luego susurró:
—Vamos a importar cien cueros españoles. Llegan el sábado en la mañana, así que en la noche ya saben, en Acapulco...
Y Lopitos añadió:
—Fíjense: de España. Nada más gringas de Beverly Hills, medio ajadas a los treinta años. ¡Ahora sí, la pura importazione, carissimi297!
—¿Qué tal los chicos? —preguntó Robles.
—De vuelta en Canadá, con los dominicos —respondió Pepe—. Sara muy alicaída. ¿A Norma no le interesa la canasta298?
Luego el Chicho salió con un brassiére299 lleno de naranjas y un frutero en la cabeza, mientras Robles se iba acercando, pausado, al grupo central:
—Régules es el indicado para hacer la gestión. Nosotros, ya saben, manos fuera. Régules está dispuesto a dar la cara si nos vemos necesitados de reprobar públicamente la operación. Incluso quiere irse a Europa un par de años a disfrutar; las cosas con la señora no van bien... ¿Qué tal, Robles?
Robles inclinó la cabeza cuadrada.
—Mire, Robles. Se trata simplemente de dar la impresión de que la inversión que usted sabe está dando un rendimiento público favorable. Conviene que la noticia provenga de una institución privada.
Robles inclinó de nuevo la cabeza, y en la puerta se encontró con Roberto Régules:
—¡Adiós, mi banquero! Allá le cuidé a su señora en casa de Bobó. ¿Nos vemos en el golf mañana?
Robles asintió y con un dedo nervioso, erguido, llamó a su chofer.
ahora los cuerpos, las ideas, los gruñidos se funden en una pelota de sebo; ahora circula el mismo alcohol, la misma sangre diluida, el mismo olvido, por todos estos cerebros; ahora el desperdicio se engalana; ahora las singularidades tan buscadas en el corte de los trajes, en las citas, en las puntas del pañuelo, en los perfumes, en los ademanes, caen al pozo de la gelatina común; agarrarse juntos, emblema del señorío mexicano, agarrarse juntos, costras fungibles, agarrarse juntos en el mismo spa300, en el mismo Cap d'Antibes301, en el mismo San Sebastián, en el mismo México: cambia el telón de fondo, el mundo es el mismo. Nosotros tenemos todos los secretos, todos los datos, todos los valores empeñados. Por algo será. Tenemos derecho a pisotearlos.
La jitanjáfora302 inundó la estancia de Bobó píntame de colores pa’ que me llamen Supermán, ay Su-per-Man, pa’ que me digan ahhmi Tarzán, nené303 Delquinto regó el submarino en una contorsión rígida, Juliette le seguía, los brazos en alto, sin pestañear me llaman loco, porque soy un poco, y también borracho, porque tomo ron Cuquita dejó caer el visón y agitó los hombros, eeepa, pa’ que me llamen Supermán, caaaaballero Silvia Régules salió sin despedirse, Gloria Balceta entró con los labios entreabiertos y la cabeza en alto, Charlotte se desprendió del teléfono para abrazar a Lally: —¡Ante todos lo he de decir: esta mujer es perversa y me ha hecho daño, pero la adoro! así, así, a ver, gózala, caaaaballero, ay tú verá, nené Cuquita bailε ndo como pingüino
baila, baila como el pingüino, baila
—Licenciado Tortosa —preguntó Gus con una mano en la cadera—. ¿No se siente cohibido, usted que es marxista-cristiano, en este ambiente de Armagedón?
Ay minué minué minué, lo bailaba el siglo quince y ahora en el cincuenta y uno304
—Nihil humanum a me alienum puto305 —exclamó en éxtasis Tortosa.
—Oooj, siempre las indirectas. Los griegos opinaban que la armonía...
¿quién es, quién es? yo les voy a decir: Pachito ’e Ché, le dicen al señor
—Inderweltstein.
la televisión, pronto llegará, aaay, no, no, no, no306
—El lugar del intelectual está en el campo.
pabarabatibi cuncuá neeegro, pabarabatibi cuncué
—Quiere obligarme a que duerma con medias y ligas puestas, ¿tú crees?
Delquinto gritaba por encima del estruendo de maracas y tumbaores y sudor de negros: —Esnobismo, puro esnobismo. ¡Miren a mi Juliette! ¿Creen que es una mujer enigmática, con pasado? Es una idiota, vulgar, ignorante, recogida por mi sabia mano en la Facultad de Odontología, y muerta del susto en este ambiente, ¡grrrrr! —y apretó a Juliette entre sus brazos mientras la Contessa Aspacúccoli aprovechaba la confusión general para colarse a la cocina.
ay supermán, ay supermán
—Ché, ¡México es el tropicalismo nietzchiano!
Bobó lloraba de risa, haciendo girar locamente los colores; las luces, tijeras de todos los perfiles, morados, rojos, índigo, Cuquita hacía el paso del conscripto mientras Supratous la perseguía de rodillas, humo deshebrado en los cuerpos, vasos tronaban y los brazos en la agitación aérea, nerviosa del ganglio desnudo
cuando se murió Dolores, murió siendo señorita: cero jit307, cero carrera, cero error308
—No cabe duda que México es un país vital. ¡Imagínense esto en Mar del Plata!
Delquinto manoseaba a la mujer, le besaba la nuca, exponía sus senos, apretaba su vientre, entre los aullidos de Bobó y Charlotte y Lally y las señoritas de gafas y el filósofo Estévez:
—¡Meretriz infame! Que la tierra cubra de llagas tu sepulcro y que tu sombra sienta el terrible tormento de la sed...
—¡Propercio! —exclamó con júbilo Dardo Moratto—. ¡Propercio! ¡Terra tuum spinis!309
ya se va, la clave azul, se va al son del marabú310
Comprimido en un piyama311 de tiempos esbeltos, Bobó terminaba la última botella de cognac con el aire de melancolía total de un visigodo derrotado, y al aspirar el aire rancio de colillas y fondos lodosos de copas rotas, gruñía:
—¡Teme a los griegos, Bobó, teme a los griegos!
Luego, en cuatro patas, comenzó a recoger los cerillos regados por el tapete. Once de la mañana. Los motores rugían por Insurgentes312, por Niza, donde ya las mansiones del porfiriato313 iniciaban su declive hacia la boutique314, el restaurante, el salón de belleza315. El sol, duro en la llaga del mediodía. Ni una brisa agitaba los copetes gráciles del Paseo de la Reforma316. Desde el noveno piso de un edificio de piedra rosa estirado entre dos melancólicas mansardas, Federico Robles clavaba la vista sobre el pastiche irresuelto de la ciudad. Fachadas vaporosas y cristalinas mostraban su lado flaco, de ladrillo pintado y anuncios de cerveza. A lo lejos, al pie de las montañas, un remolino de polvo reunía sus átomos pardos. Aquí, cerca, el traqueteo de los obreros levantando una calle. La guirnalda de secretarias y vendedoras rechonchas, de piropos, de contoneos, se tejía con las filas de vagos y gringos viejos, de camisa abierta y anécdotas de Kansas City que relataban a otros grin- gos viejos llenos de anécdotas de Peoría. Corrían, consultando su reloj, los hombres calvos, vestidos de gris, con un portafolio descosido bajo el brazo.
Uno, Uno se clavaban los dedos en los taxis. En zig-zag, tán-taranta-tán-tán, corrían, apretados, los automóviles. Los claxons317 despertaron a Rodrigo Pola; el rumor impenitente de la ciudad se colaba por las rendijas, hasta su cuarto interior de la calle de Rosales. En la azotea de su casa, amurallada por las Lomas de Chapultepec318, Norma Larragoiti de Robles acomodó unos cojines y descartó su bata de seda. Con esmero, consciente del brillo de cada poro, se embarraba el aceite opalino. Sun tan319. Hortensia Chacón, en la oscuridad, esperaba los ruidos de la calle de Tonalá320, esperaba la segunda hora de salida de la escuela —la tarde— y el rumor de la llave sobre la cerradura. La avenida Mixcoac321 se iba abriendo paso, lenta y chata, custodiada por ultramarinos y tendajones mixtos y cines populares, entre el zumbido de aplanadoras y picas y alquitrán: nada entraba hasta el cuarto sellado de Rosenda Pola, siempre dormida en su vigilia delirante, presa de una espantosa lucidez final que no lograba hacer viva en las palabras que se amasaban sin salida en su garganta nerviosa y floja. Charlotte, Pierrot, Silvia Régules, Gus, el Príncipe Vampa, Pichi, Junior322, dormían: sólo Pimpinela de Ovando caminaba erguida y perfumada, detrás de un par de anteojos negros, por Madero323, hacia el despacho de Roberto Régules. A la vista de Robles, México iba abriéndose como naipes de distintas barajas —el rey de Bastos en Santo Domingo324, el tres colorado en Polanco325— del túnel oscuro de Mina, Canal del Norte326 y Argentina, con la boca abierta, en busca de aire y luz, tragando billetes de lotería y volantes de gonorrea327, hasta encontrar la línea recta de conducta en la Reforma, indiferente a los vicios menores, apretujados, de Roma y Cuauhtémoc328, con sus caras quebradizas, sus cimientos fláccidos. Desde la oficina, Robles veía los techos feos, las azoteas desgarbadas. Pensaba en un despertar inútil: legañas de tinacos329, macetas raquíticas. Robles gustaba de inclinarse, imperturbable, desde la ventana, y saborear el pulgueo sin molestias de los pelados, de todas las hebras de la ciudad que pasaban inconscientes del rascacielos330 y de Federico Robles. Dos mundos, nubes y estiércol. Un vaso comunicante perfecto, aislado, individual, lo llevaba de la casa colonial331 y enrejada, con su portada de merengue pétreo, al automóvil, del automóvil al elevador de níquel y acero, del elevador al ventanal y a las sillas de cuero, y con sólo apretar un botón se cumplía la trayectoria contraria. —Bien merecido— frotaba Robles su solapa. —No es empresa fácil cercenarse de este pueblo. Derrotados, todos derrotados para siempre. Miraba sus uñas rosa: habían escarbado, con la tenacidad de los distintos hechos, tierra en Michoacán. Volvía a mirar a lo lejos: hasta el humo de la terminal de Buenavista332, y más allá del puente, hacia la Villa333. Gladys García, parada sobre el puente, fumaba un cigarrillo apestoso y luego lo dejaba caer sobre el techo de una casucha de lámina y cartón334. Por el rumbo de Balbuena —el otro extremo de polvo— Gabriel jugaba rayuela mientras esperaba a los cuates —Beto, Tuno, Fifo—335 para empezar a celebrar su regreso. Rosa Morales buscaba una caja barata entre los enterradores del barrio, mientras Juan esperaba, con los labios embarrados de sangre y vino, en una plancha de la Cruz Roja.
La mano que tronaba sobre la puerta arrebató a Rodrigo de su letargo. Gimiendo, protestando, arrojó las pesadas sábanas y lentamente llevó los pies al piso astillado. Dejó caer, como un plomo, los ojos entre las palmas de las manos. El repique de la puerta no cesaba; lo acompañaba una voz detestable, de urgencia e incomprensión. Por fin reunió la voluntad necesaria para levantarse y abrirla. Los ojos encarbonados de Ixca Cienfuegos lo saludaron con esa mirada, lóbrega y alegre, indiferente a las circunstancias personales, que tanto irritaba a Rodrigo. Cienfuegos entró, se llevó la mano a la nariz y corrió a abrir los postigos que se asoleaban sobre un patio interior húmedo, impregnado del olor de comida casera.
—¿Gas? —afirmó, interrogando, Cienfuegos. —Pero si no te pertenece. ¿Todavía no te das cuenta? No te pertenece—. Con una carcajada, Ixca arrojó el periódico del mediodía hacia la cabeza de Rodrigo. Éste se dejó caer, boca abajo, sobre la cama. Cienfuegos parecía tomar el pequeño mundo de la recámara entre las manos, modelarlo, devolver a la pared sus contornos groseros, embutir las cosas, nuevamente, en sus casilleros habituales, circular el oro en cobre gastado. Mataría el gran sueño; aplastaría con una risotada a la gran población hechicera.
—Dilo, dilo —insistió Cienfuegos, jugueteando con una silla. —Dale rienda suelta a tu retórica. ¿No es esto lo que querías: un testigo? No te aprietes. Habla.
—¡No me cuelgues otra vez tu equipaje de ratas a la cabeza! —murmuró Rodrigo, mientras, siempre boca abajo, fijaba los ojos en el periódico arrojado por Ixca y que lentamente absorbía un pequeño charco creado por las goteras del techo: tres magnates engullendo en un restaurane, agarraron a la Viruelas336, crimen pasional, gran esperma de tintas negras: tres magnates envuelven a un pescado muerto, la Viruelas sirve de gorro napoleónico a un chamaco bajo la lluvia (Duro, caparazón duro y entrañas pertinaces. Anoche, amordazado entre cuatro paredes. Y hoy aquí, a pesar de todo, rescándome las uñas y mirando la cara de tres banqueros gordos —no, es como pintarle un violín337 a Paganini). Rodrigo saltó de la cama riendo: uno de ellos, perla en la corbata, highball338 en la mano inflada, era él, Robles.
Norma abrió los ojos y quiso que sus rayos le calcinaran las pupilas. Luego los cerró para vivir la fuga de puntos azules y centellas amarillas que crecían como las ondas del estanque una vez arrojada la primera piedra. Pero el sol se concentraba en los labios. El sol la besaba. Norma quiso recordar, recordar los besos. Abrió de nuevo los ojos y se irguió rápidamente. Es que siempre había rogado que la recordaran a ella, y nunca había deseado recordar a nadie. Ahora sentía, más que terror, un leve sentimiento de ultraje, de desprecio, al pensar que tuviera que empezar a recordar mientras los demás la olvidaban. Dilató la nariz para aspirar el perfume de retama que ascendía del jardín. Era idéntico al otro, al del pequeño jardín de la pequeña casa donde celebró sus diecisiete años. ¿Alguien, además de ella, lo recordaría? ¿Alguien, en este instante —en todos los instantes— recordaría toda la vida de Norma? Alargó el brazo y tomó el frasco de aceite mientras el sol, comprimido, se desbarataba en la luz propia que el cuerpo brillante le devolvía, disparado desde las puntas moradas de los senos.
Manuel Zamacona abrió las ventanas de su pequeño apartamiento de la calle de Guadalquivir339 y cerró los ojos, gimiendo. Se tomó la cabeza con ambas manos y se sentó, con la respiración cortada, en una silla de vaqueta. Quiso reconstruir sus frases de la noche anterior, y sólo veía bailar en el recuerdo la imagen de los ojos astígmatas, de la piel inviolada de los negros, del perfume de tabaco y Miss Dior340 y desodorantes. «Paradoja, metáfora, imagen, ¡a qué peligros conducís!» murmuró y corrió al espejo enmarcado por una estrella de hojalata, para observar cómo se le encendían las orejas de sangre. Regresó a su mesa de trabajo, sonriendo. Tomó un papel y una pluma. Miró hacia la Reforma341, tratando de descubrir un nuevo color, un aire nuevo, en ese rincón conocido. Empezó a escribir: «México», con alegría, «México», con furia, «México», con un odio y una compasión que le hervían desde el plexo solar y «México» nuevamente, hasta llenar la página y comenzar otra y terminarla también y luego salió al balcón, fijó los ojos en el sol, apretó las cuartillas y con todas sus fuerzas las arrojó hacia el centro del astro, seguro de que llegarían, de que se incendiarían en él, y entonces tomó una maceta y la arrojó también hacia el sol342. Quería una piedra, mil piedras, y sólo escuchó cómo la maceta se desparramaba sobre el pavimento y vio que un geranio yacía aplastado por la rueda de un automóvil.
Se sentó a su mesa de trabajo. Recordó que ese rincón amplio y suntuoso del Paseo de la Reforma había sido trazado sobre el modelo de la Avenue Louise, de Bruselas, por indicación de Carlota343. Y vio el paso fugaz de una familia indígena, flotante y cabizbaja. Escuchó el ríspido llanto de una niña, olió elotes344 cubiertos de polvo de chile, jícamas345 con limón: lo que entraba por su ventana abierta. A la altura de sus ojos, una casa de apartamientos de quince pisos, suspendida sobre pilotes de concreto, aérea en su policromía veloz de vidrio y mosaico. ¿Contraste? No. Zamacona tomó la pluma.
«Excentricidad, más que contraste. Ésta puede ser nuestra palabra: excentricidad. No sentirnos parte de ningún engranaje racional, susceptibles de alimentarlo y permitir que nos alimen-te. Claustro cerrado, de espaldas al mundo. No sentir que nuestras obras, que nuestro espíritu, penetran en un orden lógico, comprensible para los demás y para nosotros346. España: excéntrica, sí, pero excéntrica dentro de Europa. Su excentricidad es la nostalgia de no haber participado en todo lo que, por derecho, le correspondía: en la aventura del hombre moderno. Allí estaba la pasta de la modernidad. ¿Qué frustró su realización? ¿Qué cerró los caminos de la participación europea en una nación que hoy vive cerrada a todas las manifiestaciones de la inteligencia? Éste es el dolor, la nostalgia, la excentricidad de España. Y Rusia es la excentricidad frente a Europa, la afirmación de una excelencia rusa fundada en la pretensión de diversidad frente a Europa. Pero ya este hecho la hace excéntrica; al pretender ser sui géneris347 en su rechazo de Europa, Rusia deja de serlo plenamente, debe aceptar un reto europeo y emprender la carrera que le ponga a la par de Europa. Carrera en busca del tiempo perdido. Sólo México es el mundo radicalmente ajeno a Europa que debe aceptar la fatalidad de la penetración total de Europa y decir las palabras y las formas de la vida, de la fe, europeas, aunque la sustancia de su vida y su fe sean de signo diverso. Más que muerte —hecho natural, aceptable— asesinato, tortura brutal, cercenación de las formas que correspondían a la sustancia. Todo, desde entonces, es la búsqueda, cerrada, ciega, marginal, del punto de encuentro entre lo que realmente somos y las formas que han de expresar una sustancia, en sí, muda.»
Observó su reflejo en la ventana. El perfil de finas líneas, la nariz delgada y agresiva, los labios casi lineares: la silueta marginal impresa sobre su rostro de anchos huesos y de carne gruesa y oscura.
«No saber cuál es el origen. El origen de la sangre. ¿Pero existe una sangre original? No, todo elemento puro se cumple y consume en sí, no logra arraigar. Lo original es lo impuro, lo mixto. Como nosotros, como yo, como México. Es decir: lo original supone una mezcla, una creación, no una puridad anterior a nuestra experiencia. Más que nacer originales, llegamos a ser originales: el origen es una creación348. México debe alcanzar su originalidad viendo hacia adelante; no la encontrará atrás. Cienfuegos piensa que regresar, dejarse caer hasta el fondo, nos asegurará ese encuentro, esa revelación de lo que somos. No; hay que crearnos un origen y una originalidad. Yo mismo no sé cuál es el origen de mi sangre; no conozco a mi padre, sólo a mi madre. Los mexicanos nunca saben quién es su padre; quieren conocer a su madre, defenderla, rescatarla. El padre permanece en un pasado de brumas, objeto de escarnio, violador de nuestra propia madre. El padre consumó lo que nosotros nunca podremos consumar: la conquista de la madre. Es el verdadero macho, y lo resentimos»349.
Volvió a descomponer la imagen reflejada. Sí, allí, en su propio rostro, estaba la madre íntegra: criolla de facciones amasadas con esmero por la cruza prevista. Y detrás, en la esencia, la sustancia informe, morena, oscura, indígena del padre.
«La carne oscura en el fondo, creándose a sí misma, sin contactos. ¿Cuándo la rescataremos? ¿Cuándo le daremos un nombre? Un ser fuera del anonimato.»
Se puso de pie y encendió un cigarrillo. Recorrió con la vista su estancia: sillas de vaqueta, anaqueles desordenados, repisas cubiertas de reproducciones del arte indígena: el ser concentrado en las fauces de hachas votivas olmecas350, la ceremonia abstracta de las formas estelares de Oxkintok351, la alegría sensual de los primitivos, el frío incendio de las totalidades aztecas. «La cima de la barbarie —pensó Manuel—. La barbarie no como defecto, o por defecto, sino como la perfección, entera, de su modo, anterior y ajena a la idea de personalidad. Ser para los ciclos, alimentar al astro, vivir bajo el signo de la naturaleza increada352. No, no tienen razón: todo esto sólo nos explica parcialmente. Y no es posible resucitarlo. Para bien o para mal, México ya es otra cosa. Es ese algo radicalmente diverso lo que hay que explicar, en su totalidad, y enfocándolo hacia el futuro, hacia su integración, no basándolo en un asesinato colectivo.»
Tornó a su mesa y a su pluma. «Constantes. Gestación lenta, intuitiva del pueblo mexicano, sin contacto con las formas sociales exteriores. Búsqueda de una definición formal, jurídico-política, frente a búsqueda de una filiación sustancial, histórico-cultural. Afirmación de las definiciones formales en proyectos anti-históricos, fundados en la importación, en la imitación extralógica de modelos prestigiosos. Negación del pasado como supuesto inicial de todo proyecto salvador.»
¿Pero cuál es el modelo, el modelo propio, y realmente salvador, que México debe atender? —pensó en seguida. ¿Cuál atendería él, personalmente? No sin humor, pensó que él mismo tenía posibilidades religiosas, sí, posibilidades artísticas, y posibilidades animales. Mordió la pluma y tomó una nueva hoja de papel.
«Cuál es la escala de los valores vivos? Si fuese objetiva, quizá no habría problemas. Pero no lo es, y cada quien es dejado al socorro de sus propias fuerzas. Pero supongamos, hipotéticamente, que esa escala es objetiva y que el sumo grado del ejemplar humano lo alcanza, digamos, Leonardo da Vinci. El hecho debería ser alentador, pues existe, sin duda, menos diferencia entre Leonardo y el hombre corriente que entre el hombre corriente y un chimpancé. Sería más fácil, para el hombre corriente, acercarse a un gran artista que a un simio. Pero he aquí que aparece un buen cristiano y nos dice que hay menos diferencia entre el hombre corriente y Jesús que entre éste y Leonardo. ¿Sería más fácil, entonces, acercarse al modelo Jesús que al modelo Leonardo? ¿O se trata, en realidad, de dos líneas de valor que se excluyen? El hecho es que se toma al hombre corriente como presupuesto de ambas, y que a ratos uno quiere acercarse a la posibilidad Jesús y a ratos a la posibilidad Leonardo. La línea del propio valor se vuelve quebradiza; cinco días de Leonardo contra tres de Jesús. ¡Si todas mis fuerzas pudieran dirigirse a una u otra meta, sin cejar! ¿Y por qué no dirigirlas todas a la meta chimpancé?, me dirá un amigo irónico. Es más fácil descender que ascender, y aunque haya menos diferencia entre tu persona y las de Jesús y Leonardo, que entre tu persona y un chimpancé, llegarás más rápidamente a asemejarte a éste que a aquéllos. Claro que estas ideas no se expresan de manera tan brutal. Decimos, más bien: “No basta el curso del tiempo para alcanzar la perfección. El tiempo, en realidad, sólo nos aleja de la perfección original.” Esto debe pensar Cienfuegos, sí. Ergo, nos dejamos caer hasta el chimpancé so pretexto de que en el fondo vamos a encontrar nuestro Super-Ser olvidado y original. Pues esto es lo que comúnmente pasa por progreso —digo, por “progreso” espiritual más que material: éste se contenta con propósitos muy simples, demasiado seguros de su esencial bondad para justificarse—: la búsqueda de una meta que, no siendo ni Jesús ni Leonardo, sólo puede ser el chimpancé, pero el chimpancé disfrazado de buen salvaje, de Sigfrido, de comunista original, de Escipión el Africano o de Josué con aspiradora eléctrica. El progreso debe encontrarse en un equilibrio entre lo que somos y nunca podremos dejar de ser y lo que, sin sacrificar lo que somos, tenemos la posibilidad de ser —Jesús, Leonardo o chimpancé.»
Un ruido lo distrajo. Asomó la nariz por la ventana para ver el esfuerzo con que un cargador de facciones repelentes —frente escasa, pelo cerdoso, nariz aplastada y anchos labios— cargaba un garrafón de agua, cómo se le escapaba el garrafón y se hacía añicos en la acera. El cargador se santiguó. Después se sentó en la defensa del camión repartidor y, mientras se secaba el sudor de la brevísima frente, empezó a cantar,
¡Qué bonita
chaparrita!
Valía más que se muriera...353
Manuel frunció el ceño y volvió a escribir: «Ahora, éste es un país que ha tenido sus redentores, sus Ungidos y sus hombres superiores. Pero quizá lo fueron por la abundancia de chimpancés a los que debieron enfrentarse. Y sucumbieron, también, gracias a la acción conjunta de los chimpancés. No ha habido un héroe con éxito en México. Para ser héroes, han debido perecer: Cuauhtémoc, Hidalgo, Madero, Zapata354. El héroe que triunfa no es aceptado como tal: Cortés. La idea podría extenderse al país. ¿Se aceptaría México a sí mismo en el triunfo? Saboreamos y tomamos en serio nuestras derrotas. Los éxitos tienden a convertirse en aniversarios huecos: el 5 de mayo355. Pero la Conquista, la guerra con los Estados Unidos...356 ¿Quién ganó, en realidad, la guerra de 1847? El triunfo aparente de los Estados Unidos, piensan sin decirlo los mexicanos, fue el triunfo de la acromegalia, de la borrachera de poder, del materialismo, del crecimiento excesivo, y la derrota de los valores humanos. Automóviles en masa versus357 jícaras358 a mano. Etcétera. La derrota de México nos conduce, por el contrario, a la verdad, al valor, a la limitación propia del hombre de cultura y buena voluntad. Lo que tiene éxito no siempre es lo valioso, sino todo lo contrario. Y en consecuencia, lo que tiene éxito no es lo bueno, ni lo que fracasa lo malo. No es posible identificar el éxito con el bien y el fracaso con el mal, pues entonces los Estados Unidos serían buenos y México malo. Como sabemos que esto no es cierto, nos sentimos en la verdad cuando pensamos que no interesa ser bueno o malo, sino importar humanamente: es decir, ser odiado o amado con intensidad. Vale la fuerza e intención del sentimiento, no la de los resultados prácticos. Pero si el sentimiento odio es malo y el sentimiento amor bueno, ¿no volvemos a caer en un maniqueísmo, no para efectos prácticos, sino sentimentales? Todo lo mexicano es, sentimentalmente, excelente, aunque prácticamente sea inútil. Y todo lo extranjero, así sea prácticamente bueno, es, sentimentalmente, malo»359.
Mordió la pluma. Pensó: ¿sentimiento de inferioridad?360 escribió sonriendo: «¿Qué cosa es el sentimiento de inferioridad sino el de superioridad disimulado? En la superioridad plena, sencillamente, no existe el afán de justificación. La inferioridad nuestra no es sino el sentimiento disimulado de una excelencia que los demás no alcanzan a distinguir, de un conjunto de altas normas que, por desgracia, no acaban de funcionar, de hacerse evidentes o de merecer el respeto ajeno. Mientras esa realidad superior de lo mexicano no cuaje, piensan en el fondo los mexicanos, habrá que disimular y aparentar que hacemos nuestros otros valores, los consagrados universalmente: desde la ropa hasta la política económica, pasando por la arquitectura. El último hito accesible del prestigio europeo, la Revolución Industrial, nace en México cada día. Nuestra superioridad por decreto. Y sin embargo, en algo tienen razón; hay que ver hacia adelante. Sólo que “hacia adelante” no significa “formas de vida europea y norteamericana” que, aunque todavía estén vigentes, señalan sólo una etapa final. Por desgracia, la nueva burguesía mexicana no ve más allá de eso; su único deseo, por el momento, es apropiarse, cuanto antes, los moldes clásicos de la burguesía capitalista. Siempre llegamos tarde a los banquetes361. Cuando creemos estar saboreando la sopa, ésta se nos convierte en migajas de un pan duro y roído por los ratones. Y sin embargo... hoy podríamos tener los ojos abiertos, y prepararnos, sin más fuerza y orientación fundamental que la de nuestra propia experiencia, a crearnos desde la raíz en una nueva estructura social y filosófica. ¿No nos acercó la Revolución a esta verdad? ¿Pero qué vamos a hacer cuando todo el poder real emanado de la Revolución se ha entregado, voluptuosamente, a las cosquillas de un cresohedonismo sin paralelo en México? Éste es el problema, el poder real. Pues nunca este poder real del hombre ha sido tan grande y, a la vez, tan desprovisto de valor para el hombre. ¿Qué representa el poder real de un hombre como, digamos, este banquero Robles del que tanto se habla, sino un puro acrecentar del poder en sí, sin atributos de valor? La disyuntiva es monstruosa, pues si algún valor es valor del hombre, es precisamente el poder, en su acepción más amplia. Cuando el poder ya no es valor, se avecina algo muy grave: su ejercicio, en todos los órdenes, deja de ser responsable. Valor-poder-responsabilidad son la gran unidad, la que nos liga a unos con otros, con la naturaleza y con Dios. Poder sin valor y sin responsabilidad desemboca en dispersión, en pequeños dioses abismales o en el único dios de una abstracción terrena: la historia, las fuerzas ciegas, la nación escogida, o la mecánica incontrolable. Estamos en el cruce. ¿Cuál vamos a escoger, entre todos los caminos? Sobre todo México, tan cargado de experiencias confusas, de vida contradictoria. ¿Le será posible escoger, escoger su propio camino, o se dejará arrastrar por la ceguera criminal de los escogidos?»
No quiso escribir más. Fijó, nuevamente, los ojos en el sol. Se sintió pequeño y ridículo; pequeños y ridículos debían sentirse cuantos trataran de explicar algo de este país. ¿Explicarlo? No —se dijo—, creerlo, nada más. México no se explica; en México se cree, con furia, con pasión, con desaliento. Dobló sus cuartillas y se puso de pie.
—Es que quería valer intrínsecamente —dijo Rodrigo, distraído, buscando un zapato debajo de la cama.
—¿Para qué? —bosquejó una sonrisa Cienfuegos mientras colocaba la tetera sobre una hornilla eléctrica. —Aquí no se respeta a los hombres, sino a las categorías de membrete: Señor Presidente, Señor Director, Señor Etiqueta. Y por el contrario, ¿suicidarte, tiene sentido? En México, digo. Salvo como una burla a las potencias asesinas.
Aguardó, con los brazos cruzados, a que el agua hirviera: —Podías haber muerto satisfaciendo una necesidad colectiva, «mirando feo»362, dándole gusto a todos.
Rodrigo se calzó con lentitud, guiñando los ojos: el cigarrillo entre los labios le molestaba, el humo se le colaba a la piel: —No sirven las palabras, Ixca. Ahora me vuelve la tentación de anoche. Pero ya no es más que eso: una tentación. Dos tentaciones. La de anoche y la de seguir viviendo. No sé; pero lo veo todo, la búsqueda durante mil días irreflexivos del pequeño entronque, de ese encuentro súbito, anhelado: la persona equis, la única. Todo tan pequeño, tan pinche... He fracasado, Ixca.
—No. Sólo has tenido pequeños éxitos.
La mirada lánguida de Rodrigo siguió recorriendo la tinta (INMEJORABLE SITUACIÓN DE NUESTRA GANADERÍA con todos los auxilios espirituales de la Santa Madre Iglesia
Mientras las cosas en
claro
se ponen, de mala gana
con su hijita a la Peni
ayer noche fue Susana363.
Chofer barbaján364 se estrella. Juan Morales, chofer del coche de ruleteo, etcétera, se estrelló ayer en la noche con un camión de línea365 etcétera su mujer y tres niños, que sufrieron leves contusiones etcétera en cambio el barbaján cuya autopsia reveló la reciente ingestión de alcoholes etcétera una familia queda en la pobreza a resultas de esta nueva muestra de irresponsabilidad etcétera barbaire de los ruleteros REINA DEL ALGODÓN lo es linda damita de Torreón Coah.) pasito tun tun tun tun pasito
De un arañazo, destrozó el periódico. Pero la sinfonola del estanquillo366 comenzó a chillar, y alguien barría con premura los pasillos. Rodrigo alargó la mano y se colocó verticalmente una botella abierta de cerveza en los labios; la escupió; había dejado caer un cigarrillo adentro.
—No, he fracasado. Tú que estuviste allí, ¿recuerdas aquellos días de la Preparatoria, cuando publiqué Florilegio...?
No pudo continuar; sintió que el orden de la justificación se le venía abajo. Lo había construido y conservado —e invocado— durante tanto tiempo... y ahora, de repente, esta palabra, «Florilegio», lo destruía. Cayó sobre la cama, y casi rebotando, con las lágrimas contenidas, gritó a la figura inmóvil de Cienfuegos:
—¡Florilegio! ¿No es para morirse de la risa? ¿Y qué más, dime, qué más?
—Si quisieras, hasta el fracaso.
—¿Más? ¿Sabes que no puedo sentarme a escribir sin una colección de frases a la vista, sacadas de la última docena de ensayos y malas novelas traducidas que he leído? ¿Y no saben todos que esto es lo que escribe Rodrigo Pola: un platillo de sobras, con la suciedad ratonera de una criada?367
Hundió la cara en la almohada amarilla y Cienfuegos sirvió dos tazas de té humeante.
—¿Y habrías ganado el éxito, qué sé yo, con Norma, el aplauso literario, el dinero...?
—No —levantó la cara Rodrigo—. No... los habría destruido con todas mis fuerzas. Ése es el poder de mi debilidad. Para todo. ¡Suicidarse! Ése sí que es el gran chiste. Suicidarse porque en la fiesta de un tal Bobó, un tal eunuco con pelo oxigenado, me rechazaron, ¡me rechazaron, Ixca, tú lo viste, no miento!
—Otro rechazo, Rodrigo. No ha sido el primero.
—Y tú lo sabes. ¿Qué no sabes? ¡Qué risa! «¡El gran bardo juvenil, la promesa!»
Cienfuegos dejó las tazas sobre la única silla y tomó a Rodrigo de los hombros:
—Y hoy debes escoger, ¿lo entiendes, verdad? Entre uno y otro. Asumir uno u otro plenamente, ya nunca más a medias.
—Qué más da? ¿A quién le importa?
—Nos importa a todos. A los que nunca nos enteraremos. A los que puedes decir sí o no con tu silencio. A los que tú mismo negarás el perdón o concederás la sonrisa conciliatoria. Son tantos, Rodrigo, los que nunca sabrán de tu decisión. Pero una te traerá con nosotros, te abrirá los ojos al contacto de llantos más graves y desnudos que el tuyo, te clavará un pedernal en el centro del pecho368. Y la otra te pondrá frente a nosotros, nítido y brillante, único y solo en medio de la compañía y la igualdad y la pertenencia. Acá serás anónimo, hermano de todos en la soledad. Allá tendrás tu nombre, y en la muchedumbre nadie te tocará, no tocarás a nadie. Escoge.
Rodrigo apretó ambas manos y exclamó: —Es que no entiendes, Ixca... es que no creo, no creo...
De pie, con todo su poder, Cienfuegos apartó las manos de Rodrigo:
—Escoge... y recuerda
—Recuerdos... Yo soy Rodrigo Pola
—Y más, y más...
—Y el lugar de la concepción
—Y más
—Y el éxito a la mano, siempre para otros, nunca para mí, ¿no es cierto, Ixca? Norma y Federico, hasta Bobó, Pedro Caseaux, ¿por qué ellos?
—¿ Y los que no llegaron? ¿Los que tuvieron que darle a México más que su vida: su novida, sus nopalabras? ¿Los que no tuvieron tiempo de hundir un nombre en el aire? ¿Los que no tuvieron que renunciar a nada?
—Dos orillas
—Que no se tocan
—Orilla suntuosa de plumas y cuchillos y pencas de oro y orilla severa del códice y el fuete369, orillas de todos los mexicanos que están aquí
—Muertos
—Y orilla de todos los mexicanos que están allá
—Vivos
—Orilla del sueño permanente, sueño de sucesión de soles, ala luminosa, daga brillante, y orilla del maíz roñoso y los cuerpos encogidos y el agua seca
—Y en el centro la ciudad
—Cabeza inflada, depósito de dineros y huesos y títulos, levantada sobre miembros raquíticos. Aquí viven los que son, los que tienen que renunciar
—Pero allá, en la otra orilla
—Alargando los brazos, están los que nunca llegaron
—Mi padre
—Gervasio Pola ¿Morirán tú, Rodrigo, y Federico Robles y Norma y todos, sin saber quiénes fueron?
—Sin saber que nos alimentaron, mi padre
—La memoria... Rodrigo... se engendra y perece entre dos lunas y la mirada azorada busca
—El clavo de dónde crucificarse: el clavo es siempre un hombre, mi padre
— Y el país es anónimo: ¿dónde encontrar el nombre que indique un jefe, un jefe
—Mi padre
—que viva por nosotros todos los instantes que nos separaron y se nos escaparon, que escondimos en una mínima rencilla, en un sentimiento de envidia, en una cobardía
—Disfrazada de razón? Mi padre
¿Lo recuerdas?
—Mi padre mi padre mi padre
GERVASIO POLA370
Una noche de marzo, en 1913, el aire sabía a polvo y la luna cicatrizaba el valle, cuando Enrique Cepeda, gobernador del Distrito Federal, llegó a la cárcel de Belén371. De los automóviles bajaron treinta hombres armados, limpiándose la nariz con la manga, encendiendo los pequeños cigarrillos deshebrados, lustrando los botines de cuero contra los muslos. El calvo Islas le gritó a la guardia de la prisión: ¡Aquí está el Gobernador del Distrito!372 y Cepeda llegó contoneándose ante el primer oficial y eructó: —Aquí está el Gobernador del Distrito...
Gabriel Hernández dormía en una bartolina373. Sus ojos de aceite, su máscara de obsidiana374 se quebraron con el puntapié de una bota negra: —Ándele, vístase... Hernández irguió su pequeño cuerpo mongoloide375, y por el rabo del ojo distinguió a la escolta apostada fuera de la celda. —¡Al patio! —dio la orden el Subalcalde376.
Aire morado, muros grises de Belén. El gran muro acribillado, con sus florones de pólvora. Cepeda, Islas. Casa Eguía, se ofrecían cigarrillos unos a otros, se carcajeaban en complicidad, mientras la escolta, con el general Gabriel Hernández en el centro, avanzaba hacia el paredón.
—Si tuviera un arma no me asesinarían.
La mano gorda de Cepeda cruzó el rostro de Hernández.
Cinco tiradores hirieron el cuerpo, entre los ecos de la risa del Gobernador. Con el último tiro, cesaron las carcajadas. Cepeda frotó la mano sobre la tierra: —Hagan una pira, aquí mismo... —y se apoyó contra el muro.
Mientras el fuego consumía el cadáver de Hernández y el olor de carne tostada ennegrecía las facciones de Cepeda, Gervasio Pola y tres prisioneros más escapaban de Belén, escondidos en el carro recolector de basura.
Durante el recorrido de Belén al depósito de desperdicios, Pola pensó que así se debían sentir los muertos, con ganas de gritar y decirles a los enterradores que en realidad estaban vivos, que no acababan de morir, que sólo los sofocaba una pestilencia muda, una rigidez transitoria, que no les clavaran el féretro, que no les echaran la tierra encima. Los cuatro hombres, boca abajo, sepultados por el cúmulo de basura, concentraban todo su terror en el acto de respirar. Sobre el suelo del coche, entre las planchas de madera, pegaban la nariz a los resquicios, aspirando la tierra suelta de las calles. Uno de los evadidos confundía su ronco jadeo con sollozos; Pola hubiera querido robarle ese aire desperdiciado. Los pulmones se le congestionaban de hierbas podridas y excrementos, cuando el coche se detuvo377. Gervasio Pola codeó a su compañero próximo, y todos esperaron el momento en que se abrieran las puertas, entrara la noche a alumbrar de viento el estrecho sudario, y las palas de los basureros empezaran a pulverizar de inmundicia378 el potrero.
Estaban en el llano, por el rumbo de San Bartolo. Los dos basureros no habían ofrecido resistencia; yacían amarrados a las ruedas del carro. Los montículos de basura gris, blanda, coronados de moscas, se extendían desde el camino hasta el pie del cerro más cercano. El desaliento invadió a Gervasio Pola cuando pudo distinguir las caras embarradas, los cuerpos mojados, de sus tres compañeros.
—De aquí a mañana tenemos que ganar el primer campamento zapatista —dijo uno.
Pola se quedó mirándole los pies descalzos. Luego, con la vista baja, recorrió las piernas desnudas y enclenques del segundo, los tobillos heridos de grillete, supurantes, del tercero. La luna les patinaba en las uñas, como joyas de tierra. El viento de la serranía empezó a desbaratar los montones de basura. Tenían que decidirse a la caminata —la fuga se fabricaría de roca y espina.
Gervasio la inició, rumbo al cerro. En fila india, como por costumbre, lo seguían los otros. Aquí, en el llano, las piernas se hundían en el lodo de hierba; allá, a partir de la pendiente, la carne comenzaría a rasgarse más, a punzar la sangre las dagas del bosque. Gervasio, al pie de la sierra, aflojó los muslos. El viento seco rechinaba entre el huizache.
—No hay más remedio que separarse —murmuró sin levantar la vista. —Aquí salimos juntos hasta antes de Tres Marías. Allí Pedro y yo nos desviamos379 por el rumbo fácil, pero por donde hay que esquivar la caseta de los federales. Tú que conoces mejor el rumbo de Morelos te vas con Sindulfo y tomas la desviación de la izquierda. Si antes de la noche no hemos encontrado el campamento, volvemos a separarnos, ahora cada cual solo, y nos escondemos hasta la madrugada, o esperamos que pase un destacamento de Zapata para unírnosle. Y si no resulta, hasta vernos en Belén.
—Pero es que aquí Sindulfo no va a aguantar con la pata amolada —dijo Froilán Reyero. —Y el camino de la izquierda es el más difícil. Mejor que Sindulfo se vaya contigo, Gervasio, y Pedro conmigo.
—Mejor es andar juntos, por lo que pase —interrumpió Sindulfo, el del tobillo supurante.
Pola levantó la cara: —Ya oyeron lo que dije. Por lo menos que uno se salve el pellejo380. Más vale que uno viva solo y no que los cuatro mueran juntos. Se sigue el proyecto original.
Entonces les azotó el pecho el frío que anuncia el fin de la redonda medianoche y el principio de la madrugada de terrones de hora, y Gervasio tomó la vereda que iba trenzando el escarpado cerro de cigarras.
A veces, la inmensidad no empequeñece. Gervasio sintió que, con su banda, formaba una falange de heroicidad, y que los pies arrastrados por las veredas del monte llegarían a sonar como tropel, como cascos de metal, hasta superar la grandeza de la sierra, y hacerla esclava de su marcha. El sol naciente desparramaba los pinos mientras los cuatro hombres ascendían. Pola quiso mirar el valle seco; lo circundaba la lejanía. Los hombres no hablaban; el ascenso era lento.
Mira Froilán381, quién te iba a decir que aquí en la sierra ibas a sentirte más preso que en la cárcel, más solo. ¿Qué me quebraron allá? Ahora recuerdo la noche en que escuché los primeros aullidos. Tantas primeras noches, primeras madrugadas. Todas iguales, todas nuevas. Primera noche de aullidos. Prime- ra madrugada de tambores y descargas en el patio. Sólo me llegaban los ruidos, uniformes. Pero sabía que cada uno era distinto. Todo igual, siempre diferente. Yo nunca el primero, nunca el siguiente, nunca el próximo. Nunca la hora de levantarse y decirles que estaba listo, que yo no tenía miedo, que no hacía falta vendarme la vista. Siempre esperándola382. Ya quería que me chamuscaran, para demostrarles quién era yo. Nunca me dejaron. Otros murieron llorando y pataleando, y pidiendo clemencia. No sabían que yo estaba allí, en la solitaria, esperando la hora de escupirles su clemencia en la cara. Cada uno que fue al paredón me dejó esperando, con ganas de ir en su lugar con la cara en alto, y de regresar a mi celda. Les regalo la muerte; yo podría haber sustituido a cada uno en la marcha de la bartolina al patio. Eso nunca me lo permitieron. Me quebraron383.
Pedro se rajó la planta del pie con un vidrio y apretó los labios.
Que se me raje todo. Que se me quede la sangre hecha polvo en el cerro. Pero que no me dejen solo. Juntos aguantamos. Juntos nos pescaron y nos volverán a pescar. Acabarán por fusilarnos a los cuatro juntos. Pero no me van a dejar solo en el cerro.
Y Sindulfo no pensaba, sólo alargaba los brazos tratando de tocarse los tobillos sin dejar de caminar384.
Se detuvieron al mediodía, acercándose ya a las cumbres más altas385, donde debían separarse. Pero aún no entraban en la neblina; se sentaron a la sombra de un pino.
—No hay agua por aquí para lavarle a Sindulfo las heridas —dijo Froilán Reyero.
—No piensen en agua... —exclamó cabizbajo Sindulfo.
—No piensen en comida —dijo riéndose Gervasio.
Pedro murmuró:
—Comida...
—No piensen en comida —apretó los dientes Gervasio.
—Ya vamos a llegar a Tres Marías386.
—Sí. Ahí empieza la desbandada.
—A mí me quebraron, Gervasio. A mí me quebraron.
—Tú conoces mejor que nadie los rumbos de Morelos; no te quejes. El que las va a pasar duras soy yo...
—Hace falta alguien que las pase duras para que salgamos los cuatro387 —Froilán se mascaba el bigote lacio.
—Con uno que se salve... —dijo, con la mirada dura en las piedras, Gervasio388.
—Allá en el pueblo un viejo quiso morirse solo; dicen que siempre lo había querido. Se figuraba a la muerte desde hacía mucho; no lo iba a coger la sorpresa. Y cuando sintió que se le acercaba, mandó correr a todos los de la casa para recibirla sin compañía, como para gozar solo lo que tanto había esperado. Y en la noche, cuando ya le andaba rondando, y la voz se le caía como caliche389, salió arrastrándose hasta la puerta con los ojos pelados, queriendo contarles a los demás cómo era la muerte. Esto yo lo vi, porque me había metido a su huerto a robarle las naranjas. Me agradeció que lo viera morirse, con las cejas pegadas a la tierra.
Pedró calló.
—Hace falta a quien contarle las cosas... antes, un minuto antes.
—Se las cuentas a un federal390.
—No te dan tiempo. Te encuentran solo y ahí se acabó. Te encuentran acompañado y entonces cruzas la mirada con el amigo antes de caer.
—Hace falta quien te perdone —dijo Pedro.
Y Gervasio pensó que perdonaban los buitres, que perdonaba la tierra cuando se convertía en único corazón de despojos, que hasta el gusano nos perdonaba la porquería al cumplir su banquete. De pie bajo un pino391, alargó la mano sobre el valle: percibió en ese instante que, lejos de las heridas de sus compañeros, lejos de la imagen encadenada de la tierra triste, pulmón de polvo, o más allá de su fondo acuoso secado por los penachos sangrientos y el rumor de sacrificios inconscientes, o más arriba del piélago de montes labrados de sequía y tala392 —en la otra orilla del mundo indiferenciado, masivo, de México— cabía393 la salvación de un hombre como él, teñido de basuras y fatiga, ausente de la memoria de los demás hombres mexicanos, pero fiel, sólo fiel a ellos cuando era fiel a sí mismo. Salvarme hoy394, a mí, a mi piel, para salvar mañana a los demás. Ellos quieren que muera con ellos; esta muerte impersonal, de todos, sería reconfortante para mis hombres. Creen que cumplo mi deber sucumbiendo con ellos. Incluso prefieren que yo muera antes, y alivie su muerte395. Estoy dispuesto a salvarlos, si se dejan salvar. Pero sólo salvándome puedo salvarlos hoy a ellos y mañana a otros.
—Ya vieron desde la torre —iba diciendo Froilán. —Era el general Hernández ese que fusilaron y echaron al fuego396. Se lo llevaron solito. Es lo que nos espera si nos vuelven a agarrar. Más vale aquí en la sierra, los cuatro juntos.
—Yo no quiero morir solo en el monte, o rodeado de enemigos, en la cárcel —sollozó entonces Sindulfo.
Pola se regresó y con una rama seca azotó las espaldas de Sindulfo; la luz del valle amortiguaba la cólera en los ojos:
—¡Pendejo! ¿Para qué tienes que hablar? ¿No te das cuenta de que bastante hemos hecho cargándote con todo y tu maldita pata tullida? ¿Para qué397 tienes que venir a lloriquear, a destrozarnos? ¡Ándele!
—Ya, ya, jefecito... no más.
—No le pegues más, Gervasio —Froilán le detuvo el brazo, mientras leves espirales de humo comenzaban a surgir del bosque, impulsando un olor a hojas quemadas y a pino seco.
—Bueno, vámonos. Ya están cocinando en los campamentos: miren el humo. Cada columna de ésas puede indicar un amigo, un enemigo. Pero el que tenga hambre nada más, que se vaya derecho a cualquiera...
Cerca de Tres Marías398 se separaron. Froilán sosteniendo a Sindulfo, abrazándolo de la cintura. Y Gervasio con Pedro detrás, cabizbajo y frotándose los brazos para combatir la niebla helada de la montaña.
La tierra se sentía fría y amortajada bajo los pies399 de Gervasio y Pedro; su rostro húmedo, de roca y abetos, se hinchaba a cada paso, ascendiente y lívido. Había que salvar la caseta federal, de soldados ateridos y chozas con olor a frijoles400 refritos, que se interponía entre ellos y el primer campamento zapatista. Al atardecer, Pedro se agarró a dos manos el estómago401 y cayó de rodillas. Luego empezó a vomitar. Sombras de crepúsculo se alargaban en la maraña sombría del bosque, y Pedro, con la vista y la boca convulsivas402, pedía en silencio un descanso, un momento de respiro.
—Ya va a caer la noche, Pedro. Tenemos que seguir juntos un trecho, luego nos separamos. Ándale, levántate.
—Como el general Hernández, así dijo Froilán. Primero fusilado, luego quemado403. Eso es lo que nos espera, Gervasio. Más vale quedarse aquí, en el monte, y morir solos, con Dios. ¿Adónde vamos? Dime, Gervasio, ¿adónde vamos?404
—No hables más. Dame la mano y ponte de pie.
—Sí, tú eres el jefe, el fuerte, tú sabes que hay que caminar, y caminar. Lo que no sabes es adónde. ¿A unirnos con Zapata? ¿Y luego qué?405.
—Estamos en una lucha, Pedro. No hay que pensar ahora, hay que luchar.
—Luchar sin darse cuenta, como si uno no tuviera recuerdos y presentimientos. ¿Qué crees que va a salir de todo esto? ¿Crees que importa algo que yo y tú luchemos? Ahorita que estamos solos aquí, medio perdidos en un bosque, y yo con la fiebre que se me viene encima, ponte a pensar. ¿Qué podemos, tú y yo, solos aquí? ¿Qué importa lo que hagamos o digamos? ¿No se resolverá todo por su cuenta? ¿No es el nuestro un sacrificio más, en balde? Vámonos, Gervasio, lejos de aquí, lejos de la bola406. Que pase el viento sobre nuestras cabezas. Nada va a cambiar.
—¿Qué propones?
—Vamos a Cuautla407 a ver quién consigue ropa, o dinero... Y luego cada quien para su tierra408...
—Te buscarán, te encontrarán, Pedro. Ya no puedes salirte de esto. Tú no quieres que te arrastren. Yo sólo puedo dejarme arrastrar. Ni remedio. Además, ya no hay tierra que valga. Ya no habrá escondrijos en México. Nos va a tocar a todos por igual.
—¿Y después?
—Cada quien a su lugar, después. Al que le corresponda.
—¿Lo mismo que antes?
—No preguntes. No hay que andarse haciendo preguntas cuando te metes a la revolución. Tenemos que cumplir. Es todo.
—¿Quién va a ganar, en serio? ¿Nunca te has puesto a pensar?
—No sabemos quién va a ganar. Todo gana, Pedro. Todo está vivo. Gana lo que sobrevive. Aquí todo sobrevive. Ándale, de pie.
—Ya me volvió la fiebre, Gervasio. Como si los murciélagos hubieran nacido en mi estómago.
—Vamos. Ya va a caer la noche.
Pedro se puso de rodillas: —Hay que dormir aquí. No puedo más.
Cuando el aire se llenó de chicharras409 y comenzó a soplar por las laderas frías, Pedro se frotaba los brazos y sus dientes rechinaban. La noche súbita del espacio los rodeó.
—No me dejes, Gervasio, no me dejes... Sólo tú puedes llevarme adonde hay que ir... No me dejes, por tu mamacita...
Pedro alargó el brazo y arañó la tierra: —Pégate, por favor, que tengo frío... Nos calentamos los dos.
Trató de alargarlo más y rodó, besando el polvo: —Gervasio, háblame, no sea que aquí me entierres...
Quiso mirarse las manos, para darse cuenta de que vivía; una tiniebla espesa cubría el monte. Con los ojos redondos recorrió el bosque negro y gritó: —Hay mucha tierra para el poco polvo que dejo; arrástrame lejos de aquí, Gervasio; vámonos de vuelta a la prisión. Le tengo miedo a este monte pelón de almas; tengo miedo de andar suelto, sin grilletes... Que me los pongan, pronto, Gervasio, ¡Gervasio!...
Pedro apretó los puños en torno a los tobillos, y, por un minuto, volvió a sentirse libre prisionero. Prisionero de hombres quiero ser, no prisionero del frío y el dolor y la noche. Que me pongan los grilletes, mamacita, para no andar rodando. Quiero quedar sujeto. Nací sujeto. Ahí está ¡apena410. —¡Gervasio! No me dejes solo, por tu mamacita... Tú eres el jefe; llévame... Gervasio.
El monólogo de Pedro silbaba entre las peñas. Gervasio Pola ya corría monte abajo, hacia la fogata amarilla del valle de Moretes.
El general Inés Llanos se limpió los dedos en el ombligo y tomó asiento junto al vivac411. Los sombrerones ocres de la tropa brillaban, con los ojos indios, a sus espaldas, en la noche.
—Sírvase bien, no tenga pena. Éntrele. ¿Así que usted se les escapó de Belén?
—Sí, mi general. Yo solo me escapé y crucé el monte en un día —repuso, soplando el aliento entre las palmas heladas, Gervasio Pola412. —Me salvé sólito. Y ahora estoy a sus órdenes para unirme al general Zapata y seguir la lucha contra el usurpador.
—Ah qué atrasado y tarugo será usted —carcajeó el general Llanos mientras tomaba otra tortilla del brasero413. —¿A poco usted no lee? ¿Qué dice el verdadero Plan de Ayala? Ahi se pone verde a Madero414 por su falta de entereza y debilidad suma, dice el escrito. ¿Y quién lo tiró? Pues mi general Victoriano Huerta, qu'es ahora nuestro jefe...
—¿Y Zapata?
—Qué Zapata ni qué Zapata. Aquí está usted frente a Inés Llanos, su servidor, fiel a las fuerzas del gobierno legítimo, y mañana está usted de regreso en Belén. Ahora prepárese su taquito415, que el viaje es largo y abochorna.
Gervasio Pola volvió a penetrar los muros grises de Belén. La tierra achicharrada del patio señalaba416 el sitio de la incineración de Hernández. Pola pasó pisando las cenizas, y ahí empezaron a temblarle las piernas. En la solitaria quería dormir; los párpados le pesaban, cuando entraron dos oficiales.
El capitán Zamacona417, rubio y esbelto, con los bigotes cuidadosamente encerados, le dijo: —No hay necesidad de avisarle que va usted derecho al paredón418 —Miraba continuamente el techo: —Pero antes va a decirnos por qué rumbo tomaron los prisioneros evadidos Pedro Ríos, Froilán Reyero y Sindulfo Mazotl.
—Si al fin los han de agarrar... qué más da.
—Da que queremos matarlos a los cuatro juntos, como ejemplo y escarmiento. Decídase, o mañana mismo pasa usted solo frente al pelotón.
La puerta de la celda se cerró con un estruendo acerado, y luego Gervasio escuchó el taconeo sobre las losas de piedra de la larga galería de Belén. Un viento clausurado se arremolinaba entre los barrotes. Gervasio se tiró al suelo;
mañana paso419 solo frente al pelotón; mañana, siempre una calavera anda escondida en la esquina de mañana... Ya las piernas empezaron a temblarme, cuando pasé encima de las cenizas de Gabriel Hernández; vamos a ser un puente de cenizas para las botas de los ajusticiados; luego pasa Pedro sobre mis cenizas, y Sindulfo sobre las de Pedro, y Frailan sobre las de Sindulfo. Sin que nos toque decirnos adiós más que con las botas. Solo frente al pelotón; ahí voy por la galería en la hora débil y pequeña, tratando de olvidar lo que sabía y de recordar lo que he olvidado... ¿Va a haber tiempo para el arrepentimiento? ni que me regalaran la vida de nuevo para arrepentirse de cada cosa; pero ¡ay venganza que te tomas, muerte calaca, por andar uno creyendo que420 eres distinta de la vida! Tú eres todo, la vida te invade, te hiere. No es más que una excepción de la muerte421. Ahí vamos dando tumbos, que dizque422 vamos a ser héroes, para acabar pensando ¿qué se siente cuando una bala de plomo, y luego otra, y otra más, se te clavan en la barriga y en el pecho, qué carajos423 se siente? ¿ Vas a darte cuenta de tu propia sangre regada, de los ojos que dicen se te paran como cebollas? ¿ Vas a saber cuándo se acerca otro hombre a darte el tiro de gracia, en la mera nuca, y tú ya no puedes hablar y pedir piedad? Ya la agotamos, la piedad, Diosito santo, ya la agotamos nosotros, ¿cómo vamos a pedírtela a tí? Tengo miedo, Diosito santo, tengo puro miedo... y tú no vas a morir conmigo424; ¡no quiero hablarle de mi muerte a los que no van a morir conmigo!425. Quiero contárserla a mis camaradas426, para que callemos juntos y muramos juntos, juntos, juntos. Se dejan cosas, cosas sin hacer... eso es la muerte...
De pie, Gervasio le gritó al guardia: —¡Que venga el capitancito ese427...!
(Pedro se quedó en el monte a la derecha de Tres Marías, apenas pasada la caseta federal. Tenía fiebre. Ahí debe estar todavía. Froilán y Sindulfo se fueron por la parte difícil a la izquierda. El terreno es duro, y Sindulfo anda tullido; no deben haber avanzado mucho. Y tampoco habíamos comido en mucho tiempo, y con ese frío...)
La madrugada de un domingo, antes de que las campanas parroquiales comenzaran a tañer, Gervasio caminó amodonado por la galería hueca de Belén. Se palpaba los hombros, la cara, el estómago, los testículos: tenían más derecho a vivir que él, y era eso lo que moría. Traía los ojos cegados de carne. Luego quiso recordar todo, recorrer toda su vida; el recuerdo se le fijó en un ave mojando sus alas en un río de Tierra Caliente428. Quería brincar a otras cosas, a las mujeres, a los padres, a su esposa, al hijo que desconocía, y sólo veía al ave mojada429. El pelotón se detuvo y de otra celda salieron Froilán, Pedro y Sindulfo. No les vio las caras, pero sabía que eran ellos, porque en seguida dejó de recordar y se dio cuenta de que marchaban430 a la cabeza de los condenados. Iban a morir los cuatro juntos. La madrugada le bañó el rostro. Pensó lo mismo que en la sierra; se sintió grande. Marcharon hasta el paredón, y dieron media vuelta, para enfrentarse a los fusiles.
—Nos salvamos juntos —murmuró Gervasio Pola a sus compañeros.
—Ah qué la muerte más cabrona —suspiró, a su lado, Sindulfo—. Nomás sirve para alejarnos un poquito.
—Para caer juntos —dijo Gervasio llenando de aire los pulmones—. Dame la mano. Diles a los demás que se las den.
Entonces vio los ojos de sus compañeros, y sintió que por ellos se aparecía primero la muerte, y cerró los suyos para que la vida no se le fuera antes de tiempo.
—¡Viva Madero! —gritó Froilán en el instante de la descarga.
El ave cayó despedazada en el río de Tierra Caliente, y el capitán se acercó a dar el tiro de gracia a los cuatro hombres que se retorcían en el polvo de Belén431.
A ver si aprenden ya a matarlos con la pura descarga —le dijo al pelotón; y se fue mirándose las líneas de la mano432.
—Mi padre, mi padre, mi padre
Un tufo de grasa chisporroteante subía por el patio interior al cuarto de Rodrigo Pola, a las azoteas, hasta el centro del aire, a mezclarse con todos los olores de la ciudad. Por Madero, Pimpinela de Ovando caminaba erguida y perfumada, los ojos escondidos por anteojos negros, hacia el despacho de Roberto Régules. Cifras exactas se dibujaban, como en una pizarra de aire, dentro de su cabeza. Trescientas acciones. Cuarenta y cinco mil hectáreas. Un puesto para Benjamín en el banco de Robles. La comida en casa de la tía Lorenza estaba arreglada. Régules era el camino que conducía a la devolución de algunas tierras. Las cifras se borraron y se dibujó la imagen de la tía Lorenza, teñida de arios y recuerdos, superpuesta a otras muchas imágenes Porfirio Díaz un landó frente al Hotel Porters el Zócalo433 sombreado de árboles los toldos y los techos de cucurucho434 muchas palabras He aguardado durante muchos años pacientemente, a que el pueblo de la República estuviera preparado para elegir y cambiar el personal de su Gobierno en cada período electoral sin peligro ni temor de revolución armada y hoy presumo que ese tiempo ha llegado ya435 y un perfume denso y antiguo.
LOS DE OVANDO
¿Previsto?... un buen día, gran recepción en la casona —¡aquellas mansardas que como un escudo hablaban a todos de rango, de gusto, de propiedad!— de las calles de Hamburgo, en honor del Marqués de Polavieja (los largos años de dulzura se agolpaban y ceñían, en los sentimientos implícitos de doña Lorenza, a ese minuto exacto); al siguiente, el exilio impuesto por la fidelidad. A doña Lorenza le había parecido una muestra de falta de altivez no acompañar a Don Porfirio hasta París436 y vivir ahí, Joaquinito opinaba que toda esta lealtad era excesiva, y don Francisco citó algo sobre la virtud mediana optando por establecer a la familia en Nueva York: quedarían así satisfechos el deber y la prudencia. De las haciendas nadie se preocupó; el destierro, digámoslo en voz baja, es más bien la regla que la excepción, y sólo el deber de encontrarse presente en las fiestas del Centenario437 pudo privarme de las ceremonias de coronación de Jorge V e interrumpir mi delicioso séjour en Inglaterra. En Nueva York, ya tengo visto ese agradable piso situado en Park Avenue. Lorenza sabrá hacerse de amistades. Joaquinito —muchacho excéntrico— disfrutará los banquetes a caballo de los Vanderbilt y los veranos en Newport. Reflexionemos serenamente: de cualquier manera, la tormenta no tardará en amainar. Si Madero quiere permanecer en el poder, necesita seguir la obra de paz, consolidación y decencia del General Díaz; y si no lo logra, el regreso de Don Porfirio parece inevitable. ¿No lo dicen sus mismos enemigos? «Su vida privada es intachable. Como padre de familia, ha sabido dirigir con acierto la educación de sus hijos, como lo demuestran las grandes virtudes de sus hijas y la corrección, modestia y actividad de su hijo; como esposo, es un modelo, pues a su distinguida compañera la trata con todas las consideraciones y cariño que se merece.» ¿No es ésta la tónica del México moderno? ¿Puede esta ejemplaridad sustituirse de la noche a la mañana? El magnífico edificio de la paz y el progreso438 no puede ser destruido tan fácilmente; la revolución será una llamarada de petate439. Los empleados públicos saben que están mejor pagados que nunca y las familias de la clase media que están mejor alojadas y mejor alimentadas y vestidas que nunca440. De cualquier manera, el país no podrá prosperar sin su élite directiva. Esté quien esté a la cabeza del gobierno, poco a poco irán regresando los elementos que no en balde han sabido conducir a la Nación por las sendas del progreso material y la seriedad administrativa. Don Francisco formulaba listas en su cabeza, y se percataba con satisfacción de que no había en México más hombres que ellos. Y detrás de los hombres, los nombres, las firmas que atestiguaban el nivel de la Nación; don Francisco los saboreaba, eran como la manifestación tangible de una igualdad, del primer tuteo mexicano con el mundo:
Doheny, Pearson, C. P. Huntington,
Moctezuma Copper Co.,
Palmer-Sullivan, Batopilas, Nelson and Weller,
Crestón-Colorado Gold-Mining...
Sólo pudieron llevarse los recuerdos más significativos, los que lucían en las vitrinas de la casa de Hamburgo, los cuadros de Félix Parra y Alberto Feuster. Dejaban la ciudad color de rosa, lenta, con sabor de polvo y lluvia vespertina.
Cuando llegó a Park Avenue la noticia de la Decena Trágica441, don Francisco ordenó a la familia empacar. Cuando se consolidó Huerta, volvió, ahora con cierta reticencia, a ordenarlo. Pero Joaquinito siempre estaba en alguna casa de campo, o don Francisco era citado a una Junta de la Sonora Land and Cattle en Chicago, y cuando regresaban a Nueva York era demasiado tarde y don Francisco conocía ya otras noticias: que en Morelos habían incendiado un ingenio, que en Zacatecas habían volado un tren. Y luego, don Francisco murió de pulmonía, y ni doña Lorenza ni Joaquinito entendían bien cómo manejar estos títulos y acciones que sólo estaban apuntados en la memoria del viejo, y menos cómo arreglárselas para pagar la renta en un inglés que no era el aprendido por Joaquinito en Inglaterra. Cerca de París, poseían casa, en Neuilly, y a ella se trasladaron en el otoño de 1915 doña Lorenza y su hijo.
¡Qué delicia hablar francés442!, suspiró doña Lorenza y, en efecto, al año quedó desterrado el castellano de la finca de Neuilly. Aquí sí era posible, comentaba doña Lorenza mientras daba órdenes a sus mozos, recibir, ofrecer tés, volver a ser gente decente . Aquí sí se da su lugar a las cosas. ¡Nueva York! ¡Sufragistas y protestantes! ¡Ypresidentes que cazan tigres! Hay algo que se llama cachet, no me cansaré de repetírselo a mi hijo, algo que se llama cachet, y que pocas personas saben distinguir y apreciar. Los Estados Unidos... toujours quantité, jamais qualité. Nuestra patria espiritual está aquí, en Europa. No me cansaré de repetirlo.
Neuilly se convirtió en lugar de cita para los mexicanos que, huyendo del caos, mantenían la dignidad nacional demostrando a sus amistades europeas que sí sabían distinguir las edades de un Borgoña. Claro, Francia está en guerra, ¡pero cómo se conoce la diferencia entre una guerra de gentes finas y otra de huarachudos443 despeinados! En uno de los tés de su madre, conoció Joaquinito a una muchacha mexicana que no hablaba español. Esto decidió a doña Lorenza para fraguar el matrimonio, y al poco tiempo la boda tuvo lugar en la iglesia de St. Roche. ¡Volvían los viejos tiempos! ¡Cuántas caras conocidas! Al leer y releer sus listas de invitados, doña Lorenza sentía un goce muy particular frente a cada apellido que aquí, en el amargo destierro, continuaba demostrando la validez de los principios y categorías permanentes. A veces, pensaba que en realidad nunca había salido de la Colonia Juárez: México estaba donde estuvieran ellos.
Fernanda, la mujer de Joaquín, era una muchacha rígida, severa, pálida, educada por las monjas en Suiza, y pronto se cansó del parlotaje incensante de doña Lorenza y de la nostalgia de sus frecuentes huéspedes. «Je ne peux pas suporter tes mexicains folkloriques et leur pitoyable sens d'épave444», le decía con los dientes apretados a su marido. En 1924, nació Benjamín, y desde la primera semana la abuela lo llevó a dormir a su alcoba, entre los retratos de familia. «Está bien que aprenda francés, pero también que no olvide lo que es ser un Ortiz de Ovando. Tu padre, Joaquín, habría opinado algo inteligente, como que no puede tolerarse más que bandidos sombrerudos hagan pedazos a México —toma, mira esta carta de tu tío: ahora resulta que las tierras nunca fueron nuestras—, o que estos señores Carranza y Obregón445 no son gente decente, pero lo cierto es que pronto nos llamarán, en cuanto se cansen de todo esto, a todos, y hay que estar preparados para volver a ocupar nuestro sitio.» En el parque de Neuilly jugaba Benjamín, y a los dos años fue encargado a una institutriz belga; pero todas las noches doña Lorenza lo llevaba a su cuarto, le mostraba las fotos, le hablaba del encomendero de la Nueva Galicia, mira, querido, este cuadro es de don Alvaro, que fue capitán general del Corregimiento. Arraigó en Nueva España hacia 1620. Y tu bisabuelo, prefecto del Emperador. Ésta es la fotografía de la casa de Hamburgo: aquí creció tu padre. Mira, tu tío cuando fue enviado a la jura de Alfonso XIII. Y ésta, ¿te gusta? Es la “Pro Ecclesia Pontífice», nos la entregó Su Santidad..., de las haciendas, de las otras familias de gente bien con las cuales algún día habría de tratar. Benjamín creció con un haro, sin otros amigos, y cuando se disfrazó con pechera y espadín y exclamó: «Aux aztéques, aux aztéques446», doña Lorenza no cupo en sí de orgullo y satisfacción.
Iba a cumplir cinco años el niño, cuando su madre murió, y Joaquinito regresó a la casa de Neuilly. Con bienaventurada sincronización, murió también el apoderado de la familia, y Joaquinito se instaló en la biblioteca a dirigir el patrimonio Ortiz de Ovando. Con asombro descubrió que éste, lejos de disminuir, había sido incrementado por el viejo abogado Leselles, y Joaquín, viudo, cuarentón, y en un París de poetas vanguardistas, predisposición y cortesanas que, si bien no lucían tan espléndidas como en 1915, sí eran más distrayentes y menos gravosas, decidió que había llegado el momento de invertir en formas novedosas el cuantioso haber, ¡bendito Lesselles, benditos don Francisco, y haciendas, y acciones! Dos días duró la afición administrativa de Joaquinito, y pronto fue famoso el millonario sudamericano447 de sombrero gris capaz de arrendar «Le Sphynx»448 por una noche y recitar a Victor Hugo con acento épatant.
Nacía el año de 1935 cuando la familia tuvo que vender la casa de Neuilly y embarcar rumbo a México. Durante unas semanas, Montparnasse lloró la ausencia de Joaquinito, quien pronto —y ya sin interrupciones— no supo de otro placer que el del muelle sofá en la casa de Hamburgo.
¡La casa de Hamburgo! La noche que volvió a penetrar en ella, doña Lorenza se sentó en la escalera a llorar. La saludó el mismo espejo, de marco dorado, frente al que, ¡hace tanto!, se había despedido, arreglado el velo, esbozado una sonrisa de dulce resignación: ahora, algo irreal brillaba en el vidrio, o en su boca, algo en lo que doria Lorenza no quería pensar, que se había estampado en toda su figura: una certidumbre de alivio definitivo, de alivio sin puertas a la vida, definitivo como un recuerdo recobrado que ya no permite el intento de buscarlo y, en la búsqueda, creer que sigue existiendo. La mirada fija en sus manos, doña Lorenza decidió olvidar. Olvidar que había recordado. Seguir siendo una gran dama.
«¿Has visto, Joaquín? Ayer busqué la casa de Genoveva: ahora es pastelería, las caballerizas están en ruinas; y la de Rodolfo es un centro social español. Dicen que hay puros masones en el gobierno. Y eso no es todo. No dan religión en las escuelas. No hay dinero para los recibos. Todos nuestros amigos son contadores públicos y comerciantes, agentes viajeros y oficinistas de cuarta, y al que bien le va, profesor de historia.» En casa tras casa, quedaban como espectros los espacios teñidos de pared donde antes colgaban los cuadros seculares, hoy en manos de algún anticuario; telas corrientes de florecillas tejidas cubrían las sedas raídas de los muebles, linóleo en vez de tapetes. Y nadie los tomaba en cuenta, Francisco habría dicho: ¿cómo es posible llegar a decisiones graves sin consultar a la legítima clase dirigente? y ¿cómo, que las hijas de mi hermana tengan una tienda de blusas y se pasen el día detrás de un mostrador?, ¿cómo que la nieta de un Ministro de Estado anuncie en su ventana, «se tejen sweaters»? Esto no le sucederá a Benjamín. A él, yo lo voy a mantener erguido, consciente de su clase y de su deber; con él, con el apellido Ortiz de Ovando, volveremos todos al puesto que nos corresponde. Y Joaquinito: yo no tengo la culpa de la débacle; bastante los jorobé con que se salieran del campo y compraran bienes raíces, como los primeros, que allí están bien hinchados. En fin, creo que es preferible pasarme el día sobre un sofá bebiendo cognac449, a andar como mis compañeros de escuela británica, vendiendo corbatas, con horarios de esclavo y un jefe de piso gachupín450.
Muchos, entre los viejos amigos, seguían en Europa. Otros, los que aún tenían dinero, empezaban a regresar a México y a traicionar —doña Lorenza gemía— a su clase: a asociarse con los bandidos, a jugar bridge451 con las esposas de los políticos, y a cerrar las puertas de los empobrecidos. ¡Hasta hubo quien emparentara con un comecuras! Y la casa de Hamburgo se fue fraccionando: primero, el jardín, para que construyesen unos libaneses sus apartamientos; luego la caballeriza, para unos abarrotes; por último, la fachada de la casa, los salones, la planta baja, para una tienda de modas. Cuatro piezas, es todo lo que les quedaba. Una alcoba transformada en sala, el cuarto de Joaquinito, la pieza donde dormían doña Lorenza y Benjamín —¡dieciocho años!— y la cocina, y la dieta diaria de arroz y albóndigas. Doña Lorenza no quiso desprenderse de los muebles; amontonados en las recámaras, junto con las macetas de porcelana y vidrio y las mecedoras de mimbre, el olor guardado en los armarios de nogal, los pequeños cortesanos de porcelana con sus pelucas blancas, los camafeos y las cajas de música, las escenas bucólicas, la compresión tullida de su grandeza. Ya el sol no les llegaba. Y en las noches, el parpadeo verde del anuncio de cerveza en la azotea arrendada. Debían entrar en silencio y rapidez por la casa de modas, por el salón glorioso donde se agasajó a Polavieja, hoy invadido por los huéspedes sordos, por los manequíes. Pero en la recámara persistía el viejo mundo. Allí todo se conservaba, el pasado, y el futuro452. ¡Y Benjamín! Dócil, y tan respetuoso, con su encantador acento francés. Sí, va a ser un gran señor. No habrá podido, de acuerdo con la tradición, estudiar en Europa. Pero tampoco tendrá que ir a rozarse con los pelados de la Universidad, como sus primos, que preferían ser arquitectos a Ovandos.
Durante largas horas de suspensión, doña Lorenza, erguida, nariz aguileña y chal de seda, el pelo amarillento cuidadosamente compuesto, medias opacas, botines de lazo, rememoraba con Benjamín los saraos de la primera década del siglo, con él revivía los nombres de las propiedades en el Bajío, en Sonora, en Morelos, los títulos de España que bajo este mismo techo habían recibido hospitalidad, las visitas a Chapultepec, cuando doña Carmelita453. ¡Dócil, respetuoso, Benjamín, con su encantador acento francés! Con la boca siempre entreabierta, los ojos dormidos, su barba mal afeitada de pelos lacios, su andar jorobado y la permanente comezón en la nuca. Benjamín, sin mujeres, paralizado en una vitrina. Benjamín, el último camafeo. Cuando la abuela lo dejaba solo, leía en voz alta la sección de avisos en el periódico, y agitaba los brazos cuando veía un nombre en francés.
Cuando cumplió veinticuatro años Benjamín, la prima De Ovando (también, pensaba con tristeza la abuela, empeñada al capricho de los nuevos ricos y a las orgías de una banda de aventureros que a sí misma se titulaba, sin el menor pudor, «internacionales») fue a cenar. Primero, cuchicheó con doña Lorenza, y una vez sentados a la mesa, Pimpinela habló con la ceja arqueada:
—¿Qué han pensado hacer con Benjamín, tía? Porque han estado viviendo de los restos de su fortuna durante los últimos trece años, no crean que van a durar hasta la muerte del muchacho.
—¿Y qué propones, hija? ¿Que Benjamín salga de este hogar para vender calcetines, o qué? Benjamín es un muchacho ejemplar, casi pudiéramos decir el último que ha sido criado como caballero, y que algún día...
—Con mucha suerte, venderá calcetines. Claro, él no tiene preparación alguna, y hay que ver... pero si fuera posible encarrilarlo en la banca.
—¡En la banca! ¡Mi querida Pimpinela! Francisco siempre decía: «Procura que los banqueros te sirvan, hazlos depender de ti; el grado inmediato, la otra alternativa, es ser sus esclavos.» ¡Habráse visto! Y eso era antes, cuando los directores de los bancos eran gente conocida y venían a almorzar con Francisco. ¡Pero hoy! Si creo que todos han sido revolucionarios y comunistas antes. Ah, no. Benjamín nació para utilizar a los banqueros.
—Oh, tía, perdóname. Pero mira cómo...; en fin. Perdón, perdón. Vas a invitar a cenar a Norma Larragoiti, que es la esposa de Federico Robles, el famoso banquero. Ella es una cursilona, de acuerdo, clásicamente advenediza y todo lo que tú quieras, y Robles un salvajón salido de quién sabe qué chaparral. Pero Normita se derrite con un buen apellido, y una cena aquí, entre tus mementos, la va a sacar de quicio. No te preocupes: nosotros compramos todo. Y al día siguiente, Benjamín tiene empleo en el banco.
Las protestas de doña Lorenza de nada sirvieron. ¡Norma Larragoiti! Hija de algún tendero vasco. Y sin embargo, a ella habrá que demostrarle qué significa ser lo que somos, y dentro de esta estrechez, digna estrechez, hacerla sentir el favor que se le dispensa. No fue posible: doña Lorenza sintió con dolor una sustitución definitiva cuando entró Norma, radiante, envuelta en mink454 y jugueteando descuidadamente con su collar, afirmando a los ojos de la anciana un sentimiento de seguridad en el nuevo mundo, de pertenencia y voluntad, que había sido el de ellos. El pedestal que durante cerca de cuatro décadas doña Lorenza había creído vacío, esperándoles, ya estaba ocupado, con vulgaridad —en ello insistía la abuela—, con atropello, sin el dulce fluir de la gracia.
—Sabe usted, doña Lorenza, mi padre perdió todas sus haciendas en la Revolución. Le digo a Federico, que tanta fidelidad guarda a los principios revolucionarios, que haberme casado con él tiene algo de revancha. Pero además, esa circunstancia nos coloca, pues un poco en el mismo plano, a usted y a mí, ¿verdad? ¡Tanta gente conocida que sufrió! Pero lo importante es mantener la verdadera dignidad, como todos nosotros lo supimos hacer, ¿verdad? Ahora, lo que no tiene nombre es que no nos dejen traer a México los restos de Don Porfirio, y...
La semana siguiente, Benjamín comenzó a rotular etiquetas en el Banco de Ahorro Mexicano, S. A. A todos les pareció encantadora su letra, tan afrancesada, como del Sagrado Corazón.
Pimpinela, disfrazada por sus anteojos oscuros, evitó el encuentro de su mirada con la de Ixca Cienfuegos. Entre ambos, providencialmente, se cruzó un cargador que a su frente renegrida amarraba un pedazo de costal desde el cual se dibujaba el arco del peso que soportaban sus espaldas. Cienfuegos sonrió y penetró en el edificio de piedra rosa, levantado en la Avenida Juárez entre dos antiguas casas de fines del siglo XIX, coronadas por mansardas, en el que se encontraba la oficina —y del cual era propietario
FEDERICO ROBLES
—Me pide usted que hable de alguien muy distinto, Cienfuegos —dijo Federico Robles, de pie frente al ventanal azulado de su oficina. Se veía las manos, después levantaba la vista y trataba de reflejar en el vidrio otra imagen, dibujada sobre un aire ligero y frío. —Ya no me acuerdo que vine de allí
un riachuelo manso y junto a él un jacal 455, bosques muy delgados, algunas milpas; venía un hermano tras otro, de manera que tenerlos ya no era cosa de alegría o de pena; y la madre sabía recuperar tan pronto esas formas concisas, que apenas están allí, de la raza purépecha 456; imágenes que ya no son verdaderas, sólo pintorescas: el padre que llega a comer y a acostarse y a enjuagarse el sol de la cara: viejo con la tierra momificada en la cara, de ojos terribles y manos dulces, que todo lo hubiera querido decir siempre sin abrir la boca, porque las palabras le pesaban y le ardían; como que decir las cosas era venderlas, o dejarlas escapar de lo importante, lo que no se decía: las imágenes del campo y la mujer y las horas con ellos, que es cuando salían ardientes y pesadas las palabras,
«arre mula cabrona, arre que se acaba el sol
»dios quiere que seas mía Madalena dormida cada que la luna se asoma y no te deja dormir»
los domingos en Morelia 457: dulces y calandrias 458, y hombres a caballo; iglesias hermosas de atrios abiertos como saetas entre el verdor del cielo de hojas; todos juntos a colocar un retablo pintado por el hijo mayor, que ya trabajaba en Morelia como carpintero, al altar del santo predilecto
«que el niño salga con bien
»que me regalen a la Torcaza recién nacida
»que salgan bien las mazorcas
»que estemos siempre juntos
» —Se siente uno a gusto, señor padre, trabajando libre aquí, en la carpintería»
y otra vez al jacal cercado de milpas, el olor de tallos podridos y hojas quemadas y cerdos flacos
—Hay que olvidar todo aquello. Subimos muy de prisa como para pensar que somos los mismos que hace apenas medio siglo trabajábamos bajo las órdenes de hacendados. Tenemos ahora tanto por hacer. Abrir fuentes de trabajo. Hacer la grandeza del país. Aquello se murió para siempre. decían que los amos eran buenos; que exigían lo suyo pero que permitían cultivar la parcela en libertad, y que no tenían tienda de raya459
—Don Ignacio de Ovando era el dueño de aquellas tierras. Pasaba muy pocas veces por allí. Su nombre y su figura eran casi legendarios. Ahora recuerdo la figura de mi padre, la recuerdo como si desde el principio del mundo hubiera estado allí. Recuerdo que cuando terminaba la faena siempre hundía un pie en el surco negro para que al día siguiente el sol secara el lodo sobre los huaraches. Los sábados todos se reunían a contarse sus cosas, y entonces mi padre también recordaba cómo era la situación antes «—Todavía en tiempos de Serafín mi abuelo esta tierra daba de comer a todos. Después vinieron las leyes esas460 y es cuando el señor don Ignacio empezó a comprar todas las parcelas. Después los soldados extranjeros 461 acabaron con muchos de nosotros. Yo me quedé cultivando. Todavía andaba creyendo que era para dar de comer a todos, como antes. Pero después de la guerra nos mandó el gobierno esas nuevas leyes462, y entonces sí nos tragó don Ignacio. Pero no hay que quejarse. En otras partes los hacen comprar todo en el lugar. Aquí por poco y vas a Morelia y gastas como te gusta»
—Sí, yo creo que estaba satisfecho. El indio nunca hubiera hecho por sí solo la revolución. Por aquel entonces llegó por allá mi primo grande Froilán Reyero, al que se habían llevado desde niño a México. Yo lo recuerdo mojándose unos bigotazos lacios en la jicara mientras me acariciaba la cabeza, y contando que en Morelos había sabido que el joven Pedro, el hijo de don Ignacio, hacía tropelía y media en el ingenio. El joven Pedro iba a venir en lugar de su padre cuando el viejo se muriera.
«—Allá en Morelos organiza unos paseos a caballo con sus amigos y salen todos a lazar a las mujeres de los campesinos. ¡Vieran el chilladero que se arma! Ya nadie quiere salir de sus casas. Pero como a fuerzas hay que ir por agua o a lavar al rio, pues entonces se aprovechan, se las lazan y después las regresan»
Froilán hablaba también de otras cosas que había sabido en sus viajes. Del Valle Nacional463, de donde nadie salía con vida, y de los huelguistas de Cananea. Y también había estado en Río Blanco464.
«—Igual que allá se organizaron las gentes, hay que hacerlo aquí con los campesinos. Ahora el señor Madero anda de campaña465, y las gentes dicen que se va a acabar con él toda la desgracia»
—Recuerdo que mi padre nada más fruncía las cejas, atizaba el fuego y le decía a Froilán que los dejara en paz, que las cosas se arreglan solas.
«—En Morelos ya andan reuniendo gente los Zapata466. Yo estuve en lo de Río Blanco y me di cuenta de que ya se pasaron de la raya467. Mi amigo Gervasio Pola anda en México buscando fondos para Zapata, y ya nadie va a aguantar más si Don Porfirio no respeta las elecciones»
Federico Robles tomó asiento en el sofá de cuero y esbozó una sonrisa: —«Dense la paz», decía con su voz pareja mi padre, mientras Froilan recordaba los incidentes de la huelga de Río Blanco.
«— Yo conocía por allá 468 a un compadre que se le murió el niño y por eso fue a Río Blanco. Allá la fábrica y las casas están en lo bajo, pero luego empieza el monte y la selva, que es como una empalizada para que todos se sientan bien cercados. Se sentía mucha tristeza, que venía de la sierra y llenaba de polvo el centro de la calzada entre la fábrica con sus balconcitos y atrás la tienda de raya. Pues ahi469 tienen que el hijito de mi compadre se había muerto porque a los once años lo habían metido a trabajar a las entintadoras, y el pobre no duró ni un año, metido ahí tragando tanta pelusa. Ahi me lo encontré metido en una caja, con su camisa blanca y sin calzones, todo chupado el inocente. Y no era la primera ocasión. La de viejos que se murieron por lo mismo, y que llegaron a viejos de puro milagro. Porque los obreros tienen hijos a cada rato, y quién va a decir si les viven o no, cuando ganan cincuenta cobres diarios y en seguida hay que meter a trabajar a los niños que sólo les pagan veinte. Échese sus cuentas, Albano, y piense que ahi470 tienen que pagar dos pesos a la semana por las casas. Y como el pago se hace con vales para la tienda, pues sólo porque Dios es grande no se han muerto todos de hambre y de puritita mugre. Pero la mayoría nomás se seca, después de trabajar trece horas todos los días, nomás se secan como un montón de raíces al sol. Yo los veía llegar, sin poder hablar como si les hubieran cosido la boca, y caer rendidos al suelo. Ya estaban tan cansados que ni de comer pedían. Pero le estaba contando, que ahi471 estaba el niño tendido y mi compadre ya no aguantó y salió dando de gritos con el cadáver del niño arrastrado de los pies hasta que todos los jefes se asomaron a los balconcitos esos entre asustados y haciendo burla y yo creo que mi compadre no pudo aguantar ni que tuvieran miedo ni que se burlaran y les aventó el cadáver a las caras mientras todos cerraban las ventanas. Pero ya para entonces se estaba organizando el Círculo de Obreros y Gervasio Pola, que es de letras, llegó a decirles a todos que se aguantaran un rato y se organizaran. Por eso, cuando vino la huelga textil en Puebla, los de Río Blanco hicieron a duras penas una colecta y se la mandaron a los de Puebla. La empresa se enteró y mandó cerrar la fábrica. Entonces vino la huelga y todos sabían que iban a cerrar la tienda y no iba a haber qué comer. ¡Dos meses anduvieron en el monte, buscando qué comer! Hubiera usted visto, Albano, cómo sacaron aquellas gentes fuerzas de su hambre. Todos tenían las manos arañadas de andar buscando entre las espinas una raíz. Todos andaban con los pescuezos estirados y los ojos pelones. A veces se ve en las caras de la gente lo que les está pasando allá dentro, y así era entonces. Dos meses se aguantaron, y aunque no hubiera pasado nada después, como pasó, yo ya hubiera sabido que sólo de recordar esas caras nunca dormiría sosegado otra vez hasta ver libres a esos mexicanos. Porque se comían las uñas, Albano, y hasta se hubieran cortado los brazos y la lengua para que los otros comieran algo. Si usted lo hubiera visto, ya sabría a estas horas que no está solo. Y también que no estar solo es como morirse de pena. Yo tenía pena y rabia, y ya nunca se me ha de quitar, se lo digo. Entonces se dirigieron los huelguistas a Don Porfirio472para perdirle que tuviera clemencia y prometieron cumplir con lo que él dijera. Y Don Porfirio473 sólo dijo que se aguantaran y volvieran a trabajar igual que antes. Aquellas son gentes de palabra, y cuando se rindieron sólo pidieron que les dieran un poco de maíz y frijoles para aguantar la primera semana antes del pago. A esos perros no les damos ni agua, dijeron entonces los capataces. Pero con el hambre se puede hacer todo, Albano, menos burlarse. Mientras no se burlen del hambre, cada quien se aguanta, por pura dignidad, hasta la muerte. Entonces los seis mil trabajadores se metieron a la tienda de raya y sacaron todo lo que había y luego la incendiaron y también la fábrica. No había rabia en sus caras, ni siquiera odio. Sólo había hambre, algo así como nacer o echarse la bendición antes de morirse, que ya ni quien lo evite. Que se viene encima sin que nadie lo piense. Entonces fue cuando entraron las tropas de Rosalía Martínez, echándose sus descargas una tras otra, sin parar, mientras todos caían muertos en las calles, sin poder ni siquiera gritar, sin tener para dónde voltear del ruido y el polvo que levantaba esa metralla. Pues hasta las casas los seguían y allí los balaceaban, sin averiguar nada. Y a los que se metieron al monte, allá los fueron a buscar y a matar sin decir nada. Ya a esas horas nadie abría la boca, ni las tropas ni los trabajadores. No había más ruido que el de las balas. Todos se murieron en silencio, pero ya para entonces no sabían qué era mejor. Ya no distinguían bien. Hubo un batallón de los rurales que no quiso disparar, y luego fue exterminado por los soldados de Rosalío. Después nomás se vio cómo salían las plataformas de ferrocarril repletas de cadáveres y a veces nomás de piernas y cabezas. Los fueron a echar al mar en Veracruz, y a los del Círculo de Obreros que quedaban en Río Blanco luego luego los ahorcaron allí mismo»
Robles se dirigió a la caja de ébano que, sobre el escritorio esmaltado, guardaba los habanos: —Mi primo Froilán murió muy pronto. Lo mandó fusilar Huerta. A veces me pregunto qué habría sido de él después, una vez terminada la lucha.
La vista perdida sobre los contornos pálidos de la Alameda, Ixca Cienfuegos murmuró: —Es lo que nos preguntamos todos. ¿Qué habrían hecho los llamados «revolucionarios puros» ahora? ¿Qué harían hoy los Flores Magón474, Felipe Ángeles475, Aquiles Serdán?476.
—Quizá serían profesores mal pagados y un poco atarantados —gruñó Robles mientras daba vueltas en la boca al puro, como un torniquete aromático. —No es lo mismo darse cuenta de la injusticia que ponerse a construir, que es la única manera eficaz de acabar con la injusticia. Yo tuve la suerte de pelear primero y construir después. Aunque quién sabe... Queremos construir una economía capitalista y al mismo tiempo aplicar una legislación protectora de la clase obrera. La pura verdad es que para tener capital hay que pagarlo con vidas, como la de los niños que murieron en las salas de tinte de Río Blanco, y después hacer leyes del trabajo.
Cienfuegos fijó los ojos en la cúpula solferina de Bellas Artes y en seguida los cerró, invitando a Robles a continuar. El banquero, con el puro gordiflón plantado entre los dientes, se sentó y sacó los puños de la camisa mientras se acomodaba: —A los diez años me llevaron con el cura a vivir a una iglesia pequeña de Morelia. Ahí me enseñé a escribir, y a ayudar en las misas. Al principio, iban mis padres a verme, o yo iba a comer al jacal junto al rio. Pero después casi nunca salía de Morelia. Mi padre murió de difteria y los demás hermanos ya no me buscaron. Luego me contaron que habían lazado a mi madre y cuando mi hermano mayor, el carpintero, salió a vengarla, la leva federal477 se lo llevó y los demás ya no chistaron. Siguieron cultivando la parcela. No crea usted que esto me dio ganas de vengarme, pues yo no entendía nada
«cada que la luna se asoma y no te deja dormir
«que salgan bien las mazorcas
«se siente uno a gusto, señor padre, trabajando libre
»ya sabría a estas horas que no está solo»
y aunque lo hubiera entendido, no hubiera ido por ese motivo a la revolución. La revolución llegó como llegan el sol o la luna, como llueve o hace hambre. Hay que levantarse, o acostarse. O cubrirse del agua, o comer. Así. Yo nunca supe de dónde surgió, pero una vez que estuvo allí, había que entrarle al toro. Después algunos, como yo, encontramos las justificaciones.
—Otros no las encontraron, y son los que supieron por qué... —interrumpió Cienfuegos.
—Correcto. Pero eso es harina de otro costal. Ésos siempre sabrán los porqués, pero bendito para lo que les sirve.
—Usted fue de ésos...
—Como el maíz fue grano antes de ser mazorca. Pero cuando es mazorca, ya no es grano.
La palabra «ésos» punzaba el cerebro de Ixca mientras observaba a Robles chupar con seriedad el puro. ¿Quiénes eran ésos? ¿Hasta qué punto lo sabía perfectamente Robles, hasta qué punto seguía siendo uno de ésos, igual a ésos, tan anónimo como ellos? El dejo cantarino del banquero cortó en dos el hilo:
—El cura me decía que cuando supiera bien latín me mandaría al seminario, porque todos los muchachos que él proponía se presentaban sabiéndolo, y luego llegaban a obispo. Cuando cumplí catorce años conocía ya muy bien mi rutina, y debí haber sido muy simpático porque todos me entregaban con gusto la limosna —Robles sofocó una carcajada que se hundió en el humo espeso del habano—. Tenía algunos amigos, pero muchos se habían ido a unirse a la revolución maderista, al norte, y otros al sur en busca de Zapata. El cura hablaba de esas cosas, y se puso muy contento cuando triunfó Huerta en México. Yo nomás esperaba la famosa ida al seminario. Sí... la esperaba
«—Es un indito frágil y dócil, que ha comprendido temprano las diferencias que lo separan de los mejores, que ha encontrado un casillero en el sabio ordenamiento del mundo, y que toda la vida servirá a Dios y a la Sociedad como sacristán, ¡ay!, aún después de que yo los abandone y manden un nuevo párroco a guiarlos. Lo vieran, todo el día puliendo los vasos y el mármol, concentrado en sus tareas, ajeno a las tentaciones, con pocos amigos, y la ilusión, ¡pobrecito!, de ir al seminario» hasta un día en que me tocó asistir a la ceremonia de noviciado de monjas en la catedral. Hubiera usted visto aquellas caritas de porcelana, vivas sobre el fondo negro de las cofias. Ninguna tendría más de dieciocho años. Yo nunca había visto muchachas así. Y cuando pensé que se iban a enterrar para siempre, me dio mucho coraje. Quería correr a besarlas, Cienfuegos, a pedirles perdón en mi nombre, en nombre —sobre todo— de todas las cosas que yo no era. Creo que hasta para ofrecerme a ellas para algo que no entendía muy bien, para ¿darles mi amor? Aquello olía a pulmón seco, y por eso se han de haber escuchado con una fuerza tan detallada los movimientos de los hábitos sobre las baldosas de la nave. Usted sabe lo que son esas cosa í, o más bien esos momentos en que uno empieza a darse cuenta. A saber que puede actuar. Por eso, cuando el cura me llevó a la hacienda de su familia, unos tales Zamacona, cerca de Uruapan478, iba yo tan gallito.
Nuevamente de pie, Robles se detuvo frente al retrato que Diego Rivera479 le había pintado, y que colgaba encima de la fila de archivadores de acero. Sobre un fondo azul índigo, la figura del banquero se recortaba oscura y tensa, enfundada en un casimir marrón y con dos pies izquierdos. Más esbelto, más agresivo, el Robles del retrato parecía a punto de estallar, disparado por un arco interior, dispuesto a avasallar los colores, a tragárselos para que del marco sólo resaltara su propio contorno.
—Las revelaciones llegan así, a invitar sin ser invitadas. No ha pasado un segundo y ya sabe uno que no volverá a caminar igual que antes. Allá en la hacienda estaban la mamá, una señora inválida; la hermana mayor que tenía treinta anos, se vestía de negro y no se había casado; y la otra hermana que iba a cumplir dieciséis y se apretaba mucho el vestido alrededor del busto. Mercedes. El papá había muerto y el hijo menor era capitán del ejército...
Robles fijó la vista en la fecha que constaba en la margen derecha del cuadro: 1936. Ahora pasaba las manos por su talle hinchado y quería distinguir, detrás de las del retrato, las facciones del jovencito de quince años. ¿Quién iba a recordarlo? Sin precisión, pensó Robles que su primera fotografía se la habían tomado a los veintitantos, que nunca podría recuperar la imagen de su niñez. Dio la espalda al retrato para encontrarse con los dientes blancos de Ixca que expelían una columna gris. Lo observó con molestia y se juntó las manos en la espalda.
—Por lo que usted guste, me salí de la hacienda y pasé dos días acarreando agua en Uruapan para los caballos. Después me agarraron los federales y me llevaron a Querétaro. Les robé un caballo y me fui viajando de noche, al norte.
Robles empezó a palpar su cuello, las venas abruptas a los lados, la grasa sin rigidez bajo la barbilla: —En Aguascalientes, cuando se murió el caballo, me colé en un tren. Un tren repleto de gentes que huían de un bando o iban a unirse a otro. En un pueblo de Coahuila le caí bien a un general constitucionalista480 porque sabía algunas palabras de latín. Allí cumplí diecisiete años, en la tropa, cantando la Valentina481 en latín para que se carcajeara el general.
Los dedos pasaron sobre el casimir gris del brazo, buscando bajo la tela suave y su forro de seda y la batista de la camisa la concentrada nerviosidad del músculo.
—Tenía la espalda tensa y los brazos duros de dormir en la tierra y pelear al sol. Las piernas, como que se vuelven tensas de corcel. Quién sabe cuantos pueblos, cuántos nombres y batallas... pasamos...
Santa Rosa Guaymas Orendain ahora sí borracho Huerta ya te late el corazón Zacatecas Lucio Blanco Felipe Angeles Herrera el sordo al saber que en Zacatecas derrotaron a Barrón 482 Diéguez Iturbey Buelna.
andaban los
federales
que ya no hallaban qué hacer
pidiendo enaguas prestadas
pa vestirse de mujer483
...el sol... era como un volado484 diario que nadie cobraba. La patria era el general, la gloria mi sombrero acribillado. Todas esas imágenes corren con el color de las paredes del norte, que era el color de las montañas, de las faldas de percal
dos mil quinientos pelones
fueron los que se
agarraron
los llevaron a las filas
pero a ninguno mataron 485
por los llanos y los montes pelearon de noche y día y sufrieron mil rigores por quitar la tiranía recorrimos el territorio palmo a palmo, Cienfuegos, de monterrey a laredoy de lerdo a torreón se echaron los carrancistas toda la federación486, nosotros sí conocimos el país. Aquel país seco y triste que apenas existía en la línea de pólvora alzada entre el cielo y la tierra, y que estallaba en la gran fiesta que siempre nos acompañaba. La fiesta de los trenes repletos de soldaderas487 y cajas de munición, de los cabritos asados a la orilla del riel era china, china, china; chinos su papá y mamá488 eran días de metralla y sangre, vividos sobre aquellos llanos amarillos que parecían galopar solos.
La mirada de Robles se perdía fuera de la ventana, más allá de las siluetas de los árboles de la Alameda y lo que se lograba distinguir de las iglesias de la Avenida Hidalgo. Un brillo opaco le brotó de las bolas de cuero que ceñían sus ojos y en seguida pensó que debía hacer más ejercicio y que el golf le daría várices. —Las vírgenes prietitas con quienes se cogía una sola vez, la ocasión en que accidentalmente quemamos una choza donde dormían la mujer y los hijos de un cabo. «¿Quién carajos iba a saber que ésta es tu tierra?» —Robles volvió a tomar asiento y volvió a chupar el puro mientras se restiraba los calcetines y buscaba alguna inflamación en las piernas—: Y luego lo mataron a él por chillón. Después, en las noches, me llamaba el general
«—Pásele, mi latinista. Ora sí ya vienen las vacas gordas, y a exprimirles las tetas. Tú norrias flétate489 tontito, y verás dónde llegas. Güevos490, es ¡o único que hace falta para dominar a esta raza, y como ni se dan cuenta, cuando menos lo sabes ya estás trepado en sus cogotes. Que los azotes y robes, no les importa, con tal de que tengas buenas viejas, y güevos. Hasta puede que si eres honrado les caigas gordo491, ¿pá qué ir contra la voluntad soberana del pueblo, eh?» y luego se carcajeaba y salía a cantar con la tropa, de cuclillas junto a una pared acribillada. Así fue que en abril de 1915 nos situamos frente a Celaya.
Ixca no lo interrumpió; sólo ladeó la cabeza y quiso, en ese instante, ser Robles, penetrar al punto donde Robles dejaba de ser Robles el soldado, Robles el abogado ambicioso y oscuro, Robles el que sabía manejar los asuntos debajo del agua, Robles el banquero, Robles el del nombre, para ser Robles el de un destino que a nadie podría revelar, y que por ningún otro podría cambiar. Robles no habló. Detuvo su mirada en la de Ixca, y éste en la de Federico. Robles se olvidó de sus manos y su cuerpo; dejó caer los brazos y levantó la espesa cortina de su mirada. Su mirada y la de Cienfuegos se fundían en una sola pupila, pupila de recuerdos, líquida y punzante. Ixca no se permitió mover un músculo. Como un ídolo elocuente, con su rigidez invitaba a Robles no a abrir los labios sino a abrir los ojos, apenas rasgados en una línea de tinta entre los gruesos párpados, a licuar las dos pupilas, a permitir que en una revelación —siempre un recuerdo— madurara todos los días que no había recogido en la memoria o el anhelo. Los ojos de Robles se poblaron de luces fugaces, trepidantes, como un ala de turquesas incendiada en la noche
«—¡Maycotte492 está sitiado en Guaje!
un río de infantes subía al tren, envuelto en el ritmo de clarines y engranajes y vapor desde su puesto a caballo, Federico divisaba las figuras de los generales Hill493 y Obregón, comandando el movimiento de tropas ellos esperarían aquí, frente a Celaya494, a que los villistas fueran atraídos por la estrategia de Obregón, una vez salvado el sitio de Guaje y entre el sol y el llano hormigueaban, de pie y a caballo, los hombres de caras cobrizas y bigotes lacios, los grandes sombreros zambutidos495 hasta las cejas o ladeados y con un ala levantada, los kepis de los oficiales, los pañuelos amarrados a la nuca, los botines embarrados de lodo amarillo ojos vidriosos bajo el fulgor, dientes centelleantes, miradas ladinas, máscaras de oro ennegrecido, y las yaquis496 construyendo las loberas497 y sembrando los trigales de alambre de púa toda la llanura, vasta, caldeada, se erizaba la actividad mientras ellos, alineados, inmóviles bajo el sol, esperaban, fumando cigarrillos deshebrados, recibiendo las ollas de tamarindo498 y arroz de las soldaderas que, arrinconadas bajo un toldo de lona, agitaban la lumbre en los braseros y desbarataban chiles verdes y mezclaban las aguas en tinajas de barro ocre el día entero sobre la montura, listo a obedecer las órdenes, Federico soplaba el humo sobre la crin del caballo y seguía la trayectoria de las nubes que viajaban, cargadas de sus días, como manteles esponjados rumbo a la montaña ni pensaba ni preveía: todos los instintos de coordinación muscular parecían unirse en un punto tenso, listo a dispararse sobre las tropas del general Francisco Villa con estruendo mudo, los trigales fueron inundados a las tres de la tarde, el tren regresó499
«—¡Villa se echó sobre el tren cuando oyó los pitazos!
«—¡Maycotte se salió por el flanco derecho!
«—¡El ejército se reconcentra en Celaya!
«Obregón se arrojó de la locomotora, el ceño férreo, el bigote crispado, a ordenar, atestiguar, inspeccionar las loberas y los trigales inundados y la caballería alineada y la siembra de púas los yaquis, sus pañoletas rojas bailando en el viento, invadieron las loberas, armados de fusil y bayoneta —allí, enterrados en el lodo, parecían encontrar sus nichos Hill ordenó a las infanterías el dispositivo de combate el sol hinchado del crepúsculo subrayó todo el movimiento, recortó las figuras de hombres y cañones y caballos la infantería villista ya había ocupado los bordes al frente de las fuerzas de Obregón y con un aullido descendieron sobre ellas el galope de la primera carga villista incendiaba de tensión y relinchos la llanura sincronizados con el resoplo de los animales y el canto raspante de las espuelas, los fusiles yaquis tronaron desplomando jinetes y en seguida se levantaron verticales las bayonetas, ensartadas hasta el fondo de las barrigas de los caballos desde el húmedo santuario de las loberas una lluvia de sangre y de intestinos bañaba las cabezas de la tropa india, mientras los jinetes villistas caían de las monturas sobre más índices de fierro, brotando de todas las loberas diseminadas por el campo los hombres de Villa, al avanzar por la laguna de trigo, sintieron súbitamente piernas atrapadas, testículos rasgados por el alambre; la metralla rebotaba en el agua y las bocas se llenaban de burbujas de sangre: los hombres aprisionados levantaban una muralla de carne y gemidos, engarzada al araño de las púas veintisiete cargas de caballería villista se sucedieron entre el atardecer y el nuevo día en el alto sol, la carroña de los caballos infestaba el llano; el pequeño corneta Jesús Martínez, que tocaba la diana en medio del fragor, replegaba a las fuerzas obregonistas el nuevo avance, incontenible, de Villa, se encontró con la nueva concentración, encabezada por las fuerzas de caballería Federico Robles galopó, blandiendo el machete, disparando la pistola, entre la infantería del enemigo: las bridas volaban solas, azotando los ojos del caballo; los rostros petrificados por un segundo de asombro, los cuerpos regados de sangre, las manos levantadas que arrojaban las armas, se sucedían con la fugacidad de parpadeos; el kepí de Federico voló, y en sus cabellos azotados, en la mañana sin viento, por la velocidad y el tumulto, sintió nacer la ambición y la gloria: el machete se irguió con la rapidez del deseo y cayó sobre las nucas y los cráneos, batidos, pegajosos de sudor y sangre, de los hombres de la División del Norte500; el pecho inundado de calor, la verga erecta, las piernas tensas sobre el lomo del caballo, los dientes hundidos en la rienda, Robles blandía, disparaba, ajeno a los cañonazos villistas, a los gemidos últimos en que la voz permanecía una vez muerto el cuerpo y cantaba una despedida por nadie escuchada ni sentida vacíos, los odres de la infantería villista crujían bajo las herraduras del caballo de Robles frente a él, sólo espaldas en fuga caracoleando, regresó al campamento que pulsaba en clarinadas y el nuevo olor de los braseros que comenzaban a levantarse, señal definitiva de la victoria, del regreso de los vivos por última vez, trató de abarcar la visión del campo de Celaya sus trigales teñidos, que dejaban escapar un him-mo al susurro del viento vespertino; el humo despedido por los caballos desollados; el entrelazamiento de brazos y piernas, las caricias inequívocas de los cadáveres, las manos crispadas que emergían de la laguna alambrada, los ojos en blanco acribillados por el sol y las bocas que cantaban adiós para siempre la figura de Alvaro Obregón se erguía, entre la tropa fresca que avanzaba hacia la plaza, sobre el llano fecundado a trote ligero, Federico regresó bajó la vista y miró sus manos ¡as líneas acentuadas de sangre y tierra negra así, siempre, por favor, corre viento, sobre mi cabeza, azótame, así, siempre, sucias»
incendiada en la noche. No pasaron dos minutos entre las dos miradas. Robles volvió a darse cuenta de que poseía un cuerpo, un porte, una máquina motriz: —Abril de 1915. Llegamos a México en 17, Cienfuegos. Al general no se le hizo ir a Querétaro, y lo consolaron con una casota, de escalera de mármol y toda la cosa, en la plaza del Ajusco. Yo no sabía qué hacerme fuera de los campos de batalla. El general me arrastraba a sus comilonas, que al principio eran sólo de los nuestros. Luego comenzaron a caer abogados jóvenes con olfato largo, mujeres de cierto estilo. Me tuve que tragar mucha bilis. Por mi ignorancia, por mi facha. Eso nomás me acicateó. Tenía que colocarme donde me tuvieran que respetar pese a mi facha y mi ignorancia. Y tenía que trabajar duro, para servir al país. Si no, ¿para qué habíamos hecho la revolución? No para sentarnos a contemplar el triunfo de nuestros ideales, sino para trabajar, cada quien en lo suyo. Los sentimientos de los que habíamos entrado con Carranza y Obregón a México eran contradictorios. Pero todos sentíamos que había llegado el momento de tomar las grandes resoluciones, de armarnos de una ambición a toda prueba.
Robles apenas dejaba que la luz pasara por las estrechas rendijas de sus párpados:
—El país estaba destruido; diez años sin orden, sin programas de trabajo, y casi un millón de muertos. El general se dio cuenta de las cosas y allá por el año veinte, después de la muerte de Carranza, desbandó sus tropas, cuando todos creían a pies juntillas que sin esos fíeles soportes no había títere que no se desnucara