MÉXICO EN UNA LAGUNA432

A las siete de la mañana, llovía. El pulso adormecido de la ciudad continuaba indeciso entre los colores cuando Ixca Cienfuegos, envuelto en una gabardina negra, llegó con el carro funeral a la casa de dos pisos y profundidad de habitaciones dispersas en Mixcoac. Respiró el aire de vidrio, delgado y penetrante, y saltó de la carroza a la puerta de entrada: la callecita estaba anegada por un lodo amarillo.

—Yo les aviso —le gritó a los mozos de la funeraria desde la puerta. Con las piernas largas, ascendió, de tres en tres, los peldaños hasta el cuarto de Rosenda. Al abrir la puerta, se concentraron todos los tufos de la mujer. Era como si cada una de las palabras que Rosenda pronunció a lo largo de su vida se hubiesen ceñido, reuniéndose en olores que pugnaban por descender hacia otro verbo. La encontró idéntica a la noche pasada: la lengua puntiaguda, los ojos abiertos, la piel de costras vegetales más transparente. Puso una rodilla en la cama y con gran esfuerzo cruzó los brazos de Rosenda sobre el pecho. Le bajó los párpados. Tuvo que amarrar un pañuelo del cráneo a la quijada433. Descendió.

—Pueden subir. Aquí los espero.

El toldo del carro goteaba. Ixca se subió las solapas de la gabardina hasta la nariz. Escuchó el ruido del descenso del féretro por la estrecha escalera, el chapoteo de los pies en la lluvia. Algunas mujeres se asomaron por las ventanas. Una banda de chiquillos que en la Avenida Revolución ofrecían sus servicios para pasar bultos de una acera a la otra434, vinieron corriendo a ver el traslado de la caja.

—Órale patrón, un quinto435 por cargarle al muerto...

Uno de los niños no corría ni pedía dinero; con los pies desnudos en el agua, miraba en silencio los esfuerzos de los mozos por no resbalar sobre el lodo. Un fleco negro le cubría la frente y se le enriscaba entre los ojos. Con las manos hacía disimuladamente cruces, y sus labios se movían en silencio. Ixca lo llamó.

—¿Tú no eres el vecino de doña Teódula, chamaco?

—Jorge Morales para servir a usted —dijo el niño con una voz cantarina y sin pausa.

—¿Qué haces aquí a estas horas?

—Con las inundaciones se sacan unos fierros436, señor—. No dejaba de hacer cruces y murmurar mientras miraba el agua turbia.

—¿Quieres ganarte unos centavos?

El niño meneó la cabeza afirmativamente y se rascó una rodilla. No permitía que su mirada se cruzara con la de Ixca.

—Toma volando un camión y vete a casa de doña Teódula. Dile: «Ha muerto la madre.» Nada más. ¿Lo vas a recordar?

El niño volvió a menear la cabeza. —Que se murió la madre. Nomás—. Ixca le dio un peso y el chico salió corriendo, levantando una estela de espuma parda. El carro arrancó.

Entre Mixcoac y San Pedro de los Pinos, la mañana cobró sus derechos. La lluvia, ahora, caía pesada y tibia, esparciendo un vapor caluroso. Ixca pensó en el cadáver que, envuelto en su mortaja, semejaba por fin el fruto que Rosenda siempre había soñado como su gestación de un padre y un hijo, de Gervasio y Rodrigo. La gestación que ella añoraba repetir se cumplía ahora con su propio cuerpo. La ciudad que Ixca veía correr a su lado, chata, gris, teñida de una lluvia que no se resignaba a confundirse, bienhechora y momentánea, en la tierra que bañaba, sino que permanecía, intermedia, en el lodo y el regurgitar de alcantarillas, se transformaba, por el recuerdo de Rosenda, en una vasta placenta hinchada de fusilamientos y amor exigido e indiferencia personal y sacrificios gratuitos. Cuatro millones se alineaban, sin tocarse las manos, cada uno rígido al lado de los otros, a lo largo de un muro coronado de pólvora. Cuatro millones parían, con una mueca cerrada, la luz de cada día, la oscuridad de cada noche, sin solución, en un parto repetido con el ejercicio doloroso de la premura: el día jamás se encadenaba a los días, ni la noche a las noches. Cada uno nacía de esa flora humana para cumplir un horario estricto y desaparecer, sin memoria, sin posibilidad de resurrección. Éste era el cadáver, y ésta la ciudad. Todas las gestaciones de Rosenda se alargaban en una sola: ésta.

Una vereda fangosa se abría entre las hileras de apreses. Las gotas de lluvia le escurrían a Cienfuegos por la cara mientras, con la cabeza baja, caminaba detrás de los que cargaban la caja. Seguía, inconscientemente y con la mirada fija, las huellas de los zapatos, visibles por unos segundos antes de que el balaceo de la lluvia las borrase. La fosa estaba llena de agua. El féretro de Rosenda descendió y los paletazos de tierra iban formando una efervescencia de burbujas.

—Perdón —murmuró Cienfuegos y salió del cementerio empapado.

Rodrigo Pola se había detenido frente al espejo del baño cuando Teódula Moctezuma, flotando entre sus ropones oscuros, cerraba la puerta de la pieza interior de la calle de Rosales. El reflejo pálido de Rodrigo era, sin embargo, más nítido que su propio rostro suspendido437. Empezó a hacer caras de dolor, caras de risa, caras de interés o de suficiencia, hasta sentir que su rostro y el reflejado438 eran dos, distintos, y tan alejados entre sí como la luna verdadera que nadie conoce y su reflejo quebrado en un estanque. Husmeó el aire de flores secas que la mujer cuadriculada había dejado, antes de partir, en el cuarto. Los músculos faciales comenzaron a dolerle, pero Rodrigo no podía interrumpir su rápida sucesión de máscaras ante el espejo. ¿Qué cara le había puesto a Norma Larragoiti cuando le declaró su amor? Ésta. ¿Y qué cara había hecho cuando Mediana lo había cortado del grupo? Rodrigo frunció el ceño y formó una «O» con los labios. ¿Y cuál era su cara oficial de escritor? Arqueó una ceja y movió con avidez las aletas nasales. Entonces dejó caer los hombros, se rascó la cabeza y sintió una urgencia verdadera, ajena a su comedia de ese instante, de sentarse a escribir —de hablar consigo mismo, de alguna manera—, de dejar una sola constancia verdadera. Metió la mano en el cajón revuelto del buró y sacó un lápiz chato. Entre las páginas de una novela de Pío Baroja encontró un block de cuartillas pardas. Se sentó al filo de la cama. Se rascó la nariz. Escribió.

«El problema consiste en saber cómo se imagina uno su propia cara. Que la cara sea, en realidad, espantosa o bella, no importa. Todo es imaginarse la propia cara interesante, fuerte, definida, o bien imaginarla ridícula, tonta y fea. Yo tengo mis temporadas. A veces, cuando salgo de un cine, me imagino que lo más sugerente de los rostros que durante dos horas me han estado parpadeando se me ha contagiado. Arqueo las cejas, saco el labio inferior hasta sentirlo seco, inflo el pecho. Estoy seguro de que la gente, en la calle, me distingue y se percata de mi notable personalidad. Soy un hombre radiante, magnético. Soy una prolongación de Víctor Francen o de Laurence Olivier. Otras veces, amanezco con un vacío inquietante en la boca del estómago, detengo los movimientos de la navaja para sentirme descorazonado ante esa efigie, barbada de jabón, en el espejo, salgo arrastrando los pies, con la cabeza baja, y estoy seguro de que todos, a mi paso, murmuran, se ríen y señalan con el dedo a ese pobre diablo. Todo depende, pues, de estados de ánimo, de impulsos exteriores. En consecuencia, debería bastar que esos impulsos se condicionaran adecuadamente para lograr el estado de ánimo y la personalidad queridos. Pero resulta que, en general, prefiero que la gente me señale como un pobre diablo y me tenga lástima. ¿Por qué será esto? Quizá porque desde ese terreno puedo saltar a una afirmación de mi personalidad y desmentir a los que me juzgaron pobre diablo. El procedimiento inverso sería, sin duda, mucho más penoso. Esto no quiere decir que, a veces, el contacto con las personas que me han tenido lástima sea tan fugaz, que no tengo tiempo de demostrarles lo contrario. Supongo que esas personas se llevarán la impresión definitiva de que se las han visto con un redomado imbécil. Por esto prefiero elaborar, a largo plazo, mis encuentros y la impresión que busco dejar en el ánimo ajeno. Alguien opinará que todo esto es ridículo, que los hombres pueden ser juzgados objetivamente, que su personalidad auténtica se abre paso a través de todos los disfraces. No estoy muy seguro. Puede ser que el juego, el artificio, a base de reiteraciones, llegue a ser lo auténtico, y que la personalidad original se pierda para siempre, atrofiada por la ausencia de función. No sé. Lo cierto es que, llevado por esta dialéctica personal, yo ya no sé cuál es mi verdadera máscara.

«Veamos algunos ejemplos. Supongamos que yo tengo —o tenía— alguna facultad particular. La de escribir, digamos. Yo empecé mi vida de hombre ostentándome como escritor, presentándole al mundo, como primera introducción, una tarjetita que decía “Rodrigo Pola. Escritor”. De la misma manera que otros se anuncian como “Fulanito, ingeniero civil”, o “Perengano, experto en restauración de óleos”. Sólo que éstos pueden demostrar inmediatamente, y de un modo tangible, que son ingeniero o experto en restauración de óleos: allí está su obra concreta, susceptible de ser apreciada por los cinco sentidos. ¿Pero cómo se demuestra a los demás que se es escritor? Por más tangible que sea un libro, verlo, tocarlo, olerlo, no dirán nada acerca, no digamos ya de sus excelencias de estilo, sino siquiera de su escueta existencia. Se verá un bulto determinado, hecho de papel, letras, goma, hilos. Se tocará ese bultito. Se olerá la goma con que ha sido encuadernado. Incluso se podrá pasar la lengua sobre una de sus páginas: todos estos actos sensibles nada dirán sobre el libro en cuestión. Hasta se podrá dudar de que, en cuanto libro, existe; ¡cuesta tanto aproximarse, en verdad, a él, a lo que, intrínsecamente, es! No sucede lo mismo cuando, directamente y con pruebas palpables, se ve que allí está un edificio de concreto, que allí está un viejo óleo del siglo XV, restaurado, brillante y oloroso a barniz. No existen, pues, pruebas definitivas de que se es escritor; puede, a lo sumo, haber un rumor de prestigio, y entonces se piensa en cómo utilizar ese prestigio para producir obras concretas, que no libros. Yo había escrito un pequeño libro de versos cuando era estudiante preparatoriano, y bien que lo exploté, no para escribir más libros apoyado en el primero sino para, apoyado en el primero, ver cómo le hacía para conseguir tareas más concretas. Pero, claro, si se saca un conejo de un sombrero de copa, las reglas del juego indican que el mago no puede, después de la función, guisar el mismo conejo que, si ha de ser congruente con su particular conejidad, nunca podrá ser sino conejo mágico.

»En efecto: no había otro camino que sentarme en un escritorio como jefe de oficina y dictar palabras que produjesen cartas, memoranda y oficios concretos. Pero aquí es donde interviene mi actitud original; como era preciso demostrar que yo era escritor, a propósito dictaba mal un oficio para, después, poder corregirlo y demostrar mi capacidad de escritor. Sólo que, llevada a sus extremos, esta tesis acarreó, en primer lugar, el odio de mis subordinados burocráticos y, en segundo, la convicción de que mi trabajo era lento y entorpecía las labores. Yo sólo quería causar, al principio, una mala impresión a fin de que la buena constituyese una revelación, una sorpresa.

»De allí que una actitud como la mía sólo pueda desarrollarse a largo plazo, asegurando que habrá tiempo para demostrar las cualidades superiores a partir de las inferiores. Sí, es difícil, porque la gente y las instituciones prefieren —y exigen— una definición pronta y clara, y si no se les da esto, les basta la primera impresión. ¡Qué falta de paciencia! Y de sabiduría. Si mis superiores burocráticos las hubiesen tenido, hubiesen acabado por reconocer las posibilidades inmediatas de mi genio literario. Pero se apresuraron, me juzgaron por los primeros frutos, y me cesaron. Perdieron ellos, no yo. Tales son las consecuencias de la premura espiritual.

»Como no es posible obligar a nadie a detenerse en estas consideraciones, la trascendencia pública de una actitud como la mía acaba por anularse, y entonces no queda más remedio que limitar su planteamiento y su resolución a uno mismo. Un día, de esta manera, decidí no cumplir con ciertas exigencias orgánicas. Me abstuve de ir al baño durante varios días, deleitándome en el progresivo malestar que ello suponía. El deleite se convirtió en una grave enfermedad —peritonitis, nada menos— y sólo entonces tuve que llamar a un médico y sentir, al salvarme de la muerte, que había en mi cura un triunfo que jamás me habría asegurado el hecho, monótono y cotidiano, de defecar.

»Es claro que semejante heroicidad, para serlo de veras, no puede repetirse a diario. Su carácter heroico es, precisamente, su carácter excepcional. Esta consideración obliga a buscar, en la vida diaria, sustitutos menores que, si se han de nominar apropiadamente, no son sino “latas”. La categoría de la “lata” merecía un estudio amplio y detenido. ¿Por qué se es “latoso”? ¿Por qué se le da la “lata” a nuestros semejantes? Quizá la “lata” sea la definición, en el plano cotidiano, de mi estilo de heroicidad. Si —como es corriente— no hay tiempo para plantear y desarrollar ante la mirada ajena toda la actitud que yo asumo en la dimensión heroica, se acaba dándole la lata a los demás como prueba fehaciente de que es uno capaz de influir sobre ellos, de hacerse sentir. Así, en mi ocupación burocrática, le ordenaba a mi mecanógrafa que le sacara punta al lápiz; cuando me lo entregaba, lo dejaba caer al suelo y la punta se rompía. Esta operación, naturalmente, conducía, a la postre, a la desaparición del lápiz en sí. Entonces, me sentía autorizado para reclamarle a la mecanógrafa su falta de atención para tenerme el trabajo de máquina listo a tiempo, y si la confusa mujer se atrevía —cosa poco frecuente— a decirme que se había ocupado toda la mañana en sacarle punta al lápiz, siempre podía contestarle que su obligación era escribir a máquina y no sacar punta a los lápices, y que si ella misma desconocía la naturaleza de sus obligaciones, bien podía sugerir que la trasladasen de la máquina al sacapuntas.

»Éstas son, pues, las pequeñas modalidades de mi actitud general. Hay otras ocasiones que se pintan calvas. Hace poco, hice conscientemente el ridículo en una fiesta. Ixca Cienfuegos estuvo presente y se dio cuenta. Regresé a mi cuarto-habitación, preparando ya, como es lógico, el triunfo posterior ante la misma reunión de personas que había presenciado mi ridículo. Me preparé en la hornilla una taza de té y, por un descuido, dejé caer sobre los alambres ardientes mi cinturón de cuero al desvestirme. Sólo me di cuenta del hecho cuando un insoportable olor de cuero quemado me dio en las narices. Si se conoce mi actitud ante las cosas, no es de sorprender que, en primer lugar, dejara que el cuero se siguiera chamuscando439 y, en segundo, que me acostara a dormir envuelto en una pestilencia insoportable. Cuando al día siguiente llegó Ixca Cienfuegos a despertarme, en seguida pensó que el olor era de gas y que yo intentaba suicidarme —sin duda con motivo del ridículo sufrido en la fiesta de la noche anterior. Sí, la gente está acostumbrada a juzgarme débil e impetuoso. No, no desengañé a Ixca, lo confieso; por el contrario, le seguí la corriente, hablé piadosamente de mi conato de suicidio y de mi fracaso en la vida. Esa misma tarde, me llevó mi amigo a caminar a lo largo de la Reforma, para que “tomara el aire”, ¡válgame Dios!, después de estar allí oliendo tanto “gas”. Me instó a que le contara cosas de mi niñez (ahora es la moda pensar que la niñez lo determina a uno, como si uno, en vez de llegar a ser, volviera a ser) y bien que me aproveché, dándole una versión que aumentara su sentimiento piadoso hacia mí. ¿Quién sabe...? Quizá dije sólo la verdad, pero es indudable que la teñí de esa actitud humilde, de ese afán de presentarme como un “niño bueno”. No sé si se tragó todo. No sé, tampoco, si ahora mismo, pese a que tengo la recta intención de decirme a mí mismo la verdad, no me esté, al mismo tiempo, teniendo compasión.

»De cualquier manera, todo esto no es grave, y mucho menos culpable. Es culpable, por encima de cualquier consideración, la ausencia de generosidad. Pero para ser generoso se debe poseer algo digno de ofrecer a los demás. Capacidad de trabajo, amor, talento, comprensión, qué sé yo. Pero cuando no hay nada que dar, cuando uno está vacío, ¿puede ser culpable la falta de generosidad? Supongo que éste es mi caso. Asimismo, si no hay obstáculos que vencer, ¿es culpable no hacer nada, estarse quieto en un rincón? Yo no tengo tentaciones, por ejemplo. Luego no tengo que superarlas. Me imagino que Cristo, conducido por el Demonio a la cumbre de una montaña desde la que le exhibe todas las tentaciones del mundo, sabía muy bien: primero, que era el Demonio el que lo conducía; segundo, que como era Dios no podía, por un mínimo sentido de congruencia, o aunque fuera por salvar las formas, sucumbir a la tentación del Demonio. Estaba inmune, por adelantado, al Demonio y a sus tentaciones. El pobre Diablo hizo un ridículo espantoso. Dios no puede ser tentado; no existe para él la tentación, luego no puede ser nunca culpable. No tiene nada que superar. Igual me sucede a mí. Tentaciones no siento; puedo, a lo sumo, sentir entusiasmos, que no es lo mismo.

»En el fondo, sólo me interesa realizar mi dialéctica. A veces, como he apuntado, fracasa la tesis y de allí no pasa la cosa. Pero cada vez que fracaso en ese terreno, me voy al opuesto para ver si desde allí es posible. Mis amigos de la Prepa, por ejemplo, hicieron mofa de mi libro de versos; tuve que cortarme de su amistad y de sus ideas para irme al extremo opuesto. Si ellos eran esteticistas, yo sería un hombre de acción. Luché por la autonomía universitaria, anduve en el vasconcelismo440, como para decirles: “Yo no necesito de ustedes. Puedo irme a la posición contraria, y bien servido.” Pero al menor gesto de impaciencia de parte de las personas del nuevo grupo, allá voy volando a la posición anterior. Y así ad-infinitum441.

“¿Que cómo se termina cuando se vive y piensa así? Es muy sencillo: la trama se agota y se sabe uno en el límite, por más que los cambios de posición se perpetúen. Sí, en el límite. Y en él, incapaz de cambiar nada. Pues querer siempre pasar por un hombre justo, y cambiar siempre y continuadamente de lugar para aparecer en el que, en ese momento, se supone el justo, supone abandonar para siempre toda posibilidad de justicia. Es posible. Se vuelve uno esclavo de su propio juego, el movimiento supera y condena a la persona que lo inició, y entonces sólo importa el movimiento; uno es llevado y traído por él, más que agente, elemento. Ya no es uno bueno ni malo, redimible ni irredimible. Quizá esto se llama quedar fuera de la gracia. Es todo.»

A las seis de la tarde, Ixca Cienfuegos se desabotonaba la gabardina negra en el atrio de Catedral. El Zócalo, a esa hora, se iba despoblando. Salían los últimos camiones cargados, pero llegaban los estudiantes que, rumbo a los cursos nocturnos de San Ildefonso y Santo Domingo, apresuraban el paso, clavaban las manos en los bolsillos y apretaban un cuaderno entre el brazo y el costado. En cada esquina, un vendedor de billetes de lotería gritaba las terminaciones y sumas. Los puestos de periódicos se doblaban, y los boleros chiflaban y recogían sus trapos manchados, sus cajas brillantes de espejos y chapas de cobre. Después, una parvada de niños descendía por Madero y Cinco de Mayo gritando la «extra» vespertina. El bulto informe de la viuda Teódula Moctezuma cruzó, por fin, la reja y se deslizó sobre el atrio hasta la puerta, turbia de crepúsculo, del Sagrario.

—¿Lo viste? —preguntó Cienfuegos al encender un cigarrillo.

—Sí, hijo—. Teódula se sonó sin ruido con una punta del rebozo y clavó sus ojos huecos en los de Ixca.

—¿Y cómo le dijiste?

—Ay hijo, se me descompuso en seguida —la viuda sacó un cigarrillo mal hilado de su seno y le hizo una seña en solicitud de fuego a Ixca—. «Se murió tu mamacita anoche —le dije—, y yo buscándote por todita la ciudad, y nada.» Que adonde estaba, me preguntó. Que bien enterrada le dije, y que no sabía dónde. Que dónde había estado él, mientras su mamacita se nos iba, le dije yo. Que en una fiesta, me dijo, y se me descompuso todito. Lo hubieras visto, hijo. «Quién te manda. La pobre ya estaba para el otro barrio de viejita y amolada», le dije yo, y ¿sabes lo que hizo, Ixca? —Teódula se quitó el cigarrillo de los labios y comenzó a reír como guajolote. El rostro, semejante a una tortilla vieja, se le cuadriculó.

Ixca sonrió. —¿Qué te dijo?

Teódula levantó las manos y las dejó caer sobre el estómago. —¡Que con qué derecho le hablaba de tú! ¡Válgame Dios! ¡Válgame Dios! Le dejé mis señas, Ixca, no te preocupes.

Arrojó el cigarrillo y se fue flotando hacia la puerta central. Desde allí, volvió a mirar a Ixca, le sonrió y, tapándose la cara con el rebozo, penetró en Catedral. Ixca siguió fumando, apoyado contra la fachada del Sagrario. Cuando terminó el cigarrillo, sintió que el acto de fumar le había distraído, inconscientemente, de una mirada, y que esta mirada le producía una sensación, a la vez, de malestar y anticipo. Desde el Sagrario, recorrió con la vista los ojos cenicientos del crepúsculo. Un viejo vendedor de estampas religiosas, con su cara correosa. Dos mujeres que entraban de rodillas con grandes escapularios enredados entre las manos y el cuello. Dos ojos de niño: un fleco negro casi los cubría: cerca de la reja, con un par de periódicos bajo el brazo, rascándose la rodilla, descalzo. Jorgito se dirigía a Cienfuegos con una mirada inquisitiva, con una invitación tácita de conocer la voluntad del hombre y cumplirla. Colocó la mano sobre un barrote. Se veía lastimoso y un poco seguro de su piedad, con el pequeño cuerpo cubierto por un overol442 gris demasiado grande. Ixca caminó hasta la reja; el sol ya se había escondido detrás de los edificios del Zócalo, y su luz era lanzada del nivel de la tierra a una zona intermedia, grisácea, cada vez más estrecha entre las construcciones de tezontle y cantera y la capa oscura que descendía de la noche próxima. Ixca se sintió turbado por esa proximidad. Tosió y acarició la cabeza del niño.

—Te movilizas rápido, chamaco —le dijo.

Jorgito trató de sonreír: —¿No se lleva la extra?

—Ya va a anochecer... ¿No te espera tu madre?— Ixca no podía retirar la mano de la cabeza del niño. Y el sol se le escapaba.

—Mi mamá no vive con nosotros. Trabaja en una casa grande—. Jorgito se limpió la nariz con el brazo y sorbió, tratando de sonreír.

Ixca pasó la mano al hombro del niño. —Vives muy lejos... no quieres...

Jorgito, entre la sonrisa anunciada y la pregunta de sus ojos, se seguía rascando la rodilla. Sus ojos, al recorrer la altura, la gabardina negra, de Ixca, brillaron.

—¿Tu papá se murió, verdad?

El niño afirmó con la cabeza.

—No quieres... unos dulces, o cenar, sí, eso es mejor, cenar algo caliente y luego dormir...— Ixca tomó la mano del niño, la sintió helada, la frialdad repeliendo el cálido sudor de la suya. La sonrisa espontánea del muchacho se paralizó, sus ojos dejaron de interrogar, se volvieron contra Ixca en un impulso cierto, magnético, y trató de desembarazarse del puño del hombre. Ixca apretaba cada vez más la pequeña mano; no podía controlar los ojos, acercaba su cara a la del niño mientras éste, al arrojar los periódicos, luchaba por zafarse y, por fin, mordió la mano de Ixca, se libró y, corriendo, atravesó la calle y se detuvo en el filo de la plaza. Allí, miró una vez más a Cienfuegos y volvió a correr a lo largo del sendero polvoso hasta desaparecer, un punto gris y agitado, por Veinte de Noviembre.

Ixca Cienfuegos se cubrió con la otra mano la huella sangrante de los dientecillos. Cruzó el pavimento y llegó hasta el centro del Zócalo. Sorbió con los labios la sangre de la herida y, girando sobre sí mismo, bebió con la carne los cuatro costados de la gran plaza. Estaba desierta. El último rayo oblicuo del sol se perfilaba como un escudo. La sangre le corría con la rapidez cambiante del azogue. Cienfuegos se detuvo, la cara abierta hacia ese último rayo. Palacio, Catedral, el edificio del Ayuntamiento y el lado desigual, de piernas arqueadas, dejaban que la penumbra construyera una región de luz pasajera, opaca, entre la sombra natural de sus piedras rojizas y de marfil gastado. Por los ojos violentos y en fuga de Ixca corría otra imagen: en el sur, el flujo de un canal oscuro, poblado de túnicas blancas; en el norte una esquina en la cual la piedra se rompía en signos de bastones ardientes, cráneos rojos y mariposas rígidas: muralla de serpientes bajo los techos gemelos de la lluvia y el fuego; en el oeste, el palacio secreto de albinos y jorobados, colas de pavorreal y cabezas de águila disecada. Las dos imágenes, dinámicas en los ojos de Cienfuegos, se disolvían la una en la otra, cada una espejo sin fondo de la anterior o de la nueva. Sólo el cielo, sólo el escudo mínimo de luz, permanecía igual.

—¿Reaparecerá? —murmuró Ixca, envuelto y arrastrado por la doble imagen.

Bajó la cabeza y embarró la mano herida sobre la tierra suelta: apenas una gota de sangre chupada, transformada a un color seco por el polvo. Volvió a morderse la mano; hundió los dientes en la misma herida hasta sentir que por los labios le corría la nueva tibieza. Cerró los ojos; quería la boca llena del sabor acre, metálico, de su propia sangre. La cabeza le nadaba en ese sabor, y la sangre le zumbaba en las orejas como una doble respiración: la que se une en la hora del terror, la respiración del hombre y la del fantasma, el uno frente al otro, pero invisibles.

Ixca abrió los ojos a la noche. El sol se había puesto. En la oscuridad, con la mirada azorada, el hombre sentía correr una multitud de sombras por su pecho.

—Quiero otra noche, no ésta —murmuró. —Otra noche, no ésta. Una noche en que se puedan recoger los fragmentos de la luna, todos los fragmentos rotos del origen, y volver a tocarlos íntegros. Otra noche—. El alumbrado del Zócalo se encendió. Algunas beatas oscuras salían de Catedral. Encandilado, Ixca se llevó las manos a los ojos. Alrededor de un farol, un Jicote 443 zumbaba: entre la sombra y la luz, su vientre amarillo brillaba, su cuerpo negro se dejaba lustrar por el farol. Zumbaba sin penitencia, enamorado de su ruido, de su posesión de la noche, de su esclavitud a la luz ficticia. Ixca adelantó los brazos, ansioso de conjurar la oscuridad. Sus pupilas se alargaban queriendo rasgar la noche, penetrarla y olvidarla hasta el nuevo sol. Las cuencas cada vez más abiertas de los ojos, inyectadas de luz, buscaban por todo el firmamento un signo del astro.

Una lágrima, siquiera una —pensaba Rodrigo Pola con una intensidad de la que, razonablemente, se hubiese creído incapaz, al descender lentamente la escalera. El aire tenso, de clima irresuelto, de premonición natural, le dio en el rostro al salir a la calle de Rosales. La tempestad se preparaba, cargada, estremecida de relámpagos secos. Los anuncios luminosos se habían opacado bajo las luces intermitentes del cielo. Bajo ese piélago de firmamento, Rodrigo se sentía empequeñecido al caminar de Rosales a Puente de Alvarado. Era como si el mundo hubiese sido puesto de cabeza, y el océano ocupado el lugar del aire: agitado, concentrado en la fabricación de la tormenta de electricidad y nubes sin fondo, líquidas, que se radiaban negras como los nervios de un pólipo; relámpagos, jibias porosas que se abrían entre las corrientes de vapor: el mar entero se vaciaría sobre su cabeza minúscula, desde arriba. Oprimido por la amenaza natural, Rodrigo Pola pensaba que su realidad, su persona, sería como la roca —lo nombrable, lo singular— que, ahogada por la torrente de la inundación, no deja de ser roca, no deja de ser singular aunque la arrase esa catarata anónima, central, pero sin núcleo. No era ésta la única ilusión que fabricaba Rodrigo en su caminata nocturna: le obsesionaba, sobre todo en ese instante, en su afán de encontrar un punto de apoyo para lo que creía su dolor obligatorio, la ilusión de que era rechazado porque quienes lo rechazaban lo sentían superior, y la superioridad acobarda a la inferioridad. Tomás Mediana y el grupo de escritores de los Veintes lo habían rechazado, sin duda, porque sentían en Rodrigo, en su juventud y en su promesa, una fuerza y un talento que amenazaba sus posiciones literarias. Norma Larragoiti se había negado a querer a un hombre que la hubiese dominado, que le hubiese exigido una entrega y una devoción muy distintas a las que le exigiría un banquero aburrido y sin ideas. La grandeza, el honor, el poder, habían escapado a sus manos —pensó Rodrigo— no por una deficiencia, sino por un exceso. Pensó, y sonrió. En realidad, ese rechazo plural —de los compañeros, de los medios que había frecuentado— se reducía a uno solo, a otra roca singular y nombrable como él mismo: Norma Larragoiti. Se detuvo en el cruce de las calles, frente al jardín de San Fernando, y saboreó sus ideas, sus justificaciones. El momento anterior —la noticia de la muerte de Rosenda, la mujer terrible y anciana que se lo había comunicado, el intento de fijar en un papel destinado a la verdad la explicación más profunda de su vida— le parecía ya lejano e irreal. Necesitaba momentos sueltos en los cuales ir gastando, con esa sensación de lo absoluto que sólo el instante posee y otorga, las salientes mayores de su existencia. Una larga hilera de camiones y tranvías se formaba por Puente de Alvarado y la Avenida Hidalgo. Todos casi vacíos: iban a dar las once. Cruzó el parque, saludó a un Vicente Guerrero de bronce verdoso, custodiado por águilas. La estructura de San Fernando, anclada en un suelo de dig«nidad imperturbable, reflejaba en su piedra la agitación de los árboles del jardín. La larga galería enrejada que, en Orozco y Berra, representa el frente del panteón, silbaba en el viento que después pasaba, incapaz de reverencia, sobre los mármoles ilustres de las tumbas. Las letras conmemorativas brillaban durante un segundo de relámpago: vivió por su patria y murió por ella sacrificado en el molino de Soria 1863 llegaba ya al altar feliz esposa allí la hirió la muerte aquí reposa y las palomas, dormidas ya, reposaban en los nichos de la gran portada de piedra, alguna sobre el cuello de un santo decapitado. Rodrigo continuó por Guerrero. Pasó junto a las flores secas de la sacristía de San Fernando. Descenso de la altura de las casas; cabarets; fachadas quebradizas; misceláneas; torterías, fueron pasando a su lado, apenas visibles en la luz mortecina, agrias en sus sabores. En la esquina de la Violeta, arrojó la vista sobre el mundo circundante, expendio de todas las ocupaciones y vidas de la ciudad: lonchería familiar, abarrotes, ferreterías, zapaterías, molino de nixtamal444, cantinas, hoteluchos, sanatorio de muñecas y santos, maderería, acumuladores, el conato de clasicismo abaratado por las marquesinas del Cine Capitolio, el estertor rosado del Cabaret Jardín, la bolería «El brillo de oro»445 y sus billares cavernosos; «encuademación de tesis», «bromas, magia, pasatiempos», la galería de vidrios del grabador Tostado: calle del Insurgente Pedro Moreno, calle de Mina, calles de la Magnolia, de la Esmeralda y de Moctezuma. Y los cuerpos pequeños, las eternas caras mongólicas, de especie olvidada, como ictiosaurios comprimidos, jorobados sobre las comidas ardientes, escondidos detrás de todas sus máscaras. Y él anclado en el centro, el único hombre con conciencia de la zona intermedia, del estar entre dos mundos que lo rechazaban. Dio media vuelta y trató de mirar, entre la oscuridad esencial e impenetrable de este México en el que vivía, las luces más altas de Juárez y la Reforma. Él entre las dos zonas, en la ciudad de fronteras imperceptibles en la materia, pero altas, alambradas, férreas en el espíritu. ¿Creaba la ciudad esos abismos, o eran obra de sus hombres? Rodrigo creyó que sólo una vez había intuido esa necesidad —que jamás dicta la inteligencia-de no presentar defensas, cuando conoció a Norma. Había querido abrirse por entero y dejar que de él corriera todo y que en él penetrara todo lo que ella hubiese querido entregarle. Era la forma, el estilo, lo que construía la barrera que cada nuevo encuentro, cada beso nuevo, iba levantando. Se dio cuenta de que él había sentido siempre, con Norma, la necesidad de precisar su amor, de rellenarlo de palabras y ecos de palabras ajenas, de fijarlo, de insistir en el hecho abstracto de su amor en cada conversación, en cada beso —que nunca lo había sido plenamente, sino como un adjetivo más a sus palabras—; y que ella, en cambio, sólo había querido el fenómeno escueto y redondo de ser amada, sin esas palabras, sin esa insistencia verbal en lo que le importaba experimentar de la manera que ella quisiera, transformándolo a su vida de amor sin necesidad de que Rodrigo le preparara, en las palabras, la receta inflexible de lo que ambos vivían. «Dame lo que no sabes que tienes —pensaba ahora Rodrigo—, pues el amor sólo es abrir el terreno ignorado, el que nunca hemos nombrado o recorrido antes»: ésa había sido la solicitud, el reto de Norma, ayer, de Natasha hace pocos días. Ahora, en la lenta caminata entre los olores sápidos y la sordina de los discos tropicales, Rodrigo quería pensar esto. Ella había planteado el reto, él no lo había aceptado. Había amado más sus ecos, sus palabras, que a la mujer que pudo quererlo a él, desnudo, sin palabras. El cielo se abrió: en su cúspide, una patena negra, oxidada, colmada de hostias verticales. Rodrigo se guareció bajo el toldo de una ostionería. El agua tamborileaba sobre la lona parchada; las gotas quebradas salpicaban sus hombros. La sinfonola del local se encendió con un estrépito de arco iris y guarachas 446.

Lo que nunca supo que poseía. Lo que nunca había entregado. Por eso ¿lo poseía aún? ¿O lo había atrofiado, acaso aniquilado, para siempre? Sí, tenía escritas las justificaciones: aparecer como lo que no era para sorprender con la revelación, posterior, de su ser auténtico. La cobardía llana hubiese sido más valerosa que este disfraz intelectual. Norma primero. Rosenda, su madre, después, ¡Cuántas veces, durante aflos, había llegado hasta la puerta en la callecita de Mixcoac, sabiendo de antemano que jamás pasaría el umbral, que sólo iba para engañarse a sí mismo, para pensar que su albedrío le dictaría la acción —entrar a visitar a su madre, no hacerlo— cuando sabía que no iba a entrar desde antes de encaminar sus pasos hacia el lugar! «Soy demasiado orgulloso —se había dicho al llegar a la puerta—; que ella me busque primero.» Así pasaron cerca de once años sin verse. Sin darse cuenta de que no se veían: nada corre tan rápido, tan falto de relieves, como la indiferencia y la mezquindad. Pero había sido orgullosa su madre, no él. El sólo había jugado al orgullo. Había jugado al orgullo cuando se negó a aceptar el reto de Norma, cuando abandonó su vocación porque los amigos lo criticaron: no había sido capaz de superar, con su obra, las críticas o, sencillamente, de seguir creando por encima de las críticas. Creía que los había dañado a ellos. No... Había sido orgulloso, había abandonado todo para demostrar... ¿qué? Esto se preguntaba Rodrigo: ¿demostrar qué? ¿Qué se había demostrado a sí mismo o a los demás cuando, desde su cuarto, espiaba la salida de los muchachos y muchachas del barrio rumbo a un baile o a una excursión, tomados de la mano y el talle, y él les arrojaba, escondido detrás de los postigos, el desprecio de su espíritu hacia aquellas que quería juzgar naturalezas vacías, ajenas al espíritu? ¿Qué? Rodrigo abandonó la protección del toldo y caminó rápidamente hacia Rosales. La tormenta lo envolvía en una percusión líquida, implacable. Arriba, el espacio se canjeaba a sí mismo estruendos, luz sombría: todos los mitos y símbolos fundados en la aparición de la naturaleza se concentraban en el cielo potente, ensamblador de un poderío oculto. Resonaba el firmamento con una tristeza ajena a cualquier circunstancia: no gratuita, sino suficiente.

Rodrigo subió los peldaños de azulejo hasta su pieza interior. Encendió un cigarrillo y levantó la vista: el fósforo había alumbrado un bulto posado frente a la puerta. Ixca Cienfuegos le sonreía desde el umbral en penumbra. La gabardina, el pelo negro, se perdían sobre el fondo oscuro, y sólo el rostro pálido y sonriente flotaba en las sombras. Rodrigo se llevó la mano a la boca, tomó mal el cigarrillo y se quemó los dedos.

—Tenías que venir, ¿no?—447. Rodrigo se metió el dedo quemado entre los labios y lo empapó en saliva. Abrió la puerta: Ixca entró y tomó asiento con las piernas abiertas y la gabardina escurriendo gotas de lluvia sobre el piso astillado.

—No me arruines el parquet —dijo Rodrigo y comenzó a pasearse por el cuarto: cinco pasos hacia la pequeña ventana de vidrios opacos, cinco pasos hasta la puerta del baño.

—¡Me agarró la lluvia! —exclamó Cienfuegos. —Pensé que me vendría bien una taza de té. ¿Qué te pasa?

Rodrigo encogió los hombros. Se quitó el saco mojado y lo arrojó sobre la cama. —Pon la tetera en la hornilla, si quieres.

Cienfuegos lo observó detenidamente y guiñó un ojo: —Cuéntame, hombre—. Pola se detuvo y volvió a encogerse de hombros. —Hay que disimular, ¿no? Para eso nos educaron, ¿no?— Se llevó el dedo quemado al párpado. En la yema había nacido una inflamación. —Mi madre murió anoche. Una criada vieja la mandó enterrar esta mañana. Yo ya no la vi. Estaba... estaba tratando de conquistarme a un cuero en casa de Charlotte, estaba tratando de demostrar... ¡carajo!— Rodrigo trató de sonreír. —Ni siquiera estaba invitado. Me colé, igual que a la fiesta del Bobo448 ese el otro día. Es que si no tuviera esos momentos por lo menos, Ixca...

Ixca no habló. Las facciones de Rodrigo no correspondían con sus palabras. Como si leyera la reflexión de Cienfuegos, Rodrigo le dio la espalda y llevó la tetera al lavamanos.

—¿Qué? —dijo por encima del rumor de agua corriente. Creía que Ixca había respondido. Regresó, colocó la tetera sobre la hornilla. Se sentó al filo de la cama; después, se levantó y abrió la ventana. Una humedad corrupta, hecha de hierbas y desperdicios empapados, de periódicos viejos y cucarachas, ascendía por el cubo del patio encerrado. Rodrigo se dejó hipnotizar por la lluvia, parda, determinada por su destino, que iba perdiendo transparencia en el descenso al patio. —Ésta es —se dijo— la naturaleza que nos toca. Esta lluvia ocasional y contaminada. Pensó que sólo llegaría a querer, ya, el silencio y la naturaleza. Sólo escuchar los ruidos que la naturaleza quisiera entregar, sin que nadie se los solicitase. La creación respiraba: no hablaba, no pensaba, sólo respiraba en respuesta de gratitud, murmuraba en el descenso de una cañada, aspiraba los sabores de pasto y mirto y tierra apisonada por caballos sin dueño, y al morir en una onagra dejaba un olor a vino nuevo. Sólo eso. En las noches, una lechuza y un grillo, para compensar la respiración vista con la escuchada. Ningún ruido más allá de eso. Rodrigo dio la cara a Cienfuegos; tuvo la sensación, inconsciente, violenta y olvidada, de que en el rostro de ese hombre se reproducía el mismo paisaje chato y oscuro del patio: que el rostro de Cienfuegos descendía sobre el suyo, igual que la lluvia sobre los montones de basura hinchada, sobre los techos de lámina y azoteas de tezontle449 y pavimentos de la ciudad. Y como en las calles, ese rostro se tragaba la naturaleza y la mataba, como las calles, con un gesto que equivalía al ruido de sinfonolas y claxons450. —¡Ciudad de los Palacios! ¡Calle de Rosales! ¡Primavera inmortal!—. Rodrigo emitió la caricatura de una carcajada. Pensó que hacían falta estaciones451, cambios de piel452, para reconocerse y reconocer a los demás. Con los ojos detenidos en esa lluvia que ya, a medio aire, era polvo de alcantarilla, quiso recrear dentro de sí un verano caluroso, pesado, una gestación cargada de frutos dulces, ramas pesadas de oro junto a un arroyuelo que refrescara los cuerpos desnudos... un otoño visible, sepia y rojo, de cosechas y juegos que conmemoraran el trabajo cumplido... un invierno de costras blancas, desnudo de gama, cobertor de la tierra que recupera su fuerza y prepara sus semillas... una primavera: un renacimiento453, no esta prolongación idéntica a sí misma, sin hitos, sin calendarios, sin un tiempo de reposo. —Perdemos la cuenta, Ixca. Todos los días aquí como que son iguales. Polvo o lluvia, un sol parejo, nada más. ¿Qué cosa puede resucitar este mundo parejo, Ixca?

Resucitar. Cienfuegos sintió nuevamente la carga de la noche, el cofre de sol cerrado por los candados de la oscuridad, de la misma manera que lo había sentido, ese mismo día a las siete de la noche, de pie en el centro del Zócalo. Fijó los ojos en la tapa de la tetera, que comenzaba a bailotear en el hervor. —No te puedo ayudar. Tú tienes tus signos. Tienes tu vida trazada. ¿Qué quieres que haga? ¿Decirte lo que yo pienso? ¿Lo que para mí es válido?

—¿Por qué no?—. Rodrigo colocó dos bolsas de té en las tazas y vació la tetera.

—Porque no lo entenderías. Tu vida, la vida que me contaste hace unos días mientras caminábamos por la Reforma...

—¿No tiene nada que ver con lo que tú piensas?

—Todo, o nada. No sé—. El rostro como la lluvia, el rostro sin fijeza ni memoria. —El mundo no nos es dado —añadió Cienfuegos, comprimido en su gabardina mojada. —Tenemos que recrearlo. Tenemos que mantenerlo. El mundo es ciego y es bruto. Dejado a sus fuerzas, se arrugaría como una manzana arrancada al tronco, penetrada de gusanos. El tronco le dio su savia y su vida, sí. Pero la mano que arrancó la manzana debe conservarla, o morir con ella.

Rodrigo tomó asiento en la cama: —Sabes, eso pensé cuando... cuando traté de independizarme de mi madre. El día que me salí de la casa del Chopo, sin decir adiós ni nada... sentí eso, nada más, que me cortaba del tronco, que ahora yo era mi propio tronco. Después pensé... que la actitud de mi madre había motivado esa partida, más que mi propia decisión, ¿me entiendes? Por eso, ¿quién nos propuso arrancar tu manzana, Ixca? ¿No había una invitación implícita en ese tronco, en esa fuerza creadora, para que la arrancáramos? ¿Cómo puede desentenderse el creador? ¿No tiene la obligación, él mismo, de mantener su creación? ¿Por qué permite que se pudra la manzana?

Ixca, al parpadear el humo que se le colaba a los ojos, pensó en el padre de Rodrigo, en Gervasio Pola. El origen de un mundo y dos seres determinados por su sacrificio, por su voluntad de ¿heroísmo, libertad, gloria? —Sí, es posible que sienta vergüenza y remordimiento— dijo con una voz pareja que contrastaba con la excitación nerviosa en el tono de Rodrigo. —¿Qué lo llevó, en primer lugar, a hacer el gesto mínimo de la creación —sé, árbol, sé, manzana? Pero quizá toda la vergüenza y arrepentimiento del creador no basten para deshacer lo hecho, la creación. Si la creación es divina, lleva ese sello original hasta en su podredumbre. Ni el mismo creador podría echar marcha atrás. Ni él mismo podría cancelar lo que ha creado: la creación de Dios es definitiva.

El mismo recuerdo, furioso en su afán de expresarse: fantasma que busca, aullando en silencio, prendido a su propia orfandad transparente, un cuerpo y una boca que lo digan, cruzó por el germen de cada sangre de Rodrigo. No lo supo: —Pero él pudo prever que esa creación sería corrupta, ¿no? ¿Cómo pudo engendrar el mal a sabiendas? ¿Dónde entra el mal en los planes de la creación?—. La lluvia desigual era lenta, ahora. Caía pesada, como plomo exacto y numerado.

—Sí, ¿dónde entra, Rodrigo? Porque Dios debería estar alejado del mal, o éste no sería mal, ¿verdad? Mira... hace tiempo supe de un párroco de uno de nuestros barrios del que se hablaba muy mal —en los chismes de las mujeres, pero después entre los hombres también. Su ejemplar actitud como sacerdote, como confesor, como orador admirado por esa gente, estaba muy lejos de su actitud humana fuera del templo. Se paseaba por la plaza, los domingos después de la misa, con una camisa abierta y un traje gris cualquiera, fumando y lanzando miradas cínicas a la gente; lo veían entrar a las cantinas, lo escuchaban decir palabras fuertes, discutir, en fin. Pero una vez en el templo, su recogimiento, su devoción, su sinceridad indudable durante la misa —que con su presencia dejaba de ser un trámite social para convertirse en un acto vivido y revivido—, la profundidad y alivio que contenían sus sermones, la pureza y dignidad con que confesaba, le valían el amor y el respeto de sus feligreses. Naturalmente, los superiores se enteraron de todo esto y reprendieron al párroco por su actitud frivola y escandalosa fuera de sus obligaciones estrictamente eclesiásticas. El párroco tuvo que frenar sus apetitos mundanos. Pero a medida que lo iba logrando, iba transformándose en su vida religiosa interna. Sus dicharachos cínicos de la calle se convirtieron en apotegmas cínicos, cubiertos de ropaje teológico, desde el pulpito. Se cree que una de sus confesiones arrojó a una muchacha al suicidio. Sin embargo, su actitud fuera del templo era ya irreprochable: vestía su sotana, caminaba lentamente por las calles poco concurridas del barrio con las manos unidas en una semblanza de beatitud permanente, multiplicó las obras pías. Por fin, un domingo, lo encontraron arrojado sobre el altar, gritando blasfemias y escupiendo sobre el cáliz. Lo encerraron en el manicomio.

Ixca bebió lentamente el té. —Ésta es la mentira: ese mal, esa corrupción, son también obra divina; él la quiso, él la previo, él la cumplió. Porque Dios es el bien infinito, Rodrigo, pero es también el mal infinito: es el espejo puro, sin fondo, interminable de todo lo que creó. En el bien y en el mal, somos sus criaturas. Nuestro destino puede ser diverso, pero si ha de ser destino verdadero, tiene que cumplir hasta su consumación cualquiera de esas dos realidades, el bien o el mal. Debemos dejarnos caer hasta el fondo de nuestro destino, sea cual fuere... El tránsito es tan breve.

De pie, Rodrigo no quería creer en esa brevedad, y menos en esa determinación. Quería rechazar a Cienfuegos, quería recoger en una o dos palabras su fe sumergida en la indiferencia y prenderse a ellas, pronunciarlas para conjurar las de Ixca. Sintió que no sabía pronunciarlas ya, y que esa incapacidad determinaba otra realidad: solos dos cuerpos, el suyo y el de Ixca, frente a frente: el suyo, quebrado, nervioso, estéril para engendrar una fuerza física explosiva que arrasara la presencia tenaz, de potencia fluida, en el cuerpo de Cienfuegos.

—Sin embargo, Dios es uno ... —quiso murmurar, sin convicción.

Cienfuegos angostó los párpados, concentró la luz de su cuerpo en las rendijas oblicuas de la córnea: —Ésa es la otra mentira. Dios es múltiple. Cada Dios fue engendrado por la pareja, y la pareja por dos parejas, y las dos parejas por cuatro, hasta poblar el cielo de más dioses que hombres han sido—454. La voz de Ixca ascendía, su volumen llegaba al oído de Rodrigo como un insulto de afirmación y poderío. —Quizá haya un punto de contacto único, sin nombre, donde la singularidad se da cita. Pero de ese punto arranca un río de hombres que reciben la creación y se obligan a mantenerla455, y otro rio de dioses que crean. Cada hombre alimenta la creación de un Dios, Rodrigo; cada hombre, cada sucesión de hombres, refleja el rostro y los colores sin forma de un Dios que lo marca y lo determina y lo persigue hasta que en la muerte se reintegra a la dualidad original. Hay que saber, solamente, si ese tránsito entre la creación y la muerte, ese breve paso, se cumple con la intensidad propicia al alimento del creador, o si se gasta en el compromiso, en el simple transcurso inconsciente. ¿Tú qué quieres?

Rodrigo no respondió. No entendía si lo que Ixca solicitaba era un gran aumento de valores en la vida, o un escueto sacrificio, la renuncia que en un estallido final diera su significado a la vida y la rescatara de la mediocridad. —Hay tantas cosas que pesan sobre nosotros... —dijo Rodrigo— que es como sentir que otros cumplieron ya con esa parte de nuestra vida. Sólo mi padre, ¿ves?, pudo vivir lo que vivió, pero no sólo para él; para mi madre y para mí, también. Es como si esa posibilidad mía ya hubiera sido vivida por él, en la Revolución, fusilado. No, no entiendo lo que pides, Ixca. Pero ¿quién puede entenderlo y otorgarlo hoy, quién?

—El más humilde—. Ixca abrió los labios; los acercó, carnosos, al oído de Rodrigo: —Fue un leproso... un leproso, sí, el que se arrojó al brasero de la creación original para alimentarlo. Renació convertido en astro456. Un astro inmóvil. En que un solo sacrificio, así fuera ejemplar, no bastaba. Era preciso un sacrificio diario, un alimento diario para que el sol iluminara, corriera y alimentara a su vez. No, no veo un solo Dios ni un sacrificio aislado. Veo al Sol y a la Lluvia en la cima de la Ciudad. Veo los elementos visibles e inmediatos, copulados sin intermedio a la vida de cada hombre. Veo las pruebas fehacientes —sol, lluvia— de un poder superior, y sobre la tierra mi delgada pared de hueso y carne. Ésta es la zona del encuentro. Más arriba, los Dioses puros. Más abajo, los restos de nuestras vidas, escondidas a los ojos temerosos. Nada más. ¿Tú que quieres?

—Yo... yo no sé qué decir (el fantasma quena hablar, se agitaba en una semilla espesa detrás de los ojos de cada ojo, de la lengua de cada lengua, pero la carne) qué pensar... Me cuesta trabajo decir la verdad... Yo sé que he fracasado (pero la carne pellizcada por los barnices de la simulación), por más que me justifique... no pude alcanzar la fama literaria que me devoraba de adolescente... no pude alcanzar el amor de la única mujer que quise... no pude darle a mi madre las dos gotas de cariño que bastaban...

—¿Y si hubieses renunciado a todo eso? ¿Si hubieses renunciado a la fama, al amor, a la generosidad?

—...¿habrían nacido del sacrificio, Ixca?

—Pudieron haber nacido. Porque no supiste renunciar a ellos, los aceptaste a medias, ¿me entiendes?, los disminuíste. Hay un límite para los hombres como tú; en ese límite, se alcanza la contemplación...

Rodrigo se sintió justificado; las palabras que, ese mismo día, había escrito parecían encarnar, en este momento, en las de Ixca: —Sí, sí...

— ...o se alcanza la situación de una ardilla en una jaula. Corres sobre el carril de la estrecha prisión, te haces la ilusión de que avanzas... Y un día, se apagó todo. Finis457. Entonces, sólo el sacrificio te puede salvar. Entonces debes abrir los ojos a tu despreciable vida, sin contactos, y convencerte de que sólo cabe tu destrucción, con la esperanza de que algo mejor nazca de tu sacrificio.

El cuerpo de Cienfuegos llegaba a una vibración total y concentrada. Rodrigo sintió un escalofrío en su cercanía a ese cuerpo líquido y apretado. —Ni siquiera hay eso. Sólo faltó una palabra. No sé cuál; ya no la sabría pronunciar. Creo que mi madre, más que otra cosa, me exigió una palabra dura y fuerte. Quizá allí nos hubiéramos encontrado... hubiéramos encontrado a mi padre. No la supe pronunciar. Me fui, Ixca, ¿sabes?, me fui como las criadas sonsacadas, pretextando cualquier cosa... No le dije por qué me iba, lo que pensaba de ella, nada. Así fue todo. Nada fue dicho o hecho hasta el final. Tienes razón. Ahora, déjame ser lo que soy y no...

—Quieres el sacrificio—. Ixca silbaba las palabras entre los dientes, brillantes, esculpidos, que se alargaban fuera de la boca rígida. —En él te podrás redimir. Ven conmigo; yo te enseñaré... Olvida todo lo demás, lo que has sido, Rodrigo, los signos que ni siquiera has sabido vivir de una fe que sólo ha aumentado la compasión hacia ti mismo. ¡Escupe sobre lo sagrado si lo sagrado es esa misericordia ramplona que sólo acentuará tu mediocridad! ¡Escupe sobre esa otra mejilla del Dios cobarde! Tiembla y siente el terror en el sacrificio, sí, en el sacrificio, y llegarás a los nuestros, ahogarás al sol con tus besos, y el sol te apretará la garganta y te comerá la sangre para que seas uno con él.

La lluvia y la luz cada vez más amarilla y opaca del cuarto recortaban la figura de Ixca y agrietaban su voz, como si cada palabra estuviese construida de piedra; los ojos y la boca le brillaban con una calidad estremecedora, de exigencia total, ojos y boca prestos a devorar. Cambió el sentido del viento; la lluvia entró en ráfagas quebradas, azotando los dos cuerpos. Ixca miró el rostro perdido, inútil, sin amarres, de Rodrigo Pola.

—¿No quieres el destino de tu padre y de tu madre? —silbó Cienfuegos sobre la cara inánime de Rodrigo. —¿No querías, como ellos, la derrota y la humillación? Dime: ¿no es esto lo que querías, lo que me dijiste que querías aquella tarde? ¿Ser la prolongación de tu padre asesinado y de tu madre exprimida en vida de todos los jugos del amor y de la pertenencia? ¡Ah! «¡Quiero ser la prolongación moral de mi padre!» ¡Con qué facilidad lo dijiste entonces!

—Sí.

—Pues tu padre es el sacrificio, es la muerte enfrentada a solas...

—No, Ixca. Eso no fue lo que quiso decir mi madre. No fue capaz de morir solo. Tuvo que delatar a esos tres hombres para poder morir. Hasta en la muerte quiso caer con otros, no solo... no solo. Hizo lo mismo que mi madre me pidió a mí: protegerme, no quedar solo. Él lo hizo en la muerte. Mi madre me lo pidió en la vida. Pertenencia. Eso es lo que buscaron ellos, en realidad, y lo que yo te quise decir aquella tarde. Que yo sí quería participar, que yo sí quiero arrancarme a esa losa de derrotas que ellos me heredaron. No quiero caer hecho polvo como ellos. ¡Eso no, Ixca! ¡De eso me tienes que salvar! De la humillación, de la derrota... eso te dije entonces. ¿No me entendiste?

La boca de Cienfuegos lentamente perdía su rigidez. Encendió un cigarrillo, tratando de reasumir su actitud cotidiana. Hubiera querido reírse de su equivocación; los fantasmas de Gervasio Pola y Rosenda —pensó Ixca— acaso se reirían de él. Sí; siempre habría que regresar a aquella caminata a lo largo de la Reforma. Rodrigo había dicho que quería ser prolongación de su padre; pero había añadido que Federico Robles sí sabía lo que quería, sí estaba centrado en el mundo mexicano. Federico Robles era la imagen viva y prolongada de Gervasio Pola a los ojos de Rodrigo.

—Eso es muy fácil —volvió a hablar Cienfuegos. —¿O no te has dado cuenta de la sociedad en que vivimos? Oportunidades sobran.

—Pertenecer —dijo, suspendido aún en el clima anterior, Rodrigo. —Sí. Eso me dijo ella. Yo debía haber hecho lo que ellos no pudieron hacer: pertenecer. «Tu padre debió haberse protegido como todos estos que ahora son ricos e influyentes», decía.

—Como Fedrico Robles...

—Sí, Ixca. Como Federico Robles, que vienen también de ese origen revolucionario, pero que sobrevivió para servir a México, para crear...

—... riqueza y bienestar. ¿Eso es lo que quieres?

—No sé cómo decírtelo. Ixca: es que no veo otra posibilidad en México. Mi padre cumplió como había que cumplir en ese momento. Ahora...

Ixca chiflaba entre bocanadas de humo. —Parece que nunca se le va a hacer a mi viuda —masculló sonriendo.

—¿Eh?

—Nada. Cómo no, yo te ayudo, viejo. Para que veas: ya hablé con unos productores de cine. Les hacen falta buenos argumentistas. ¿Quieres conocerlos?

Rodrigo afirmó con la cabeza. La lluvia cesó y una humedad penetrante se dejó sentir desde el patio, mientras Ixca chiflaba y fumaba y alargaba las piernas.

Desde los vidrios azulados de la oficina de Federico Robles, Ixca Cienfuegos recorre con la mirada la extensión de la Avenida Juárez. Ve, sobre todo, a los hombres y las mujeres de todos los días —oficinistas, pasantes de derecho, comerciantes, vendedores, choferes, mozos, mecanógrafas, repartidores—;blancos, mestizos, indígenas, algunos vestidos con saco, otros de chamarra y camisola, ellas con su aproximación a la elegancia impuesta por el cine, subrayando el gusto local —senos, caderas—, y quiere desnudarlos sobre los días que señalan el recuerdo de la misma avenida, con otros hombres, pero con los mismos ojos duales, presentes en el origen y en el destino, alineados o mezclados en turba: el día de agosto en que el anciano lastrado como un roble viejo, escondido detrás de las gafas azules y la gran barba crispada, entra al frente del ejército constitucionalista, tocado por el sombrero de campaña que ha sustituido al viejo bombín de senador*458; y los días increíbles de los ojos de estrella carbonizada que brillan con toda la pasión de Ayala459, que adivinan la pasión de Chinameca460: los ojos más tristes y más limpios que vieron la avenida, bajo un sombrero de ráfaga solar461 —y el mismo día462, la gran sonrisa de maíz de Doroteo Arango463: pantalón de montar, polainas, un sweater gris y Stetson464 texano; el día de julio en que el Caballito florece en un nopal de vítores para el hombre pequeño y dulce, demasiado pequeño sobre su caballo, incongruente en su ¡evita oscura, aplastado por la resaca de voces que hieren su continencia de pequeño santo, de pequeño hombre sin pies ni manos con los que golpear o agarrarse o rechazar465; el día, también de julio, en que la vieja carroza negra, bañada por toda la tierra oscura de México, pasa por este mismo lugar, apretada en la efigie Irreductible del insomnio, en la mascara de una vigilia inviolada466; el día de junio en que la pareja de espléndidos juguetes engañados467 pasa bajo los arcos de flores escoltada por un mariscal napoleónico468 y un arzobispo poblano469; el día de septiembre en que un viejo con rostro de león desdentado cae sobre la misma avenida agitando el estandarte de barras manchadas en la garita de San Cosme, en Chapultepec y Churubusco470, mientras su regimiento de la Carolina y su batallón de marinos van siendo cercados por la noche de los léperos empuñalados; la noche de mayo en que la independencia se viste de carnaval para que un sargento imperial y su turba oscura y su gente decente que ilumina las fachadas alumbren al Momo471 que ha traficado con todas las semillas y todas las hambres y todas las banderas; y más lejos, por fin, al lejano día de agosto472 que las aguas se dividen y todo es confusión y escudos y silbos y penachos y estruendo de arcabuces y bergantines y el Señor Malinche473se asoma a la azotea de una casa de Amaxac y ve aproximarse la canoa del vencido474. Y desde entonces son dos —piensa Ixca Cienfuegos—, el del origen y el del destino, los dos plantados sobre la misma avenida, fuese de agua o de cemento. Del Yei Calli al475 1951. Siempre dos, el águila reptante, el sol nocturno.

Cienfuegos tomó el periódico y se alejó del ventanal.

La voz de Robles se levantó con urgencia.

L'AGUILA SIENDO ANIMAL476

—Usted nomás léame en voz alta el periódico, amigo Cienfuegos, y no se preocupe por nada.

Tres taquígrafas formaban coro alrededor de la mesa de acero de Federico Robles. El hombre hinchado y tenso caminaba de un extremo al otro del despacho mientras Ixca Cienfuegos daba lectura a la prensa y la luz pareja del mediodía se filtraba por las persianas, dibujando de cebra la franela gris del banquero. Robles se detuvo en seco y señaló con el índice a Ixca: —Fue buena su idea, amigo Cienfuegos. Los regiomontanos477 han de haber hecho un colerón, por más que sus declaraciones indiquen que han bajado la cabeza. Pero donde manda capitán...

Robles mascó el puro con satisfacción y se lustró las uñas en la solapa.

—Que con su pan se lo coman, pues. Seguro que de no vender yo las acciones, ellos venden las suyas. A ver quién sienta a quién. Tuvo usted una buena idea, Cienfuegos. Eso se llama olfato. Les ha de haber caído como mentada encontrarse de pronto de socios del grupo de Couto. Ahora, por más caras de amabilidad que hagan, saben que o ellos se comen a Couto, o Couto se los merienda a ellos. Y nosotros, ya ve usted, manos fuera, y con el mejor precio.

Robles se golpeaba las gruesas caderas y sonreía. Cienfuegos no interrumpió la lectura en voz alta: con un sonsonete irónico, reproducía las declaraciones del grupo regiomontano. Robles angostó los párpados: había estado demasiado atento al contenido de la lectura para percibir, hasta ahora, el tono de voz de Ixca.

—Véngase a comer a la casa cuando acabe de dar órdenes. Hay que celebrar el golpe. Norma va a llevar a uno de esos intelectuales de coctel que tanto la visten, y yo voy a quedar en la berlina.

Ixca, con un crujido final de las páginas del periódico, terminó de leer. —¿Quién, licenciado?

—Un tal Zamacona.

—¿De Michoacán?

Cienfuegos no quiso, con ampliar su mueca inquisitiva, provocar la reacción de desconcierto físico de Robles. El banquero bajó la mirada y apretó los labios. —¿Eh? Pues de repente. No lo conozco; ya le digo, es amigo de Norma—. Dio la espalda a Cienfuegos y se asomó por el gran ventanal a la Avenida Juárez. Pensó que Cienfuegos iba a seguir inquiriendo, como el otro día, y él no quería volver a caer en esa trampa. Creía estar muy seguro de sus móviles y acciones, y se había prestado a relatar la historia de su pasado sólo para convencerse a sí mismo de que podía enfrentarse a los hechos de su origen, a los nombres de su padre, de Froilán Reyero, del cura, de la mu-chachita aquella de la hacienda sin más emoción que la que sentiría al buscar un apellido en la lista de teléfonos. Era suficiente. No había por qué regresar una vez más...

—A ver, señorita —Robles dio la cara a la mujer nerviosa y delgada que no apartaba las manos sudorosas del block478 de taquigrafía. —Autorice el préstamo del banco a la fraccionado-ra y asegure los terrenos con la compañía. Memorándum para el Consejo: referencia al negocio de Prado Alto. Mismo procedimiento—. Nuevamente pasó las uñas por la solapa, observó a Cienfuegos y a él dirigió sus palabras. —Interés del jefe. Usted, señorita, recordatorio a Juanito de la caja de puros para el Secretario. Él ya sabe.

Robles comenzó a pasearse como un felino por el tapete hondo. —Fuera todas—. Las tres señoritas salieron sin hacer ruido, amortiguadas por el tapete, mientras Robles se desplomaba, con las piernas abiertas, sobre el sofá de cuero. Dejó caer una mano pesada sobre la rodilla de Ixca.

—Va usted a ver: el Banco —que es mío— le presta a la frac-cionadora —que es mía— y la compra de terrenos se hace con pura saliva. Calculo que comprando a diez pesos metro al tarugo ese que cree salir ganando, puedo vender en seguida a 30, o dentro de un año a sesenta. De cualquier modo, nos asegura la Compañía, que también es mía. Trescientos mil pesos de ganancia inmediata, o más de medio millón si nos esperamos, y ni quien se las huela. Ya ve usted —Robles suspiró y agitó las cenizas del puro sobre el cenicero de pie—, ahora hay que barajárselas solo. Todavía recuerdo que en tiempos del General479 para hacer lana había que meterse en cada argüende480. Hubo quienes recibían igualas de cinco o seis mil pesos mensuales —¡y de aquellos pesos!— de los gobernadores de los Estados dizque por cuidar sus intereses en la Presidencia. Ahora, pues siempre se requiere el respaldo moral de los meros meros, porque así son las cosas en México, pero adquirido con amistad y confianza. Cienfuegos, porque saben que uno trabaja por el bien del país y de acuerdo con la política nacional de progreso. ¡A ver!

Se puso de pie y volvió a recorrer con la tensión de un puma el tapete. —No, si lo que me tiene que brinco de gusto es haber vendido mi parte de la cadena sin decirles ni pío a los codo-montanos481 esos, ¡el berrinchazo que habrán hecho! Ándele, véngase a tomar una copa para celebrarlo. Al fin a usted le toca algo del éxito.

Cienfuegos no había perdido su mueca; y Robles, aun cuando quería evaporarla con sus palabras de afirmación, no podía sustraerse a ella. —No, hoy no puedo, licenciado. De todas maneras, le interesará platicar con Manuel. Es un chico inteligente, y se enterará usted de cómo piensan las nuevas generaciones...

—¿A qué se dedica?

—Es poeta...

—¡Újule!482.

—... pero vive de los editoriales y columnas que escribe para un periódico. Conviene atraerlo, licenciado. Ustedes no se han preocupado mucho por atraer a esa clase de gente nueva que también da prestigio.

Robles gruñó mientras masticaba el cabo apagado del puro: —Aquí nos bastamos, amigo Cienfuegos. Y cada chango a su mecate483.

—Bueno, en todo caso —Ixca acentuó su mueca, intermedia entre la sonrisa y el bostezo—, dicen que hablar con los jóvenes rejuvenece. Y usted no tiene hijos.

Al mezclar un nuevo gruñido con una exhalación, Robles dijo: —¡Ay, amigo Cienfuegos! Ya no estamos para esas danzas. De aquí a diez o quince años, ya me habré cansado de trabajar, y no me quedará más satisfacción que corroborar el resultado de mis esfuerzos en el progreso del país. Ése será mi hijo, pues. No crea usted; hace falta hacer tanto, y éste es un país de holgazanes. Aquí un puñado de hombres tiene que hacer el trabajo de treinta millones de zánganos.

—Mejor; es casi sentirse un redentor, ¿verdad?

—No, si redentor no; nomás cumplir...

—Es que México siempre anda a la caza de un redentor, ¿no le parece? —Ixca afiló su sonrisa—: Ahora a ustedes les ha tocado acarrear con todos los pecados de nuestro país. A usted, en lo particular, puesto que le ha tocado vivir todos los hechos fundamentales de medio siglo de vida mexicana. De la huelga de Río Blanco a la venta de acciones del gran consorcio. Del sombrero de paja de Zapata al Panamá planchadito que le-gó J. P. Morgan484 a sus émulos universales. De pe a pa. Dígame: ¿qué se siente? Siempre he sentido curiosidad ante estas transformaciones radicales. ¿Se sigue siendo, pese a todo, el que se era en el origen? ¿O cuál es el elemento transformador? Todas estas cosas revueltas, el trabajo en una milpa, la batalla de Celaya, el tesón y la ambición y el colmillo485 para los negocios, ¿cómo se compaginan? ¿Cuál es su punto de concentración? ¿Se siente uno igual que en el origen, o recuerda uno siquiera el origen? ¿Se ha hecho uno mejor, o sólo ha ido desgastando un don original? ¿Somos originalmente, o llegamos a ser? ¿Nuestra primera decisión es, en realidad, nuestra decisión final?

Robles no atendía las palabras de Ixca, lo que estrictamente decían. Volvían a correrle por el cerebro una multitud de imágenes desordenadas que su postura, la expresión de su rostro, toda su actitud, pugnaban por disfrazar. Robles quería alcanzar, fijar una cualquiera: eran un tumulto de luces y sombras preñadas que querían decirle algo que había olvidado. Sólo pudo entender esto, antes de que tomara, con rapidez, el sombrero veraniego que yacía sobre un archivero, se lo clavara sin preocupación en la cabeza cuadrada y dijera: —Bueno, voy a llegar tarde. Vámonos, amigo Cienfuegos.

En cuanto se levantaron de la mesa, un mozo vestido con filipina486 y pantalón negro se acercó a Norma: —Hoy es viernes, señora. Las gentes ya están en la puerta.

—Ahorita voy —dijo Norma, obligándose a una sonrisa que juzgaba encantadora—. Los viernes vienen los pobres —le explicó a Manuel—. No creas que es pura filantropía. Sirve para deshacerme de las sobras, de la ropa vieja, hasta de los periódicos. Con permiso. Ahorita vuelvo.

Con Norma, se ausentó tanto un perfume ligeramente escondido, como el punto de unión entre Zamacona y Robles para sostener una charla. El banquero abrió las puertas de vidrio que conducían al jardín e invitó a Manuel a salir. Al fondo, detrás de la reja cochera, se apiñaban una docena de caras morenas, algunas oscurecidas por sombreros de petate, otras cubiertas hasta la boca por rebozos, todas inmóviles. Manuel trató de distinguir algún sentimiento particular en ellas: cada una no revelaba otra cosa que su muda e inmóvil espera: labios cerrados, ojos negros, despojados de brillo, pómulos altos. Manuel los imaginó, idénticos, en todas las épocas, en todas las vidas. Como un rio subterráneo, indiferente y oscuro, que corría por debajo de cualquier cambio o idea. Cuando el mozo y Norma aparecieron —aquél cargado de bolsas de papel, ésta con la barbilla en alto y un aire singular de persona que se dispone a colmar a sus semejantes—, algunas manos tomaron los rebozos, como para taparse y hacer aún más anónima su presencia, otras se alargaron entre los barrotes negros, y todas las cabezas se inclinaron. El mozo pasó las bolsas, sin abrir la reja. Un niño con los labios llenos de mocos comenzó a chillar en brazos de una mujer amarilla. Después todos dieron unas gracias, cantarínas o gruñidas, pero anónimas también, y se fueron con las bolsas de papel, algunos lanzando, ahora, silbidos agudos. Norma, desde la reja, indicó con el índice y el pulgar que tardaría un instante.

—¿De manera que usted es intelectual? —dijo, sin más preámbulos, Federico Robles una vez que Norma se había excusado.

—Sí —sonrió Zamacona—. Me imagino que para usted eso no acarrea gran prestigio.

Robles hurgó en su chaleco: —Maldito lo que me importa a mí el prestigio. Lo importante es hacer cosas.

—Hay muchas maneras... —volvió a sonreír Manuel.

—Correcto —Robles encontró un puro crujiente de celofán—. Pero no en este país. Aquí no podemos darnos lujos de esa clase. Aquí hay que mirar hacia el futuro. Y los poetas son cosas del pasado.

Manuel bajó la cabeza, clavó las manos en los bolsillos: —Habría que definir qué cosa es el pasado.

—El pasado es lo muerto, amigo, algo que le hace a usted, en el mejor de los casos, sentirse grande o sentirse piadoso. Nomás.

Manuel levantó la cabeza, y, guiñando, fijó la mirada en Robles: —¿Y el de México?

A pesar de su concentración en la envoltura del puro, Robles no dudó: —No existe. México es otra cosa después de la Revolución. El pasado se acabó para siempre.

—Pero para enfrentarse a ese futuro del cual me ha hablado —insistió en guiñar, en penetrar con los ojos los rayos del sol vespertino que caían sobre la cabeza y los hombros de Robles— en algún momento debió usted darse cuenta de que había un pasado que, en todo caso, había que olvidar.

—Puede.

El sol cortaba la figura de Robles en un solo bloque, coronado de luz, sólido y sin transparencia en la mirada molesta de Manuel.

—Y cuando lo observó usted, licenciado, ¿qué sintió ante ese pasado? ¿Se sintió usted engrandecido o piadoso?

Por fin, Robles rasgó el celofán y se llevó a la nariz el primer aroma del habano, fresco y virgen: —Para mí el pasado fue la pobreza, amigo. Nomás. El pasado mío, quiero decir.

—¿Y el de México, licenciado? Usted tiene ideas...

—Está bueno. Pues para mí México es un país atrasado y pobre que ha luchado por ser progresista y rico. Un país que ha tenido que correr, que galopar diría, para ponerse al corriente de las naciones civilizadas. Durante el siglo pasado, se pensó que con darnos leyes parecidas a las de los Estados Unidos o Inglaterra, bastaba. Nosotros hemos demostrado que esas metas sólo se alcanzan creando industrias, impulsando la economía del país. Creando una clase media, que es la beneficiaría directa de esas medidas de progreso. Ahora déme usted su versión.

Hablar de México. Manuel no sabía por dónde empezar. Recordaba que un día había sellado un pacto de sol, tácito y permanente, con México. ¿Por dónde empezar? Se recordaba arrojando su papel, sus palabras, al centro del sol de México. Sólo así podía hablar. Y ahora... —No dejo de envidiar su claridad. Yo... pues yo quisiera explicarme con tanta nitidez como usted la historia de México. Precisamente, lo que siento es que no encuentro el silogismo...— Manuel quería encontrar ésta, alguna, cualquier palabra; se mordió el labio inferior: —...la palabra mágica o la simple justificación que me expliquen una historia tan teñida de dolor como la nuestra.

Robles abrió los ojos y apagó el fósforo antes de encender el puro: —¿Dolor? ¿Cuál dolor? Aquí estamos en Jauja, amigo. Pregúntele usted a un europeo si esto no es el paraíso. Dolor es haber pasado dos guerras mundiales, bombardeos y campos de concentración.

—No, no, no me entiende usted —Manuel iba hundiendo la suela en la hierba floja del jardín: —Porque esos hombres que sufrieron el bombardeo y el campo de concentración, como usted dice, pudieron al cabo asimilar sus experiencias y cancelarlas, dar una explicación a sus propios actos y a los de sus verdugos—. Quería representarse muchas, dos, sólo una cara de un hombre torturado, desplazado, marcado con la estrella amarilla. Sólo podía recrear las caras del minuto anterior, las anónimas y pedigüeñas. —La experiencia más terrible, Dachau o Buchenwald, no hizo sino destacar la fórmula agredida: la libertad, la dignidad del hombre, como guste llamarla—. Como un rio subterráneo, pensó, indiferente y oscuro. —Para el dolor mexicano no existen semejantes fórmulas de justificación. ¿Qué justifica la destrucción del mundo indígena, nuestra derrota frente a los Estados Unidos, las muertes de Hidalgo o Madero? ¿Qué justifica el hambre, los campos secos, las plagas, los asesinatos, las violaciones? ¿En aras de qué gran idea pueden soportarse? ¿En razón de qué meta son comprensibles? Toda, toda nuestra historia pesa sobre nuestros espíritus, en su integridad sangrienta, sin que sean nunca plenamente pasado ninguno de sus hechos o sus hombres.

Sin quererlo, tomó la manga de Robles y la estrujó, obligándolo a adelantar dos pasos. —Apolo, Dionisio, Fausto, l'homme moyen sensuel487, ¿qué diablos significan aquí, qué diablos explican? Nada; todos se estrellan ante un muro impenetrable, hecho de la sangre más espesa que ha regado sin justicia la tierra. ¿Dónde está nuestra clave, dónde, dónde? ¿Viviremos para conocerla? —Manuel desprendió la mano de la manga de Robles: —Hay que resucitar algo y cancelar algo para que esa clave aparezca y nos permita entender a México. No podemos vivirnos y morirnos a ciegas, ¿me entiende usted?, vivirnos y morirnos tratando de olvidarlo todo y de nacer de nuevo todos los días sabiendo que todo está vivo y presente y aplastándonos el diafragma, por más que querramos olvidarlo: Quetzalcoatls y Corteses e Iturbides y Juárez y Porfirios y Zapatas, todos hechos un nudo en la garganta. ¿Cuál es nuestra verdadera efigie? ¿Cuál de todas?

—A ustedes los intelectuales les encanta hacerse bolas —dijo Robles al abrir la mitad de la boca retacada de tabaco—. Aquí no hay más que una verdad: o hacemos un país próspero, o nos morimos de hambre. No hay que escoger sino entre la riqueza y la miseria. Y para llegar a la riqueza hay que apresurar la marcha hacia el capitalismo, y someterlo todo a ese patrón. Política. Estilo de vida. Gustos. Modas. Legislación. Economía. Lo que usted diga.

El sol brilló sobre el jardín con su intensidad total: menos rotunda que la del mediodía, pero más penetrante, más inquietante por la proximidad de la luz que, al hacer el último esfuerzo, vibraba por dar testimonio de su partida.

—Pero es lo que hemos hecho siempre —balbuceó Zamacona—, ¿no se da cuenta? Siempre hemos querido correr hacia modelos que no nos pertenecen, vestirnos con trajes que no nos quedan, disfrazarnos para ocultar la verdad: somos otros, otros por definición, los que nada tenemos que ver con nada, un país brotado como hongo en el centro de un paisaje sin nombre, inventado, inventado antes del primer día de la creación488. ¿No ve usted a México descalabrado por ponerse a la par de Europa y los Estados Unidos? Pero si usted mismo me lo acaba de decir, licenciado. ¿No ve usted al porfirismo tratando de justificarse con la filosofía positivista, disfrazándonos a todos? ¿No ve usted que todo ha sido un carnaval, monárquico, liberal, comtiano, capitalista?

Robles dejó caer un chorro de humo sobre las solapas de Manuel: —¿Y qué quiere usted, amigo? ¿Que volvamos a vestirnos con plumas y a comer carne humana?

—Es precisamente lo que no quiero, licenciado. Quiero que todas esas sombras ya no nos quiten el sueño, quiero entender qué significó vestirse con plumas para ya no usarlas y ser yo, mi yo verdadero, sin plumas. No, no se trata de aflorar nuestro pasado y regodearnos en él, sino de penetrar en el pasado, entenderlo, reducirlo a razón, cancelar lo muerto —que es lo estúpido, lo rencoroso—, rescatar lo vivo y saber, por fin, qué es México y qué se puede hacer con él489.

Robles se separó de Manuel y caminó hacia la reja: —No sea usted presuntuoso. Con México sólo se puede hacer lo que nosotros, la Revolución, hemos hecho. Hacerlo progresar.

—¿Progresar hacia dónde?

—Hacia un mejor nivel de vida. O sea, hacia la felicidad particular de cada mexicano, que es lo que cuenta, ¿no le parece?

—¿Pero cómo se puede hablar de la felicidad particular de cada mexicano si antes no se ha explicado uno a ese mexicano? ¿Cómo sabe si cada mexicano quiere lo que usted se propone otorgarle?

Manuel, ahora, seguía a corta distancia a Robles. El industrial dio la vuelta y la cara a Zamacona: —Soy más viejo que usted, amigo. Conozco la naturaleza humana. Los hombres quieren bienes. Un carro. Educación para sus hijos. Higiene. Nomás.

—¿Cree usted que quienes ya tienen eso se sienten plenamente satisfechos? ¿Piensa usted, por ejemplo, que la nación más rica que ha conocido la historia es una nación precisamente feliz? ¿No es, por el contrario, una nación presa de un profundo malestar espiritual?

—Puede. Pero eso es secundario, amigo. Lo importante es que la mayoría de los gringos come y vive bien, tiene un refrigerador y un'aparato de televisión, va a buenas escuelas y hasta se da el lujo de regalarle dinero a los limosneros de Europa. Se me hace que su cacareado malestar del espíritu les viene muy guango490.

—Quizá tenga usted razón. —Manuel sacó las manos de los bolsillos y quiso captar el origen del sol y el aire transparente. Se tapó los ojos con la mano. —No sé. Acaso haya planteado mal el problema. Quizá esté enfermo de odio hacia los Estados Unidos. Por algo soy mexicano.

Robles sonrió y le dio una palmadita obsequiosa en el hombro. —Ándele, no se me achicopale491. Me gusta discutir con los jóvenes. Después de todo, ustedes también son hijos de la Revolución, como yo.

Al querer corresponder la sonrisa, Manuel se dio cuenta de que, en realidad, fabricaba una mueca. —La Revolución. Sí, ése es el problema. Sin la Revolución Mexicana, ni usted ni yo estaríamos aquí conversando de esta manera; quiero decir, sin la Revolución, nunca nos hubiéramos planteado el problema del pasado de México, de su significado, ¿no cree usted? Como que en la Revolución aparecieron, vivos y con el fardo de sus problemas, todos los hombres de la historia de México. Siento, licenciado, siento sinceramente que en los rostros de la Revlución aparecen todos ellos, vivos, con su refinamiento y su grosería, con sus ritmos y pulsaciones, con su voz y sus colores propios. Pero si la Revolución nos descubre la totalidad de la historia de México, no asegura que la comprendamos o que la superemos. Ése es su legado angustioso, más que para ustedes, que pudieron agotarse en la acción y pensar que en ella servían con suficiencia, para nosotros.

—Ustedes tienen el deber de proseguir nuestra obra.

—No es lo mismo, licenciado. Ustedes tenían tareas urgentes por delante. Y su ascenso corría rápido, y parejo, a la realización de esas tareas. Nosotros nos hemos encontŕado con otro país, estable y rígido, donde todo está más o menos asentado y dispuesto, donde es difícil intervenir temprano, y decisivamente, en la cosa pública. Un país celoso de su statu quo. A veces se me ocurre pensar que México vive un prolongado Directorio, una fórmula de estabilización que, a la vez que procura una notable paz interna, impide un desarrollo cabal de aquello que la Revolución se propuso en su origen.

—No estoy de acuerdo con usted, amigo. La Revolución ha desarrollado plenamente sus metas, en todos sentidos. Las ha desarrollado con suma inteligencia, por vías oblicuas, si usted quiere, pero las ha desarrollado. Usted no sabe lo que era México en 1918 ó 20. Hay que darse cuenta de eso para apreciar el progreso del país.

Los eucaliptos del jardín tapaban el sol; los rayos se perdían, se enmarañaban entre las hojas y las ramas, y apenas protegían, con un tinte cálido, las cortezas.

—Pero ¿adónde nos conducen esas «vías oblicuas»? —dijo Manuel Zamacona—. ¿No resulta bastante contradictorio que en el momento en que vemos muy claramente que el capitalismo ha cumplido su ciclo vital y subsiste apenas en una especie de hinchazón ficticia, nosotros iniciemos el camino hacia él? ¿No es evidente que todo el mundo busca fórmulas nuevas de convivencia moral y económica? ¿No es igualmente claro que nosotros podríamos colaborar en esa búsqueda?

—¿Qué quiere usted? ¿Un comunismo criollo?

—Póngale usted el mote que quiera, licenciado. Lo que a mí me interesa es encontrar soluciones que correspondan a México, que permitan, por primera vez, una conciliación de nuestra sustancia cultural y humana y de nuestras formas jurídicas. Una verdadera integración de los miembros dispersos del ser de este país.

—A ver, a ver... —Una inmensa llaga rosada coronaba todas las cimas del jardín—. Hablaba usted de las cosas que la Revolución se propuso en su origen. ¿Qué cosas fueron ésas?

Zamacona no quería discutir más. Pensaba, inquieto sobre el césped húmedo, que todo tenía dos, tres, infinitas verdades que lo explicasen. Que era faltar a la honradez adherirse a uno cualquiera de esos puntos de vista. Que acaso la honradez misma no era sino una manera de la convicción. Sí, de la convicción: —Tácitamente, a ciegas, lo que le acabo de decir: descubrir la totalidad de México a los mexicanos. Rescatar el pasado mexicano del olvido y de la mentira. El porfirismo, también de una manera implícita, pensó que un pueblo sólo es feliz si sabe olvidar. De allí su mentira y su disfraz. Díaz y los científicos pensaron que era suficiente vestir a México con un traje confeccionado por Augusto Comte y meterlo en una mansión diseñada por Hausmann para que, de hecho, ingresáramos a Europa. La Revolución nos obligó a darnos cuenta de que todo el pasado mexicano era presente y que, si recordarlo era doloroso, con olvidarlo no lograríamos suprimir su vigencia—. ¿Qué significaban todas sus palabras, pensaba Manuel detrás de ellas? ¿En qué punto real, concreto, se apoyaban? ¿A quién le servían? ¿O no era suficiente pensarlas, decirlas, para que se cumplieran y, llevadas por el aire, por su tangible estar dichas y pensadas, penetraran en todos los corazones? Sí, esto era, esto era, volvía a repetirse, detrás de sus palabras: —Y expresamente, la Revolución, al recoger todos los hilos de la experiencia histórica de México, nos propuso metas muy claras: reforma agraria, organización del trabajo, educación popular y, por sobre todas las cosas, superando el fracaso humano del liberalismo económico, anticipando el de los totalitarismos de derecha e izquierda, la necesidad de conciliar la libertad de la persona con la justicia social. La Revolución Mexicana fue el primer gran movimimto popular de nuestro siglo que supo distinguir este problema básico: cómo asegurar la plena protección y desarrollo de lo comunitario sin herir la dignidad de la persona. El liberalismo económico sacrificó, en aras del individuo, a la sociedad y al Estado. El totalitarismo, en aras el Estado, sacrificó a la sociedad y al individuo. Frente a este problema universal, ¿no cree usted que México encontró un principio de solución en el movimiento de 1910 a 1917? ¿Por qué no lo desarrollamos? ¿Por qué nos quedamos con las soluciones a medias? No puedo pensar que el único resultado concreto de la Revolución Mexicana haya sido la formación de una nueva casta privilegiada, la hegemonía económica de los Estados Unidos y la paralización de toda vida política interna.

Robles eructó tres pequeñas risas, mezcladas con la irritación del tabaco. —Calmantes montes492, amiguito. En cuanto al primer punto, eso que usted llama casta privilegiada lo es en función de su trabajo y del impulso que da al país. No se trata ya de terratenientes ausentistas. El segundo: México es un país en etapa de desarrollo industrial, sin la capacidad suficiente para producir por sí mismo bienes de capital. Tenemos, en bien del país, que admitir inversiones norteamericanas que, al fin y al cabo, se encuentran bien controladas por nuestras leyes. El tercero: la vida política interna no ha sido paralizada por la Revolución, sino por la notoria incompetencia y falta de arraigo popular de los partidos de oposición.

—No, licenciado, no acepto su explicación. —Manuel sentía cómo le vibraban las aletas de la nariz, anticipando un encuentro definitivo con Robles y, sobre todo, con su mundo. —Esa nueva plutocracia no ha tenido su germen en el trabajo, sino en el aprovechamiento de una situación política para crear negocios prósperos; y su temprana creación frustró, desde arriba, lo más puro de la Revolución. Pues esta casta desempeña no sólo una función económica, como usted cree, sino una función política, y ésta es reaccionaria. Usted sabe también que el principio de la limitación de la participación extranjera en una empresa mexicana ha sido y es violado, y que se trata de empresas mexicanas de membrete. Usted sabe que las inversiones extranjeras, si no ayudan a la creación de un mercado interno mexicano, valen bien poco. Y sobre todo sabe usted que los precios de nuestra producción agrícola y minera, que la posibilidad de fomentar nuestra industria, que todo el equilibrio de nuestra economía, no depende de nosotros. Estoy de acuerdo en que el «partido único» es preferible a cualquiera de esos llamados partidos de oposición que parecerían, más bien, los aliados efectivos del PRI493. Lo que rechazo es la somnolencia que el «partido único» ha impuesto a la vida política de México, impidiendo el nacimiento de movimientos políticos que pudieran ayudar a resolver los problemas de México y que podrían organizar y sacudir buena parte de la indiferencia en que hoy dormitan elementos que jamás se afiliarían a los partidos de la reacción clerical o de la reacción soviética. ¿O estará dispuesto el PRI a sancionar un statu quo sin solución alguna? Esto equivaldría a decirle al pueblo de México: «Estás bien como estás. No es necesario que pienses o hables. Nosotros sabemos lo que te conviene. Quédate allí.» Pero ¿no es esto lo mismo que pensaba Porfirio Díaz?

—Habla usted como un irresponsable. Veo que no nos entendemos, amigo Zamacona.

—Y sin embargo, es tan necesario que nos entendamos, licenciado Robles.

Manuel tendió su mano y caminó hasta la reja del jardín, pálido, en el atardecer, transparente en el vago cristal del crepúsculo de otoño: el valle estaba recién lavado por las últimas lluvias de la temporada, y era posible recoger, a cada paso, los olores de eucalipto y de laurel.

Con las yemas de los dedos hinchadas y eléctricas, Hortensia Chacón, en la oscuridad, recorría los brazos de Federico Robles. El pelo suelto de la mujer crujía levemente: un ambiente opresivo, avanzada de la próxima tempestad, se colaba por las rendijas. Federico abrió los ojos desde el fondo de un sueño pesado y tierno como la carne que lo recogía y sintió una revelación en toda la figura de Hortensia. No era su primera tarde en el apartamiento de la calle de Tonalá y, sin embargo, sólo hoy creía entender así, en todos sus límites, y nunca más con la vaguedad de antes, la existencia de la mujer que, desde hacía tres años, le había otorgado su compañía y algo más que Federico aún no sabía nombrar. Ahora, al verla en la cama, unía a ella dos nuevos momentos que en todos los años del pasado inmediato no se hubiesen presentado. El desenterrar de imágenes del pasado con Cienfuegos. Y el leve rechazo, sentido por primera vez, de su mujer, el domingo que se arreglaba para ir a una boda. Entonces había querido, sin proponérselo, pensar en lo que realmente significaba Hortensia Chacón. Pero había necesitado estar con ella una vez más, y dormir a su lado en letargo pétreo, insondeable, antes de decirse que era verdad lo que sin querer había pensado entonces. La mujer de treinta y dos afios, gestadora de tres hijos, mantenía una suavidad cremosa de piel sobre el estómago hinchado y los senos flojos. Robles recordó el instante pasado, anterior al sueno. El silencio y la oscuridad de Hortensia, su falta de palabras o de gemidos, su entrega sin hacer ruido, sin anunciar con tambores esa entrega concentrada y furiosa. En el momento culminante, Federico sólo había mordido el pelo de la mujer, y los dientes apretados en la oscuridad habían convocado, fijado ante su memoria, resucitado del desorden de los últimos días, exprimido de los elementos circundantes de su vida diaria, la imagen del campo de Celaya, el día que mordió las riendas y sintió toda su carne erguida ante el combate, los hombres en batalla, el estruendo, que cercaban su cuerpo y que él podía dominar, desde su caballo, desde su rienda mordida, desde su carne erecta. Las preguntas de Cienfuegos regresaron, nítidas, a su memoria. Cerró nuevamente los ojos: no era Cienfuegos quien hacía esas preguntas, en su recuerdo: era el hombre joven que esta misma tarde había almorzado en su casa y le había tenido la confianza de expresar lo que pensaba, de tratarlo como a un ser vivo, no como a un emblema del éxito y los valores tácitos de México. La imagen de Manuel Zamacona turbó a Robles con una intensidad que lógicamente le pareció infundada. Miró fijamente a Hortensia, buscando entre la imagen recordada y la presente alguna liga, la unión que estos recuerdos súbitos parecían dictar. La mujer se movió con un cuidado exagerado.

—Ya desperté; no te preocupes —murmuró Robles desde la almohada.

—Está bien.

La voz queda y sumisa, pero dirigida a él, apretada en su intención de dirigirse sólo a él, desde la oscuridad y el silencio. Pensó que Hortensia era todo esto: el poder silencioso, directo; la consumación poderosa y directa de los actos singulares, los que se podían contar con los dedos y vivir sin intermediarios, por abajo, o por encima, de las exteriorizaciones diarias del poder. Sedimento, savia, aire. Llano ensangrentado de Celaya. Cuerpo húmedo y abierto de Hortensia. El pecho de Robles se llenó de aire; su pulso corrió rápidamente, invadido de sangre. Levantó las piernas, lampiñas y delgadas, y se sentó sobre el borde de la cama de nogal labrado. Hortensia, con los dedos, recorrió la espalda del hombre.

—¿Te sientes a gusto? —preguntó.

Robles trató de apretar todos los músculos del cuerpo al mismo tiempo, de trasladar a su carne la fuerza que sentía en cada centro vital del pensamiento. ¿A gusto? Poderoso, limpio, aligerado... pero mañana, pensó, se gastará toda la fuerza recogida aquí, con Hortensia. Volvió a observar el cuerpo mestizo de la mujer, y bajó la vista a su estómago, a su sexo oscuro. ¿Correspondía el origen de la fuerza a su destino?, volvió a preguntarle la voz de Ixca Cienfuegos desde los labios de Manuel Zamacona. La carne morena de Federico y Hortensia se recortaba sobre las sábanas.

—Hortensia...

La mujer colocó una mano sobre el hombro de Robles.

—¿Recuerdas a veces...?

Los dedos subieron a la nuca hirsuta: —Un poco.

Robles se restregó la cara; un mundo blanquecino, con bordes niquelados y ojos de gas neón, cruzó velozmente por sus pupilas; detrás de él, otro mundo, horizontal, rojizo, poblado de canciones y nombres y colores enarbolados y corceles furiosos. En el centro de cada uno de estos mundos, se plantaba su propia figura: transparente y pálida en uno, renegrida y quemada en el otro. El hombre incendiado alargaba los brazos al espectral; éste no tenía la voluntad de levantar los suyos. Robles acercó sus labios a la cabeza de Hortensia: sintió allí, una vida sin roturas, una vida única, apretada. Del parto a la muerte, una sola línea, espesa y recargada, sin posibilidad de quebrarse... Quizá —ya no deseaba pensar más, sino correr fuera del apartamiento de Hortensia con su tesoro de fuerza y arrojarlo a las fauces del mundo que esperaba las golosinas del hombre poderoso—, quizá sólo renunciando a ese trueque de la fuerza recogida en Hortensia por los elementos del poder exterior... quizá sólo así...

Se puso de pie y canceló su pensamiento. Los ojos opacos de Hortensia trataban de penetrar la sombra de Federico, y sólo sonrieron al escuchar los ruidos de la ropa recogida, de los zapatos sobre el piso de madera, de la respiración.

En la terminal de Ramón Guzmán, bajan del camión salpicado de fango el hombre con sombrero norteño, la mujer vestida de algodón y el muchacho de diez años, flaco y con una mancha de tina en la mejilla. El hombre moja los gruesos labios sobre el cigarrillo negro y aprieta los ojos de chinche mientras vigila el descenso del equipaje, cubierto por un toldo de lona sobre el techo del camión. La mujer, sin ser gorda pero sin línea, como una paca494, deja caer los hombros aún más y detiene del brazo al chamaco de pantalón azul y camisola abierta que grita y señala hacia la calle.

—Bueno, ya están las petacas495. ¡Vas a ver vieja, lo que es nuestra capital!

—Ay sí496, como si tú ya hubieras estado.

—No, si no he estado; pero uno como hombre se entera de más cosas que ustedes, ¿quihubo?497

—Mira, venden helados; mira, venden helados, ¡yo quiero mi helado!

—Cállese, escuincle latoso. ¡Qué ganas de ver crecido al demonio este!

—Sí, cómo no, y entonces te quejarás de que se encuete498y se vaya con las putas...

—¡Cállese499, Enrique! ¡Luego dice que quién le enseña tanta majadería500 al niño!

—Vénganse pues —dice el hombre de bigotes desiguales y ojillos de chinche. —¡Mira nomás, Tere, mira nomás qué ciudad! ¡Por algo le dicen la ciudad de los palacios501! ¡Ve nomás qué avenida! Mira allá, a la glorieta: ése es Cuauhtémoc. ¿Felipito? ¿Quién fue Cuauhtémoc?

—Ese de la noche triste502; ¡yo quiero mi helado!

—Ya ves, Tere, para eso los manda uno que dizque a la es cuela. ¡Felipito! ¡Dime quién fue Cuauhtémoc!

—¡Oh, qué fregar! ¡Yo quiero mi helado!

El hombre amenaza con la mano al niño; la mujer recrimina con los ojos al hombre.

—Bueno, ya estamos aquí, México lindo503. Vas a ver, Tere, cómo en la capital salimos de dificultades. Aquí se hace dinero pronto, verás si no. Con mi oficio de talabartero, y con la clientela de gringos que hay aquí, al año somos ricos. —Eso mismo dijiste cuando nos fuimos de Culiacán a Piedras Negras, y ya ves, ni para el arranque.

—¡No me hables de esos pueblos, Tere! Ve nomos donde estamos ahora. Aquí, con nuestros ahorritos nos instalamos, y hasta tomo un aprendiz, y al año nos están entrando tres mil pesos al mes, libres. Tú verás.

La mujer sin forma tuerce la boca. El niño señala cosas. El hombre de sombrero norteño respira hondo en el cruce de Reforma e Insurgentes.

—¡Esta es mi capital, sí señor!

PIMPINELA DE OVANDO

—Usted sí que es chistoso, Cienfuegos. Me cita en un bar —dése cuenta— y ahora quiere que le hable de mi vida.

—¿Y qué esperaba de mí?

—Cuando menos es usted franco. ¿Quiere que le haga la lista de posibilidades?

—¿Por qué no?

—En primer lugar: Cienfuegos es amigo de Robles y puede servirme para sacar ventajas. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Pero ¿le cuento una cosa? El poderoso banquero va que chuta al Asilo Mundet. Basta con que alguien llegue a pedir la liquidación de su cuenta para que la Maison d'Usher504 se tambalee.

—Pues no parece, oiga...

—No parece porque a nadie se le ha ocurrido que Robles pueda tener todos los depósitos del banco sumidos en quién sabe qué aventuras fantásticas de compras de terrenos arenosos y esas cosas... Pero en fin, como no es el caso.

Pimpinela se lamió los labios y aparentó una absoluta despreocupación:

—Segundo: Cienfuegos cree qu'il peut coucher avec moi, y yo nunca soy ajena a la tentación de darle lecciones a la gente. Crecí para aprender a dar lecciones. ¿De acuerdo?

—Sí, pero tampoco es el caso.

—Tercero, improbable en su caso, pero al fin mi métier: usted quiere que un nombre aristocrático le dé brillo, mi amigo. Para eso estoy yo. Creo que usted mismo lo dijo alguna vez, ¿no? Dame lana y te doy clase, dame clase y te doy lana. Pero como éste no es su caso, pues entonces me imagino que el caso es que le cuente mi vida, ¿no?

—Su vida, exactamente, no. Las vidas, en general, sí...

—Eso es el chisme.

—Ya usted bien que le gusta.

Pimpinela sonrió y se quitó los guantes. Miró a su alrededor, en busca de caras conocidas. El pequeño bar lo era, más bien, para amasiatos y canas al aire y novios sonrojados. Con avidez mayor, Pimpinela buscó caras conocidas. Una pequeña vela mortecina envuelta en un cucurucho de papel pergamino se sembraba sobre cada mantel. Las caras no se podían distinguir. La distribución del bar en caballerizas aumentaba el encubrimiento, y un pianista tenaz sumergía los ya imperceptibles murmullos de los hombres y mujeres diseminados por la salita.

—Por lo menos en los reservados de hace treinta años había chaisse-longues y otras facilidades.

—Vivimos en la época del cachondeo505, señorita.

Pimpinela apretó el guante y dejó que sus ojos brillaran con una cólera helada:

—Le prohibo... hay ciertas palabras que revelan inmediatamente la clase de la persona que las pronuncia.

—¿Qué toma, Pimpinela?

—¡Le estoy dirigiendo la palabra! No haga usted guiños de lépero506.

—Querida Pimpinela: con esa falta de ductilidad no se llega a ningún lado, mucho menos a la devolución de haciendas y a la restauración del pasado...

—¡Qué sabe usted! Es muy fácil juzgar. ¡Qué sabe usted!

Pimpinela se levantó y dio la espalda a Ixca mientras se ponía los guantes. Forzó una sonrisa y salió del bar. En su Opel, corrió hacia el apartamiento de la calle de Berlín. Ansiaba volver a estar, sólo a estar, en un receptáculo adecuado, en un lugar fabricado cuidadosamente para preservar, y demostrar, ese imponderable del que se sentía depositaría. Abrió la puerta y, antes de encender la luz, se detuvo un momento: quería oler las alfombras mullidas, el ramo de siemprevivas, el leve perfume que su propio cuerpo había ido dejando, suspendido, en cada día de vida aquí. En la oscuridad, recorrió con las puntas de los dedos los muebles de terciopelo rojo, las vitrinas enchapadas, el marco de los cuadros. Encendió el tocadiscos y colocó la aguja sobre el que ya estaba puesto. Un río domeñado de cuerdas insistentes inundó la sala; Pimpinela se recostó en el diván de terciopelo, cerró los ojos y dejó que Vivaldi la arrastrara a un mundo a la vez intangible y hondo, hecho de cristal marino, océano de aire. Creación plena, se repetía sin hablar Pimpinela, herida por la música, inerte, sin una sola célula en tensión: sentía que la música la licuaba; quería agradecer una creación que sentía destinada a ella sola; como una especie de premio providencial que se acumulara a los del nacimiento, a los de la colocación en la vida —y sin embargo, se repetía también que ella no lo había querido, ni pedido. Se sentía, más que recompensada, definida, entera, absoluta —y al mismo tiempo, se repetía que vivía rota y fragmentada, y que era ese fragmento de algo lo que luchaba y se fatigaba en la restauración de otros fragmentos, de otros fragmentos rotos que tampoco podrían volver a ser. En un segundo sagrado, Pimpinela tocó, olió, recordó, sustrajo del pasado todos los elementos de su ansia de conservación; su memoria voló hacia atrás y hacia adelante, en un doble movimiento unido por el afán de recuperación, mientras sus ojos se llenaban de un humo opaco y volátil.

—La niña Pimpinela no quiere comer, señora.

La señora de Ovando se dirige, flotando entre la mesa de cor-piños y sedas ruidosas, a la niña de bucles rojizos que hace pucheros, sentada en su alta silla de caoba, sobre el plato de avena. Parece un alfiler dorado perdido en el centro del comedor, sobre los tapetes persas, bajo los dos candiles que jamás —recordaría— dejaban de surtir un levísimo campaneo de cristal, la mesa con incrustaciones de cobre hecha para acomodar a veinticuatro personas, los espejos —uno en cada extremo— que reproducen en un acordeón de imágenes el mundo intermedio y sus objetos: las paredes tapizadas de damasco verde, la cómoda en marquetería de concha nácar, los vasos de mármol blanco con las estaciones representadas en una guirnalda ininterrumpida de frías peras, flores, nueces, duraznos, castañas. Pimpinela abre los ojos un instante a los objetos de la gran casa, rodeada de jardines planos y elaborados. Sillones c de porcelana azul de Sévres; el reloj en «rocaille», coronado por un cupido gordinflón que iba levantando su arco a medida que avanzaban las horas; las mesas con patas en cabriola mantenidas sobre cuatro máscaras de leones. Más gabinetes de vidrio repletos de abanicos pintados que reproducen escenas de Watteau. Arabescos sobre los respaldos de punto, flautas suspendidas sobre las puertas, candelabros con listones amarillos de plata. El salón de entrada, con su escalera de doble ascenso. Dos bustos de Marco Aurelio, idénticos, en los nichos. Y el reflejo infinito de los dos espejos de marco dorado.

—Una por papá, otra por mamá...

La niña se prende al cuello de su madre.

—¿Qué tiene mi niñita? ¿No le gusta su avena fea? Véngase con su mamá, mi sol.

Un lando capitoneado espera en la puerta. Pimpinela clava sus ojos azules en el cielo, viéndolo correr entre dos playas de árbol. Mueve rítmicamente sus piernas en el aire, se acerca a las telas suaves, casi eléctricas, de su madre. Casas de uno, de dos pisos, pintadas de rosa y verde pálido, con balcones enrejados y altos zaguanes. Hombres con enormes sombreros puntiagudos se pasean cargando cubetas de agua. Puestos de dulces, calles empedradas, rígidas lámparas de gas. Y otra vez el cielo detrás del follaje. Encajes amarillos circundan los bordes del lando, y su olor es empolvado y penetrante. El medido clic-clac de los caballos sobre la baldosa la adormece. Pimpinela huele los encajes amarillos, luego las ropas de su madre, esconde la cabeza en su regazo, y duerme.

—Defenderemos lo nuestro, Angélica.

—La niña ya está grande. Merece otras cosas, merece el ambiente para el cual la criamos. No puedes negarle eso a tu hija. No puedes destinarla a vivir a escondidas en un país destruido por la revolución y la vulgaridad.

—Defenderemos lo nuestro, Angélica. Mira a tu prima Lorenza. Ella y su hijo sí que viven a escondidas del país y de sus deberes. Nosotros rescataremos lo que se pueda de esta orgía de barbarie.

Don Lucas de Ovando se pasea por el vestidor con un dedo en la leontina roja que le cuelga del chaleco. Con la otra mano, da forma a la barbilla entrecana que se dispara de su mentón exagerado y firme, como sus ojos metálicos, como los dos surcos de las mejillas, la compacta rigidez de su escasa estatura. Alta, blanca, lánguida, Angélica cepilla su largo pelo de tonos cobrizos frente al espejo.

—No entiendo cómo, Lucas...

—¿Tú crees que esta revolución es distinta a cualquiera? No. Ya hemos visto demasiadas en México. Nuestras familias han pasado por la Acordada507 y la proclamación de Pío Marcha508, por el Plan de Casamata509 y el Plan de Ayutla510, por el de ¡a Noria511 y ahora por el de Guadalupe512. Todo es lo mismo. Para superarla hay qué entender de qué se trata cada revuelta económicamente y afianzarse por allí. Ahora el peligro son los zapatistas y todos esos rufianes agrarios. Allí va a venir el golpe.

—Pero si de eso vivimos, Lucas, de las haciendas. ¿Qué vamos a hacer entonces?

—Deshacernos de las haciendas. Venderlas rápido a los americanos. Cambiarlas por casas en la ciudad. En el Distrito Federal no va a haber revolución agraria, Angélica. —Pero no es eso lo que me preocupa. Es la falta de un ambiente adecuado... ¡Pobre Pimpinela! Cuando pienso en mi vida de señorita... —Prefiero a nuestra hija con un carnet de cotillón vacío que muerta de hambre. Está resuelto. Ya vi los terrenos del último tramo de la Reforma. Valen cuartilla. Y más de un hombre de escasas luces está dispuesto a cambiarme una esquina del centro por una hacienda. Verás cómo tengo razón.

—¿Tú fuiste a muchos bailes, mamá?

Angélica acaricia la cabeza de Pimpinela. El cuello, los brazos, la cara de la muchacha casi brillan en el contraste con el flojo ropón negro. Esa nariz —piensa Angélica—, esa nariz de Lucas, ese signo de calidad, otra vez en Pimpinela. Sin embargo, era tan chanta de niña.

—Sí, entonces las cosas eran distintas —trata de reír Angélica—. Ahora, ya ves, hay que ser de Sonora o de Sinaloa. —¿No sería precioso dar un baile cuando cumpla mis diecinueve?—. Pimpinela, de rodillas, se acerca a las piernas de su madre. El vestidor es el mismo, pero con las cosas un poco estropeadas. Faltan criados que sacudan minuciosamente el polvo dormido entre los pliegues del mármol de los vasos y sus pedestales. —¿No sería precioso? Ahora que ya pasó el luto de papá...

—Es que casi no queda nadie, hijita. ¿A quiénes invitaríamos?

—¿Por qué se han ido tus amigos y los de la familia?

—En fin; tu padre tenía ideas muy definitivas. Sí, rescató algo, como él decía. Pero la vida no es sólo eso. Es un ambiente, es estar con las gentes iguales a uno...

Pimpinela piensa en todos los bailes a los que no había podido ir; ¿para qué hablar?; conoce la respuesta de su madre: —Mientras no puedas ir a bailes de gentes conocidas, acompañada por un muchacho decente, y al cual también haya sido invitada tu madre, te quedas en tu casa.

—Hay un muchacho, mamá... lo conocí con Margarita en un salón de té... es abogado, y...

—¿Cómo se llama?

—Roberto Regules.

—¿Regules? ¿Regules? Es la primera vez que escucho ese nombre.

Angélica, sentada en un incómodo sillón bordado, come lentamente marrons glacés. A sus pies, Pimpinela frunce la frente, ceñida por una banda negra.

—Pero mamá, es un muchacho muy bien, se viste correctamente, es muy atento.

—El hábito no hace al monje, niña. Tú sabes que cuanto hago es por tu bien. Mira: tu padre fue muy inteligente y nos dejó acomodadas, mientras tantos lo perdieron todo. Podemos vivir decentemente de nuestras rentas. No hay necesidad de mezclarse en este nuevo ambiente. Rescatamos, como quería tu padre, algo de la fortuna. Sepamos también rescatar nuestra dignidad. Tenemos el deber, en honor de la memoria de tu padre, de ser fieles a él.

—Sí, mamá...

—No podemos sacrificar eso por un baile, Pimpinela. Pero te entiendo, te entiendo— Angélica acerca la cabeza a la de la muchacha. —¡Cómo no voy a entender! Cuando pienso en mi juventud, tan distinta... Hubieras visto los uniformes que se usaban entonces, aquellos penachos, y los cascos. Las cuadrillas... llegó luego el vals, y volaban las telas, en un remolino, en brazos de jóvenes que... Era como una ceremonia, ¿ves? Tal día del año, el baile de una familia, otro día, el de otra, y así... —Angélica toma los hombros de Pimpinela: —Y si vamos juntas a Europa!

Pimpinela salta agitando las manos: —¡Mamá! ¡Mamá! ¡Europa!

La madre recoge las faldas negras y corre al pequeño armario enchapado; excitada, revuelve los papeles amarillentos: los títulos, los contratos de arrendamiento, hasta sacar, al azar, uno. —Cinco de Febrero y Bolívar... cincuenta pesos el metro... hoy valdrá cien; ¡ya está, hija! ¡Eso es!

—¿Recuerdas al chico Regules, mamá?

—¿Régules? Primera vez...

—Primera vez. Sí.

—¿Qué le sucede a tu señor Regules?— Angélica tose agudamente desde su cama espumosa, inundada de colchonetas y almohadones bordados.

—Se ha casado— Pimpinela recorre lentamente, con los dedos, el filo dorado de la cama. Siente en el porte de la mujer madura, aun aquí, en el lecho de enferma, cierto brillo que ella, al bajar la vista, refleja opaco en su propio cuerpo. —Se ha casado con su secretaria. Van a Nueva York de luna de miel. ¿Recuerdas que lo conocí... hace seis años, cuando era un abogado joven? Ahora es...

Angélica se compone cuidadosamente el pelo bajo una cofia blanca: —Sí, me imagino. Las carreras se hacen pronto hoy. Alguna diferencia debe haber entre 1910 y 1935. Rapidez, modernismo, sí, eso es, todo eso—Angélica vuelve a toser, arqueando las cejas.

—Tienen una casa en las Lomas, con un gran jardín, un automóvil. Roberto es el abogado de muchas compañías nuevas.

—Sí, sí, modernismo; antes sólo los hombres maduros tenían responsabilidades.

—Pude haberme casado con él.

Angélica mueve la cabeza con un signo de impaciencia: —Estamos bien, hija, estamos bien. No nos falta nada.

Pimpinela aprieta el filo de la cama con ambas manos:

—¿Soy guapa?

—Más que guapa. Diría que eres distinguida, que has heredado la...

—¿De qué me sirve? Mamá, mamá, no quiero hacerte sufrir, lo sabes. Pero dime de qué me sirve ser una mujer decente, respetada, con un nombre ilustre. Dime.

—Hijita, no te excites. Estás en muy buena edad...

—Eso dijiste cuando fuimos a Europa. ¿Se acercó alguien a la mexicanita pobretona? ¿Se acerca alguien en México?

—Si te hubiera tocado vivir mi juventud, si te hubieran tocado los bailes, los paseos, la forma de vida del siglo pasado...

—Pero no me tocaron... Y no es un baile o un paseo, es pertenecer, saber que eres aceptada... no sé... mamá, te juro que no es por hacerte sufrir, pero quiero saber...

—No tuvimos la culpa —Angélica adelanta un brazo, requiriendo la mano de Pimpinela—. Se vino abajo nuestro mundo. No puedes culparme... Se cerraron las puertas.

—Roberto se casó con su secretaria.

—Déjalos, están bien, ése es su mundo, no el tuyo. Conténtate. Estamos bien, no nos falta nada. Y si nos falta, ya sabes que podemos vender una manzana, ir otra vez de viaje...

—Pimpinela de Ovando.

—¡N'hombre! ¿De los meros apolillados?

Pimpinela amplía una brillante sonrisa. Pasea la vista, con una delectación que sus anfitriones no dejarán de malinter-pretar, por la sala. La cáscara californiana513 —ventanas de colores con marcos de poschurriguera, abundancia de rejas, pisos de azulejo— está rellena de muebles en estilo moderne: patas niqueladas, asientos de caucho, mesas de laca roja; y la docena de espejos de todas las formas —estrella, luna menguante, ola, escalera. La dueña de la casa, con visible entusiasmo, maniobra las persianas.

—Están decorando precioso en México— suspira Pimpinela.

—Disponga, es su casa.

—¡Qué pintura deliciosa!

—No se crea; apenas una de las primeras cosas que compré.

—Un Tiépolo, se diría. Algo de esa gracia densa, crepuscular, de Venecia...

—Eso eso, eso es. Venecia al atardecer, el crepúsculo, pues.

—Hmmm —Pimpinela desparrama su sonrisa sobre los anfitriones—. ¡Qué agradable! Hace mucho que no visitaba algo tan chic514.

—Eso es.

—Ustes que es connoisseur, general, se interesaría en unos cuadros que yo tengo. Claro, datan del siglo XVII y han pasado de generación en generación, pero tratándose de usted...

—Podemos tutearnos, ¿verdad?

—¡Pimpinela! He aprendido a apreciarla... a apreciarte tanto...— Silvia Regules sirve dos tazas humeantes de té,

—¿Limón?

—Gracias.

El atardecer entra oblicuo, por los anchos ventanales de la mansión de las Lomas de Chapultepec y cae, en una coronación intangible, sobre la cabeza y los hombros de Pimpinela. —Tus sugestiones para el party515 de la otra noche fueron espléndidas, sencillamente espléndidas, Pimpinela. No sabría cómo pagarte...

Pimpinela da dos pequeñas palmadas sobre ¡a mano de Silvia. —Olvídalo. Da tanto gusto, en el ambiente de México, encontrarse con una mujer como tú. La distinción no se aprende, Silvia querida. Sabes, después de haberlo perdido todo con la Revolución, no tenemos más riqueza que la de encontrar gente igual a nosotros, con las cuales pensar, un poco, que nada se ha perdido, que los dones de la discreción y la elegancia...

—Pimpinela querida...

—En fin: encontrar espíritus afines.

Tu amistad significa tanto para mí.— Silvia respinga un poco más su nariz y se acaricia el cuello y los pendientes. — Ya ves, Roberto siempre está cargado de trabajo, el pobre. De la Presidencia516 lo llaman a cada rato. Ya es consejero de quién sabe cuántas compañías.

—Si, ya sé lo que es eso. Mi padre llevó una vida semejante. Pero todo eso se acabó para nosotros, Silvia. Nosotros fuimos alguien, ¿sabes?

—¡Pimpinela! ¡Fue horrible!— Silvia se lleva la mano a la garganta y abre desmesuradamente los ojos. —Todos esos asesinatos y esos curtías matados. Y los robos, los robos. Todas aquellas haciendas preciosas.

—Sí, todo es cierto. Pero te repito: es la amistad lo que importa conservar, no los bienes. La amistad, la distinción, la elegancia, los verdaderos bienes del espíritu.

—Sí, sí, Pimpinela. Eso es lo que siento contigo. A veces me desespero tanto, sola aquí, con los niños en la escuela y Roberto trabajando hasta las diez de la noche.

—Cuenta conmigo. Podemos salir cuando quieras, a dar la vuelta, a un cine, a tomar la copa.

Un claxon517 insistente penetra hasta la sala. Pimpinela saca un espejo de mano y se polvea. —Ése es Pierrot518 Caseaux que viene por mí. Nos veremos mañana, ¿verdad?

—Sí.— Silvia vuelve a los pendientes y sorbe una lágrima ficticia. —¿Pierre Caseaux, ese chico tan guapo que sale retratado cada rato en los sociales?

—El mismo. Es encantador, y con la ventaja de que no tiene otra cosa que hacer que pasear a sus amigas, ¡es divertido! ¿Quieres que te lo presente?

—Norma, Norma, si no fuera por la amistad que nos une... —Para eso es, Pimpinela, ¡no faltaba más! Cómo no voy a atender tu asunto, si es el mío, si yo pasé por eso. Yo tuve la suerte de casarme con Federico, y eso me solucionó todos los problemas. Cómo crees que no voy a ayudar a una amiga de mi clase...

—Sí, eso nos salvará siempre, Norma, esa fidelidad a nuestra clase. Hay quienes no lo comprenden.

—Cuenta con lo que quieras. Hoy mismo le hablaré a Federico. No le gusta que me meta en sus negocios, pero por ti haré cualquier cosa.

—Tía Lorenza quedó encantada contigo.

—Es una monada. Me recuerda a mi madre, que en paz descanse.

—Dice que cuantas veces quieras la vayas a visitar; que le recuerdas su juventud.

—¡Qué monada! No cabe duda que las gentes que se han criado igual acaban juntándose. Sobre todo en este ambiente tan inmoral. ¿Qué te parece lo de Silvia y Caseaux?

—No hay que culparla. Vivía sola, sin la menor atención de su marido, sobre todo en esos pequeños detalles que tanto cuentan.

—Yo vivo igual y no me quejo ni ando buscando padrotes519, .

—Ahí está la diferencia, claro. Tú eres gente decente. JA decencia da fuerza.

—Seguro que ya la llevó a la hacienda esa, ¿verdad?

—Por supuesto; van todos los week-ends.

—Vivir para ver. ¡Qué gusto tenerte a ti de amiga, Pimpinela, tú que estás por encima de toda esta pelusa520!

—Son cosas que no se aprenden, Norma... así nos criaron.

—Y no te preocupes por nada; ese asunto se va a resolver a tu favor. Me dejas apuntado lo que quieres, ¿verdad?

Pimpinela se levantó del diván y encendió las luces; la aguja saltaba del disco, repitiendo un chillido agudo de violín: era, sin embargo, parte de Vivaldi, pensó Pimpinela y dejó que el ruido se siguiera repitiendo, infinitamente, mientras ella se detenía frente al espejo a observar su elegancia rubia, su cuerpo delgado, su severo sastre negro, sus manos tensas sobre los muslos, su nariz aguileña, los dos ojos metálicos fijos en el reflejo, los surcos que comenzaban a hundirse en la barbilla altanera. Quiso recoger, detrás del vidrio, toda la minucia de su casa infantil, iniciar otra vez el recuerdo... «Señora, la niña Pimpinela no quiere comer» ... «No tienen derecho a juzgarme», dijo, y volvió a apagar la luz mientras la aguja continuaba chirriando sobre el disco rayado.

El rostro catalán, de hachazos, se enfrenta a la cara gastada, redonda y rojiza. La mujer del rostro de hachazos está sentada en una silla tan rígida como sus propias espaldas, y en la pequeñísima estancia lucen fotos viejas, dos reproducciones de Los Caprichos, una fila de libros ojerosos: Prados, Hernández, García Lorca, León Felipe, Altolaguirre.

—¿De manera que lo habéis visto?

Vamos, señora, ver es un decir... ya estaba tan malo su espo so... no lo hubiese usted reconocido.

—¿En qué lugar?

—Hombre, en las cercanías de Tarragona. Pero ya era otro.

Nadie lo hubiese reconocido.

—Cumpliré pronto trece años en México, se olvida usted.

Vamos, ni así. En fin, ya era otro, no era el mismo.

La mujer rígida, alta, sabe que el hombre redondo y colorado no la entiende. Ella quiere decir: su rostro es el mismo para siempre, es el rostro del miliciano, tostado por el sol, con el máuser oxidado al hombro, es ese rostro perdido que se voltea para decirle el último adiós, agitando la gorra mientras el aire de San Feliu mezcla Mediterráneo y Pirineos y todas las voces, de pueblo y milicia, cantan... en el frente de Teruel, primera línea de fuego... y los ojos cenicientos de Pablo se alzan hasta el balcón donde ella permanece con su mejor sonrisa, se alzan sobre el ruido de la marcha y las voces y el cruce de aires, de montaña y sal, y a ella le dirigen su canto raspado, de espuela y trinchera... si me quieres escribir, ya sabes mi paradero, en el frente de Teruel... Nada cambiará ese rostro: la mujer catalana con el perfil de hachazo lo sabe:

—No venirme con pamemas. Hable de una vez.

—¿Trece años en México, señora?

—Van a serlo. Ya veis, una tienda de dulces y allá vamos sin pasar hambres. Nada se nos ha negado. Ahora somos de aquí y de allá. Dos patrias siempre son mejores que una. ¿ Y vosotros? ¿Escapasteis? ¿Cómo?

Vamos, andando. De noche. Hasta la sierra de la Pena y de ahí a Jaca. Luego por lo más alto, para bajar a Francia, a Laruns. Nada más. ¡Y que reviente el Moro barrigón si puede ca minar lo que yo he caminado!

—Sois bravos, como siempre.

—Séalo usted también, señora, que dejé muy malo a Pablo en el campo.

—Él sabrá aguantar. Aguantó los stukas521, ¿por qué no ha de aguantar las alubias podridas de Franco? Aguantó Teruel y Guadalajara y el sitio de Madrid. Así es mi Pablo, sabedlo. ¡Qué cosas tenéis! Si él sabe que lo estoy esperando aquí, que para mí trece años... vamos. Eso me dijo cuando salía cantando de San Feliu con la milicia. Ya sabes mi paradero. Yo aquí; él allá: es lo mismo. La distancia no se mide por los mares.

—Señora... no sé Pablo ha muerto. Quiso protegernos las espaldas. Lo acribillaron los guardias. No salvó la vida: creyeron que era sólo él. Era un valiente.

La voz atropellada del hombre redondo pasa por todo el cuerpo de la alta mujer rígida con ojos de ciruela y manos largas. Una percusión de escenas: despedidas, llanto limpio, fugas, soldados escondidos, caminantes por la nieve, cantos, rostros de meseta y de costa, de Navarra y Valencia, de Castilla y Extremadura, botas y alpargatas, vino y cebollas, los rostros de la única historia honrada y pura hasta la raíz, de la única prueba absoluta del hombre concreto, rasgan los ojos de la mujer. Las manos largas empujan su cuerpo fuera de la silla rígida. La voz apagada espera algo más.

—Ya le he dicho que la distancia no se mide así. De pie, señor, de pie... y cante conmigo, cante como antes, cante para despedir a Pablo.

La voz apagada de la mujer con el rostro de hachazos, la voz ronca y quebrada del hombre redondo y rojizo apenas se escuchan en la pequeña sala de la calle del Nazas: con el quinto quinto quinto, con el quinto regimiento, madre yo me voy al frente, para las líneas de fuego...522.

AUNQUE ME ESPINE LA MANO523

Durante toda la cena, Robles se dedicó a hacer reminiscencias de su vida política. Sólo al tomar la copa de vino cortaba su flujo de palabras y Norma, ya mecánicamente, cumplía la lección y se dirigía a Ixca Cienfuegos:

—¿Ya leyó usted a Curzio Malaparte?... ahora viene un ballet524 hindú a Bellas Artes... el domingo pasado, en el Jockey...525 en fin, la dignidad y la discreción exigen ciertas cosas... cenamos Federico y yo con Su Alteza y la Condesa Aspacúccoli... tuve la suerte de encontrar un Orozco impresionante... encargamos ese bibelot526 de Bruselas...

y dejaba de hablar en cuanto su marido volvía a colocar la copa rosada sobre el mantel:

—Le iba diciendo, Cienfuegos, que nuestra borrachera con el petróleo ya debe acabar. No poseemos las capacidades para conducir exploraciones permanentes y en gran escala. Poco a poco, disfrazadas pero seguras, las compañías extranjeras tendrán que regresar a darnos su saber técnico y su dinamismo. De lo contrario, tendremos que seguir un proceso de industrialización lento, frenado por el afán patriotero de gritar que el petróleo es nuestro527. El bienestar definitivo del país, se lo digo, está por encima de cualquier satisfacción patriotera.

Cienfuegos observaba en silencio este juego y se divertía contando los minutos, casi equivalentes, en que se desarrollaban sus fases en contrapunto. En una cabecera, la figura plomiza de Robles, rígida y lenta, y en la otra, la languidez natural y rubia de su mujer. Al finalizar, Robles encendió un puro y pidió permiso para retirarse:

—Tengo una junta extraoficial, pero todavía es temprano. Norma, atiende al señor Cienfuegos, ofrécele un licor— Y con un abrupto movimiento de cabeza, se despidió.

—¿Cognac528, menta, anis...?— inquirió Norma mientras se frotaba una muñeca sobre la otra, repitiendo los movimientos que hacía el perfumarse.

—Sí... un cognac —dijo, mirándola fijamente, Ixca Cienfuegos.

El silencio se prolongó; Norma preparaba la bebida. Y por varios minutos más: Cienfuegos calentaba la copa.

—No tiene usted ninguna obligación de quedarse— dijo Norma suprimiendo un, sin embargo, notorio bostezo. —Si he de serle franca, estas situaciones no son sino muestras de confianza que me da Federico. Las inició desde que nos casamos, figúrese.

—¿Le han servido de algo?

Norma rió: —Hoy sólo se engaña a los maridos por puritito sentido del deber. Y a mí me gusta hacer las cosas con peligro o alegría, ¡ja!

Había algo incómodo, tieso, en toda la estancia de muebles forrados de brocado azul que no hacían juego con la arquitectura colonial y con los vitrales ilustrados por escudos de armas que acompañan a la escalera en su ascenso. Una extraña mezcla de estilos señalaba a toda la mansión: paredes de imitación piedra, pintadas de un marrón amarillento, un balcón en el segundo piso, nichos para diversas vírgenes locales —los Remedios, Zapopan— lado a lado con bustos romanos y estatuillas chinescas. Los cuadros de Félix Parra529 que Pimpinela les había vendido a los Robles, y que en otra época decoraron el vestíbulo de la casa de Hamburgo. Algunos bibelots y un piano de cola; grandes espejos de patinación postiza. Los sofás de brocado azul y añadidos de madera labrada. El piso de mármol, los candiles del comedor, las rejas de las ventanas, todo parecía desentonar con la elegancia al día de la dueña de la casa, con su vestido y sus joyas. Cienfuegos pensó en este lugar mestizo del encuentro de Federico y Norma. Su mirada, fija, concentrada, no varió:

—Usted ha servido a su marido.

—Se lo acabo de decir: no hay mérito alguno. A mí me gusta hacerlas cosas...

—No, no me refiero a eso. Quiero decir que Robles ha conseguido de usted lo que quería al casarse. Pero —dígame si me paso de la raya— ¿usted ha sabido aprovecharlo a él?

—No se preocupe. Creo que somos gentes de mundo. Y nada pierdo con decirle que me casé con él porque estaba arruinada. Mi familia perdió todo en la Revolución...

—Conocí a su hermano en el Norte, Norma. Entonces ganaba muy pocos centavos en aquella mina. Puede que ahora, de bracero, le vaya mejor.

Norma sintió que con sólo arquear la ceja y reír, como lo hizo, no lograría disfrazar su repentino malestar: —¿Es usted chantajista de profesión, señor Cienfuegos?

—En cierto sentido... Quiero decirle que conmigo no tiene usted que fingir. Acépteme así, o córrame ahora mismo.

—Ya se lo he dicho: peligro... o alegría.

—¿Qué le hacen sentir estos nombres: Santa María del Oro, Rodrigo Pola, Pedro Caseaux, la hacienda de San Fermín, Na-tasha, Pimpinela de Ovando: peligro, o alegría?

—Si quiere usted llamarme nueva rica, o social clímber530, o prostituta, me dan risa —dijo Norma al encender un Parlia-ment—. —Si quiere llamarme esnob, me dan tristeza. ¿Quién no es esnob de alguna manera hoy en día?

—¿Y usted, de qué?

—Yo, pues de nombres y dinero y de sentirme que soy lo mejor que puede ofrecer este país. ¿Usted sabe lo que es arrancarse a la vida cursi de la clase media mexicana? ¿Usted sabe lo que es estar condenada por quién sabe qué reglas a ser mediocre, modesta, mal vestida, avergonzada de uno misma, triste, tristísimamente casta hasta cuando se pierde la virginidad? Yo me crié en ese ambiente, y de haberme dejado, hoy vendería lociones en un almacén y viviría ilusionada por ir a un cine los sábados. Llámelo esnobismo, o talento, o afán de vivir, pero aquí estoy yo y allá abajo quedaron ellos.

Norma se puso en pie: —Le prohibo que los mencione... Lo haré yo: mi madre y mi hermano. Ellos no pudieron, o no tuvieron lo que hace falta. Y esas victorias se ganan solas, no se pueden compartir. Si eso es esnobismo, me siento orgullosa de serlo. Ahí está.

—Quizá el esnobismo sea algo más grave de lo que usted dice. Quizá no sea sino una forma de ceguera del espíritu: considerar todas las cosas en sí, sin atributos. El esnob intelectual que sólo considera la inteligencia en sí, el esnob social como usted, el esnob de la ignorancia para quien no saber nada es un signo de superioridad, el esnob físico, el de la clase que usted quiera, vacían de contenido todas las cosas. Las que ellos prefieren son buenas; las que rechazan, malas. La mitad del mundo se les muere en la indiferencia. El mundo, sin embargo, nunca es una mitad, la mitad que nosotros quisiéramos. Pero volviendo a usted: yo sólo quiero llamarla Norma Larragoiti, la mujer que ha permitido a Federico Robles afirmarse frente a los otros, encontrar su diferencia frente a los que dejó, y superar todas sus vergüenzas. La cómplice.

—Tiene usted gracia. ¿Por qué no le dice eso mismo a Federico? Él es un self-made man. Yo, pues yo sólo he cumplido mi propio destino, aparte del de Federico. Yo sólo le sirvo a mi marido como hoy en la noche: hablándole de Malaparte a desconocidos.

—¿Lo cree usted, o no se da cuenta? Piense, Norma, que es usted la auténtica soldadera531 ¿Cómo, sin usted, sin su estilo ficticio de amistades, sin su tipo ficticio de conocimientos marginales, pudo haberse desprendido plenamente Robles de ese pantano opresivo —y no digo esto con desprecio, sino, digamos, atestiguando un espesor, una succión hacia el fondo que hay en nuestra vida popular— de su origen? ¿Cree usted que le hubiera bastado el dinero y el éxito para hacerlo?

Norma se acariciaba la mejilla: —Casi repite usted las palabras que yo misma le dije cuando lo conocí.— Sus ojos y su boca formaron una caricatura de la ingenuidad: —«Hay que disfrutar de este México nuevo, alegre y cosmopolita, ¿no le parece? Hay que disfrutar, señor Robles, porque todo mundo tiene derecho a gozar después de trabajar toda la vida. ¡Pero hacen falta hombres de veras, con quienes disfrutar! Una chica decente como yo conoce tanto pelele sin personalidad, y tan pocos hombres con carácter a los que podría ayudar, pues en mil pequeños detalles. La vida social. La ropa. El buen gusto. El verdadero difrute de los bienes verdaderos de la vida, ¿no le parece, señor Robles?»

Ixca y Norma rieron juntos. Ella, con movimientos alegres, se sirvió una copa. La chocó con la de Ixca, y ambos volvieron a reír mientras se daban la mano.

—No crea, Cienfuegos, hace bien soltarse el pelo. Me cae usted bien.

—¡Cuidado! Recuerde el terrible chantaje que puedo hacer con el bracero Larragoiti.

—Touché. Pero ya lo sabía usted. Y ninguno de estos cretinos que me rodea se había logrado enterar de ese complejito. Pero no le creerían si fuera con la intriga. Pueden más mi pose y mis alhajas que todas sus palabras.

—Ya ve usted que nos separan menos cosas de las que podrían unirnos.

—Si no sospechara algo más sobre usted de lo que usted mismo sospecha, le diría que se acerca peligrosamente a lo cursi.

—Derecho al talón. Pero déjeme insistir: si un estadígrafo con imaginación quisiera clasificarla, la colocaría en la columnita de las novedades, y bajo el título de «intermediaria social».

Norma bebió de un golpe el cognac532. —La Procuratrice des Hauts Lieux, dat iz mi...533.

—Me imagino que Robles supo instintivamente —en nuestro país este adverbio suple todos los defectos de la inteligencia— que ni su dinero ni su éxito bastaban. En la otra orilla estaban los que, con más experiencia, sabían que la nostalgia de pasadas grandezas y los títulos apolillados no dan de comer. Ergo534, Norma Larragoiti.

—¡Ergo Norma Larragoiti! ¡Social Climber Number'One!535 ¡A labio, alabau!536.

Los ojos de Ixca brillaban, seguían el ondular del cuerpo delgado y flojo de Norma sobre el sofá. Ixca, con un mismo instinto voluntario, aflojó y volvió tensos sus músculos. Sentía una potencia fluida en cada órgano, que le nacía de las piernas, recogía su fuerza en el nudo de sexo y vientre, le ascendía y huía de sus ojos, en una corriente cargada, hacia los de Norma y su nudo, sus piernas. Norma fijó los ojos, los sintió opacos y rompió con una risa el primer encantamiento, mientras se acariciaba la mejilla:

—Sabes, Ixca, cuando me dijo Federico que venías a cenar, creí que eras mujer, ¡con ese nombrecito! Y ahora vuelvo a pensarlo. ¿De dónde sacaste esa cara, rorro?537, ¿por qué no te peinas de créw cut?538. A ratos pareces gitano, encanto, y al rato te me^conviertes en una especie de Guadalupana feroz.

—Óyeme, Norma...

Norma lanzó los brazos al aire; se pasó, desde lo alto, la mano por el cabello revuelto y rubio: —Ay, ya chole539. «Instintivamente, los de la otra orilla se convirtieron en jocoque»540— decía con la cara fruncida, imitando los gestos y la voz de Cienfuegos. Pero sabía ya que sus habituales actitudes no bastaban en esta ocasión, que Ixca Cienfuegos no era Rodrigo Pola: abrió los labios, los humedeció y cerró los ojos. Cienfuegos arrojó la copa al piso. El cristal pulverizado no afectó la actitud de Norma.

«No debo permitirle que diga lo que me quiere decir ¿por qué él y ningún otro? mi mundo está hecho, me costó trabajo llegar aquí y ahora sólo quiero gozar de todo lo que tengo —y este hombre quiere decir palabras, palabras que me hagan desear más y más, y más, hasta que estalle; y yo no puedo callarlo con mis palabras, sino con mi cuerpo y nunca he sentido mi cuerpo tan peligroso y tan alegre como ahora, nunca, ninguna de las dos veces, la vez de Pierre y la vez de Federico, la misma vez repetida y monótona y mi cuerpo va a pedir y a hablar solo, sin que yo lo quiera, sin que yo quiera nada porque yo ya estoy arriba, donde nadie puede tocarme ni hacerme daño, y ya no puedo llegar más arriba porque me destruiría y estallaría, sí, y estallaría, sí, y estal»

Ixca arrojó la copa de Norma, también la hizo estallar «Tú eres el amor como la muerte, más, como océano, capaz de contener a millones de cuerpos en su fondo, de tragarlos y nunca devolverlos»

«Amor como la muerte, más allá de nosotros, el que no podemos manchar, Ixca, el amor expulsado de la vida, llevado a su mundo y a su muerte, intocable para nuestras manos sucias»

«Porque un día es posible —¿lo has pensado alguna vez, Norma?— que ya no estés aquí, que ya no haya nada que le diga a los demás: ésa es Norma Larragoiti (que ya no te recuerden ni te busquen ni sepan nunca que Norma Larragoiti existió un día y vivió en lo más alto)»

Norma abrió los ojos y recorrió la figura de Cienfuegos, de pie, con los puños apretados y las piernas abiertas. Quiso descubrir en su actitud humildad, gratitud: lo que los demás le ofrecían cuando buscaban a Norma.

—¿Hay algo que no podemos tocar, donde somos lo que mereceríamos ser?

—Hay algo…

—¿Por qué lo crees?

—No lo creo. Lo acabo de sentir, junto contigo.

Norma se sintió, blanda y delgada sobre el couch, un poco despreciable. Sentía una pérdida de dominio; escuchaba, todavía dentro del cuerpo, imperceptible para Cienfuegos, un jadeo de animal herido y gozoso, una existencia radical de cada minúsculo poro, de cada poro y tejido palpitando en órganos, de todo el cuerpo que aquí, en su vida, a nadie había ofrecido con verdad y que ahora quería otorgar en un amor muerto, que ni ella ni el hombre pudieran tocar, un amor más allá de quienes lo practicaban.

—Dime «Te quiero» —angostó los párpados Norma.

—¿Por qué no vivir en el fondo del mar? …Hay tanto campo…

—Dime «te quiero, te quiero, te quiero»…

Norma sabía que nunca escucharía esas palabras. Sólo sabía del flujo oscuro y magnético que corría desde el centro de Cienfuegos hacia el de ella. De pie, apretó contra el suyo el cuerpo de Ixca y sobre sus labios cayeron los de él. Las lenguas se enlazaron mientras Norma buscaba la espalda tensa de Cienfuegos para allí clavar las uñas, e Ixca sentía los senos sueltos de Norma, calientes bajo la lana y luego, con los dedos, buscaba el pezón erguido y débil.

«Así soy», rió con una voz de murmullos, detrás de los labios de Ixca, Norma, y hundiendo aún más las uñas en la espalda del hombre y con un tono grave y espeso, sólo con la garganta: «Sólo tú lo sabes ahora».

Cienfuegos contaba números mientras se prolongaba el beso; masticaba la lengua de Norma, conocía ya todos los pliegues de su boca. Entonces ella se desprendió, lo alejó con los brazos y preguntó con una mueca feroz: —¿Qué tiene mi marido que no tenga yo? Dímelo ahora.

—El poder. Y saber cómo usarlo— dijo Ixca, saboreando la pintura labial.

—Ven conmigo— Norma lo tomó del brazo, y, perdiendo voluntariamente todo sentido de locomoción, golpeándose contra el barandal, riendo y acariciándose el pelo y arañando los brazos de Ixca, le hizo ascender. Abrió la puerta de la alcoba.

—¡El poder! ¡El poder!— decía a carcajadas mientras se quitaba los zapatos y el vestido. —¿Ves? Nada. Sólo tú lo sabes.

Norma se paseaba las manos por el talle; extendió los brazos hacia Cienfuegos: —Te juro que no me he acostado con nadie más que con mi marido desde que nos casamos.

Ixca estaba frente a ella de pie, tenso y fugaz, en la oscuridad, como una llama, que sólo por obra de la oscuridad brilla, pero que aun sin ella se consume: —Y lo has hecho con miedo.

Norma se cubrió lo senos con las manos, frente a Ixca: —Sí, miedo. Mira mi cuerpo, tócalo, y luego míralo a él, y dime si no me ha de dar miedo pensar que puede hervirme en la barriga otro igual a él…dime— Norma se dejó caer en la cama.

—¿Quieres uno como yo?

—No, ninguno… ven, Guadalupe feroz…

Cienfuegos tomó asiento en la cama y colocó la mano sobre el cuello de Norma. —Escúchame, desdichada, ¿quieres mi cuerpo o mis palabras? Yo no tengo sino palabras, hasta mi cuerpo es de palabras, y esas palabras pueden ser tuyas.

—Ixca, me lastimas.

—Voy a apretar hasta que la lengua se te paralice como un aguacate negro. Óyeme… tú no necesitas carne, quieres palabras, palabras para oprimir y palabras que regresen a ti convertidas en dolor de otros. No tienes derecho a sentirte satisfecha de ti misma, porque no se quiere lo que tú me acabas de decir que querías —el dinero, los nombres, el sentirte lo mejor de México— por sí solos, sino para usarlos. Tienes que ser tú, tú entera y con todas las consecuencias de tu vida, ¿me entiendes, no es eso lo que quieres?

Un gemido sin articulación escapaba de los labios de Norma, pero sus ojos no lanzaban miedo, sino un desprecio cercano a la avidez. El cuerpo, desnudo pero sin voluntad, perdía todo su atractivo, inerme.

—Toma el poder, te pertenece. No necesitas otra cosa. Y yo no te daré el gusto de que sientas mi carne hasta que te tragues todas mis palabras, te den náusea y te embaracen como a un pulpo, hasta que las hagas tuyas.

Ixca volvió a clavar los dientes sobre los labios de Norma, hasta arrancarles sangre. Norma dejó escapar un nuevo gemido, involuntario, prolongado, fabricado de tiempo más que de ruido y abrazó con una fuerza nueva, fuerza de la primera entrega, entrega sin razón, poblada de ojos dormidos, lastrada por el azar y la locura, a Ixca. Las uñas en la carne, la boca gimiendo, los ojos implorantes. Norma sintió que una marejada de sol la levantaba y la arrastraba y la dejaba caer en una estela de ceniza honda y aérea que corría sola, a espaldas de ese sol, esclava de su ruta, y volvió a clavar las uñas y los labios mientras el aliento de Ixca Cienfuegos entraba, como un escape de vapor, a su oído: —¿Lo harás, Norma, lo harás?

Y no su voz, sino todos los ecos de ese nuevo mundo realizado en un instante, mundo de ojos dormidos y azar y locura, contestó: «Haré lo que quieras, pero me harás tuya una y otra vez, ¿verdad?»

Cienfuegos pensó que Norma se haría, y se destruiría, a sí misma. Con los ojos abiertos buscó con su lengua la otra para hablarle desde dentro a la mujer, acre en los acentos de pasión de sus axilas, con una voz que sólo así podrían escuchar los dos, y ya no sentía las uñas de Norma que penetraban más y más en su carne hasta abrirla y rasgarla y gemir: —Dime te quiero, te quiero, te quiero.

El padre, la madre, la abuela y cinco niños llegan al puerto de Acapulco541 en un Chevrolet 1940 cuajado de lodo y olor a vómito y cáscaras de plátano. Los niños gritan al ver, por primera vez, la franja verdosa del mar. «¡A callar, escuincles babosos!»542. «No tienes por qué ponerte así, Pedro. Es natural». «Si usted siempre ha sido de lo más considerado —respinga la abuela—, de lo más fino en todo, cómo no. Luisa, ¿recuerdas a aquel joven tan guapo que te cortejaba antes de que cayeras con este… con este hombre tan considerado…?» «Cállese la boca, señora, si no quiere que le falte al respeto —aúlla, desde el volante, el hombre colorado de cerdas canosas—. Usted se olvida de que yo anduve con las fuerzas de Maytorena543, y si ya no tengo que cuerear544 a un cabo borracho, todavía puedo hacérselo a una suegra metiche545 y loca como usted». «¡Usted no ha peleado en más batallas que las que yo le he dado, lépero!»— grita la abuela desde el asiento posterior, inundada de niños sucios y despeinados. «¡Señora! ¡Mi paciencia tiene límites!» «Ándele, pelado; cuando pienso que Luisa pudo…» «Está bien, mamá. ¿Qué tal estará el hotel adonde vamos, Pedro? Ojalá no tenga piscina; me da tanto miedo que uno de los niños…» «¡Ah, cómo no! Nomás faltaba que después de dejar todos los ahorros del año zambutidos546 en este esquilmadero, se nos ahogue uno de los mocosos. Mira, Luisa, vámonos regresando. Ya veo lo que va a ser esta vacación. La vieja loca repelando…» «¡Lépero! ¡Así lo han de haber criado!», gruñe la abuela de chongos547 alborotados y mejillas temblorosas, «…tú sin descanso por cuidar a los escuincles…»«Y tú sin oportunidad de parrandearte548, ¿verdad?» —comienza a lagrimear la mujer morena y delgada. «No es eso; saca la cuenta; treinta pesos por persona con comidas, multiplicado por ocho… ¡es la ruina, Luisa! Y las propinas, y los meseros tan altaneros, y que su paseíto en lancha, y que su agua de coco, ¡francamente, es el cuento de nunca acabar». «Entonces, ¿para qué nos prometiste?» «¡Poco hombre! Si Luisa se hubiera casado con…» El puerto sofocado, su olor a pescado corrupto y gasolina, brilla a cada lado del viejo Chevrolet. Los niños gritan y empiezan a desvestirse.

PARADISE IN THE TROPICS

«Este hombre me quiere destruir», pensó Norma, ahora tendida sobre la arena amostazada de la playa particular que, en una breve ensenada de las rocas, brillaba al pie de la enorme casa amarilla de terrazas voladas y toldos azules y plantas de sombra apiñadas en torno al bar de bambú y cocoteros: dos puntos dorados, de luz artificial entre tanta como el cielo quería otorgar. Lo pensó ahora, cuando las olas se acercaban tímidas y extenuadas a lamer sus pies, y quería saber que lo creía desde el momento en que conoció a Ixca Cienfuegos. El sol la tostaba, ahora, como en otro momento de sus recuerdos: Norma levantó la cabeza y vio la de Ixca, lejana en el mar, nadando rítmicamente hacia la playa. Los ruidos, escasos —lejano silbato en Icacos, el saludo ahogado de las golondrinas—, se reproducían con nitidez, con tanta nitidez como la cabeza de Ixca que, ahora, Norma veía como en el dibujo exacto de unos prismáticos. ¿Era esto lo que en realidad quería —se preguntó sin saberlo—: que el hombre la destruyese? Se mordió un dedo. ¿Por qué esa palabra precisamente, destrucción? ¿No se trataba, simplemente, de una demanda de otro tipo? ¿Qué había esperado de los otros? El cuerpo de Ixca surgió brillante de sal y espuma y cayó sobre ella; Norma no pudo hablar: fijó la vista en las huellas de los pies del hombre sobre la arena, y en seguida desató el nudo de su conciencia y se dejó avasallar por el otro cuerpo que reclamaba todo, que perseguía toda su carne para aniquilarla, para agotarla en un espasmo cercano a la muerte: quería gastarla, gastarla totalmente, y no otorgarle palabras o consuelos o la más leve promesa de que, gastada, exprimida, podría contar con otra cosa que con la repetición del mismo gasto sin propósitos. ¿No era esto lo que Norma quería, lo que Ixca afirmaba? Los cuerpos entrelazados y húmedos sobre la arena —la sal y la espuma de él excitando el cuerpo quemado y seco de ella— detenían el tiempo y toda relación futura: era aquí, aquí, todo aquí y ahora, sol paralizado, olas detenidas para siempre un instante antes de estallar, y ella pensando que su entrega era excesiva y creyendo distinguir en el silencio y la exigencia total de Ixca una sonrisa irónica y una compasión apenas disfrazada. Norma alejó el pecho del hombre de los suyos.

—Ahora déjame— dijo Norma con una voz ronca, e Ixca rodó sobre la arena, sonriendo, sin decir palabra, el cuerpo brillante y satisfecho, afirmativo, insultando la carne exánime de la mujer. Pero había en su sonrisa, en su ironía —se dijo Norma mientras con la toalla se quitaba la arena acarreada por Ixca— algo por completo ajeno a la burla, al libertinaje: era una risa seria, una ironía solemne, y era esto lo que la desconcertaba y, gastada, exprimida, la hacía volver sobre el hombre, arrojarse sobre su cuerpo y volver a sentir cómo le era exigida una entrega muda y mortal, sólo para saber qué había al final de todo, en qué razón comprensible se resolvían todos los elementos de la pasión de Cienfuegos. Pero saberlo —supo cuando los labios de Ixca mordían los suyos, no como un regalo, sino como una nueva exigencia de que destruyese sus defensas, dejase de ser, se aniquilase voluntariamente— sería como saber que él se había rendido, que había abierto las puertas a la dominación de la mujer. Era esta incapacidad de rendirse, de permitir una demanda equivalente por parte de ella lo que la agotaba y enloquecía: ¿cómo era posible —una ola grande estalló, por fin, y permitió a las aguas velocés bañar los dos cuerpos— estar radicado en semejante fuerza cuando él no recibía nada, cuando en realidad Ixca se sustentaba sobre un inmenso vacío, un vacío en el que ni la piedad, ni el amor, ni siquiera el odio de los demás, era admitido? Pedro Caseaux se había entregado a ella, ésta era la verdad; al ofrecerse a él, Norma había recibido, él la había carburado en su vida de mujer; Rodrigo Pola sólo había querido lo momentáneo, el cosquilleo y la disipación; Federico Robles había hecho de ella un pasaje intermedio, un instrumento, pero así le había otorgado un lugar en el mundo, un lugar exterior y visible que satisficiera su necesidad más apremiante. Sólo Cienfuegos le exigía todo sin permitirle a ella una sola reclamación. Tenía que haber una explicación final, murmuró Norma puesta la boca sobre el hombro salado de Ixca, una explicación clara e inmediata, que no fuese necesario explicar. Cienfuegos rio, se puso de pie y corrió hacia las olas, a perderse de nuevo mientras ella permanecía, sin fuerza, sobre la faja de arena, aplanada por el gasto sexual. Podría ponerse el traje de baño —pensó— y darle a entender que no estaba siempre a su disposición, desnuda sobre la toalla, esperando a que él regresara de su combate con las olas, a que emergiera rígido y sensual de su contacto con el gran cuerpo líquido, a vaciar la excitación contagiada de una naturaleza potente y cálida sobre su cuerpo mostrenco. Pero no pudo, y buscó la cabeza de Ixca en el mar y deseó otra vez el contacto mortal y la sospecha de la ironía y el sentirse, por primera vez, sojuzgada, esclava de un amo —esto creía pensar, mientras el sol alcanzaba su extrema altura y todos los ruidos minuciosos se ceñían a las alas planeantes de las golondrinas y en la cima de las rocas la casa de Federico Robles se embarraba en el firmamento, amarilla como un melocotón de yeso teñido.

Natasha, arrastrada por un gran danés de ojos cocidos, presidía la pequeña procesión que caminaba, por Caletilla549, hacia el Bar Bali. Un gran sombrero de coolie chino, un pañuelo de seda azul amarrado a la quijada, los enormes anteojos negros, cubrían casi completamente su rostro. El cuerpo se había mantenido esbelto, y Natasha podía lucir unos slacks550 negros y una camisa de cambaya551. Charlotte, un poco más atrás, saludaba con el brazo regordete a todas las caras conocidas que emergían del mar, grueso de aceite y salivas, o que se recostaban sobre petates a lo largo de la breve playa, alguna vez límpida, y que, entonces, era ya el depósito conocido de botellas vacías, cocos aplastados y humanidad aceitosa. Las seguían Bobó552 y Gus; el primero había perdido la línea para siempre y aún no lo sabía: su estrecho bikini caía, fortuito y ejemplar, como una hoja seca sobre una masa de harina. Gus, envuelto en una bata a rayas, caminaba a saltos, evitando las colillas encendidas. Desde una lancha de motor Cuquis y el Júnior553, mientras se despojaban de los aqua-lung554 y los anteojos de buceador que los asemejaban a saurios lisos e intrépidos, agitaron los brazos y gritaron los nombres de los cuatro integrantes de la caravana. —¡De Neptuno a Baco, queridos! —aulló Charlotte, arrugando los párpados que, como una espuma demasiado sólida, rodeaban sus ojos miopes de huachinango, y señalando al bar que, bajo el copete de palma vieja, se cimbraba en un rumor de guitarras y vasos chocados. Natasha amarró al danés a una de las columnas de la cabaña ocupada por el Bali y buscó una mesa vacía. A la una de la tarde, el lugar comenzaba a llenarse de personas en traje de baño y de altos vasos de Tom Collins555 y Planters's Punch556. El eterno trío de guitarristas, detalle inevitable de la expansión mexicana, rumiaba canciones melosas. Todo el que quería ser visto en Acapulco se sentaba a esa hora, hasta atestarlo, en el Bar Bali. Más tarde, irían cayendo, con aires de conquista océanica, los aristócratas del yacht557 y la lancha que pasaban, sobre los esquíes, cortando las cabecitas boyantes de los nadadores. Charlotte, Gus y Bobó se abrieron paso hasta la mesa detentada por Natasha. La vieja cortesana bufaba, cercada por grupos sudorosos de jóvenes con copetes altos y rizados, mangas enrolladas hasta la axila, medalla del Sagrado Corazón sobre el pecho, quienes, a su vez, rodeaban a alguna muchacha lacia y teñida que fumaba sin interrupción, no entendía las alusiones y pedía socorro para desprenderse los tirantes del traje de baño.

—¿Vieron a la Cuquis con Junior?— dijo Charlotte al sentarse. —Te juro, Natasha, que antes había que tener más cachet558 para amarrase a tantos millones. Figúrate tú, la Cuquis ésta era dependiente en un almacén de perfumes y ahora, ya la ves, en todos nuestros parties, dándose taco con el Junior éste que está podrido en lana y además es un cuerote.

Gus y Bobó llegaron a la mesa: —Otra excursioncita de éstas por las playas selváticas y entrego los documentos, Natasha— gimió Bobó.

—Fuchi559, si ahora está requete560 feo esto— intervino, mientras espolvoreaba su bata a rayas, Gus. —Acapulco era padrísimo hace veinte años, cuando nadie te conocía y podías correr desnudo por Hornos a las seis de la tarde. No había turistas y todo era virgen, virgen…

—Y tú, chamaco, chamaco— dijo Charlotte. — ¡Ay, Gus! Esto no será Cannes, ni modo, pero para lo que puede ofrecer el pinche país, date de santos. Por lo menos se ven caras conocidas y te puedes dar taco con los ricos. Además, de qué te quejas. Sale en los periódicos que viniste aquí, que anduviste en el yacht del Junior, que te fuiste a la fiesta de Roberto Régules. Todo eso se traduce en devaluados, entérate. Regresas a la Gran Tenochtitlán y te llueven las invitaciones, haces conexiones, ¡prosperas, gordito! No te hagas.

Gus se lamía la sal en los labios inflados: —¡Qué materialismo, Charlotte! Antes había un poco más de espiritualidad en México. Los intelectuales eran los intelectuales y no se andaban metiendo en chismes con la gente popoff561. Ahora no hay más que este revoltijo en que el artista tiene que dárselas de hombre de mundo y las niñas bien de sabelotodo y nadie entiende nada. ¡No somos humanos!

Cuquis y Junior llegaron, empapados, hasta la mesa: — ¡Quiobas!562. Tres alka-seltzers563 y un rompope564 para la niña. Ahorita volvemos. ¡Qué divino es el mar, a poco no! —y la pareja corrió hacia las olas, tomada de las manos.

—Después de esta revelación de las verdades naturales, que me sirvan un tequila doble —suspiró Charlotte. —¿No les digo? «¡Ay, ay, qué divino el mar!» ¡San Pepitón de Huamúchil! Come elle est spirituelle, celle lá565.

—Es la única manera.— Natasha dejó sentir su respiración, nostálgica, mal avenida con los ritmos del trópico. —¿Cómo empezó Norma Larragoiti? ¿O Silvia Régules? Tu le sais, chérie566. Las dos vulgares y de la clase media, que se pescan millonarios a base de decir que el mar es divino y poner los ojos en blanco. Los mexicanos no quieren problemas de otro estilo con sus mujeres. Nada más bobitas que se sientan seguras y contentas con la lana y se acuesten every now and then567 como cadáveres a recibir sin chistar los chorros de machismo satisfecho…

Bobó y Gus recibieron con un coro de carcajadas esta observación, que fue interrumpida cuando Charlotte, tensa en su perpetua radiación social, agitó el brazo para llamar la atención de Pimpinela de Ovando, que caminaba cubierta por una sombrilla roja y fumando, por Caleta568. Su falda amplia y plisada parecía un rosetón entre los jóvenes musculosos que formaban pirámides humanas y simulaban luchas ante los ojillos sonrientes de sus conquistas de temporada.

—Bueno, el caso de Pimpinela es diferente— dijo Bobó entre sorbo y sorbo de un agua de coco con ginebra. —¡Mira tú que mantener esa dignidad entre tanto pelandufas569 como trata! ¡Lo que no tendría que hacer para los frijoles, la pobre!

Gus se arropó en su bata. —Y prendida a su virginidad, toda chorita, como si la aristocracia se definiera por el culo. Palabra, Bobó, eso estaba bien cuando México era una aldea y todas las familias se conocían. ¡Pero ahora, con cuatro millones! Francamente, ni quien te lleve la cuenta de los orgasmos.

Cuatro sonrisas recibieron a Pimpinela:

—¡Pimpis querida!

—¡Estás chulísima!

—¡No tienes derecho a contrastar de esa manera con la plebe que ha invadido esta playa! Margaritas a los cerdos.

Pimpinela tomó asiento con su habitual aire de cordialidad glacial.

—¿Qué chismes hay en México?— dijo Charlotte.

—¿Ya descubrieron a qué contrabando se dedica el señor de Cienfuegos?— murmuró Bobó—. —Darling!570. Llevamos una semana aquí, sin leer los periódicos ni nada, dedicados a recrearnos en Mater Natura…571.

—Brut572, 1927…— interpuso Natasha.

—…como para hacernos de desear, oyes. Ya estábamos choteadísimos573. Con la pachanga574 en tu casa, Charlotte, ya fue el colmo. Salí doce veces seguidas en la página social, tú, y al viejito ese todo despeinado que inventó la bomba atómica, ya ves, se muere y ni un lazo575.

El regreso de Cuquis y Junior interrumpió la risa que Bobó esperaba como corona de su ocurrencia.

—Hola, Pimpinela— dijo el Junior y colocó una mano mojada sobre el print de la aludida. —¡Chispas! Esto está rete576 internacional. Ya nomás falta que les caigan Norma y su nuevo amiguito…

El silencio ávido que acogió las palabras del Junior apenas dio pausa para las palabras atropelladas de Cuquis:

—¡Los vieran! Todos amartelados en una playita materialmente escondidísima. Qué tal si no vamos hoy por aquel rumbo, Junior. Aquí se averiguan más cositas que si pusieras un detective a espiar a la gente en México— y Cuquis se tomó, de un trago, los restos de la bebida de Charlotte, quien movía nerviosamente tos pies y las manos: —¿Lo conocemos? ¿Lo conocemos? No es que quiera meterme en la vida de los demás, pero si se trata de un hombre casado, habrá que prevenir a su esposa. Está bien que los hombres se den sus escapaditas de vez en cuando, pero con mujeres inferiores.

—P's577 el tipo aquel que estaba en tu casa, Bobó, uno muy apretado y lleno de frases que nomás nos miraba…

—¡Cienfuegos!— aulló Bobó. —¡Nuestro contrabandista!

Pimpinela esperó hasta entonces: —Seguro que tras el dinero no va.

—¡No!— eructó Charlotte. —Seguro que es por la tilma de Juan Diego578.

Pimpinela se detuvo otro instante, sonriendo hasta saber que todos atendían sus palabras. Los cuatro cuerpos calurosos, sin nervio, y los dos que, de pie, se descascaraban en jirones de carne tostada, adelantaron las cabezas para escuchar el tono bajo y pausado de Pimpinela: —Federico Robles está en la ruina, en serio. Nada más mantiene el aparato, ¿saben?, para impresionar. Resulta que ha tomado todo el dinero del banco para unas inversiones rarísimas que no le resultaron, y anda a la cuarta pregunta579 pidiendo prestado para recuperar lo que perdió. Yo, sinceramente, ya fui a sacar mis ahorritos de allí. Imagínense si voy a exponer a la tía Lorenza, con lo poquito que le quedó de la antigua fortuna, a que acabe sus días en el asilo. Claro que esto lo sé de la mejor fuente, y la misma discreción que me pidieron les pido a ustedes.

Las voces de los seis estallaron alrededor de Pimpinela. —¡Y a mí que me embarcó580 la tal Norma con cerca de mil acciones de no sé qué chivas!— gritó, fuera de sí, Charlotte.

—¡Deja eso!— chirrió Bobó. —A Roberto Régules le ha sacado quién sabe cuántos créditos. ¡Con razón!

—¡Y mi papá le descuenta sus bonos!— gimió el Junior.

Sólo Cuquis se desprendió del azoro general de la mesa y, contoneando de highball581, se fue serpenteando a otra. —¡Hola, Cuquis!— le dijo la voz alegre y borracha que la presidía. —¡Niña dorada, azote de los hombres, Mesalina totonaca!

—¡Mi ocho columnas adorado!— Cuquis abrazó al periodista de la guayabera582 repleta de puros. —Tú siempre con la flor y nata, como quien dice—. Cuquis dejó caer sus párpados oscuros al recorrer a los amigos del periodista, quienes saborearon, con una sonrisa reticente, el cumplido. —¡A poco no está divino Acapulco! ¡Y cómo se averiguan chismes!

El periodista, columpiándose sobre su vaso, guiñó el ojo a uno de sus acompañantes: —¡Hombre! Por lo pronto, mañana se sabrá que ya te amarraste583 al heredero más sensacional de la meseta.

—¿De veras, mi amor?— Cuquis plantó un beso yodado en la coronilla del periodista. —¡La rabia que van a hacer! Ya ves cómo cuesta ser independiente en México, luego luego te calumnian. Creen que vas a acabar de prostiputa, ¿a poco no?—. Cuquis iluminaba su sonrisa, levantaba el brazo, le rascaba el pelo al periodista. —Al Junior me lo andan queriendo matrimoniar con la zonzita de la niña Régules, ¡dime tú! cuando lo que necesita es una chica con experiencia, que sepa llevarle la corriente y tratar a la gente, dime si no. Y sobre todo que no lo ponga en ridículo, mi amor—. Cuquis se sentó en el regazo del periodista y cruzó la pierna. —Como la Robles, tú, que ya se echó un amante al plato, y eso que el viejo ya se hundió, de plano…

El periodista acercó la oreja a los labios de Cuquis, sin dejar de guiñarle al compañero.

—…¿qué se te hace? Yo nomás pienso en las gentes que tienen sus ahorritos metidos ahí, tú, es medio como para que te dé el telele584, ¿a poco no? ¡Júrame que no lo vas a publicar!

El periodista carraspeó y apretó el talle de Cuquis: —No, monada, mi deber es proteger los intereses del público. ¿Crees que voy a dormir con la conciencia tranquila después de lo que me has contado? Yo mismo ¿no tengo mi cuenta corriente con Robles? No, monada, no. Has hecho un servicio, palabra. Vas a evitar la ruina de muchas familias honradas.

Natasha, de lejos, seguía con los ojos la maniobra de Cuquis. Más allá, fuera del olor a arena pegosteada585 sobre trajes de baño y el sudor de los tres guitarristas y el sentido tangible de las grasas y aceites que embadurnaban los cuerpos, pasaban los esquiadores como títeres rígidos y, más allá, se levantaban los mogotes de estuco, de teja y de mosaico, totales en su fealdad sin resquicios bajo el sol.

Cuquis inició, lentamente, el regreso a su mesa. Sus caderas apretadas entre los tirantes del traje rozaban los hombros y las espaldas desnudas.

—Si no se puede hablar de política, mano, qué sería de nosotros sin estos escandalitos— le dijo el periodista a uno de sus compañeros.

El Chino Taboada ofrecía, tirado en un petate, su macizo cuerpo al sol vespertino. Con los brazos abiertos, en una mano detenía un highball586 y en la otra un puro. Ocasionalmente, bajaba la del puro a los tobillos para rascarse un piquete. Dos algodones le cubrían los ojos. La malla de baño, blanca y con facsímiles estampados de autógrafos famosos, resaltaba sobre la piel quemada. Dos tobilleras enrolladas y un sombrerito de paja roja coronaban sus extremos. Simón Evrahim permanecía en la sombra, con visera, una pañoleta amarilla amarrada al cuello y pantalones baloon587 de lino. Tiesamente sentado en una silla de mimbre, Rodrigo Pola jugueteaba con un popote y hurgaba tesoneramente en su imaginación.

—Bueno —dijo por fin—. Hay un tema para la taquilla, pero puede que la censura lo prohiba.

—Aviéntamelo— gruñó Taboada desde su expansiva postura. El mar llegaba a los pies de la terraza con un murmullo de alas de pájaro. La tarde se reproducía en sordina.

—Es que se trata de lesbianas…— prosiguió Rodrigo.

—No li hace— intervino Simón. —Lu adaptamus, siñor, las hacemos maxicanas…

Rodrigo, con una curiosa alegría, rió. Se sentía, por fin, superior al medio. Repasó, sin darse cuenta, dos o tres frases de Mediana en la Preparatoria, uno o dos gestos de Norma Larragoiti, escuchó las risas sofocadas del Junior, de Pimpinela, de Bobó. Ahora estaba seguro de que podría dominarlo todo. Cuando Simón dijo «maxicanas», Rodrigo hubiera querido responder «el espíritu santo, el crespón negro de la casa del abuelo». Había recuperado el juego; ¡si le hubiesen dicho a tiempo que sólo faltaba conocer la nueva mecánica del nuevo juego para superarlo todo, intelectuales burlones, novias deslumbradas por la riqueza, madres opresivas! Pues el juego dependía de sus jugadores: una vez en él, era cuestión de tiempo dominarlo, hacerse indispensable.

—Las hacemos mexicanas, señor Evrahim, no faltaba más. Con eso queda resuelto todo: tenemos un tema universal y las características locales que impresionan al público extranjero. Las dos chicas, ve usted, se crían en ambientes distintos. Una es popoff588, la otra humilde.

—¡Es de festival!— volvió a gruñir Taboada.

—Perdón, es como si ya tuviera usted el León de San Marcos sobre su repisa— intervino decisivamente Rodrigo. —¿Qué va a ser de las muchachas? Una lo tiene todo…

—¡Otra no tiene nada— suspiró Taboada: —nació en el arroyo, cuida a sus hermanitos!

—Es goérfana. Sabes, Chinu, hay una vecindad589 preciusa que puede servirnos. Les damus autoctonidad a estas escenas y nus ahurramus el set.

Taboada hizo gárgaras con el whiskey590: —La gente quiere realismo, Simón; muy bien. Les vamos a dar en la torre a los italianos. Fíjate: vecindad, ropa tendida a secar, la chismosa, el cinturita591, todo el ambiente de los rebeldes sin causa, de la delincuencia infantil…

—Recuerdas que es en tejnicolor— Evrahim movía una pierna con impaciencia y sentía, experimentando con ello un singular alivio, cómo la brisa del mar se le colaba por el pantalón y le ascendía hasta la rodilla. —Hay que poner algo que luzca bonitu.

—Por eso— concluyó Rodrigo —la otra muchacha se cría en este ambiente popoff, en una mansión lujosa, saca ropa elegante y se pasea en un Cadillac, convertible.

—¡Preciosu!— Evrahim estiró las piernas para que la brisa le llegara más arriba. —Lo veu todu. Una gran salón decoradu con gladiolas592. Gran escalera de mármol. La Venus de Milu en el descansu de la escalera. Da muy bien en pantalla ancha.

Rodrigo se puso de pie, paseándose con la mirada brillante de Evrahim a Taboada, de Taboada a Evrahim. —¿Qué pasa entonces? La niña popoff sale con pachucos593 en su convertible rosa…

¡—Preciosu!

—…es una loca del mambo, presta su casa para fiestas desenfrenadas cuando sus papás salen de viaje de negocios, empieza a darle a la droga…

Taboada se sentó sobre el petate: —¡No siga, Pola! Lo visualizo todo. La otra, la chamaca humilde, cose en una máquina Singer destartalada para mandar a sus hermanitos a la escuela. Por fin, se organiza una posada594 y ella demuestra que se las trae como rumbera. Un empresario de teatro la ve…

—¡Preciosu! Papel clavadu para Dido del Mar.

—Mientras tanto, la otra se las truena595, se la zampa el padrotito, cae en manos de unos explotadores…

—¡Magnífico, señor Taboada!—. Rodrigo trazó un gran círculo con el brazo. —La idea del contrapunto es genial. La muchacha popoff, durante la Nochebuena, se acerca avergonzada a la casa de sus padres. Desde la calle, espía la cena. Llora. No puede entrar.

—Anda vestida con un traje de lentejuelas y medias caladas, ¿a poco no?— exclamó Taboada en el mismo instante en que los algodones se le desprendían de los párpados.

—Eso es. Demasiado tarde. Cruza la calle corriendo. Un camión la atropella.

—Mientras la otra— Taboada masticaba con furor el puro—, la chamaquita humilde, se casa con el empresario.

Taboada se secaba el sudor con una toalla: —¡Es de festival!

Rodrigo volvió a sonreír. Sí, estaba en el juego, pero ya les demostraría quién era él; que lo consideraran lo que quisieran ahora; él les demostraría… él escribiría el gran argumento, los sorprendería alguna vez con la revelación de su genio. Eisenstein, Pudovkin, Flaherty: Rodrigo lanzó una carcajada.

—Vamus despaciu— volvió a mover la pierna impacientemente Evrahim. —Hacen falta galanes para el público femeninu.

—Y que canten— gruñó Taboada. Volvió a acostarse, satisfecho. Un mozo, sofocado en su pechera rayada, pasó a colocar cubos de hielo en las bebidas.

—El padrote de la popoff— Rodrigo chupó los popotes con entusiasmo —canta boleros en un cabaret de altos vuelos. El empresario, por el contrario, es un muchacho del campo que en sus ratos de ocio se viste de charro y le lleva serenatas a la muchacha humilde596.

—Mientras ella le reza a la Virgen. También hay que ser respetuosus con la religión —dijo Simón con las manos sobre su ancho regazo.

Rodrigo paseó la vista por la explanada de la casa de verano de Taboada. Sobre las mesitas yacían, exhaustos, molcajetes597 transformados en ceniceros, cacharros de barro, piezas de la cocina indígena. En la cocina —pensó Rodrigo— usarían ollas express y licuadoras. Quiso preguntarle a Evrahim si en las casas de Hollywood exponían sus sartenes y platos refractarios en la sala, pero se contuvo cuando la voz de Taboada volvió a tronar: —¡Ya está! Oyes, Simón, que Rodrigo se quede aquí una semana para escribir todo lo que acabamos de decir. Ya sabes, mano, diálogos poéticos, queremos hacer algo de calidad; por ejemplo, la chamaquita esta dada al queso598, y el empresario se vienen a Acapulco un fin de semana y él hace comparaciones, que si el mar se parece a esto, que si las olas a lo otro, que si tu boca y las palmeras— mientras yo busco locaciones y tú piensas en la producción. Dentro de una semana, podemos empezar los exteriores, y en dos más terminamos la película.

Simón frunció la nariz y se rascó la coronilla. —Rodrigu ya tiene muy bien visualizada la idea. En cuatro días la termina.

—Ándale, codales599—. Taboada se puso en pie y empezó a ejecutar movimientos de gimnasia sueca. Las tetillas le brincaban y del pelo, lacio y enroscado en la nuca, le caían gruesas gotas de vaselina. —No te preocupes, mano. Oyes, Simón, ¿la extra esa, la chatita que hizo de india oprimida en mi última película, anda libre?

—Pues si nu ya la libertaremus, Chinu.

—Que se la manden aquí al compañero Pola para que trabaje a gusto. ¡Esto va a ser un taquillazo! ¿Cómo le ponemos?

—Wczsyliczylszly es el espertu en títulus. Está en Cuernavacu pensandu unu. Para esu se le paga.

—O. K., O. K.

—A Rodrigu le damus doce mil por ser la primera.

—O. K., O. K.

Rodrigo descansó la cabeza sobre el respaldo de la silla. Cerró los ojos y tarareó un bolero. Sentía a gusto el vaso helado en la mano, la expansión de las arterias bajo el sol, el calor lento y sabroso del whiskey en el estómago. El sol se iba poniendo, armonizando los colores de las nubes de manera espectacular, como para agradar en su intensidad estética los sentidos de Evrahim y Taboada. Los dos suspendieron la conversación para rendir un silencioso homenaje a la naturaleza. Rodrigo abrió los ojos y sintió ganas de escribir sobre el firmamento rojizo la palabra «fin».

—Está demasiado picado el mar— dijo Norma desde la silla de lona y hierro negro en el centro de la amplia terraza volada sobre las rocas.

—Mejor; probaremos el velero— respondió Ixca.

Norma no deseaba mover su cuerpo tostado. Cada poro reflejaba la luz del atardecer, y en cada uno, también, mientras se pasaba las manos por los hombros, revivían todas las imágenes de los últimos días, bañados de astro y sal, sobre arenas blancas y bajo un agua aturquesada, y las últimas noches, las únicas noches de amor —se decía en ese momento— que recordaría. Con los ojos a medio abrir, Norma observaba los escasos movimientos del cuerpo oliva de Cienfuegos que, con la mirada fija en el mar, fumaba lentamente con un pie sobre el filo de la terraza.

—¿Has estado contento?

Cienfuegos no respondió. Se dejaba colorear por el sol poniente que se estrellaba sobre sus facciones y su pecho, acentuando la morenía de la piel con un fulgor ocre.

—¡Castigador!— Norma cerró los ojos y frunció los labios. —No te atufes600, farouche601. Ya sabes que haré lo que tú quieras, que soy tuya.

Ixca sonrió sin dar la cara a Norma. Comenzaba a levantarse, desde el puerto, el rumor eléctrico de los danzones vomitados por las sinfonolas. Una brisa cada vez más intensa crespaba la superficie del mar.

—Ven, Norma.

—Va a soplar mucho viento. Aquí estamos tan a gusto.

—Ven.

Los dos bajaron por la escalinata de piedra hasta el embarcadero. Cienfuegos izó la vela mientras Norma saltaba, con los brazos en cruz, al velero. Boca abajo sobre la popa, vio correr a su lado el desfiladero de roca mientras Ixca maniobraba el velero hacia el mar.

—¡Qué tiempecito!

El mar iba oscureciéndose: el fondo cada vez más negro, el cielo agitado, envolvían a Norma en una placenta de sal opaca. Observaba la espalda de Ixca mientras maniobraba y quería levantarse a mordérsela. Un ansia irrefrenable de morderle la espalda la asaltó, de hacerlo aunque jamás lo volviera a ver, de morderle la espalda como una consumación de todos sus días de amor. Pensó que jamás podría regresar a la casa de Acapulco, que los lechos estaban teñidos, traspasados por la carne de Ixca, la que ahora quería morder. Volvió la cara hacia la costa, cada vez más perdida en la noche y el viento.

—¿Me quieres, Norma?— gritó Ixca por encima del aleteo de la vela.

—¡Sí, sí! ¡Más que a mí misma!— Un rugido ronco envolvió sus palabras. —¡Ixca! ¡Vámonos regresando!

—¿Más que a ti misma?— volvió a gritar Ixca. Pero Norma no escuchó. Olas cortadas, quebradizas, sin integración, comenzaron a lavantarse, a envolver el ligerísimo velero entre dos, tres columnas de agua —ahora concentrada, ciega, sin fondo.

—¡Baja la vela, Ixca!

—¿Más que a ti misma?

—¡Vamos a zozobrar! ¡Baja la vela!

Norma, de rodillas, miró rápidamente a ambos lados: dos curvas altísimas, anónimas, despojadas de luz —más oscuras que el cielo que amurallaban—, corrían, con la boca abierta, a encontrarse; en el estruendo inmediato, Norma se asió con desesperación al salvavidas: sintió que otra mano se lo arrebataba, no con desesperación, como ella quería tomarlo, sino fría y lúcidamente: otra mano que oprimía su muñeca y la separaba del duro círculo de salvación. Norma sintió que otro círculo, intangible, la succionaba y le zumbaba en la cabeza: la oscuridad se pobló de ráfagas plateadas, peces invisibles que surcaban el océano sin otra presencia que su desplazamiento de color sin forma; luego volvió a sentir el aire en la boca y, a su derecha, la respiración de Ixca, asido al salvavidas. —¡Dame, dame!— trató de gritar la mujer: no quiso creer en la sonrisa húmeda, como la de un tiburón incomprensible, que brillaba, en el centro de la oscuridad, en los anchos labios de Cienfuegos. Un nuevo rumor quebrado tronó: otra vez el mundo plateado, esta vez denso como una baba, otra vez las uñas de los pies alargándose hasta un fondo lejano, y otra vez el aire: allí estaba siempre, en el centro de sus ojos, la cabeza brillante apoyada sobre el salvavidas. Norma dio tres brazadas, su sangre inflamada, hasta el círculo blanco y duro: —¡Dame, dame!— jadeaba, arañando el rostro de Cienfuegos, clavando los dedos en el cuello del hombre, sólido como una faja de tierra, machacando y enturbiando el agua hasta abrazar la cabeza de Ixca, hundirla, hundirla, y apretar sus brazos sobre el salvavidas.

El mar se calmó. Las nubes pasaron veloces y tibias entre la noche y Norma, extenuada, pataleaba hacia la costa, hacia los puntos diseminados de luz. Su propia efigie le brillaba ante los ojos, y la sangre le hervía en el pensamiento de su salvación, salvación de su cuerpo, de todo su poder.

Su barbilla se hundió en la arena. Aflojó los músculos, cerró los ojos. Sólo sentía el entrar y salir de olas suavísimas por los labios. No pudo encontrar palabras para una oración; sólo «Norma, Norma» escurría de su boca a la arena y al mar, nuevamente, el nombre ahogado, el cuerpo a salvo. Y de su cuerpo reptaban más nombres, salían de todos sus orificios pero no se desprendían de ellos, amarrados por un hilillo de baba. «Rodrigo… Pimpinela…» decía Norma cálida y espumosa en la playa, inconsciente, «…Ixca…Rodrigo…Federico…»: atados a su cuerpo salvado. La cabeza le volvió a zumbar. Abrió los ojos.

Corrió sin orientación por la playa hasta encontrar una escalinata abrupta. Corrió hacia arriba. Era el camino de la Quebrada. Corrió hacia la puerta de su casa, corrió por el jardín de bugambilias602 y plantas de sombra, corrió por la sala abierta al mar, hasta su cuarto. No se detuvo a descansar; el peine, la toalla, el lápiz labial, la máscara, corrieron sobre su cuerpo y su cara. Un vestido estampado, zapatos blancos, la bolsa, dinero.

Metió la llave en la marcha del automóvil y salió velozmente a la carretera, corrió por la oscuridad hasta encontrar las luces azules del puerto, el tráfico tardío que ascendía de las playas a los hoteles, los convertibles llenos de jóvenes bronceados, de camisas abiertas hasta el ombligo, de bikinis y toallas arenosas y radios puestos a todo volumen; el pueblo laxo junto a los muebles de la bahía: mulatos verdosos, negras panzonas, niños amarillos, hilitos de pesca infructuosa, vendedores de coco: todos de espaldas a la ciudad, sentados frente al mar; el «cuar-cuar» de las bandadas de norteamericanos con sombreros de paja y faldas de colorines y anteojos oscuros y habanos y cámaras: las luces neón de los bares y los hoteles, el olor a gas y pescado descompuesto, los claxons603 insistentes, el pitido de los policías, las sinfonolas como acordeones ahogados en el calor; los edificios nuevos, descascarados ya, frente alto y brillantón que escondía tres techos de paja, una niña desnuda, el temblor del paludismo: cuerpos enjutos que caminaban de las playas populares al centro; trajes de baño de lana sobre cuerpos obesos y permanentes deshechos; batas, castillos de arena abandonados, playas cubiertas de colillas y botellas; perros viejos, cansados, calientes, de hocicos cremosos; el mar lleno de aceite, los esquíes aventados, las lanchas bamboleantes: ginebra y ron, batachán, ginebra y ron, batachán, batachán iba y venía, de Playa Azul a Copacabana al Bum-Bum, el ritmo del tambor tropical, los cuerpos enlazados, ginebra y ron, las axilas al aire, batachán, la contorsión de miembros, la uña blanca y vegetal de Acapulco incrustada en el dedo de alcohol y cemento y dólares. Todo ello respiraba su aliento sobre las mejillas encendidas de Norma mientras su coche corría. Lo detuvo frente a un bar: el techo de palmeras se cimbraba con el cuádruple ritmo de los pies y el bongó, los vasos y la clave. Norma entró y arrojó los zapatos. Entró sola en la pista de baile, con las piernas abiertas, los brazos ondulantes, los labios y los párpados humedecidos de sudor y maquillaje. Un hombre musculoso, crespo, de bigote tupido y ojos oblicuos, la tomó del talle; Norma humedeció aún más los labios, pegó su vientre al del hombre, onduló los brazos sobre su torso.

—¿Tú no bebes?

—Yo sí bebo; que me pongan una hilera de daiquirís604, de daiquirís frapé605, en la barra— dijo Norma con la voz ronca y alegre.

Mientras bailaba, recogía los vasos y los bebía de un golpe. El ritmo del bongó era ya su ritmo natural mientras iba y venía, bailando, de mesa en mesa, de copa en copa: los demás bailarines desalojaron la pista.

—¡Así me gusta!— chilló Norma dentro de una voltereta de faldas. —¡Que reconozcan lo que vale! ¡Así me gusta! ¡Dejarme sola!

—Está aquí el barquito— le dijo al oído el hombre, crespo.

—¿Cuál barquito, rorro?

—El brinco606, tú, no te hagas607.

—El brinco, pues, no me hago.

La lancha rebanaba el mar: fuera de la zona jurisdiccional, se mecía un yacht608 blanco con banderitas fosforescentes. Norma subió, bailando, por la escalinata. Un viejo corpulento y enrojecido le cerró el paso.

—Soy yo, el Macaracas—609 gritó el crespo.

—Come on, boy610.

—¿Traes lana?— le preguntó el Macaracas a Norma.

Norma se detuvo en seco, miró los ojos oblicuos y congelados de su compañero, y se soltó riendo a carcajadas; abrió la bolsa de mano y le arrojó tres billetes de mil pesos a la cara: —Toma, pendejo, y aprende a distinguir.

Cayó sobre las mesas de ruleta; el barco se bamboleaba; pidió más daiquirís.

—Aquí hay nieve611; ¿no quieres?— se acercó a decirle el Macaracas.

Norma no pudo contener, nuevamente, su risa.

—¡Estoy viva? ¿sabes?

—N'hombre…

—Y no dependo de nadie, ¿sabes?

—Ah qué niña…

—Y puedo jodérmelos a todos, ¿sabes?, a todos…

—Así me gusta, nena.

—Porque soy lo mejor…— Norma se llevó una mano a la sien y se pescó del cuello del Macaracas; reía sin interrupción. —…lo mejor que ha dado México, ¿sabes?

—Pues luego.

—Y los tengo a todos en mi poder, a Pimpinela, a Rodrigo, hasta al muerto que ya se ahogó.

—Vente.

Un norteamericano de barba azul, delgado, nervioso y tocado con una gorra de capitán, abrió la puerta.

—Yo quiero, yo quiero, mi nieve de limón— entró cantando Norma, abrazada al Macaracas, descalza y aérea.

En un corredor de los Tribunales del Distrito, en las sombras del patio interior con sus tableros de citaciones y fotografías de cadáveres desconocidos, el pequeño secretario de juzgado empuja el dedo índice de la mano derecha sobre la palma abierta y amarilla de la izquierda: —Ya sé que me dio usted cuatro mil pesos para arreglar el asunto a su favor, señor, pero las pruebas eran contundentes. No hubo manera de zafarse. —¿Conque sí?— silva entredientes el hombre gordo y sudoroso. —¿A quién le ha visto usted la cara de pendejo aquí?

El hombrecillo demacrado y obsequioso pasa sus manos amarillas por las solapas del hombre gordo. —No se me sulfure, no se me sulfure. Verá cómo lo arreglé.

El aire limpio de septiembre pasa veloz sobre el patio oscuro y musgoso. Afuera, un anciano manco vende códigos de tapas rojas, cancioneros populares y ejemplares del Diario Oficial612

—Le di la mitad, ni más ni menos, al juez de segunda instancia. Ahora que su asunto pase allá, tiene usted ganado el pleito. El hombre gordo ríe y se seca las gotas gruesas de sudor que ruedan de su Stetson gris. —Ah qué caray. ¿ Y cuánto le dieron los de la otra parte por ganar el pleito en primera instancia.

El secretario responde con una sonrisa rota, de dientes amarillos y dispersos. —Cinco mil maracas613, mi estimado. Ya ve que sale usted ganando de todas maneras. Y uno… pues uno qué va a hacer con el miserable sueldo que nos dan, óigame. Ya ve usted cómo sube la vida, cada día más. Ya no saben qué inventar. Ahora que dizque la guerra de Corea. Ya ve usted. Cada quien hace su luchita, ¿no? Ya le digo, no se preocupe por nada. Usted ganará el pleito. El secretario, con un expediente junto al codo raído, corre con premura por el patio, saluda con la cabeza baja a un grupo de abogados, y sube, con su paso veloz de ratoncillo, por las escaleras de piedra gastada de los Tribunales del Distrito.