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EL ANCIANO del bigote amarillo y el bastón de empuñadura de cobre aprovecha el domingo para sacar a su nieto de una casa oscura de la calle de Edison y arrastrarlo hasta el Caballito1, donde ambos abordan un autobús Lomas, y el anciano, con un temblorín intermitente, sienta al muchacho junto a la ventana y, blandiendo el heroico bastón, va señalándole los lugares que ya no están allí —la casa de los Iturbe, la casa de los Limantour, el café Colón2— o los que, aislados, merecen la memoria del anciano aunque sigan allí. ‘Antes ésta era una avenida de puros palacios»3, le dice al muchacho y pega con el bastón sobre el vidrio, indiferente a las soeces interpelaciones del chofer gordinflón que apenas en las bocacalles transitadas deja a un lado el retograbado deportivo y la botella de limonada. «Después del General Díaz este país se acabó, muchacho, se acabó para siempre», y el muchacho lame un barquillo y estira la nuca para alcanzar la altura de los nuevos edificios de la glorieta de Colón, pero el anciano no los ve, tiene la previsión fija, y entreabre su boca floja, en la expectación del próximo palacio porfiriano: un páramo de acero y cemento ciñe esos islotes aislados de su memoria y su gusto, y después del monumento a Cuauhtémoc, donde suben al camión veinte mozalbetes sudorosos vestidos con camisolas rojas y que traen pelotas de futbol bajo el brazo, la mirada se le engolosina y mueve el bastón a la derecha y a la izquierda, describiendo los jardines que conoció, la usanza de los coches y las libreas de los mozos y cocheros, las mansardas y, algo que no puede decir muy bien, el ritmo de esos pasos diversos, el diverso olor, el porte diferente de las personas. «Nos estropearon para siempre esta ciudad, hijo. ¡Antes sí que era la ciudad de los palacios! Fíjate bien en lo que te señalo y deja de lamer ese mantecado.» Quiere mencionar al gobernador de Landa y Escandón pero sospecha que el muchacho no entenderá nada. Ya están en las Lomas4. El viejo observa con horror una casa estilo colonial, con abundancia de pedrería y nichos y vitrales amarillos5. El viejo golpea el piso con el bastón. «Antes había puro llano aquí».
CIUDAD DE LOS PALACIOS6
Federico penetró en el vestidor, pesado de perfumes y motas rosadas, de su mujer. Apartó dos cortinas de gasa azul; frente al espejo, Norma se componía cuidadosamente el pelo —al acercarse su marido, se cubrió con la bata de seda los pechos y sonrió ligeramente. Robles se detuvo junto a las cortinas e intentó fijar los ojos de Norma en el reflejo del cristal; en seguida recorrió el torso sentado, la espalda, la cabellera caoba.
—¿Sí? —preguntó Norma, con una voz totalmente despojada de intenciones.
—No... sólo vengo a preguntarte qué vas a hacer hoy... —Federico se dio cuenta de que esa ausencia de inflexiones en las preguntas y en las respuestas era ya lo obligado, y lo natural. Jamás habían faltado a la cortesía. Jamás se habían suscitado escenas. Pero ella se veía tan inútil, tan débil, desde aquí: su espalda era tan delgada, tan fácil de quebrar.
Norma tomó la mota y levantó una nube rosa sobre el cuello. —Es la boda de la chica Pérez Landa. En domingo, como cualquier criada... No sé en qué están pensando, oye. Figúrate, con el dinero del viejo. Seguro que va a ser tan cursi como...
—¿Para qué vas? —«Sólo preguntas inútiles, respuestas inútiles», pensó Federico. ¿Para qué iba? ¿No sentía él mismo que era preciso que Norma fuera, a esta y a todas las bodas, a complementarlo, a ayudarlo a cubrir todos los terrenos a fin de que, tácita o expresamente, la presencia de Federico Robles se dejara sentir en todos los ámbitos del mundo escogido como el del éxito?
Norma, a su vez, buscó en el espejo el rostro de su marido. —Tenemos que corresponder. —Sonrió. —Y se entera uno de los chismes. Alguna vez debíamos ir juntos. Se me hace que en estas bodorrias7 se fraguan cositas. Por lo pronto, hay que ver el braguetazo8 que da el novio...
—¿Qué, no quiere a la chica?
—¡Ay tú! ¿Te figuras que alguien quiera a ese lorito huasteco?9 Ya lo veo con sus mitoncitos blancos, suda que te suda. No, hombre. Lo que pasa es que el fifí10este se arma hasta los dientes y no vuelve a levantar un dedo en su santa vida. Pero al fin la nena está tan guillada11 con las monerías que le dicen en los periódicos, que ni cuenta se da. Se ha de sentir la divina garza envuelta en huevo12. ¡Con esa cara de esperpento de feria! Y el cuerpo de la Tiny Griffin, ¿te acuerdas? Lo que no hará el dinero. —Norma suspiró y continuó polveándose.
—¿Y Pérez Landa acepta esa situación?
—¡Pues qué más quiere! ¿Que la enana empingorotada se le quede a vestir santos y le arruine para siempre el paisaje de ese jardín tan chulo13 que tiene? Que le dé gracias a Dios de que haya un zonzo que jale con el engendro. Figúrate, dicen que las monjas del Canadá no la quisieron aceptar de pura fea, que dizque desmoralizaba a las demás niñas. Y es que de plano dan ganas de tirarle cacahuates a la chamaquita esta. Que si recepción de frac para celebrarle el cumpleaños, tú, que si la niña viaja a la Cochinchina para adquirir perspectivas, y la pobre allí siempre como baúl, buchona buchona y mensa14 como ella sola. Pues a la hora que cae un retrasadito que quiere cargar con ella y que de paso lambisconié15 al papá, ¡vámonos volando al altar! Dime si no.
El perfume espolvoreado ascendió hasta la nariz de Robles. Recordó —sin quererlo, pues sólo quería que esos momentos se consumieran solos, en otro radio de vida— la ausencia de estos elementos en la recámara de Hortensia Chacón, y por encima de la intensa penetración del polvo y el perfume de Norma, deseó regresar a esa ausencia de todos los olores salvo uno: el de carne unida y sudor único, instante adelgazado de la reunión irrepetible, en el que todos los actos ponían en peligro la estabilidad de la creación; era posible alcanzar el aire y empuñarlo, era posible levantar todas las costras de la tierra hasta la otra tierra, incandescente y líquida, de los astros. Robles quiso intuir esto, la diferencia entre las dos mujeres. Acostarse con Norma no era peligroso. Con Hortensia, sólo con Hortensia amar era un sobresalto, un no saber qué velo se rasgaría, qué cristal de fuego quemaría sus lenguas, qué sustentación de cualquiera de las dos vidas —Federico, Hortensia— quedaría destruida o edificada al cesar el contacto. La ceremonia de Norma era exacta a sí misma, siempre, como el cuadrante de un reloj. Y Hortensia era el tiempo, las horas, sin cronómetro. Intocable y muda, exigiendo una respuesta sin palabras, el filo y el acero, mantenida y cercada por toda su vida en espera de ese momento en que soltaría las riendas y agotaría toda la sangre acumulada durante el tiempo sin número en dos, en cuatro minutos contados. Federico se acercó a Norma y colocó una mano sobre la espalda de la mujer.
—Por favor... —Norma retiró la mano suavemente.
¿No era también creación suya? ¿O sólo su otra mitad? Ni siquiera eso: prolongación, o avanzada. Ahora buscaba en el espejo las facciones reales de Norma: la cara, que originalmente debió responder a la categoría de lo «monísimo», se había ido refinando, hasta corresponder, cada vez más, a la máscara de todos los modelos de la estilización internacional: cejas arqueadas, ojos fríos y brillantes, cuello esbelto, pómulos altos, boca llena y rígida. Federico quiso recordar el rostro original de Norma (pues aún antes de conocerla, la primera vez que supo de ella, que escuchó a dos hombres hablar de ella en un restaurant16, allá por el año 40, cuando un simple «Soy creyente»17 relajó una tensión, autorizó ciertos estilos de vida hasta entonces, aunque reales, vergonzantes, el rostro de Norma ya era el creado en su mente, sin conocerla, el rostro imaginado desde que supo que existía una mujer hermosa que se llamaba Norma Larragoiti) y en ese instante se dio cuenta de que estas facciones, las de este mismo momento, eran las únicas que correspondían a las que entonces había imaginado. La máscara de Norma, insensiblemente, había sido moldeada por aquel rostro inventado o deseado por Federico. Todo el perfil de la mujer, supo Robles, era un producto de su pura voluntad. Ella, sin saberlo, sólo se había amoldado a un deseo imaginario hasta plasmarlo sobre su efigie verdadera, perdida para siempre. Con un estremecimiento, Federico quiso tocar con las manos la cara de su mujer: la furia contenida de Norma volvió a apartarlas —furia concentrada en un grano invisible, pues la sonrisa permanecía idéntica, idéntico el movimiento alegre de la mota sobre los senos. Siempre igual. Federico quiso creer que faltaría un segundo para que escuchara lo que pensaba; paseó la vista de la bata de seda y el talle frágil y la nuca perfumada de Norma a sus propias manos amoratadas, al porte solemne y rígido, a su propia efigie, reflejada también en el espejo común: ¿cuál sería el punto de unión del rostro diamantino que reproducía todas las páginas de modas martilleadas hasta convertir esa subespecie de la elegancia singular en la muestra común de una vulgaridad clandestina, y el rostro grueso y oscuro, de carnes espesas y ojos de cucaracha y sienes rapadas que asomaba a su lado? Las palabras jamás lo habían dicho. Las palabras jamás se pronuncian. Este maldito estilo oblicuo —pensó Robles sin saberlo, pues él lo vivía naturalmente— incapaz de un solo alarido, esta contención minuciosa, cerrada, aun frente a los hechos más terribles, esta reticencia mexicana que no puede fijar en las palabras una expresión sumergida, arrastrada, por fin corrupta. «¿Somos todos así?», se preguntó en silencio. Quiso pensar, sabiendo que no podría, que el sentimiento era ajeno: aparentamos todos la cortesía, suprimimos lentamente algo que se llama espontaneidad y es sólo dos o tres momentos descargados, limpios, erguidos; tenemos miedo de ser juzgados, porque queremos ser singulares, y en esa singularidad mezquina de lo único sacrificamos la gran singularidad, la singularidad de lo vario, el gran uno que es unión de muchos, el punto donde ya no se puede decir «te quiero» porque quererte es quererse y bajar todas las defensas hasta rendir el pudor y la vanidad y el poder en la entraña de quien nos conoce y nos domina y nos abre de par en par porque ya no somos yo sino ella y ella no es ella, sino yo. Esto jamás lo podrían hacer él y Norma. Norma no lo haría con él, como él no lo haría con los hombres que constituían los valladares entre su persona y las metas de su ambición. Pero así la quería; así la había pensado y buscado: contrapartida de su vida pública, continuación o avanzada de sus resortes de éxito, nueva soldadera de la verdadera Revolución. Volvió a fijar los ojos en el reflejo de Norma, y vio correr ese reflejo por un rosario de cocktail-partys18 y bodas y cenas donde Norma era respetada porque era la mujer de Federico Robles y Federico Robles era un hombre que había sabido triunfar y dominar y era el dinero y el poder y la posibilidad de ayuda para escalar y en consecuencia Norma era la elegancia y el chic19 y todo lo que los atributos de su marido significaban, al pasar la frontera invisible entre el trabajo y el juego, en el gran mundo. Así la quería —creyó pensar—, así la había buscado, para esto. Para nada más. No tenía derecho a exigirle otra cosa. Norma había cumplido el pacto tácito.
—Vieras cómo impresioné a los de Ovando, Federico. Claro, los pobres viven como ratas de sacristía, en otra época, sin confort...20
—Habrá que invitarlos a cenar alguna vez.
—Uuuy, se mueren de ganas. Cómo no, ahorita mismo. Pero mejor vamos dejándolos que primero venga a visitarnos, tú. Vamos dándonos nuestro lugar. La tal doña Lorenza es una vieja orgullosa, luego luego se ve. Toditita atufada y como si te hiciera el gran favor. Pero le vi la cara de envidia cuando me miró el brazalete que me regalaste de Navidad —¡rico!—, y te juro que esa señora viene a visitarme y a pedirme más favores.
Federico sintió un ligero asalto de rebeldía. ¿Qué había sido don Francisco Ortiz en su época sino un advenedizo que había tenido la buena fortuna de caerle bien al general Díaz y aprovecharse deslindando terrenos robados a las comunidades indígenas? ¿Qué había sido el padre de Pimpinela, don Lucas, sino un mercachifles que hacía negocios en las aduanas al amparo de Limantour21? Pero quizá la compasión que en realidad sentía Norma hacia todos esos eres incapaces de participar en el nuevo mundo mexicano era la que merecían. No tenérsela hubiera equivalido a respetarlos.
—¿Qué se sentirá haberlo tenido todo y luego ser un don nadie? —dijo Norma mientras se aplicaba, frunciendo los labios, el lápiz labial.
—No te preocupes. Si mañana yo quedara en la ruina, pasado volvía a construir mi fortuna.
Norma, ahora, apretó la mano de Federico. Y Robles volvió a sentir su prolongación y avanzada, y no quiso recordar más los momentos con Hortensia Chacón, momentos que no podían pertenecer al esquema cerrado del mundo que sólo con Norma —en el silencio y el ocio retenido y la ficción conyugal— podía compartir. La plenitud de su poder le subyugaba como una esfera cálida y perfecta que alumbrase todos los rincones previsibles de su vida. De una brida tensa entre los dientes, en el campo de Celaya, origen del poder, hasta este mismo momento en que la prolongación de Federico Robles iba a reinar con su elegancia sobre una boda aristocrática: extremos de esa esfera total. Federico canceló, automáticamente, todos los momentos anteriores, y todos los que, hoy mismo, querían ligarse a ellos, reconstruir su otra imagen, su vida olvidada y escondida. Mercedes, Hortensia: dos nombres que bailaron apenas en los pliegues de su memoria, mientras Norma se ponía de pie y suspiraba:
—Mi amor, ¡las cosas que hay que hacer para cumplir! A veces pienso que no es vida, tanto cumplido y trajín social. Créeme que lo hago por ti.
Federico, con una leve sonrisa tiesa, lo creía.
—¡Pero qué bodita más cursi! —gruñía entre dientes Charlotte García mientras agitaba una mano en señal de despedida a los anfitriones y el Mercury arrancaba de Monte Líbano hacia la glorieta de Reforma. A su lado, Pimpinela de Ovando sonreía, en el acto de deslizar fuera de los brazos sus altos guantes negros. Charlotte, con un movimiento brusco, se desprendió el sombrerito de plumas rosa y lo dejó caer al lado de Pimpinela: —Nunca comprenderé, querida, por qué este desperdicio de champagne22, pavos, canapés, orquesta de violines, colas de seda, jacquets23 y dinero; para que luego cada quien se vaya a su casa repelando.
La avenida descendía, ondulante, recortada por un sol oblicuo, entre fresnos y cristal y piedra labrada: —Todavía se entiende que una advenediza confesa como yo caiga en estos holocaustos, ¡pero tú, Pimpinela! ¡Cómo puedes tolerar ese smugness, ese estar tan satisfechos de sí de todos estos nuevos ricos! Estrenando su burguesía, como si fueran los capitalistas del día de la creación. ¡Qué horror!
Pimpinela no varió su encantadora sonrisa, punto de destello de todo su físico dorado: —Recuerdo que mi abuelita decía que igual que la aristocracia porfiriana vio con horror la entrada a México de los Villas y los Zapatas, ella y las viejas familias vieron entrar a Díaz y a los suyos el siglo pasado. Entonces las gentes decentes eran lerdistas24. Aunque también ellos se habían hecho ricos con los bienes del clero.
—¡Me parece divino! Hay que ser leal a nuestros propios prejuicios —comentó Charlotte con una carcajada carrasposa. Sobre sus facciones, mantenidas en ese punto de elegancia sin edad por las cremas, los masajes y, sobre todo, por la actitud y la voluntad, bailaban los reflejos verdosos del Bosque de Chapultepec.
—Ponte a pensar, ¿a quién verán entrar con horror mañana los aristócratas de la Revolución? No hay remedio: Mexiquito siempre será Mexiquito. Y mientras tanto, hay que subsistir. Cuando veo a mi tía Lorenza atada a su nostalgia, creyendo todavía que Don Porfirio va a resucitar y a correr con látigo a los bandidos y al peladaje25... Cuando todos podrían aprovechar, como yo, esta necesidad de prestigio, de barniz aristocrático, de los nuevos peces gordos. Hay que tener un poco de sentido práctico en el mundo moderno, ¿no crees?
—Ay, Pimpi, tú eres muy lista, pero yo que sólo veo el lado estético de las cosas, ¿cómo quieres que me sienta en medio de tanto llanto de padres sentimentales y mocos de niñas vestidas de tul? Si puede uno vivir en Nueva York o en París, en el centro del mundo, con gentes que hablan y se visten como tú, ¿quieres decirme qué estamos haciendo en México?
—Masoquismo, querida —dijo Pimpinela, agrandando sus ojos de miel cristalina a la vez que bajaba la voz—, y el agradable axioma de que en país de ciegos...
—¡Eres insoportable! —gimió Charlotte y se alborotó el pelo. —Cuéntame, ¿viste al modisto26 ese espiando la boda desde la cocina y elogiando su creación con los gatos27?
—Vi algo más impresionante: a Norma Larragoiti vieja por primera vez.
—Bueno, es que con ese marido. Te imaginas el miedo de que le haga un hijo igualito a él...
El auto se detuvo frente a un bar de la calle de Liverpool. En la tarde dominical, grupos de sirvientas con las bocas pintadas como grandes cerezas húmedas, vestidas de algodón y falso terciopelo negro y mocasines de charol, se paseaban abrazadas de cabos del Ejército. Los rebozos se enganchaban en los botones militares, algunas chupaban paletas de limón, otras tarareaban canciones. Iban y venían faldas anchas de colores chillantes, permanentes ensortijados y bañados en grasa, vendedores de helados y globos.
—Basta de zoociales —suspiró Charlotte al descender.
—¿Estás segura de que estará aquí Silvia?
—Todos los domingos. L'amour, tu sais...28
Un cuarteto de guitarristas suspiraba junto a la mesa donde Silvia Régules, el mink29 detenido en un hombro, presidía con los ojos fijos en uno de los intérpretes, crespo y moreno.
—¿Cómo que esto es un old-fashioned?30 —gritó Bobó31 al jefe de meseros—. ¿Me va usted a decir a mí, nibelungo, lo que es un old-fashioned? Lugar: Nassau. Año: 1942. En noches de delirio, Windsor pedía mis old-fashioneds mientras la morganática se dejaba retratar para Vogue.
Silvia besó las mejillas de Charlotte y Pimpinela: —Su Alteza el Príncipe —indicó, y Charlotte ejecutó un torpe movimiento de rodillas. —A los demás los conocen: la Contessa32 Aspacúccoli, Cuquis, Bobó...
ay, amor ya no me quieras tanto, ay amor33
Cuquis trataba de meter su mano entre el dorso y el brazo del príncipe y éste —prógnata y oloroso a nardos— la retiraba con igual insistencia. Pimpinela tomó asiento al lado de Silvia, y Charlotte frente al príncipe: — Conocí a sus augustos papás chez la Comtesse34 de Noailles...
—Los deplorables eventos de 1918 —suspiró, desde su escandalosa quijada, el real personaje.
—Ahora a las siete doy un cocktail35 en honor de Maryland Ainsworth, «Soapy»36 Ainsworth, ¿sabe usted?, y también de su caballo, si es que gana el handicap37 en el Jockey38, y me honraría...
—Hoy la patria ancestral es presa de la tiranía roja...
—Recuerdas, Pinky39, los últimos bailes, cuando tú y yo espiábamos desde el balcón de músicos... —dijo con voz nublada la Contessa Aspacúccoli.
—Liebe Zagreb!40
La Contessa ingirió rápidamente el contenido de su copa: —Pinky, Pinky, todo se terminó, kaputt41, es aquí el reino des épiciers et commerçants, oh damn!42 Voy a llorar. Hasta este lugar —por consanguinidad en tercer grado— pudo ser tuyo.
El Príncipe serbio, de pie, gruñó levantando su copa: —Vive l'Empereur!43
—Sí, se lo matamos nosotros44, ¿verdad? —interrumpió Charlotte—. Pues ahora, en desagravio, le ofrezco también a usted el cocktail de Soapy Aisworth y Tennessee Rover Boy45.
—¿Quién es Tennessee Rover Boy? —arqueó las cejas la Contessa.
—El caballo de Soapy que ya ha de haber ganado el handicap, si Dios quiere.
—Desconocemos el pedigree46 de su Rover Boy, querida Charlotte, pero se está usted refiriendo con el mismo aliento a la línea de Reifferscheidt-Orsini, regentes de Aquisgrán dede el año 1147 y emparentados con las más viejas familias del Sacro Imperio.
—¿Pedrigrees a mí, señora? Léase su Bernal Díaz: ahí viene mi tatarabuelo, que ya era Marqués de Aguasfloridas y pariente de Moctezuma cuando los suyos plantaban betabeles en el Danubio...
La Princesa, roja al duco, regó su martini47 y, de pie, levantó el índice y atropello una serie de palabras incomprensibles. Se cruzó la estola sobre los pechos, infló la nariz, y, ya impotente, gritó: —¡Hija de los galeotes y forzados que cruzaron el mar con escorbuto! —y tomó con furia los cabellos de Charlotte: —¡Te voy a enseñar las posaderas donde está grabado eso que es el lunar de Charlemagne!
Los guitarristas se detuvieron en seco y sólo la Augusta intervención impidió a la Contessa bajarse los calzones: —Liebe Sophia, je t'en prie48...— Con una profunda reverencia y la Contessa agitada entre sus brazos, Su Alteza se retiró.
— ¡Me fregaron49 el romance! —se quejó Cuquis plantando su daikirí en la mesa—. Ahora que ya me lo iba a amarrar...
—J'ai le cu de Charlemagne!50 —aullaba la Contessa desde la puerta del bar.
siempre que me preguntas, que dónde, cuándo y cómo, yo siempre te respondo51
Junior52 se acercó a la mesa del combate: —Buenas todos; ya vi tu royal match53, Charlotte. La aludida se arreglaba el pelo: —¡Que viva el triunfo de trade over tradition! ¡Qué se puede esperar de gentes que desconocen las tinas de baño! ¿No olieron al Sacro Archiduque? ¡Fiúuuu! Siéntate, Junior.
Cuquis corrió a abrazar al columnista que se desprendía con evidente labor de la barra: —¡Mi ocho columnas adorado! ¡Ya me amarré a la testa real! Puedes poner que estuvieron aquí puros nobles para el suceso: el Príncipe serbio, la Aspacúccoli, Charlotte que nos ha resultado de la línea de Cuauhtémoc y yo que fui Soberana de la Primavera quizá, quizá, quizá54
—Ya está arreglado tu asunto —le susurró Silvia a Pimpinela. —Mi marido habló con esa gente y han acordado la devolución de la hacienda de Chihuahua, por el momento, y después de las otras55...
—¡Silvia! Esto es tan inesperado; tía Lorenza no va a tener palabras...
—¡Tch! A ti te debo algo más, ¿verdad? —dijo Silvia y apretó la mano del guitarrista crespo y bigotón.
Tennessee Rover Boy56, en efecto y a Dios sean dadas, ganó el handicap. Colocado por una nariz en el primer lugar, su éxito corrió en ondas de creciente entusiasmo del estrado general del Hipódromo a las mesitas friolentas que, en lo alto, constituyen el Jockey Club. Maryland Ainsworth levantó ambos brazos y los arremolinó en éxtasis. A su lado, Gus y Lally sufrieron colapsos, aunque aquél, con más sentido común, salió corriendo hacia el teléfono para avisarle a Charlotte. Desde el hall57, observaba con una mirada lejana, mientras esperaba la comunicación, a los rosarios de niñas, gordas unas, macilentas y sacréficadas otras, que corrían en parvadas nerviosas de un rincón izquierdo a un rincón derecho, a los dandys58 aburridos que se lanzaban fumarolas esquivas unos a otros, a las demimondaines59 endomingadas de violeta —vestidos, párpados, labios—, a los disecados elementos de la vieja guardia, a las señoras que se aprestaban a iniciar, lastrando las sillitas plegadizas, sus partidas de canasta uruguaya.
—¡Rover Boy! —suspiró Gus a la bocina y colgó, corriendo de nuevo hacia las exaltadas extremidades de Maryland, quien ahora lloraba: —My old mammy should have seen this! She raised Rover Boy on clover and alfalfa, she did!60
—No te preocupes, chula61 —se apresuró a añadir Lally, sofocada: —A mí me criaron entre puras lecturas místicas, desde el occiso Platón hasta Guisa y Azevedo, dizque para que distinguiera entre las estrellas de los cosméticos y las de la cosmología, ¡dime si no es para chotearse62 como de por vida!
—She says she understands your feelings63 —tradujo Gus.
—Oh, that's sweet64 —lacrimeó Maryland «Soapy»65 Ainsworth, infinitamente pecosa en el atardecer azulado del valle. —Soapy, Mister So-and-So66, ¡el hombre más divino de México! —susurraba Charlotte mientras conducía a la heredera del imperio jabonero de un invitado a otro. El apartamiento, forrado de seda naranja, ostentaba en las paredes retratos autógrafos de celebridades: Shirley Temple, el Dr. Atl, Somerset Maugham, Elsa Maxwell, los Duques de Windsor, Alí Chumacera y Victoria Ocampo. Los taburetes de raso diseminados como hongos muelles constituían varios núcleos de academia social: sobre uno, se sentaba Lally; sobre otro, el Junior; sobre un tercero, Pedro Caseaux. Alternaban, desde un escondido magna-voz, Jacqueline François y Los Panchos. Una corona de gardenias, con las palabras ROVER BOY escritas con nomeolvides, inundaba el salón de un triple olfato de velación, arrepentimiento y musgo fresco.
—Julia de Bulgaria —presentó Paco Delquinto a la ya demacrada y siempre muda Juliette ante el grupo peripatético de Charlotte y Soapy: —Charmed, I'm sure67.
—Desde los Sargónidas no se organizaba un huateque68 como el de San Fermín la semana pasada —comentó un Pierre Caseaux, y Cuquis69, a sus rodillas, suspiró: —¡Estaba el Serbio! Y por más que Pichi70 le hizo la lucha, fue a mí a la que invitó al Te Deum71 del viernes. En honor de los difuntos Reyes de Montenegro, ¿sabes?
oh je voudrais tant que tu te
—En esta época la Place Furstenberg se llena de hojas muertas —sugirió Pimpinela de Ovando.
—Bueno, pero eso no le quita lo sangrón a los franchutes y lo mugroso a París —recogió la sugerencia el Junior—. Oye tú, Pimpis, que dizque la Ciudad Luz. ¿Dónde, digo yo? Ya quisieran tener la iluminación de Insurgentes para un día de fiesta. Eso está bueno para ir como yo, una vez al año, pero para vivir, México. ¿Dónde has visto en Francia tantas comodidades como hay en México? Empezando por los baños, oye, y luego las casas, y todo el nivel de vida. ¿A poco allá tienen zonas residenciales como Las Lomas o el Pedregal? No, allá puro vivir de museos y Napoleón.
—La señora Jaboncito dice que se ha casado siete veces y todavía no entiende por qué nunca la han embarazado —rumió con la sonrisa dentrífica Lally—; ¿verdad, suit?72
—Sure, daddy makes a surplus of three million a year, tax deducted, but he likes to keep in touch with the finer arts and pays a roving culture-trailer with records and books73.
—Que si eres homosexual, Gus.
—Homo, sí, sexual quién sabe.
abre el balcón, y el corazón 74
Rodrigo Pola se acercó al visible perfume de Cuquis75, quien, con el pelo caoba recogido en dos olas que partían de la sien y se agotaban, escondidas y exánimes, en la nuca, se acariciaba el occipucio, consciente de los blandos dobleces de su axila afeitada, de la redonda línea de músculo que acentuaba el contorno del seno y lo convertía en un objeto, a la vez, aéreo y grave. Junto a ella, charlaban Caseaux, Delquinto y Juliette. Rodrigo suprimió, mentalmente, toda referencia culta de su vocabulario: no había otra manera de agradar a Cuquis pensó, pensó que era eso lo que había hecho huir a Norma; esas continuas referencias a lo que, lejos de ser un patrimonio común, resultaba la soporífera clave de un grupo de iniciados. ¿No quería tener éxito en todo lo que intentara? El éxito es asunto de pasividad, se dijo Rodrigo; basta plegarse a la ocasión, someterse a un tren de hechos automático que nadie ha puesto en marcha con inteligencia o pasión. Y además, ¡qué diablos!, resultaba pedante y poco democrático sacar a colación cuanta cita y asociación se le ocurrieran a uno. Recorría con los ojos los sabios movimientos de Cuquis, en los que alternaban una pasividad acogedora de gatita con otra tensión, reptil. Los gatos se cruzan con las serpientes y se hace el reino bovino, musitó Rodrigo al llegar, en su observación, al regazo de Cuquis.
—¿No les parece que el serbio se parece al cuero de Rock Hudson? —inquiría Cuquis cuando Rodrigo se decidió a penetrar la barrera de Miss Dior76 que la abrazaba.
—¿Quién va ganando en la carrera monárquica? —dijo Rodrigo, cruzándose de piernas sobre el tapete. Intuía que la pregunta no había sido oportuna; Cuquis frunció los anchos labios con los que pretendía crearse una personalidad muy joancrawfordiana.
—Después de todo, yo te lo presenté —dijo Pierrot77.
—Ay, mi ángel —contestó Cuquis y acercó los labios a los de Caseaux, agradeciéndole, sobre todo, el pie: —¡Qué haríamos sin tu savoir faire78 estas tristes abandonadas de Tunaland!
—Oye, oye —gritó el Junior desde el taburete contiguo—, esos nobles estarán muy bien para darse taco79, pero a la hora de que aquí está su convertible y aquí está su departamentito, ¿quién afloja la lana?80
—Ay, Junior, pero si a ustedes también les conviene andar con chicas de tono. ¿A poco nomás por la buena chichi81 nos sacan a pasear? No te conoceré: si no hubiera ese tono distangué82, ni caso nos harías.
—Oye, oye, los placeres ocultos déjaselos a los monjes —dijo el Junior lamiendo los bordes de su vaso: —¿Quién anda con una vieja si no es para que los demás se enteren?
—¡Eres divino, Júnior! —y Cuquis estiró aún más el cuello para volver a acercar sus transitados labios a los dos ríñones colorados del higiénico joven.
—No hay vacilón83 que valga sin su equito exterior84 —trató de mediar Rodrigo, conteniendo con dificultades una cita poética.
Cuquis cortó su prolegómeno de beso con una mueca de fastidio: —Oiga señor, ya van dos veces que abre usted la boca y las dos para meter la pata85. ¿Qué usted me conoce, o qué? ¿De cuándo acá esas confiancitas conmigo?
—Nos presentó en una ocasión Norma, en casa de Bobó... —dijo, sin convicción, y sintiéndose ofensivamente ridículo en su postura de yoga, Rodrigo.
—Ah, pero si tú eres el zonzo aquel, ¡mi amor!
Rodrigo trató de suplir inmediatamente su desagradable sentimiento de reputación perdida: —Vous n'êtes si superbe, ou si riche en beauté, qu'il faille dédaigner un bon coeur qui vous aime86.
Sintió que su mirada vergonzante y la actitud declatamatoria de las manos no se avenían cuando Pierrot87 sofocó una risa histérica que pronto contagió, sin sentido, a Cuquis y al Junior. Los tres se pusieron de pie y fueron a sentarse en un rincón oscuro de la sala.
que yo también, tengo una pena muy honda88
Como un pez ojeroso surgido del fondo de un acuario, surgió Natasha de ese rincón oscuro, desalojándolo en beneficio de la tertulia Cuquis-Junior-Pierre89. Había en la vieja sapiencia de sus ojos un sentimiento, más que de recuparación, de afanoso vertir de su mundo acumulado sobre nuevas cabezas. Aquella doble imagen —suntuosa una, amortajada la otra— de los viejos y primeros tiempos de Cuernavaca se había resuelto en una sola: la efigie calcárea, ahora, se había impuesto a la de carne, y pugnaba por apoderarse de todo el cuerpo de la mujer. Rodrigo sintió sobre su mejilla un colorete rasposo y dio la cara a los labios llenos de una pintura anaranjada de dos tonos:
—¿Me permites una cita? No, no digas nada; ya sé que aquí eso es, ¿cómo decir?, poco democrático, ¿no? No importa; escucha, hay impertinentes y hay fatuos; ... alguien... dijo que el impertinente es un fatuo exagerado. El fatuo cansa, aburre, disgusta y enfada; el impertinente enfada, irrita, ofende: él comienza donde el otro finit90... acaba.
Rodrigo observó con melancolía el alto cuello de terciopelo y el turbante de plumas de garza de Natasha; su rostro brillaba, entre los extremos verde y rosa, como la única luna antigua y demacrada de la creación.
—¿Y cuál cree usted que soy yo, señora?
Natasha puso los ojos en blanco y formó una arrugadísima «O» con los labios:
—¡Usted! ¡Usted! Sólo un mexicano piensa en seguir hablando de usted a una mujer desconocida que se acerca a decirle una preciosa frase de La Bruyère. ¡Usted! ¡Siempre esa cortesía! ¿Que qué cosa eres tú, mi amor? Mira a tu alrededor. Basurero dice a ensaladera: yo también soy ecléctico.
Natasha acercó un largo cigarrillo ruso al pecho de Rodrigo en su pose favorita de solicitud de fuego. No entendió hasta que Natasha, con un gesto de impaciencia, subrayó su intención y Rodrigo, torpemente, hurgó en sus bolsillos hasta encontrar unos «Clásicos»91. La pose de Natasha no varió:
—Todo es cuestión de alas, querido. Con alas: mariposa. Sin alas: gusano. Voila!92 Convídame un drink93.
Con gran ceremonia, Rodrigo tomó el brazo de Natasha; la mujer crujía al levantarse del taburete. —On n'est pas ce qu'on était94... —suspiró mientras guiñaba el humo fuera de sus ojos glaucos, dos vasos de sombra irrespirable. La pareja caminó hasta el bar; Charlotte había apagado casi todas las luces, y Cuquis besaba al Junior95 mientras Pierrot ofrecía sus comentarios a la técnica oscular empleada y Lally le acariciaba la cadera a Soapy Ainsworth y Bobó comentaba, observándolas, las ventajas de la ambigüedad. Juliette, como acostumbrada a una ceremonia que a fuerza de juzgar siniestra le era ya indiferente, escuchaba la catarata verbal de Paco Delquinto. Natasha chocó su vaso con el de Rodrigo. —Cheers!96
La cara se le iba palideciendo con cada nuevo sorbo. —Sabes, querido, déjate crecer las alas. No te salen, parece que97... te las cortan a cada ratito, o te las dejas cortar, ¿quién lo sabe? Am I right?98
Mientras mamaba, con una delectación intensa en la que el alcohol y la compañía inesperada conspiraban, los popotes de su Manhattan99, Rodrigo asintió. No quiso interrumpirla. Su cuerpo comenzaba a fundirse con la fiesta; sentía los muslos adormecidos, la nuca excitada; y Natasha, sobre el banquito del bar, le recordaba —no sabía por qué— alguna escena invertida de El ángel azul. La mujer comenzó a cantar, en voz baja, con una cuerda pastosa,
Surabaya Jonhny, warum
bist du so roh?
Du hast kein Herz, Johnny und ich liebe dich so100
Ella un Emil Jannings femenino, y él una Marlene azorada; lo pensó y se enrrolló el pantalón sobre una de las piernas: Natasha se llevó las manos a los ojos mientras su canción se le atrofiaba, quebrada, en risas
Du hast kein Herz, Johnny und ich liebe dich so101
Rodrigo tomó la mano de la mujer y la besó; ella pasó la muñeca sobre la nuca fría y excitada. Pidieron más copas.
—¿Sabes que eres muy cariñoso y dulce? Lo sé, querido, no lo digas: aquí es muy difícil. Todas las mujeres mexicanas de nuestra clase son unas beatas hipócritas fruncidas o unas putas baratas. Quieren seguridad o manoseo, pero no una relación... ¿humana? Il faut savoir mêner les choses102, ¿sabes?
—¿Y quién tiene la culpa?
—Los hombres mexicanos, bien sur103. ¿Qué cosa decía la monjita esa?104 «Hombres necios»105, etcétera. Ellos quieren que las mujeres sean beatas o putas, algo definido que no los obligue a gastar mucho la imaginación. ¿Y qué más? ¿Te lo digo? Ecoute106: no hay quien me pare de hablar mal de México. ¿Nuevos ricos que no saben qué cosa hacer con su dinero, que sólo tienen eso, como un caparazón de bicho, pero no todas la circunstancias, cómo se dice... de gestación que en Europa hasta a la burguesía le dan cierta clase? Claro, la burguesía en Europa es una clase; es Colbert y los Rotschild, pero es también Descartes y Montaigne; y produce un Nerval o un Baudelaire que la rechacen. Pero aquí, querido, es como un regalito imprevisto para unos cuantos, on ne saurait pas se débrouiller107... No hay, cómo se dice... ligas, se trata de una casta sin tradición, sin gusto, sin talento. Mira sus casas y, ¡sale marmite!108, sus ajuares; son una aproximación a la burguesía, son toujours les singes109... los changuitos110 mexicanos jugando a imitar a la gran burguesía.
Natasha soltó una carcajada y bebió el contenido de su copa: —¡Y los intelectuales! Chére, chére111, son a la inteligencia lo que la saliva al correo, una manera, tu sais112, de pegar la estampilla. Quieren prestigio y consideración, querido, et ça suffit113; no quieren a las ideas ni a la obra ni a la pasión que lleva crearlas; nada más quieren estar en la vitrina; su conversación es triste cuando no es pomposa, su aspecto es feo, ¿sabes?, en el mal sentido, feo sin personalidad o grandeza, feo como la halitosis o las légañas. En fin... ¿sigo? Esos periodistas que con una mano rezan a la Guadalupe y con la otra reciben mordidas114, ¡porco Dio!115 Una persona de inteligencia mediana tiene derecho a leer algo más que anuncios de cine en los diarios. ¡Este país está más lejos del mundo que... que Júpiter! Todos con un set116 de ideas prefabricadas para sentirse, ¿cómo se dice?, personas justas y honorables que están del lado de la razón, buenos mexicanos, buenos padres de familia buenos nacionalistas, buenos machos, ça pu, mon vieux!117 ¡Pero qué tristeza! Oye, y los pinches curas de México, y el pinchí-si-mo catolicismo mexicano. ¡Pero qué tomadura de pelo, viejo! Pero si esto es grave, querido, si ser cristiano de veras —o budista de veras, si tú quieres— es un problemón... ¿cómo dices?... de la tostada118, tu sais. Il faut avoir...119 unos ríñones de acero. No es cuestión de mandar a las niñas a un colegio de monjas a aprender vergüenza y mezquindad, no es prohibir que se critique al papa a la hora de la comida y llorar ante una postal del Vaticano, ni siquiera de dar mendrugos o darse golpes de pecho para sentirse con buena conciencia120, ¡ser cristiano es como agonizar tous les jours121, ¿sabes? y resucitar todos los días y sentirse al mismo tiempo la mierda más grande y el ser más bendito cuando se tiene que pedir perdón en serio y ser humilde de verdad! Lástima que el rito católico sea más impresionante que sus dogmas.
—¿Por qué vives en México? —Rodrigo quería reír y guiñar un ojo, solidarizarse tácitamente con lo que decía, desde la espuma anaranjada de sus labios, Natasha, pero se sentía realmente ofendido por las frases de la mujer.
—¿Por qué vivimos, chérie?122 ¿Por qué vivimos en una ciudad tan horrible, donde se siente uno enfermo, donde falta aire, donde sólo debían habitar águilas y serpientes? ¿Por qué? Algunos, porque son advenedizos y aventureros y éste es un país que desde hace treinta años le da prioridad a los aventureros y advenedizos. Otros, porque la vulgaridad y la estupidez y la hipocresía, comment dire?123, son mejores que las bombas y el campo de concentración. Y otros... otros, yo, porque al lado de la cortesía repugnante y dominguera de la gente como tú hay la cortesía increíble de una criada o de un niño que vende esos mismos diarios enmerdeurs124, porque al lado de esta costra de pus en la que vivimos hay unas gentes, ça va sans dire125, increíblemente desorientadas y dulces y llenas de amor y de verdadera ingenuidad que ni siquiera tienen la maldad para pensar que son pisoteados, comme la puce, hein?126, y explotados; porque debajo de esta lepra americanizada y barata hay una carne viva, ¡viejo!, la carne más viva del mundo, la más auténtica en su amor y su odio y sus dolores y alegrías. Nada más. C'est pour ça, mon vieux127. Porque con ellos se siente uno en paz... y allá, en lo que dejamos, está lo mejor de lo que ustedes creen que es lo mejor, pero no lo mejor de lo que ustedes creen que es lo peor. Ça va?128
Rodrigo permaneció unos instantes con los ojos perdidos en el fondo de una botella vacía. ¿No le quería decir Natasha lo mismo que Ixca: escoge, escoge tu mundo y no des más la cara a las ciudades de sal? Levantó la vista: —¿Paul Gauguin en cruzada otra vez? ¿Otra vez la búsqueda del buen salvaje y el color local y el candor primitivo, ahora entre los limpiabotas totonacas129 y las cocineras descendidas de la sierra de Puebla?
—Puede que sí, mi amigo. Por lo menos a nosotros nos queda siempre eso: la posibilidad de s'enfuir130, de buscar el lá-bas131, El Dorado fuera de nuestro continente. ¿Pero ustedes? Ustedes no, mon vieux132, ustedes no tienen su lá-bas133, ya están en él, ya están en su límite. Y en él tienen que escoger, vero?134 —Natasha sonrió con una explosión cálida que quería comunicar a Rodrigo un sentimiento verdadero de interés y preocupación. —Para ti no debe ser difícil. Déjate crecer las alas de un color o de otro. Es tan fácil. Cuestión de dejarse llevar, en uno de los casos, hein?135. Mira a tu alrededor. ¿Crees que existe en ellos algún escrúpulo moral, o por lo menos la idea de que no tienen ningún escrúpulo moral? Fíjate qué fácil, mi amigo, fíjate nada más... —La voz de Natasha se iba alejando, con su cuerpo, con sus manos, de Rodrigo y del pequeño bar; las sombras de la fiesta, más profundas, por elaboradas, que las sombras nocturnas de un bosque perdido, se la tragaron: Rodrigo fijó hasta el último segundo los ojos en la luna escuálida y después quedó solo, mientras los ruidos y las voces y las invitaciones y el tedio volvían a zumbarle, a rezagarlo, a apartarlo del lugar central.
Ixca Cienfuegos camina a través del viejo Mercado Juárez hacia el cuartito de Librado Ibarra en la calle de Abraham González. Atraviesa los puestos, vacíos después de la compra de la mañana, donde los vendedores se han sentado a consumir algunas sobras de carne resinosa y hierbas entre el olor penetrante de pollos degollados y sangre de huachinango136 que tiñe los pisos y se mezcla con los ríos de agua jabonosa que las mujeres gordas, de pelo envaselinado y verrugas negras, hacen volar de sus cubetas, entre aullidos de perros, mientras las otras mujeres, las recogidas y quietas, no dejan de contar los manojos de tomillo y mejorana, laurel, orégano y epazote137, de perejil y hierbabuena y manzanilla que les sobraron, antes de emprender el regreso a las delegaciones, a Contreras, a Milpalta y a Xochimilco, a esperarse junto a la parcela mínima para regresar con más manojos escuálidos al día de plaza. Se deja escuchar alguna guitarra perdida; la modorra la arrastra, con dedos de siesta, y los pajarillos en venta, cubiertos por un trapo, ya no chirrean ni mueven las alas. Los cuerpos van cayendo, pesados, sin postura fija, bajo el sueño. Van a dar las cinco de la tarde. Un gran silencio desciende sobre el mercado. El sol de la tarde hiere los ojos de Cienfuegos. Comienzan a alzarse, por todas las calles y las plazas, los tonos compungidos del organillo callejero. Algunos chamacos se unen al organillero y cantan las canciones tradicionales rayando el sol me despedí138 peregrina de ojos claros y divinos139 y Cienfuegos busca el número correcto de Abraham González, penetra el largo patio de macetas abandonadas y asciende por una escalera crujiente al segundo piso.
LIBRADO IBARRA
—¿Difícil hablar de Federico Robles? ¡Qué va! Difícil hablar de uno mismo, o de los demás cuando hay amor o hay odio de por medio. ¡Qué va! Con Robles no hay nada de eso. Es como sentir odio o amor por un encabezado del periódico, por algo que está allí, nomás, parte de otra cosa que a uno ni le toca.
—Sí, creo entender lo que me dice —intervino Ixca Cienfuegos. —Aunque veo que a usted sí le ha tocado de cerca.
—¿Por esta pata? ¡Qué va! Eso me lo hizo una máquina, no Federico Robles. No, quiero decirle que a mí mi propia experiencia me sobra y basta, que estoy contento de lo que he visto y vivido, y menguada la cosa que Robles le puede hacer a eso. Verá usted: yo conocí a Federico en la escuela de derecho, cuando los dos tendríamos unos veinticinco años. Federico era secretario de un general, y yo un pasante con tantas ambiciones, si no más, que Robles. No es ése el problema, ya ve usted. Puede que Federico haya hecho lo que yo no pude hacer. Puede que yo haya hecho lo que Federico no pudo hacer. Pero ahí nos tiene a los dos, de veinticinco años, los dos estudiantes pobretones, con el mismo México por delante140. Obregón en la presidencia y una bola de jóvenes como nosotros, llenos de ambiciones. Seguros de que ahora empezaban las cosas en grande. ¡Cómo nos fregamos macheteando141, amigo! Esas noches largas de noviembre y diciembre (el olor a castaña asada, ¿sabe usted?) en un cuartito mierda de Doctor Vértiz, lleno de humo y tazas de café repletas de ceniza, sobre el civil de Planiol y el constitucional de Lanz Duret, hasta que la cabeza nos zumbaba y los ojos los sentíamos a puro huevo cocido. Qué cosa serán esos lazos que se forman en la escuela, en esas noches desveladas, que después las gentes no se pueden volver a ver. Como que hay una entrega excesiva. Como que el otro se entera de la manera de pensar de uno, de todas las debilidades que cada quien trae dentro, ¡hasta del modo de mear! Y esto como que no lo aguantamos mucho nosotros, ¿no se le hace? Como que hay que guardar siempre las distancias, porque si no parece que se anda uno entregando demasiado. Así somos, mi estimado, ¡qué le vamos a hacer! Yo me conozco al dedillo al tal Federico, igual que él a mí. Sólo que él está donde puede jorobarme y yo donde me expongo a que me joroben. Total, que a veces hace hambre, ¿se da cuenta?, y ahí sí ni modo, hay que bajar la testuz. Pero entonces estábamos los dos igualitos, al mismo nivel. Eso de ser secretario de un general estaba muy bien como experiencia, pero no dejaba mucha mosca142 por el momento. Y yo litigando asuntos civiles de a cuartilla. De manera que andábamos los dos de café de chinos y putas del Dos de Abril, comprando libros usados en la Avenida Hidalgo y todas esas historias. ¿Le decía que hasta la manera de orinar le conocía? ¡Qué va! Me quedo corto. La de veces que compartimos a la misma vieja en la misma cama. ¡Ah qué caray! Ya ve usted.
Librado Ibarra se rascó la calva y guiñó sus ojos bulbosos, de cebolla frita. En el estrecho cuarto de Abraham González, la luz penetraba a través de unas ventanas llenas de macetas de porcelana y cachitos de vidrio143. Con la pierna enyesada, Ibarra trataba de acomodarse en la cama y, de vez en cuando, lanzaba un escupitajo al artefacto de cobre. En la incómoda postura, su pequeña y redonda barriga resaltaba como una cacerola mal avenida con la lividez escuálida de su cuerpo. Un aguamanil144, un ropero antiquísimo, la silla de madera despintada sobre la cual se sentaba Cienfuegos, un buró145 con losa de mármol. Era todo.
—Pues sí, los dos igualitos, con los mismos caminos por delante. Era cuestión de escoger. Sí, se dice muy fácil. Todo estaba por hacerse, y uno tiende a irle a la segura, claro. Pero en esos días ¿cuál era la segura? Faltaba conocer los nuevos caminos del éxito. Parecían ser todos. Todo estaba por hacerse, sí señor. Íbamos a empezar en cero a construir a México. ¿Qué camino no ofrecía posibilidades? Fíjese: los nuevos gobiernos atraían a todos, a los obreros, a los campesinos, a los capitalistas, a los intelectuales, a los profesionales, ¡hasta Diego Rivera!146. Al revés de los científicos147 de Díaz, que se habían organizado de arriba abajo, la Revolución primero se atraía a todas las fuerzas vivas del país. Ésa era la situación cuando Federico y yo teníamos veinticinco años: oportunidades en todos los sectores, ¿ve usted?, promesas para todos. Para eso se había hecho la Revolución. Iban a tener las mismas oportunidades el obrero y el campesino y el abogado y el banquero. Sí, cómo no. En fin, así lo creíamos entonces. Era cuestión de escoger y aventarse, mi distinguido. Al fin y al cabo aquí la gente se hace de prestigio gracias a sus errores. En la escuela el maestro Caso148 hablaba mucho del empirismo inglés. ¡Qué va! Aquí les damos mate a cualquier hora. Pero entonces, pues no veíamos así las cosas. Yo dizque iba a especializarme en derecho agrario, por el porvenir que esto ofrecía para un joven de talento. Mandé a volar el bufete donde estaba y me lancé a ver cómo funcionaba la cosa. Federico ya iba por otro rumbo. En cuanto se recibió, el general le dejó muy buenos negocios. Figúrese: se enteró de que unos porfiristas arruinados y además mensos vendían varias manzanas del centro a la quinta parte de su valor. Luego luego fue Federico a proponer la venta de los terrenos, que ni siquiera eran suyos, a tres veces su valor real a unos banqueros gringos. Como los banqueros le cicatearon al precio, Robles se consiguió un cheque falso del general por cinco veces el valor de los terrenos, dizque para uso del Gobierno. Los gringos capitularon, le pagaron los terrenos al precio que pedía Robles, y después Federico fue a hablar por primera vez con los porfiristas y se los compró a la quinta parte de lo que valían. Y yo, ¿que qué me encontré, señor? Pues que los ingenieros mandados a las viejas haciendas eran asesinados por los pistoleros de los hacendados que actuaban a sabiendas y a veces con el apoyo del cacique local. O que donde se hacían las distribuciones de tierra, el cacique armaba a los campesinos, se hacía de su ejército privado y explotaba las tierras igual que antes. O que los hermanos y tíos del Gobernador resultaban pobres indios titulares de una parcelita tras otra. Ya ve usted. Para qué le hago larga la historia. Me retaché149 a México, y después de aquella experiencia sólo quería vivir en la ciudad y ni oler algo que tuviera que ver con el campo. Venía impresionado, mi distinguido; ¡la de veces que tuve que salir corriendo de un latifundio, sospechoso de ser espía del gobierno! Aquélla fue muy mala vida. Así que llegué y me casé con la primera que me encontré. Una chiquilla feúcha y flaca —que al fin y al cabo yo no soy Jorge Negrete, amigo. Con la que me imaginé —¡mire usted, a esa edad!— que podría uno envejecer tranquilamente. En el bufete me mandaron al carajo, pero un sindicato me dio chamba de abogado. Pues ahi tiene usted a todos los profetas del proletariado con su casota en Cuernavaca —¿a qué horas, mi estimado, a qué horas? eso se llama ser el gaucho veloz— dándoles fiestas a las coristas y a uno que otro aristócrata del viejo régimen, y uno de idealista que va a dar con sus huesos a las Islas Marías150. Con los comunistas, con los líderes honrados, con los chamacos de las juventudes socialistas, con uno que otro vasconcelista taimado, sí señor. Ahí me tuvo usted hasta el año de 34. Y mi feúcha clavada aquí; apenas la saboreé, y ¡pácatelas!, el trancazo. Ni tiempo de hacerle un hijo. ¡Ah qué caray! Ésos fueron para mí los frutos de la Revolución —si es que la Revolución y el Jefe Máximo151 eran la misma cosa.
Librado se rió quedamente y acercó un pañuelo a la nariz. En medio del estruendo, preguntó: —¿Y Federico Robles? Pues ahi lo tiene usted con los fifís152 de Sanborns todas las mañanas y después, con lo que sacó de su primer negocio, comprando establos en Toluca. Luego se salió de eso y me dijo que en el campo mexicano no había nada que hacer, que eso quedaba fuera del mercado en virtud de las leyes agrarias, sobre todo ahora que iba a ser Presidente este Cárdenas153, que era un hombre de cuidado, y que los caciques que andaban metidos en el asunto iban a acabar mal; que ahora la tierra que valía era la de la capital. Luego se fue al Norte —¿esto no lo sabía usted, verdad?, bien que se lo ha guardado— y estuvo metido en unos garitos de Baja California. Creo que la hizo de todo: de mandadero y conseguidor154, con tal de conocer gringos y quedar bien con los meros meros155. Cuando regresé de las Islas, me lo encontré al frente de una compañía de fraccionamientos en sociedad con unos gringos y con políticos mexicanos. Acababan de comprarse loma y media a cuartilla. Luego fue de los primeros en construir casas de apartamentos. La segura, ve usted. Para 1936 ya no había quién lo parara. Dinero llama dinero, amigo, y esos gringos le tuvieron confianza, lo pusieron de abogado consultor en sus compañías, después en los consejos de administración, después ya pudo él solo alzar el vuelo y meter su dinero en empresas propias. Para prestarlo ¡qué olfato tuvo! Se dio cuenta de que para la agricultura no había un centavo disponible, que ahora todo era predio urbano, comercio, industria, y todo en el Distrito Federal. Fue de los primeros en dar crédito en gran escala para la industria de la construcción. Y mientras tanto los terrenitos sube que sube, las rentas de los apartamentos también —y si no, a tumbar éste y construir otro. La ciudad crece y crece, amigo, y él con ella. Ya ve usted esto retacado156 de gentes del campo que vienen aquí porque aquí hay trabajo en la construcción y al campo ni quien le haga caso. Y los demás de braceros. O la bola157 de familias que pasan de la aristocracia de Orizaba y Mazatlán y de donde usted quiera a la clase media de la capital, creyendo que aquí van a hacer fortuna rápida y acaban de mecanógrafas y de pequeños comerciantes. Robles, siempre a la segura. En política, contactos con los gringos, pero también, en tiempos de Cedillo158, con los Camisas Doradas159 y los nazis, por si las moscas160. ¡Ah qué caray! Viajes a los Estados Unidos, y una esposa popoff161, y todas esas cosas que dan prestigio. Se ha sabido manejar bien, cómo no. ¿Y yo? Pues cuando regresé de las Islas me encontré a mi pobre feúcha bien amargada, y no era para menos. Andaba bien desconectado, pero al fin Feliciano Sánchez, mi amigo de aquel sindicato, me consiguió chamba en Educación162 y me mandaron a promover dizque la aplicación del artículo tercero. Usted ya sabe lo que fue eso, y allí anduve. Ni modo de llevar a mi mujer conmigo, mi estimado. A una profesora de Villa de Refugio la agarró una gavilla de bandoleros pagados que la arrastraron de cabeza sobre un pedregal hasta dejarla hecha trizas. A otra le cortaron las orejas, a otros maestros los ahorcaron y les quemaron los pies. Siempre los caciques, señor, los caciques y los curas. Ésa fue la educación rural. Ya ve, empezamos igual, todo parecía ofrecer grandes oportunidades. Debía haberlas ofrecido más todo aquello por lo que se hizo la Revolución. La tierra, la educación, el trabajo. Pues ya ve usted cuál fue mi experiencia. En cambio, lo seguro era otra cosa, a lo que le fue Federico Robles. Para eso se hizo la Revolución, pues. Para que hubiera fraccionamientos en la ciudad de México.
Ibarra comenzó a reír con grandes carcajadas; no carcajadas justificadas o comprensibles, sino grandes ráfagas semejantes a un llanto disfrazado, y que con cada onda crecían, oleaje de ruidos guturales, hasta parecer infinitas e incontenibles.
—¿Y mi feúcha? Pues imagínesela. ¿Cómo le iba a hacer para conseguir dinero mientras yo andaba dando de tumbos? Feliciano Sánchez, mi amigo del Sindicato, le tuvo lástima y se la llevó a su casa y ella, claro, tuvo que corresponderle en especie. ¡Ah, qué mi feúcha! Pero no le guardo rencor. Total, era exigirle demasiado. Ahora me ha venido a visitar, ahora que he estado enfermo. A Feliciano lo mataron un 15 de septiembre: la ley fuga. Por andar de bochinchero163 en el interior. Pero mi feúcha prefirió quedarse con los hijos que le dio Feliciano. Ahora sí está vieja, y cuando recuerdo que al casarme pensé en que envejeceríamos juntos... Se necesita alguien que envejezca con uno, no crea usted. Todo lo que se pueda compartir no se pierde, sino que es como si se tuviera dos veces, ¿no se le hace? ¡En fin! Yo regresé a Educación, y allí estuve hasta hace poco de burócrata. Mire lo que son las cosas; hasta el obrero tiene hoy más defensas que el burócrata. La clase media está más amolada164 que el pueblo, mi estimado, porque tiene ilusiones, y más que ilusiones, tiene que mantener las apariencias. Tiene que aparentar cierta decencia en su casa, en su comida, en su ropa. No puede andar de huaraches y calzón de manta165. Y no le alcanza, de plano. Vivimos en una sociedad de libre empresa, señor, y las gentes que viven de eso se van para arriba, pero la clase media se queda en donde está. Con ese trabajo sórdido, rutinario; en fin, para qué le cuento... A mí un día me entraron ganas de quemar todos los archivos y no volver a ver un papel empolvado en mi vida. Catorce años metido allí, señor, y todos los días lo mismo, el mismo trabajo sin utilidad para nadie, el mismo camión Cozumel de bancas duras, el mismo cuartito, el mismo no tener qué hacer después del trabajo, salvo buscar a una mujer, o meterse a una tanda doble en el cine Colonial. Y a las ocho del día siguiente, otra vez marcando una tarjeta. ¡Ah qué caray! Mientras que Federico Robles... Pues quién no iba a doblar la nuca, dígame nomás. Con un sueldo de seiscientos pesos al mes. ¿Y a quién conocía yo en la nueva plutocracia sino a Federico Robles? Allí acabé, como usted sabe, prestándome a un chanchullo jurídico, aportando tres mil pesos que ni eran míos para hacerme socio de una S. de R. L.166 en apariencia y en realidad servir de capataz a una bola de infelices en una fábrica mal montada con maquinaria anticuada y defectuosa. Todo para evadir la ley. Aquí me tiene, pues. Habla usted con el brillante especialista en derecho obrero.
Ibarra inició otra carcajada infinita. Cienfuegos, desde su silla, sonrió.
—Ahora Robles me habla de «usted», ¡hágame el favor! Pero no, no es eso lo importante. Lo importante es que cada quien vivió su vida ¿no?, y que allá quedó él y acá abajo yo, dos vidas, nomás, dos ejemplos. Pero ni quien se queje, ¡qué va!
Antes de volver a sonarse, Ibarra gritó —¡Ignacia! ¡Ignacia!... Es la criadita del edificio, amigo. De esas indias bonitas. Mire: ¿no le importa comprarme unos «Monte Cario»167 y una Pepsi en el estanquillo? Se lo voy a agradecer. Aquí tiene... hombre, no faltaba más, ¿porqué me ha de convidar usted? Hombre, muchas gracias.
El sábado al filo de las diez de la noche la puta barata entra en una lonchería168 de San Juan de Letrán y pide una torta compuesta 169 de chorizo y puerco con una taza de café. Mientras engulle, se mira en el espejo del lugar y saluda con tres dedos nerviosos a otras mujeres que, con rapidez, comen allí o se untan saliva en las carreras de las medias o fruncen los labios frente a un espejo de mano sin dejar de hablar. Todas son «manas» y en el lugar las conocen y cuando andan muy amoladas les regalan algo de comer, pero la que come la torta de chorizo y puerco no se mezcla con las otras; las otras creen que lo hace por apretada o por nueva en el oficio, pero ella sabe que le cuesta contar las mismas mentiras, inventar, como todas, que viene de Guadalajara y que tiene un viejo al cual mantener y que un político la encontró con su viejo y la golpeó; le cuesta inventar esas aventuras que rompan un poco la monotonía sin fechas de lo que sólo es su trabajo, sin excusas, sin madre vieja, hijo recién nacido o hermano tullido que mantener, por el puro gusto de ser puta, porque trabajar de criada o dependiente de almacén la aburre y ahora hasta de puta se aburre y cree que va a poder dormir toda la mañana y a las once del día ya está despierta y aburrida, contando las horas hasta las diez de la noche para llegar a la lonchería y comer su torta y subir al hotel cabaret y ver si le regalan otra torta y después esperar y hacer como que baila y pedir un agua pintada tras otra170 y despachar al cliente en diez minutos. Se arregla la cola de caballo, se polvea los pómulos oscuros y sale a la calle, con la mirada clavada en la acera por donde caminan los hombres de camisola y pantalones bombos y algunos jotos descarados que se acercan a cabos del ejército y no sabe que el aire delgado y el vapor que asciende de las aceras y el cielo cargado que araña las azoteas pelonas y los avisos luminosos y todo el perfil quebrado de la ciudad quieren acariciarla y hacerla suya, gota viva de la ciudad, y llevarla hasta el origen de la misma ciudad y todos sus habitantes, que es donde la ciudad y todos sus hombres y mujeres dejaron su sabiduría: así piensa Ixca Cienfuegos cuando, en la esquina de Mesones, ve cruzar a la puta barata que no levanta la vista de la acera y camina con un contoneo impuesto que ya es su meneo natural. Entonces Ixca Cienfuegos va arrastrando los pies por las calles, al lado de la puta barata que para la trompa y se detiene y se clava las manos en la cintura regordeta y mal fajada. «Si no compras no mallugues171, mano.» Y se pierde por un costado de Vizcaínas. En Niño Perdido, Cienfuegos entra en una cantina de humo bajo y voces dominadas por el guitarrón y la corneta que rasga de cobre todas las gargantas y el ir y venir de chicharrones colmados sobre bandejas de latón hasta la mesita donde Beto, con las mangas enrolladas, se abraza al cuello largo y negro de Gabriel y contesta con aullidos las voces gangosas y perdidas del mariachi.
MACEUALLI172
¡Ay ay ay ay ay! Las olas de la laguna173
—¿Qué hay, Beto?174
—Pos ahi...
—¿El negocio?
—Ahi nomás175...
—¿Y tu amigo?
—Es Gabriel.
—¿El que se fue de bracero?
—¿Cómo...?
—Teódula me lo contó.
—Pos a poco176.
¡Ay ay ay ay ay! unas vienen y otras van
—Oyes177, que el señor aquí es amigo de la viuda Teódula, Gabriel.
—Pos sí.
—¿Qué tal te fue por allá?
—Pos ahi, cómo le diré178...
—¿Se toman algo?
—Pa’ luego179...
¡Ay ay ay ay ay! unas van para Sayula
—¿Tequila?
—Ahi usté dirá180...
—Esto debe darles nostalgia por allá.
—¿Cómo?
—Que en los Estados Unidos deben extrañar su tequilita.
—Extrañar el tequila. Pos luego181.
—Bueno, ¿por qué te fuiste de México, Gabriel?
—Pos eso sí quién sabe.
—¿No encontrabas trabajo, o qué?
—No; usté sabe cómo son las cosas, que si esto, que si l'otro...
—¿Se sirven las otras?
—Pos luego...
¡Ay ay ay ay ay! y otras para Zapotlán
—La vida es dura en México, Gabriel.
—Usté dirá, patrón182.
—¡Qué patrón! Soy tu cuate, Gabriel, igual que Beto.
—Usté dirá...
—¿De qué barrio eres?
—Ahi... este, del rumbo aquel... de por allá...
—De Boturini, señor, Boturini y Jamaica es nuestro cantón.
¡Ay ay ay ay ay! Allá va mi corazón
—Pero hombre, no seas desconfiado.
—No, si desconfiado no.
—¿Entonces?
—La mera verdad...
—Órale183, Gabriel. El señor es jalador184.
—Pos la mera verdad, la mera verdad que cuesta echar labia así de repente y la mera verdad que aquí vinimos a otra cosa...
—¿La que sigue, Gabriel?
—Pa'luego. Oyes Beto, ¿y el Tuno?185.
—Que luego se descolgaba186.
—Está suave187.
¡Ay ay ay ay ay! Sobre una viga nadando
—Me imagino que en los Estados Unidos, las circunstancias...
—Oyes, ¿qué le pasa al Tuno?
—Que al ratón188, te digo.
—¿No que no?
Gabriel lanzó un chiflido agudo y el joven de pelo hirsuto y camisola de manga corta hizo un guiño y se abrió paso entre el humo y los mariachis y las cabezas gachas.
—Jaya boy!189.
—¡Ah qué Tuno más jijo!190.
— Aquí el señor...
—Gusto, míster.
—...el señor es jalador, Tuno.
—¡Aaaaaah! Nomás luego no se me chivié191... Jaya boy!192.
¡Desde El Ei!
—Desde El Ei, Tuno! Ah que la chingada193.
¡Ay ay ay ay ay! ¿Qué dice ese amor engrido
—¡La cuenta! Bueno, los dejo.
—Ándele nomás, señor.
—Gracias patrón.
—Bisiña, míster194.
¡Ay ay ay ay ay! con el que me estás pagando?
—Voy voy195, qué olorosos y perfumados nos estamos poniendo.
—No te la jales196, Tuno. Es amigo de la Teódula.
—¿Y eso?
—Es cliente, y jalador. ¿A poco no, Gabriel?
—Ése es puro apretado.
—N'hombre, jala parejo197.
—Puro apretado. Que si te va bien, que si te va mal; luego luego a tenerle compasión a uno.
—N'hombre, es buena gente.
—Qué buena gente ni qué la pinga198. A poco199 cree que así nomás suelta uno lo que trae dentro? ¿Qué chingados200 va a entender?
—Seguro, Gabriel. No hay que andarse dando201, chur202.
—Seguro. Sólo con los cuates, como tú y Beto...
—Y a veces ni así.
—Y a veces ni así.
—Seguro, mano.
—¿Qué anda averiguando? Pos a poco le iba a contar algo nuevo.
—¡Las otras!
—Seguro. Unas que me sepan suaves. ¿A poco? Ahi están, luego luego, que si fueron a la escuela, que si saben leer, que si la chingada... Salud.
—Yurai203.
—Seguro, Gabriel.
—Ya ven lo que son las cosas; ¿quién va a andar recordando a cada rato? Bastante jodido anda uno para que encima...
—Ni hablar, bróder204.
—Ya ves mano, ni quien se queje. Ahi empecé en la peluquería esa, no estaba tan peor, ¿a poco no? Pero no, tienes que salirte de lo seguro, ir a buscar por ahi, de metichi205. Ni modo, mano.
—¿Quién se queja?
—Otros andan con suerte, Tuno. Luego luego les cae el gordo206. Se arman con lo que sea. Ni modo207.
—¡Ya estaría!208.
—Ni quien diga nada. A cada quien le va asegún quiere Dios, ¿a poco no?
—Ni modo.
—Pero al cabrón209 que le va bien, ni quien le diga nada. Pa’ qués más que la verdad210; a mí tampoco me dijeron que si haz esto o haz l'otro; pero nomás había que verlos —¡a los viejos211, mano!— para saber que como que estaban ahi nomás, esperando que hicieras algo. Luego, como eres el mayor y los hermanos se murieron y las viejas no sirven para nada y los jefes cada día más encogidos y dados a la desgracia, pues ni modo.
—Seguro. Ni modo.
—De chamaco las cosas son de otro modo. Nomás te andas paseando, buscando a ver qué encuentras. Te salen perros al paso, que conocen el cantón212 mejor que tú, y tú nomás te dejas llevar. Como que toda la colonia es tuya, todos te saludan y te convidan a jugar rayuela, mano. Pero ay jijos, apenas te ven la cara de machito213, y luego luego empiezan las caras feas.
—No les vayas a comer el mandado214.
—Las viejas, la lana, todo les da desconfianza, Beto. Luego luego te las esconden. Y luego te sale al paso un matoncito de ésos, nomás para probarte, y ahi sí ni modo...
—Segurólas215. Que no se te frunza216.
—Abusados217. Nomás andas mirando p'alante y p'atrás, a ver si a l'hora del'hora218 no te salen con una navaja. Y te joden si quieren, Beto. ¡Son más buenos para meter chisme!219. Y como ven la manera de arrimarse a los meros meros220 y estar listos para lo que sea...
—¡Y hasta les conviene tenerlos tranquilos! Al rato ya andan de fotingo221 y toda la cosa.
—... pues ahi está que si les caíste gordo222 te llevó Cantinflas223, mano. Tú les buscas la vuelta224, pero hasta eso, ¿a qué le tiras?225. ¿Pos a poco servimos más que para lo que somos? Voy...226. En el cabaré227 ese en donde estuve de mozo, pos sí, muy suave. Pero luego les ves los hocicos a los mozos viejos, mano, y sientes rete gacho. Ya no dan una, ya nunca hicieron lana, y como que se les salió todo de adentro. Están pendejos. Y los cabrones lambiscones metidos allí todas las noches, buscando trancazos. No, mano... ¿Pero qué te queda entonces? Te vas de paletero y es la misma cosa. No, mano... Vamos al carajo, a buscar chamba al Norte. Ahi te dan dólares, te regresas a gastarlos en tu cantón y ni quien te esté jodiendo. ¿Que te tratan como mierda los gringos? Pos ni modo, para esto te pagan tu buena lana.
—¡Godán sonobich!228.
—¡Hijos de puta! Caray, Beto, a l'hora que te echan ese argüende229 para matar pulgas encima y te encueran y a veces hasta te rapan, te entran ganas de...
—De agarrar un chicote230 y...
—Un montón de pelados metidos en un cuarto para reses, Beto, todos encuerados231 y oliendo a la chingadera esa.
—Di Di Ti232.
—Ésa mera. Y un gringote de dos metros gritándote gríser233 y esculcándote234 todito. Pero ¡qué caray! A ése no lo vuelves a ver, ni a los otros. Luego, cuando sales del trabajo, pues duermes en un catre a gusto y tienes lana para ir a coger o a tomar. Se acaba la cosecha y te despachan volando. Y cuando cruzas la frontera, mano, pos hasta recuerdas bonito aquellas tierras. Acá no ves más que tierra seca y indios mugrosos, mano. Como que no crece nada, mientras que del otro lado...
—Ora me dijo el Fifo235 que en Sonora va a haber buenas tierras, Gabriel, con las presas...236.
A ver. ¡Qué más diera uno que trabajar bien y ganar lana en México!
—A ver.
El domingo237 siguiente238 —como todos— los sobrevivientes de aquella breve falange de la División del Norte239 se reunieron en casa del compadre Pioquinto. Doña Serena, que había sido la soldadera240, con sus setenta años amarillentos; el antiguo teniente Sebastián Palomo, a quien el tiempo había quitado los arrestos, pero no los dientes de salvaje fulgor, para convertirlo en guardagujas en Indianilla; y el propio don Pioquinto, con la misma cara soñolienta de siempre. Ahora un acontecimiento especial colmaba la mesa de tamales costeños241, ensabanados de oro242, y de pulque rojo243: Gabriel, el hijo de don Pioquinto, había regresado del otro lado del Bravo, curtido, fuerte y con muchos dólares. En el cuarto único y común de la casucha de Balbuena, con su puerta de maderos claveteados abierta para que entrara la luz del mediodía y el breve tañer de campanas, todos se sentaron en torno a la mesa. Gabriel se conocía de memoria la conversación, las anécdotas, las fotografías amoratadas que cada uno de los viejos traía en cada ocasión.
—Por la salucita del pollo —gritó doña Serena, meneando su cabeza de canas azules y levantando el jarrito de pulque.
—¿Y por qué no organizan otro reatazo a Columbus?244 —le preguntó Palomo a Gabriel, pelando los dientes.
—Los chamacos de ahora ya no son como nosotros, mi Teniente —suspiró doña Serena. —Y qué le vamos a hacer. ¡Nosotros tampoco fuimos como los que llegaron alto!245. Se acuerda, compadre, cuando todos salimos de las mismas rancherías, de los mismos pueblos, todos igualitos, a la Revolución. Pues ya ve usted, cuántos son ahora gente fina, y nosotros igual que cuando comenzamos. ¡Pero no nos quejamos! Lo vivido, ni Dios...246.
Don Pioquinto, con la gorra de beisbolista que Gabriel le había traído de Laredo embarrada al cráneo, se paseaba sirviendo del garrafón: —¿Se acuerdan cuando vino a corretearnos la punitiva?247.
Los otros dos sobrevivientes levantaron los brazos con alborozo y se carcajearon en grande.
—Oye esto, pollo —le dijo doña Serena a Gabriel, quien ya conocía la anécdota. —Nos agarran en el puro bolsón de Mapimí248, solitos tu viejo, Palomo aquí, yo y tres rasos descuachalangados249. Nosotros, que conocíamos el terreno como el propio culo, nomás agachados250, y los gringos perdidos y hechos una bola251.
—Cinco días sacándoles el cuerpo en pleno desierto —señaló Palomo.
Doña Serena levantó los brazos y dejó caer las manos con estruendo sobre las rodillas cuadradas: —¡Y que se nos acaba el agua!
Los tres viejos se unieron en un coro de carcajadas.
—Cuéntalo tú, Palomo.
—Pues nada, que se nos acaba el agua, y pasan doce horas y todos con el gaznate más seco que el huizache del llano. Entonces vemos que uno de los caballos va a mear y —¿quién fue252 el de la idea, Serena?
—Pos tú, quién había de ser...
—Pues se me ocurre rápido la solución y rápido le metí la cantimplora entre las patas.
—Y con agua de seis caballos estuvimos aguantando allí, bajo el sol ese de Chihuahua, que te pica hasta adentro de las orejas.
Y luego doña Serena sacó de su bolsón de mercado una tanda de fotografías viejísimas y teñidas que corrieron de mano en mano:
—¡Mírate nomás, Serena, a caballo y con tu rifle por el Cinco de Mayo!253.
—¡Nunca debíamos haber salido de México!254. Nos comieron el mandado a los villistas.
—¿A que no lo sabías, Gabriel, que tu viejo se sentó en la silla presidencial?
— ¡Puerco255 coscorrón que le pegó mi general Villa cuando se lo encontró!
Todos guardaron silencio mientras engullían los complicados tamales y cuando trajeron las tortillas norteñas, de harina quebradiza256, y los frijoles, Sebastián Palomo se atragantó y doña Serena tuvo que azotarle la espalda. Después del café Palomo comenzó a tañer la guitarra, y todos, fumando «Faros» deshilacliados257, se dieron a cantar258,
Los carrancistas se fueron,
un veinticinco de julio,
dejando el campo regado
con muertos de su peculio259
Con el rasgueo, doña Serena sentía que le hacían cosquillas en el ombligo y se soltó chillando260. Gabriel se levantó y dijo que se iba a los toros.
En «Los amores de Cuauhtémoc»261 lo esperaban ya Beto, el ruletero, que los iba a llevar en el coche, y Fifo262 con su camisola abierta y su sombrero de palmas deshebradas. Luego llegó el Tuno263, que también acababa de regresar de la cosecha de Texas, y que ahora se cortaba el pelo —de un negro de dos de la mañana— como los conscriptos navales yanquis y que usaba un pantalón abombado y un saco de cuadros amarillos264. A las cuatro andaban trepándose entre las piernas de las mujeres regordetas y hediondas de vaselina, y entre los brazos de los vendedores de refrescos y cacahuates en lo alto del sol de la plaza. Cuando se sentaron y pasó el momento solemne del paseíllo y la banda de música se calló, el Fifo265 comenzó a chiflar con los dedos hinchando el labio inferior mientras Beto aventaba avioncitos de papel apuntados a las nucas de los aficionados. El Tuno afectó una mueca de tedio:
—Voy, no será más triling266 el beis...
Los primeros pases frustrados del diestro provocaron la tormenta de cien mil chiflidos; el Fifo se daba gusto, y Gabriel gritaba:
—¡Si no venimos a tomar tecito!
Cuando una famosa estrella de cine entró agitando su estola de visón, un murmullo de resentimiento se encrespó por toda la gradería de sol:
—¡Si quieres cogidas269, quédate en tu casa!
—¡Ay, mamacita270, aquí está tu mero Miura!271
Fifo se quitó el sombrero y sacó de él una culebra amarilla que se retorcía sofocada: —A ver, pásenla; no pica...
La serpiente comenzó a pasar de mano en mano, entre alaridos de las mujeres regordetas y manipulaciones obscenas de los hombres. Su trayectoria era visible; las contorsiones del reptil parecían imitadas por las filas de aficionados que la corrían.
El tedio se apoderó de todos. Los toreros no daban una; los picadores se ceñían sobre el cuello bufante de las bestias; los banderilleros saltaban al callejón y un espontáneo dejó los tenis272 en la arena y voló tres metros. La culebra regresó, muerta, a manos de Fifo273. Todos empinaban sus cervezas. La rechifla se generalizó, y las almohadillas volaban incendiadas274, y las botellas. Las bolsas de papel manilla275 llenas de orines se estrellaban en276 las cabezas de los espectadores de barreras.
—¡Parecen salvajes! —gritó un hombre sentado a espaldas del grupo. —Semos277, manito —suspiró el Fifo. Beto se volteó y le lanzó un chisguetazo de cerveza. El hombre comenzó a agitar los brazos mientras el Fifo le picaba el ombligo y el Tuno le hundía el sombrero hasta las orejas. El hombre salió limpiándose la cerveza mientras el Fifo le pellizcaba, con las puntas del zapato, las nalgas a una muchacha de la fila anterior.
—Sígale y llamo a un azul278 —chilló la muchacha.
—Voy, no tendremos influ279.
— ¡Aguas280 con los gringos! —chifló Gabriel.
Una pareja de turistas se disponía a sentarse adelante de ellos: el Fifo colocó un plátano vertical sobre el asiento y el norteamericano pegó un salto en tanto que la mujer tomaba cine de los cuatro rufianes mexicanos. El Tuno comenzó a hacerle cosquillas con un popote281 a la mujer mientras Beto le metía la culebra muerta en el bolso y le sustraía la cartera.
—¡Pólice!282 —intentó gritar la mujer, y sólo suspiró cuando el Fifo dejó asomar el filo de su navaja.
Los cojines seguían volando; un chaparrón de agua sucia descendió sobre el turista y el hombre manchado de cerveza regresó con cinco amigos y empezó283 a repartir cachetadas284 al Fifo y a Beto; el Tuno y Gabriel le metieron zancadillas a dos de los amigos y luego los patearon mientras el Fifo, de un solo navajazo, le cortó los botones de la camisa al hombre manchado y Beto le metió un rodillazo en la barriga al otro. Los gendarmes se picaban los dientes con palillos y reían, y el hombre manchado y su grupo se retiraron humillados y gritando: —Ya nos veremos a la salida, cabrones...
—Ay wanna foc285 —musitó el Tuno, y los cuatro salieron, rascándoles las cabezas a los espectadores y aventando gargajos a las filas de abajo y agitando la culebrita muerta sobre los bustos de las mujeres. Todavía hubo dos o tres encuentros de box antes de que alcanzaran la salida y —¡Pura vida! —aulló el Fifo y —¿Qué les pareció mi descontón?286— preguntó Beto.
En el coche de Beto todos siguieron aullando y cantando las canciones de moda y gritándoles palabras a los transeúntes y abrazándose.
—Ay wanna foc287 —insistía el Tuno, arreglándose las ligas y abombando más la valenciana del pantalón.
—Todavía no es hora. Primero a inflarle288.
Estacionaron el coche enfrente del «Margo» y se echaron a andar por Santa María la Redonda, gris en el atardecer, en espera de las luces y la aglomeración nocturnas. En la esquina de La Libertad encontraron una cantina y entraron pateando las escupideras de cobre y mirando feo289 a los demás clientes290 hasta encontrar una mesita de mármol. El tequila comenzó a correr.
—¿Se van a regresar a los Esteits?291 —pregón tó Beto.
—¡Pos a poco no!292. ¿Qué tal, Tuno, las viejas que te trinchas293 por allá?
—Puro latin lóber294 —dijo el Tuno. —Qué se me hace que esos gringos en vez de coger sólo les hacen pipí adentro.
—¡Ah qué Tuno más hijo de su pelona!295. Y tú, Fifo, ¿cómo va la chamba?
—Pos cuál chamba, digo yo. Ésa de paletero que me dejaste tú cuando te fuiste a Gringolandia no era más que una chapuza tras otra. Ya hasta las gatas se me apretaban. No hay nada peor que una chamba fija; necesitas cosas más movidas que te traigan así al trote, y te den ese aire misteriosón que qué se traerá éste296, que de dónde sacará la lana, ¡pícales la curiosidad, manito!
—Yo a veces sí quisiera chamba fija aquí en México. Pero con futuro, ¿sabes? —dijo Gabriel—. —¿Pero dónde te la ofrecen? Ya fui paletero, albañil, mozo de cabaré297, ¿qué me queda?
—¡Pinche vida esta! —gimió el Fifo. —Sólo Beto está bien armado, con eso de ser ruletero.
—No creas —dijo Beto. —Claro que hay sus ventajas; que te levantas viejas, o les das un aventón298 a los cuates. Pero luego dejas toda la lana en el bailecito, y te aburres de andar todo el día traqueteando299 por la ciudad, así medio soledoso300, y aprendiéndote nombres de calles. A veces me dan ganas de jalar con el Tuno y Gabriel.
—No te quejes, Beto. Tú has tenido suerte en todo. Oyes, ¿y qué fue de la vieja aquella del «Bali-Hai»?
—¿Gladys? Puta, la pinche vieja tenía una sífilis de a cuarenta y ni se las había olido... Si no es por el doctorcito ese de San Rafael, me lleva301... Y te acuerdas que luego me salió al paso la güera esa, y ni modo de echarle pimienta al piloncillo302, mano...
—¿Pos para qué nos exigen las viejas que dizque la fidelidad? ¿A poco a ellas no les gusta su castigo y su variedad también, a poco no?
—Es que no se saben respetar, y no jalan parejo con las demás viejas. ¿Te has fijado? Como los hombres, que somos todos cuates y jalamos parejo, como machos; como tú, Fifo, qué eres mi mero hermano.
Fifo y Beto se abrazaron y se palmearon las espaldas.
—¡No hay como un cuate de uno!
—¿A quién si no le cuentas tus confidencias?303. ¿Y si no cómo304 no se te ha de podrir toda la melancolía adentro? Con esta pinche vida que arrastramos, ¿cón quién si no con tus cuates?
—Ya ven cómo son los jefes305 de uno, que ni se ocupan de uno. Desde los nueve años te avientan como perro a la calle a vender periódicos o a levantar306carteras, o de bolero307.
—Pero así te haces hombre, Beto. Ahi308 les conoces las caras y las mañas a toda esta bola de cabrones. Yo que anduve hasta los trece años acompañando a un ciego, no lo sabré309. Hasta en la manera de dar limosna los conoces. ¡Y lo que no sabía el ciego tarugo! Se me hace que hasta ochos ojos tenía, metidos en las orejas y en las puntas de los dedos y otro en el puro ombligo. Hasta por el olor sabía quién se acercaba, quién le iba a dar un peso y quién cinco fierros. Era abusado el viejo. Nunca dejó que averiguara dónde escondía la lana, y a la hora en que me lo machucó310 el camión311, nadie supo dónde la tenía y me quedé sin chamba y sin lana.
—Lo que es parejo no es chipotudo312, Fifo.
—Ésas sí que son buenas chambas; quise entrar a los Aztecas luego, pero ahí estaban sindicalizados.
—Bueno, túpanle313 que ya va a ser hora.
Salieron abrazados y cruzaron entre las filas de camiones escarapelados314 a la calle del Órgano. Las puertas y las ventanas abiertas iluminadas de luz verdosa ofrecían las camas de hierro315 oreado y sus sábanas azules a los ojos del tropel de soldados, albañiles, choferes, que316 paseaban con las manos en los bolsillos entre las hileras de mujeres chaparras y de carne inflada, embarradas de lípstick317, de colorete grisáceo sobre las mejillas, morenas o encaladas con capas de polvo oloroso. Como títeres acoplaban, imitaban los movimientos tradicionales. Las había de paseo y contoneo, y las que sólo asomaban, envueltas en batas de algodón, la cara por las ventanas; las que esperaban, displicentes, junto318 a los muros, y las que abordaban, arañando las mangas de los hombres, explicando que con uno más completarían para los frijoles y el camión. El énfasis en las nalgas y el busto; las barrigas también paradas, y las rodillas cubiertas de tela adhesiva. Los ojos como penachos, agitados y saltarines, o como piedras, duros y aburridos. Bocas apretadas, dibujadas en forma de arcos y pétalos, y bocas llenas, de encías rojas y dientes de ratón. Y en todas, brillante, como una herida poblada de alhajas, el sexo oculto y blando, de fugaz bienvenida, alevoso y veloz, ratonera breve, flojo o apretado, amable y largo en su tertulia, o impaciente de soledades. Unos como cataratas y otros apenas de goteo, unos recientes y otros vetustos, unos patinados, ruinosos y sabios, otros estrenados al acaso, lacrimosos y sin concierto, unos desvergonzados y otros avergonzados, unos dados a reír y juguetear, otros sombríos y ceremoniosos. Unos como fresas magulladas319 que se ofrecen por última vez, otros fuertes como níspero maduro. Unos que saben cantar y decir palabras metálicas y otros que no tienen lengua y sólo gimen y se agitan. Todos de una velocidad lenta y arrullante, mestizos de ansia profunda, apremiante dolor.
—Vamos antes al Tívoli320 —sugirió Gabriel.
En la gayola321, masticaban muéganos322. Rechiflas y luces intermitentes corrían al tenor y a su smoking323 de solapas escarlata. Las vicetiples324 se tropezaban entre sí, agitaban las manos y saltaban sin gracia. Oxigenadas325, con grandes ombligos y senos aplastados, aleteaban y alguna rodaba por el escenario. Luego entraba la diminuta estrella, enfundada en terciopelo negro y con un gran sombrero de plumas.
—¡Aguayón, aguayón!326 —gritaba327 el teatro.
El vestido caía, pese al atorón del zíper328, luego el porta-bustos y los dos gigantescos senos de la enanita volaban divididos por una medalla guadalupana mientras el cuerpo se acercaba, las cortísimas piernas abiertas, al filo de la cortina y allí se regresaba y contorsionaba entre los gritos de la concurrencia:
—¡Pelos! ¡Pelos! ¡Pelos!329.
La mano de la exótica se acercaba a la pantaleta330 y fingía el último despojo. La luz se apagaba y la orquesta lanzaba un crescendo331 furioso.
Afuera, la noche levantaba entre sus manos los cimientos quebrados y las paredes sin espina de Santa María la Redonda. Los grupos de mariachis asaltaban los coches que penetraban en la332 Plaza Garibaldi; chaparreras333 y sombreros de fieltro cuajados de metal y guitarras y violines se agitaban de un extremo al otro del Tenampa334; nenas con tobilleras rosa salían a bailar a cambio de una agua pintada335. Los puestos de tacos de chorizo y gusano de maguey336 encontraban los dedos grasosos, las bocas gordas; el bailoteo de luz neón se disparaba al cielo337, y en las sombras de la calle invadida de hombres y mujeres lacios, abrazados, laxos y sin rumbo, se ofrecían las tarjetas obscenas y los sobres con drogas y polvos. Carteles de los médicos del barrio, basureros volteados y la avenida bullendo de pedazos de tortilla y perros sarnosos y enormes volantes de periódico desechado. Los pequeños cuerpos de overol y camisetas rayadas y raso se detenían en las taquerías338 y los puestos de revistas y entraban en los cabarets339 de humo poroso donde el danzón arrastraba suave los zapatos y las melenas rebotaban con el mambo340. En Bellas Artes la feria nocturna se disolvía antes de cobrar nuevo ímpetu —más secreto, menos cargado de lentejuelas— por San Juan de Letrán. El río humano, indiferenciado, en busca del rito de un domingo, de caras nunca y siempre vistas, impresas de rasgos singulares, pero todas idénticas: prietas, pétreas341.
El Fifo se alisó con las manos la melena envaselinada y tomando del bíceps al Tuno se cortó342 hacia la calle del Órgano. El Tuno se abombaba el pantalón y sacaba el pecho.
—Bueno —gritó el Fifo desde media calle a Gabriel y a Beto. —Mañana nos vemos en la Villa343.
—Eso es lo que me chingaba344 con los gringos —gruñó el Tuno. —¡Que qué jus dis Virchin of di Guadalupi!345. Pero ahi sí no me cuarteaba:346 el escapulario bien plantado aunque todos se rieran de mí.
La noche se los tragó, y Beto y Gabriel caminaron hasta la calle del Meave.
—Puede que aquí esté mejor la cosa —dijo Gabriel.
Las luces mortecinas abrían paso al fulgor de la gran sinfonola iluminada desde donde gemía, cansado, el danzón Nereidas. «¿Cigarrito?» solicitaban las muchachas vestidas de lino blanco y lentejuela drapeada. Beto se levantó a pasear y se dirigió a los pequeños cuartos, separados entre sí por canceles corredizos. Una mesa con rollos de papel y una botella de alcohol, y el solitario diván de linóleo verde. Beto se recostó, seguro de que alguna llegaría. Él no las buscaba, caían solas. Y a todas sabía darles algo, a las más viejas y corridas347, como a las recién embaucadas. Apagó la luz y encendió un cigarrillo. Al rato sintió la respiración cercana, el olor aceitoso a su lado. Alargó la mano y la pasó por el cuello de la mujer invisible. Le pellizcó la punta de un seno.
—No te conoceré, gordita.
—Te vi entrar, y ya te conozco las mañas...
—Aguaita, aguaita348, que ya voy a dar.
—Siempre lo dije: chanceador como él solo... Beto —la voz se le adelgazó hasta ser otra, la voz recordada y vergonzante.
—Gladys —dijo casi en silencio Beto. —¿Aquí viniste a dar?
Gladys se recostó a su lado, le quitó el cigarrillo y encendió el suyo. El silencio se le arremolinaba en el centro del vientre, y sin saberlo, sin poder expresar ni siquiera tocar con la sangre esa certidumbre, le corría por el cuerpo la advertencia de que, dijera lo que dijera Beto, a él le pasaba lo mismo: esa noche no se habrían de tocar. Las dos luciérnagas de humo bajaban y subían, de los labios a la postura laxa del brazo.
—Hay que pagar veinticinco pesos —dijo Gladys.
—Ahora349 en la mañana, cuando salgamos.
—¿Te ha ido bien?
—Pos ahi traqueteando, como de costumbre —Beto cerró los ojos.
—¿A cómo nos toca?
—¿De cuando acá? Te acuerdas cuando me pelé350 con la güera esa, y ya no nos vimos... No fue cosa mía, Gladys, de que yo quisiera; era que así nos tocó, a los tres. Dizque hay gentes muy voluntariosas, que se les hace lo que se les antoja. Pero tú y yo...
Gladys se tapó los ojos con las manos y quiso decir algo; oraciones, palabras, un profundo temor al sueño le temblaban entre los senos
«Pedir, qué vamos a pedir; se nos cayó el circo encima y nos taponeó la boca; pero ni falta que hace; no face falta hablar, nomás vernos... ¿te has fijado en la gente igualita a nosotros, que son un chorro, que son todas las que van por las calles y los mercados, todas como nosotros, que no dejan que la voz se les oiga?»
Beto aplastó la colilla contra la pared manchada de cucarachas. Él no sabía hablar, pero pensaba
«Yo nací y otro día me muero y no supe lo que pasó en medio los días se van y el domingo llega todo vestido de feria vamos a los toros le inflamos a la cervatana351 nos la jalamos352 en una carpa nos cogemos a una vieja y la pura verdad es que nomás esperamos agachados a que nos toque la de Dios»
—¿Te has fijado, Beto, que hay gente así como que tiene su nombre?353 —preguntó Gladys mientras se soltaba los zapatos que cayeron como dos cachetadas al piso astillado. —El papa354 y Silverio355 y el Presidente.
«Gladys, no quiero que me hables; yo nunca le platico a la gente; me sale lo que me sale, así; ¿de qué te hablo si no tengo recuerdos? sólo me acuerdo de mi mamacita, y cada día como que se me borra más su cara, y sólo me acuerdo del último día, qu ‘es cuando mi cara se borra; pero no me pidas cuentas de en medio, que ahi356 es donde no supe lo que pasó; tengo frío y vuelvo a abrir los brazos, tengo sueño, ganas de irme hasta abajo»
Gladys cerró los ojos y dejó caer el cigarrillo en la escupidera de cobre
«Son tantos, como hormigas, si te pones a pensar en todos los que vivieron y ya entregaron su ánima»
—Empieza a contar a los bien jodidos, y no les sabes el nombre a uno solo.
«No hables, Gladys, por favorcito... hoy es la fiesta, ya echamos relajo357, pero es nuestra fiesta a oscuras, ya no como antes; es la fiesta negra, y antes era de puro sol» 358.
«Nos fuimos sin nombre, Beto, como el chucho359 que nomás por gracia se lo ponen; son tantos, todos sin nombre; y quién quita360y también soñaron, como tú y yo ahora
»Soñar juntos
»que sólo así la memoria de lo que pasó y todos los colores y los días uno uno tercera reversa hay un puente en Nonoalco y allí no crece nada pero hay pájaros enjaulados que son para venderse y un rincón para rezarle a la virgen no te hagas chiquita panza no te vayas y me andes dejando con el puro corazón para comer»
Los párpados de Gladys y Beto se juntaron y ambos se vieron rojos bajo el techo oscuro del burdel; un perro comenzó a ladrar a sus pies
«son361 las enanas con largos cabellos aceitados que nos abrazan y bailan sobre nuestros ombligos; el guajolote362 nos habla desde el trono de amatistas y con las plumas nos coloca las máscaras del sueño y de la danza: la música es la voz de la mujer de piedra que agita las aguas del lago y luego se estrangula a sí misma con un nudo de flores: las flores mastican los hoyos de la luna para que el día de fiesta el sol líquido corra por las entrañas de nuestros signos, los que nos trajeron y nos llevarán, el conejo y el agua, la serpiente y el cocodrilo, la hierba y el jaguar. Nuestra es la casa de la diadema de turquesas, nuestras las insignias del que habla, nuestro el espejo negro de las premoniciones. En la matriz del poniente nos esperan las flores de tres pistilos para que el sol se levante cuando las hayamos regado con los secretos de nuestros vientres: toma el camino del maíz amarillo, con el papagayo363, con el camote364 blanco, con el pozo del agua sangrante...
»Llegamos, recorrimos las sendas, pero llegamos al ojo de agua
»Y fue dicho el primer discurso, para que todos recibieran su grano de maíz y construyeran la ciudad
»Y desde el centro del ojo del águila salió la orden, y todos sembraron el maíz rojo y lo cubrieron con un manojo de soles
»Y los soles germinados abrieron sus fauces de piedra y convocaron a los abuelos a tomar asiento y entonces el agua se abrió y se incendió con los frutos rojos y la serpiente anduvo erecta hasta que el maíz regresó al surco y las aguas se refrescaron
»Y entonces supimos que también el sol tenía hambre, y que nos alimentaba para que le devolviésemos sus frutos calurosos e hinchados365.
»Y ya hubo quienes cargaran los fardos y metieran las uñas en la tierra y buscaran con cerbatanas366 al pájaro silvestre y a la bestia de escamas
»Pero llegaba el día de la fiesta, y era tocado por todos los dedos el trono de oro y las plumas del pavorreal caían de las nubes y el agua se convertía en piedra y ya no se escapaba de los labios
»Entonces podían ofrecerse las venas abiertas antes de hacer el viaje con el perro colorado367
»Entonces podíamos alimentarnos sin vergüenza los unos a los otros
»Pero el viento de metal pudo convertir la piedra en arena y lodo
»Y llegó el día de llorar y buscar en vano, de sentarse en el polvo y hurgar los insectos, de abrirse el corazón y encontrar un sol calcinado, llegó el día de la orfandad, el día en que la palabra no salía más de nuestra boca
»Ay pordioseros, ay hermanitos, coman sus insectos, que el ojo de agua se secó y vuelve la marea del lodazal a cubrir las ciudades: bailen descalzos y abran los brazos sobre el nopal, clávense las manos a las alas del colibrí mientras el perro sarnoso les roe el ombligo, llénense de volcanos morados sus aguas y sus sexos, cárguense de limo sus ojos y sus palabras: ya llegan al fondo, a la madre de las aguas, al abuelo de las mariposas con alas de cochinilla...»368.
—Ya se soltó el frío —dijo Gladys cuando despertó.
Beto abrió los ojos para encontrar los últimos fulgores de un dosel amarillo en el techo.
—Ora es otro día —dijo entre dientes mientras se refregaba los párpados. Sus ojos encontraron los de Gladys, pequeña y aterida sobre el diván de linóleo.
—Por nuestro patrón —dijo Beto, con el estómago ardiente, con las manos tensas—, por nuestro patrón San Sebastián de Aparicio, te lo juro, Gladys...
Gladys acercó su cara a la de Beto. Los labios se unieron en un beso tierno y secreto.
—No hace falta ir a la Villa, porque la madrecita santa anda suelta por todos lados369 —murmuraba la viuda Teódula Moctezuma370 mientras se paseaba con la escoba sobre el piso de tierra371 de su jacal. La luz del atardecer se metía, enterrada, por las rendijas de las tablas viejas y la paja que formaban y cubrían las paredes del lugar. Dos petates amarillos, el comal372, el racimo de chiles secos colgados de un clavo, la masa para las tortillas, una canasta llena de trapos. La viuda Teódula dejó la escoba, recogió un cántaro y comenzó a regar el suelo polvoso.
—Ahi quieta, tierra, ahi sosegada.
Su figura parecía lastrada por los grandes pendientes, las pulseras en las muñecas de venas moradas, los collares de oro que le ceñían el cuello hasta la barbilla. Teódula se esponjaba el ropón rojo y las joyas chocaban con el vaivén rítmico de los movimientos de la anciana. Cuando terminó de regar, se hincó y dijo en voz alta: —Tú no necesitas altar, pues yo te ofrezco mi corazón373, ay tilma de rosas374, ay falda de serpientes, ay madre misericordiosa, ay corazón de los vientos. Trátame bien al viejo don Celedonio, que se me murió tan joven, y a todos los escuincles que te llevaste. Ya voy para allá, ya no tardo.
De pie, acariciaba las joyas. Arrugó, de repente, los párpados y se llevó la mano a la oreja, estirada en el lóbulo por el peso de las arracadas. —¿Ya llegaste? —exclamó. —Pasa, hijo, estoy sola.
La puerta desvencijada se apartó para que penetrara, primero, la luz granulada, después el alto perfil de un hombre. La viuda Teódula se sentó sobre el petate y le hizo una señal de invitación.
—No te dilates375 tanto —dijo Teódula— que ya siento cómo la sangre se me empieza a secar y a correr más despacito.
—De veras que se acerca tu día —dijo Ixca Cienfuegos mientras se acomodaba sobre el petate, cruzando las piernas a la vez que acariciaba la cabellera blanca de la viuda.
—Tú lo debes saber mejor que nadie, hijo. Ahora me paso los días sin orinar y las tortillas se me atragantan en el gaznate.
—Luego comenzarás a escupir sangre y a contar los minutos con los dedos. Sabes que puedes escoger la forma definitiva.
—No sé si será mejor así. Lo que sí quiero es el sacrificio, hijito, un sacrificio aunque sea chiquito... —La voz de Teódula se alteraba, y sin vacilar se estiró a lo largo del petate, hasta tocar las rodillas de Ixca con las puntas amarillas de los dedos. —... aunque sea uno así de chiquito. Me lo prometiste, hijo. Allá en mi tierra, antes de que me viniera a la capital, yo les hice un sacrificio a mi viejo don Celedonio y a todos los niños. Ninguno se fue solo; a todos les engalané los huesos, les dejé sus regalos, les ofrecí lo que pude. Ahora que yo me voy, sólo de ti me puedo fiar para que no me dejen sin mis regalos376.
—No dudes de mí, Teódula —dijo Ixca, respirando hondo el aroma del brasero y los chiles morrones. —Alguno querrá hacerlo, alguno vendrá a darte lo que quieres.
—Déjalo nomás, hijito. Nomás faltaba que me fueras a dar un sacrificio forzado. Esas cosas salen así, como Dios manda, o más vale ni menearlas.
—¿Aquí nadie ha querido robarte las joyas?
—¡Cómo crees! Me decía el Tunito377 el otro día que yo soy como parte del barrio, y que aquí todos se habían puesto de acuerdo para respetarme y destripar al primero que me faltara en algo. Claro que no es lo mismo que en mi tierra; allá podía lucir las joyas en las fiestas, y como que se veían más bonitas con tanto helécho y tanto árbol frondoso alrededor. Los trajes de los demás también eran más bonitos, el sol llegaba más alto que aquí, y la luz del oro también se iba volando hasta alcanzarlo...
—Menos mal que nunca has intentado venderlas.
—¡A callar, hijo, a no mentármela!378. Vienen desde hace mucho tiempo, desde antes del abuelito más viejo que recuerdo, que era don Huismín y ya había cumplido ciento y pico de años cuando yo me puse los primeros moños. Luego, cuando me casé, me abrieron los hoyitos en las orejas, me colgaron todas las cosas, y ya desde entonces no me las quité nunca. Se me hace que sin ellas no podría rezar, ni siquiera pensar que luego voy a juntarme con Celedonio y los chamacos. Son como las alas del colibrí, o las escamas del armadillo, que si se las quitas se vuelven otra cosa, gusano rojo o perro pelón, pero ya no son lo que el gran tata379 quiso que fueran. Ahi me dirás que estoy loca, Ixca hijo, pero yo ahora me acuerdo de toda mi vida, que cuando la vas viviendo no tienes tiempo de acordarte de lo que te va pasando, y ahora sí, y me parece que yo soy la Teódula, la viuda Moctezuma, nomás porque he traído colgando desde que me esposaron a los catorce aflos todas estas cosas
«—Éntrate a calentarme, Teódula
»—Ya voy Celedonio, pero huele a canícula y sándalo, y antes quiero que me dé un poco el sereno para que primero me sientas fría y luego me gustes con calor
»—Déjame verte así, cerca de la puerta. Si hace apenas un año ni eras mujer
»—Todavía era la época de lluvias cuando me empezaron a crecer las tetas y a salirme los vellos, y ya ves; ahora soy tu mujer
»—Me gustas así, desnuda, sin nada más que las joyas de don Huismín
»—Nunca me las he de quitar, Celedonio, y cuando esté contigo será lo único que traiga puesto
»—¿ Ya te sientes fresca?
»—Ya voy Celedonio, ya me enjuagaron bien las estrellas»
—Sí, Ixca, son como mi carne...
Ixca se levantó a encender un cabo de vela que se columpiaba, dentro de un jarrito, desde el techo de paja. Un leve ritmo de sombras bailó sobre los rostros de Teódula y de Cienfuegos: no era la primera vez que Ixca escuchaba el relato de la mujer, pero la viuda continuaba hablando, encandilada por la novedad recurrente:
—Luego por allá hay mucha selva, y culebras color de vidrio, y yo salía a pasearme con mis joyas. Quería hacerme una falda de fiesta con las pieles de las serpientes380 pero cuando salía a pasearme todas las bestias se quedaban asombradas del ruido y la luz de mis joyas, y era como cosa de encantamiento cómo se apartaban y yo ya no podía ponerles trampas a las inocentes. Pero allá las joyas eran, ¿cómo te diré?, un pedazo de toda la luz y el color, no eran cosas aparte para esconder o disfrutar a solas, hijo. Aquí en México es donde se me ocurrió que podrían robármelas, o que las joyas ya no eran de todos, sino sólo mías. Aquí hace falta que los muchachos me protejan, pero allá las joyas eran de todos, y sobre todo de los animales que tanto las admiraban. Cuando iban a nacer los chamacos, me ponía el collar sobre el ombligo para que todos salieran paridos con bien, y ¿sabes?, para que se continuara la trenza de oro sobre el ombligo de ellos. Por eso se han de haber ido tan pronto, para que gozara yo rápido su vida y luego su muerte. Para que les pusiera la joya al nacer y luego los regalos de muerto. No me puedo quejar, hijo...
La viuda encendió un «Elegante» y empezó a pujar agitando los hombros: —Allá estuve hasta quién sabe cuándo, porque todavía cuando se murió el primer niño recuerdo que pasaron por ahí las tropas aquellas del rey güero381 llevándose a todos los jovencitos en la leva —o deja ver ¿fue después?—382 y luego cuando me trajeron a México ya andaba por aquí el Nio Fidencio383 predicando y yo no sabía a qué horas habían pasado tantas cosas como contaban los vecinos.
Con una mueca de asco, Teódula arrojó el cigarrillo y se fue a sentar junto al comal, mientras Ixca estiraba las piernas, la cabeza recostada sobre el petate, y una luz de absorción brillaba en sus pupilas, más allá del relato, repetido cien veces, de la viuda. Teódula comenzó a fabricar tortillas, alzando la voz sobre el cacheteo de la masa384: —Ahora luego de merendar los sacamos y les rezamos. Perdona, hijo, que no te haga tantas tortillas como otras veces, pero ahora me duelen los brazos mucho.
La anciana terminó de hacer las tortillas en silencio y, en silencio, después de desbaratar un par de chiles y rociarlos de cebolla, ofreció los tacos a Ixca. Con gran solemnidad, Teódula masticó la pasta picante y luego hizo buches con un agua de tejuino fresca. De pie, se limpió las manos en el ropón colorado y le hizo una seña a Ixca. Ambos, de rodillas, retiraron el petate y apartaron con las manos la tierra hasta dejar descubierta una plancha de madera. Ixca la levantó con esfuerzo y el jacal se inundó de un olor a la vez tibio y húmedo, olor de barro mojado y flores secas. Ixca se dejó caer al pozo abierto.
—Primero la de don Celedonio, que es la más grande —dijo Teódula. La caja de madera carcomida ascendió verticalmente, empujada por Ixca, y luego cayó con un sordo estrépito sobre el suelo polvoso. La viuda la arrastró a un rincón y ya sin aliento regresó a recoger las otras cajas, más pequeñas, que Cienfuegos había levantado del sótano funeral. Las cajitas hacían ruido de sonaja mientras Ixca, ya fuera del pozo, las acomodaba al lado de la caja grande. Teódula se persignó385.
—Aquí la tierra es de agua, y luego luego se pudre la madera —comentó. Luego cayó de rodillas y separó la tapa de la caja mayor. Un hacinamiento de flores e ídolos de barro cubría la parte superior.
—Híncate también, hijo.
Cienfuegos se colocó junto a la anciana mientras ésta sacaba los ídolos.
—Aquí estás, Celedonio, y encima de ti el nahuaque cercano, para que tus huesos no dejen de cantar nunca—. Teódula recogía un ídolo, lo besaba y se pegaba tres veces en el pecho: —Y la ixcuina de cuatro caras386, que es la que te cubre y te llena de mugre para que no te olvides de quién eres, y luego el de las dos caras387, para que los veas a ellos y nos veas a nosotros, y no llegues nunca y nunca te vayas. Y luego el patecal ese, que no te pudo salvar con sus medicinas, aunque tú ni las necesitabas, pues de que te llaman ya ni quien te detenga. Y luego todos los conejitos para que tus huesos le den de beber a la tierra y pueda haber fiestas...
Cuando apareció la calavera de Celedonio, la viuda Moctezuma juntó las manos y sollozó: —¡Ay mi viejo Celedonio, que tan joven te me fuiste, y que apenas me dejaste disfrutarte! ¡Ahora te llevó el huahuantli, te llevó igual de encuerado que él, ahora te quitó la piel y te llevó al puro corazón de las montañas, donde ya no hay aire! ¡Ay Celedonio, vé nomás cómo te han puesto!
Cienfuegos abrazó la espalda de la anciana y en seguida levantó la calavera de Celedonio para que le diera la luz. —Ya le toca otra manita388 —dijo la viuda, secándose el rostro de maíz oscuro con su ropón. —A ver, tráela.
Ixca recogió de una esquina un bote de pintura azul y un pincel y los llevó a la anciana. La viuda mojó el pincel y lo pasó sobre los pómulos de la calavera.
—A ver hijito, tú que sabes escribir...
Cienfuegos tomó la calavera con una mano y con el pincel en la otra escribió en la frente, con grandes letras azules, Celedonio389. Una gran sonrisa se dibujó en la cara cuadriculada de Teódula: —Ahora sí. Lástima que no le pueda poner ahora sus flores, pero hay que traerlas de nuestro lugar; eso se lo prometí.
De rodillas, la viuda se dirigió a las otras cajitas: —Y aquí están los niños, que no supieron ni cuándo. Nomás se alejó la chihuateteo390 que nos mata al parir, y llegó el otro niño a llevárselos. Ahi están dormiditos con el de la carita negra que cura de todos los males, a ver si los durmió con bien. Ellos ya están pintaditos de la última vez, y sus flores son nuevas. Nomás rézales, Ixca, y no me los vayas a turbar. Pide que los alumbren los cuatrocientos del sur391, que es a donde se quedaron mirando mis hijitos, pintados de campanas, como la luna.
La viuda Teódula Moctezuma bajó la cabeza y se quedó en un sueño vigilante y profundo. El oro del cuello, de las muñecas, iluminaba las figuras de barro que hacían fila junto al féretro. Inmóvil, los párpados cada vez más pesados y oscuros, Teódula permaneció mucho tiempo así, junto a sus muertos. Ixca la miraba fijamente, sin apartar los ojos del cráneo de la vieja. Después Teódula se quedó dormida y la vigilia de Ixca, a su lado, se prolongó hasta que una nueva luz hizo palidecer la de la vela y cayó desde un resquicio del techo sobre la calavera pintada de Celedonio. La viuda se removió sobre el nido de ídolos y polvo.
—Ya es hora de que me vaya, Teódula —dijo en voz baja Cienfuegos.
La viuda, sin abrir los pesados párpados, gimió: —¿Tendré la ofrenda, hijo?
—Estás cerca de ella.
— ¡Alabada sea la madrecita santa! —suspiró Teódula, con los ojos siempre cerrados.
A esa misma hora, Rosa Morales, la vecina de doña Teódula, se miraba las manos y sentía un malestar profundo, unas ganas de vomitar, que sólo podía controlar fijando la vista en las manos cuadradas, cada día más enrojecidas por el vapor, los jabones, el agua caliente. Un ligero rumor en el catre de los niños la hizo volver la mirada. Se llevó un dedo a los labios, mientras Jorgito se pasaba una mano por el pelo y guiñaba los ojos, negros y ovalados. El niño bajó con sigilo de la cama y en voz baja le dijo a su madre:
—¿Ya te vas otra vez?
—Ya pasé dos días con ustedes, niño. No nos toca fiesta de guardar todas las semanas.
—¿Y por qué no vives siempre con nosotros como antes, mamacita?
—Porque ahora tu mamacita tiene que trabajar en vez de tu papacho que se fue al cielo.
El niño ladeó la cabeza y se quedó interrogando a Rosa.
—Mira, Jorgito, no dejes que se despierten tus hermanos, y cuando se levanten dales su desayuno y llévalos a la escuela. Ahi le dejaré dicho a doña Teódula que mire de vez en cuando a Juan por si le vuelven las calenturas.
—Oye mamá, ¿y ya nunca vamos a volver a oír los mariachis como la noche que mi papacito se fue al cielo.
Rosa abrazó al niño desnudo: —A ver si para las navidades me dan los patrones mi aguinaldo, y les prometo que los llevo.
—¡Piocha!392 ¿Y qué tal son los nuevos patrones?
—Gente muy fina, Jorge, pero es la cocinera la que ordena todo. La señora Norma no se mete para nada.
—¿No me vas a llevar un día a conocer la casa?
—Un día sí, pero la señora dice que no quiere ver chamacos... Te llevo cuando estén de vacaciones.
Juanito empezó a respirar sofocado desde el catre. Rosa se levantó de la silla y corrió a mirarlo. Luego encendió una veladora y le besó la frente al niño.
—¿Ahora hasta el domingo que viene, mamá?
—Pues sí, ahora hasta el domingo. Si tu hermano se siente muy mal, ya sabes el teléfono...
Rosa salió con premura de la casita, sin volver a mirar al niño que agitaba el brazo desde la puerta de maderos claveteados. Se detuvo un instante en el jacal de la viuda: —Ahi le encargo a los chamacos, doña Teódula...
Tomó en la'calzada de Balbuena el camión lleno de obreros, y mujeres que iban al mercado, y huacales con pollos y verduras. Una ligera neblina coronaba, a lo lejos, los edificios grises del centro; las luces se acababan de apagar en Fray Servando Teresa de Mier y ya se alargaba la cola de obreros frente a una ventanilla de empleos. Las marquesinas aún estaban calientes en los cines y los cabarets393, y una banda de mariachis cansados comía pozole394 en la esquina del Salto del Agua. Los rostros de la ciudad corrieron veloces sobre el vidrio del camión y Rosa, con la mejilla pegada a la ventana, sólo recordaba la tos sofocada del muchachito y, cercana a esa imagen, pero inconsciente, la del choque y Juan muerto en la plancha de la Cruz Roja y todos, los niños y ella, viéndolo allí, todavía con el sabor del vino rojo en los labios. Qué gano con echarle la culpa a nadie, a poco así me lo devuelven... ay Juan, cómo te contaré todo, cómo te diré que las miserias y no ver a los chamacos casi nunca y todo eso ya no me duele, ya no me importa, que yo nomás quiero volverte a calentar la cama una vez más, antes de que ya no me acuerde de tu cara ni de tu cuerpo... porque te vas más lejos cada día, ya no puedo tocarte con los ojos, como hacía en los primeros meses después que te enterramos; ahora ya tengo que cerrar los ojos y arañarme los brazos para alerte y sentirte cerca como antes; yo quiero alerte y sentirte cerca, nomás, yo quiero que me vuelvas a calentar una vez más, nomás una vez aunque luego ya ni en el paraíso te vuelva a ver... Entonces comenzaba el paisaje de setos altos y prados de Las Lomas y Rosa se abría paso para bajar y luego se iba caminando cinco cuadras hasta la casa de los patrones, de don Federico Robles y la señora Norma, a lavar trastos395 y hacer camas y a esperar hasta el domingo para regresar a Balbuena y ver si no se había muerto su hijo.
Un indio con chamarra azul eléctrico396 y huaraches volteó la cara y peló sus dientes de elote recién cortado. Gabriel se fregó la nariz y pasó el peso de una pierna a la otra. La cola se iba trenzando por Fray Servando Teresa de Mier. Habría por lo menos cincuenta obreros antes que él. La resolana del cielo encapotado picaba y excitaba la piel. Gabriel se abrió el cuello de la camisola y comenzó a chiflar. El indio que le precedía volvió a sonreírle entre los bigotes ralos, frunciendo una nariz larga y angosta de topo. Gabriel hizo un gesto de impaciencia y hurgó en sus bolsillos. El indio le ofreció un cerillo. Gabriel negó con la cabeza: buscaba un cigarrillo. El indio no tenía cigarros, sólo cerillos. Estamos jodiaos. Quién sabe si habría lugar para él. No se necesitaban más de cincuenta obreros en esta construcción. Y ya habían pasado, durante la mañana, cerca de treinta. Una vendedora de antojitos397 pasó, envuelta en trapos y canastas, recorriendo la fila. Gabriel masticó y se llenó la boca de las hebras dulzonas de mole398. Levantaba los hombros y se rascaba las orejas. «¡Se acabó!», gritó el contratista desde la ventanilla y la cerró rápidamente. La fila se desintegró en medio de un murmullo de descontento. La mayoría de los obreros se sentó a comer los tacos en la acera. Gabriel pateó una corcholata. —No hubo suerte —dijo el indio. Gabriel escupió un pedazo de tortilla e hizo una seña de despedida. Se fajó los pantalones y en la esquina se subió, chiflando, a un camión en marcha. Se abrió paso hasta un barrote y continuó chiflando. —¿Y ése? —aulló el chofer, guiñando los ojos en el espejo cubierto de estampas, altares mínimos de flores artificiales, tarjetas postales con mujeres desnudas. —¡No distraigas, mano!— Gabriel dejó de chiflar. Escupió una hebra de carne al suelo. En cada vuelta, le caían encima mujeres obesas cargadas de bolsas de petate y fibra, se le agarraban a los pantalones mocosos de overol399 y mejillas tiñosas. Gabriel brincó del camión y se dirigió a la cantina chaparra, pintada de azul y con grandes corcholatas de Pepsi-Cola dibujadas en la pared: Los triunfos de Sóstenes Rocha400.
Eran las doce del día. Apenas dos borrachos se abrazaban y murmuraban palabras sin sentido en un rincón. Gabriel pidió un mezcal401 y se quedó observando sus facciones en el espejo, manchado de moscas y años, de la cantina. La piel se reproducía, con un color mostaza. El pelo crespo se detenía en esas márgenes lisas, parejas, sin vello, de su frente y sus mejillas. Los labios entreabiertos cumplían un arco espeso, retador. Poco después se abrieron las puertas y dos hombres con sombreros gachos y trajes de gabardina entraron. Se le quedaron mirando. El más alto se acercó a la barra.
—¿Tú de vuelta?
—Qué tal —dijo Gabriel. —Sí, ya se acabó la cosecha.
—¿Y ahora qué vas a hacer?
—Pos aquí, buscando chamba.
Los dos hombres se codearon402 y fruncieron los labios en una mueca risueña.
—¿Conque buscando chamba?
—Pos luego. Hay que comer, ¿no? —Gabriel empinó el brazo para tomar su mezcal; el hombre alto se lo detuvo y la bebida se regó sobre la barra.
—Voy mano, ¿pos qué se traen?403.—Gabriel cerró los puños y sintió la sangre en las orejas.
—Dice que qué nos traemos, Cupido, óyelo nomás —le dijo el hombre alto a su compañero. Éste abrió la boca y suspiró. —Qué corta es la memoria de unos.
—Nomás vine de paseo —dijo Gabriel. —¡Ya estuvo suave!404 Ni quien los ande buscando...
—¿Quién habla de que nos busques, manito? Nosotros te buscamos a ti, para que nos recuerdes, nomás. Para que nos recuerdes a tus cuates, ¿verdad tú?
El compañero del hombre alto volvió a abrir la boca. Ahora, movió también los ojos en redondo y tiró del ala del sombrero.
—Porque luego se les olvida a unos quiénes son los que parten el queso405, y luego luego quieren volar por su cuenta, ¿a poco no?
—Yo no me ando metiendo con nadie —gruñó Gabriel y le hizo una seña al cantinero. —Sírvame otra igual.
El hombre alto metió un dedo en el ombligo de Gabriel: —¿No ves? Luego luego. ¿Quién te dijo que podías tomarte otra copa, manito? Mejor te la convidamos nosotros. ¿Verdad tú? —y volvió a codear a su compañero. —A ver, un mezcal aquí para mi cuate y dos cervezas.
Las moscas zumbaban sobre las cabezas de los tres hombres. No se escuchaba otro ruido: los dos borrachos, abrazados, se habían dormido. El cantinero iba y venía, en silencio, destapando botellas.
—Bueno, salud—. El hombre alto saboreó su cerveza. Y cuando Gabriel volvió a levantar el brazo para tomar el mezcal, el hombre alto volvió a pegarle en el codo. Gabriel se limpió el brazo lentamente mientras los dos hombres, sonriendo, lo observaban.
—Ya ves, mano —dijo el hombre alto. —Tú de turista en la California y uno aquí, igual que siempre, y recordando cosas.
Gabriel acercó su rostro al del hombre alto. —Óyeme, si una vez te di de cates406, fue para que sepas que por más influyente407 que seas en el barrio, y por más lambiscón, mano, de todas maneras puedo rajarte la madre408 cuando se me hinchen409.
El hombre flaco saboreó de nuevo la espuma del vaso. —Puesto, mano. Sólo que a mí no me agarras dos veces con los calzones en las rodillas, ¿verdad tú?
El compañero peló los dientes y, de su postura laxa, pasó a dar de macanazos410 a Gabriel mientras el hombre flaco le metía la rodilla en el vientre y, tomando la botella vacía, le golpeaba los hombros y el rostro.
—¡No la...!411 —trató de gemir el cantinero.
Gabriel se dobló con una mano sobre la cabeza y otra en el vientre. El hombre flaco seguía pateándolo mientras se arreglaba la corbata. —Aquí todos saben quién manda —dijo— y tú, aunque andes de vacaciones, más vale que te enteres, manito.
Los dos hombres pagaron la cuenta y salieron codeándose. Gabriel, tirado en el suelo, sentía la sangre correrle por los labios. Al tratar de levantarse, volteó una escupidera, cayó nuevamente y dejó que su sangre se mezclara con la saliva regada.
—Con ésos no te andes metiendo —gimió, ahora plenamente, el cantinero.
—Qué más da, qué más da...412
—Qué le vamos a hacer...413
La madre apretaba un trapo caliente contra la nariz hinchada de Gabriel. La hermana mayor ronroneaba canciones en un rincón y el padre ya dormía en el catre.
—Peor les fue a tus hermanos, Gabriel, que nomás se murieron.
—Yo sólo quiero trabajar. Te lo juro que no me ando metiendo con nadie, que no me la ando buscando.
La madre suspiró y fue a recoger otro trapo caliente del cubo de agua que hervía sobre la lumbre. —Si todo ha sido igual por aquí, Grabiel. Unos más que otros, pero todos con sus penas. Cada que me voy a confesar, la de penas que me cuenta el señor cura. Figúrate si él no las sabrá todas. Ahí me quedo horas oyéndolo hablar tan bonito, contándome las penas de todos los vecinos. Como que me confieso por mí y por todo el barrio. Se siente una aliviada, no creas. Debías ir...
Con un gesto de impaciencia, Gabriel se quitó el trapo entibiado del rostro. —Para lo que me sirve. ¿A poco el señor cura me consigue trabajo?
La madre colocó el segundo paño sobre la cara de Gabriel. —Total te gastas lo que trajistes. No te hace falta trabajar ahorita mismo.
—Me siento gacho414, palabra. Está bien el vacile, pero que te cueste tantito. Los cuates andan en su chambas toda la mañana, y yo, ¿pos qué me hago? Fidelio de mozo todo el día, y el viejo en Indianilla. ¿Qué me queda? Sabes, de plano me quedo todo el tiempo en los Esteits. Allá no falta quehacer.
Al dejar caer el paño, la madre de Gabriel acercó ambas manos a la cabeza de su hijo y no quiso decir nada, sino apretarla contra su pecho, acercar su propio rostro rígido, de hondos surcos, al de Gabriel, mientras la muchacha ronroneaba y el viejo dejaba escapar una somnolencia pesada y olorosa desde el catre.
Un hombre de carnes flojas y esqueleto grande y derrumbado camina por la Avenida Mixcoac con un perrito blanco en los brazos. El perrito luce un traje de listones amarillos y azules, con cascabeles alrededor del cuello y en las cuatro patas. Detrás del hombre, camina otro, moreno y cerrado, más viejo que el hombre grande: carga un cilindro de cartón, una trompeta raspada y una escalerilla. Los dos hombres usan sombreros de fieltro desteñido, camisas sin corbata, pantalón y saco de distinto color y viejísimo uso, y los dos caminan sin ritmo, como si las calles mismas los fueran arrastrando. Pero el hombre grande, aun en su perpejidad, luce cierta seguridad teatral en sus ademanes, en tanto que el más pequeño casi se embarra al piso, casi no levanta los pies y se vería más natural tirado en la calle, dejado a un lado, que tratando de caminar con un cansancio tan absoluto que le luce en los ojos sin brillo, en la boca larga y cerrada, en todas las facciones alargadas como por la mano de un escultor sobre una pasta gris y sin resistencia. Caminan al lado de tendajones mixtos y cines de barrio y misceláneas, entre tranvías amarillos415 y postes de luz, caminan como dos figuras de un carnaval perpetuo que no se detiene a celebrarse a sí mismo, que va corriendo en pos de la consumación de su propia alegría decretada. Vienen desde la Colonia Portales, de donde salieron muy temprano, deteniéndose al mediodía en General Anaya, y más tarde en la Noche Buena. Las casas son iguales, la gente igual. Sólo el cansancio los obliga a detenerse y entonces comienzan a trabajar. El hombre grande tuerce su nariz aguileña y se chupa las encías desdentadas; cruza hacia la izquierda, en 11 de Abril, y abraza mas al perrito amarillento. Caminan hasta Héroes de la Intervención; el hombre pequeño, con la máscara gris y los ojos sumergidos, se ha atrasado. El hombre grande se detiene, se quita el sombrero y de su bolsa saca un cucurucho rojo. El hombre pequeño y cansado toca la corneta con un gemido desigual entre el aire y el metal, y el grande lo acompaña con un tararará sin letra desde su voz cascada. Algunas criadas se asoman a las azoteas de las pequeñas casas, de un gris polvoso. Ixca Cienfuegos, antes de entrar en una de ellas, se detiene para observar cómo el perrito camina sobre el cilindro rodante. El hombre grande se quita el cucurucho y saluda a las criadas. «Les presento al gran perrito Josué, de largo historial en los grandes circos internacionales que han visitado esta tierra donde la providencia ha dejado más dones que hojas tiene un laurel: ¡México!», resopla el hombre grande mientras el pequeño continúa berreando la corneta raspada y ahora, con lentitud, coloca en el centro de la calle mal pavimentada la escalera y el grande conduce al perrito hasta el pie de la escalera y el animal sube con rapidez y se queda sentado en el descanso, gimiendo y asustado. «Y ahora véanlo bajar, señoras y señores. Es el gran perrito Josué, de los Atayde y del circo Bamum, que ha dado la vuelta al mundo.» El perrito gime y sus cascabeles se agitan en un temblor imperceptible. El hombre grande truena los dedos y por fin toma al animal del cuello y lo obliga a descender mientras la trompeta alcanza un crescendo roto. El traje ajironado y los cascabeles de terror brillan en el crepúsculo. Las criadas se han retirado. El hombre grande pasea su cucurucho ante ventanas cerradas. El pequeño se ha sentado en la banqueta416 con la cara más oscura que la próxima noche. Ixca Cienfuegos penetra en la vecindad y se dirige al cuarto de Rosendo Zubarán de Pola. «Pícale417 que Portales está lejos», le dice el hombre grande al pequeño, pero éste parece no escuchar sentado en la banqueta. «Órale418, hoy no hicimos mucho y no hay para el camión. Ándale, te regalo un taco en la esquina.» Pero el hombre pequeño no se mueve. El grande se sienta, con las coyunturas entre sus enormes huesos rotas y líquidas, a su lado. «Ya estará. Prefieres pintarte a comer. Te daré gusto. No comas, pues. Píntate igual que antes. ¿Qué, te da vergüenza salir como eres? Y crees que yo me siento muy a gusto, nomás con el cucurucho este. Ya, ya te lo prometí, ¿no? Nomás no te la gastes toda de un jalón419, no seas tonto.» Y los dos se levantan pesadamente y recogen el cilindro y la escalera y acarician al perrito asustado y vuelven a agarrar420 la Avenida Revolución.
ROSENDA
—No le habrán dicho todo
«porque todas las verdades están metidas en nuestros días y se quiebran en mil aristas a la luz de cada mirada, de cada golpe de corazón, de cada nueva línea del azar y usted, ni él tampoco, no supieron lo que fueron aquellos días que transcurrían velados como todos los anveses en cuartos repletos de cortinas de seda y bibelots421 y damasco y sillones de terciopelo y figuras de porcelana y cuadros con escenas campestres en nuestro mundo de paz y tranquilidad (antes del amor y la fiesta, sí, porque fueron eso por más caros que se hayan pagado, que se debieron pagar) cuando éramos una familia y salíamos con banderitas en la mano a saludar el paso de Don Porfirio por las calles de una ciudad que no era como la de ahora, deforme y escrofulosa, llena de jorobas de cemento e hinchazones secretas, sino pequeña y hecha de colores pastel, donde no era difícil conocerse y los sectores estaban bien marcados (ahora ve usted a los pelados en todas partes, en todas las avenidas, sin el menor respeto sentados en la Alameda, arrastrando sus huaraches por la Reforma, regurgitando sus obscenas comidas manchadas a lo largo de lo que fue nuestra calle de Plateros) y los sitios de cada quien también pero usted no sabe lo que va a suceder cuando las ventanas de una mansión sofocada en esos damascos y barnices quietos y untuosos se abren para que entre una tempestad de palabras que nadie quería escuchar (después, no entonces, no, nunca entonces cuando traían un perfume de verdad que después se secó, guardado en algo más escondido que las páginas amarillas de un libro o el arcan más clausurado: el corazón de una mujer que amó poco) en boca de un tipo varonil (mentiroso) hombruno (seductor) alto (pequeño en mis brazos, casi candido en su inocencia frente a lo que aún, antes de saber nada del amor, sabemos nosotras) y ahora que yo me voy a morir»
—Me voy a morir, sefior
«y él no vendrá a verme, le puedo decir que mire a su alrededor —él no gana nada, ya lo sé, pero aun así, aun así— y piense en aquel palacio que le acabo de perfumar y sabrá todo, cómo se pasa de una vida guarecida en la que cada uno está protegido por los demás, sobre todo cuando se es la niña de la casa (con trajéenos ampones422 y rizos tiesos y una nana423 con hojas de orégano en las sienes que sabe cuentos de brujas nocturnas, nacidas de un vértigo de murciélagos, y una alacena abierta a la preciosa gula infantil, alacena de jamoncillos424 y cremas y dulces de leche blanda, sobre todo) y parece que nada, nunca, jamás, va a desordenar ese palacio de juguetería y entonces entran primero las palabras que queman el cristal y dicen lo que a pesar nuestro queremos saber (no entender, no, no saber así, sino de la otra manera). Así fue Gervasio Pola»
—Mi marido se llamaba Gervasio Pola
«una palabra, la palabra que no quería escuchar y que al imaginar me obligaba a cubrirme la cabeza con las sábanas y a llamar a la nana vieja de orégano, Gervasio que llegó con todos los hábitos de la seducción en un caballo negro y con bridas de luz a decirme que ya no era como antes la vida, que en un buque alemán el jefe de la familia se había marchado (y yo en la casa de muñecas, robándome el jamoncillo en silencio, sin darme cuenta) y que ahora él, Gervasio, era coronel y podía darme la vida acostumbrada, merecida, y sus bigotes pomadosos relucían entre los cortinajes de la sala y mis padres escuchaban desde el comedor, hasta donde llegaba todo el brillo de sus botones y sus botas y los cabellos llenos de pomada, partidos a la mitad, que dibujaban como avellana el contorno oliva de su piel. Pero eso fue un año, sólo un año; un año en que ellos lo toleraron (porque era coronel y Madero presidente y estaban en el candelero y había que conservar el pequeño palacio con los barnices quietos y el terciopelo) un año en que me llenó para siempre de palabras la cabeza y el vientre, y esa palabra del vientre (que él nunca conoció, porque la palabra vino al mundo mientras él se pudría en un calabozo y ya entonces me habían señalado mi estupidez, mi falta de reflexión, mi “tú lo quisiste”, y todos los hermanos sintieron la misma repugnancia de saberme en ese estado, aunque estuviera casada, que hubieran sentido frente a cualquier otro esposo mío, pero que acallaban si el matrimonio era conveniente, sí, si la mansa laguna no se agitaba, sí, si todo siguiera igual, y ahora eso ya no era, y Gervasio estaba en la cárcel y Madero asesinado y yo con el vientre hirviéndome de las palabras que él dejó allí, de la palabra Rodrigo que fue lo único que me dejó) que hube de germinar a solas, escondida, en una casa pequeña y fría lejos del calor untuoso de la otra que ellos me cerraron, que hube de tolerar a solas (gozando las primeras pataditas en el vientre a solas, tratando de pensar. en que se lo daría, con mis palabras, todo otra vez, toda la gestación lenta y oscura del ser creado por sus palabras y mi sangre, toda) mientras tejía toda la jornada segura de que al terminar estos zapatos de estambre, esta bufanda, él regresaría a acariciarme el pelo y decirme que ya estaba bien, que podía descansar, que fuera con él a la cama a sentir cómo crecía dentro de mí lo nuestro, a pasar la noche en silencio tratando de percibir la existencia del hijo, a hacer el amor sin contacto, con las manos, con el pelo acariciado, con las mejillas ardientes y no, no pudo ser así, él no estuvo allí mientras su palabra crecía redonda y grave en el centro de mis entrañas, él no estuvo nunca ni supo nunca porque jamás lo volví a ver, y si hubiera estado yo habría sabido distinguir tres, tres, pero así no, así éramos siempre dos, yo y la palabra, yo y el padrehijo, yo y Gervasio-Rodrigo, una continuación, pero ahora ya no con las palabras de él, sino con mi silencio, con mis decisiones aisladas, ¿ve usted? Y no podía haber más decisión que la de comer; de eso me di cuenta apenas vino a decírmelo, muchos años más tarde, el capitán Zamacona, cuando yo ya trabajaba (para comer) en un almacén del centro, y él quiso frecuentarme (era tres años después de la muerte, y yo aún creía que iba a regresar y con la pura voluntad mantenía mi perfil, el perfil suyo, para que no pensara en esos días y esos años, sino que regresara al punto de partida y el adiós y el ejercicio dulciamargo y la bienvenida se fundieran en un solo momento en el que recuperáramos todo el tiempo de desolación e ignorancia y gestación) y así se enteró de quién era yo y me lo dijo: “Yo mismo ordené el fuego, yo mismo estaba allí al frente del pelotón en la madrugada de Belén frente a la pared descascarada y los cuatro rostros que no quisieron que los vendáramos pero que al fin se dieron las manos y cerraron los ojos y yo mismo fui a darle el tiro de gracia al rebelde Pola que se torcía en el polvo —su marido— porque los rasos no sabían tirar bien y nada más los mataron a medias. Su marido está muerto desde hace tres años, señora. Fue un crimen más de Huerta, que bien caros los ha de pagar todos y ahora que yo estoy con el carrancismo puedo ofrecerle lo que usted se merece” sí, casi con las mismas palabras y otra vez un kepí ladeado, unos bigotes tiesos y un porte marcial: el mismo de siempre, que ahora venía con otras palabras a contarme que Gervasio había muerto y entonces supe que mi decisión no era otra más que comer porque pensé que a la calamidad y la muerte debe seguir, natural y amargo, el acto cotidiano; que yo debía haber velado a Gervasio para luego preparar sobre el catafalco nuestra cena (la de Rodrigo y la mía) y mezclar los olores de vela y gardenia con los de grasa y mantequilla humeantes pero no fue así, ya ve usted, fue tres años después, y no sabían dónde estaba enterrado así que yo respiraba el polvo (cuando se levantan las tolvaneras de este valle que he visto secarse, y que antes, en los días que recuerdo, era más florido y manso) creyendo que allí venían los despojos de mi marido pero el capitán insistía: “No lo pene usted; me acongoja decírselo, pero no murió bien. Se hubiera ido él solo al paredón, pero no, tuvo que delatar a sus compañeros; no supo irse solo, tuvo que decir dónde estaban los otros fugitivos para no sentir miedo. Así fue señora” y yo no le reproché su cobardía (¿cobardía? ¿no era el jefe? ¿no tenía derecho a exigir todo de sus compañeros? hizo bien, pero no era eso lo que le reprochaba) sino que no me hubiera llamado a mí para que yo también cayera con él, porque si era el jefe de esos hombres que murieron a su lado, era mi hombre y el padre de mi hijo, y debió llamarnos, exigirnos eso; no, nos dejó solos, diciéndonos que siempre no era el que mandaba, que nos las arreglásemos, que pudo darme su vida pero no su muerte; ésta fue su cobardía y el rencor que le guardo, que me ofreciera tan poco de su vida y luego ni siquiera me regalara su muerte, ¿ve usted?, porque algo debió darme por entero, y no fue nada de él, sino esa prolongación que yo traje, que yo crié (quizá quiso que eso fuera todo, su vida y su muerte, ese niño, pero eso nunca lo dio a entender y yo nunca lo supe) y ese rencor, ese sentimiento de que me faltó su muerte, me obligó a renunciar para siempre a comprender ciertas cosas menos una: que Gervasio no había existido, que el niño había sido engendrado por mi voluntad y mi designio, que yo misma me había fecundado con el sueño de un hombre que sólo dormida conocí, que sólo en el vapor entre dos horas del amanecer me poseyó, que no estuvo allí y que esos dos momentos concomitantes —la fecundación de mí misma por mí misma y el largo parto del infante— eran eternos, que siempre estaba entrando en mí la concepción de mi sueño y saliendo su producto carnal y éste convirtiéndose en aquélla, siempre, sin solución. Pero él no quiso, señor, él no quiso ser parte de mi vida (mi vida, la mía, así, en esos dos momentos fundidos, de los cuales él debía ser parte permanente, atado siempre a mi cordón, engendrando el sueño que, a la vez, debía engendrarlo a él) y sin decirme nada, en sus ojos transparentes de niño, me advirtió que él no era su propio padre como yo quería, en el estilo que yo hubiera impuesto, su padreamante, sino su padrecrítico, no el padre que me hubiera aceptado siempre, sino el que me hubiera espiado, diciéndome en los ojos Ya no eres la de antes; ahora cambias, ahora tus cuencas se oscurecen y tus ojos se marchitan, ahora tu piel se afloja y eres una viuda desventurada que envejece y trabaja inútilmente después de haber sido criada para el pequeño palacio de juguetería y la nana que contaba historias ociosas y la alacena que olía tan diferente de esta casa situada del mal lado del sol adonde las cosas saben a musgo y no pude tolerar eso: mi cara era, tenía que ser, la de siempre, para que él la recordara si regresaba, tenía que corresponder a las frases y a las palabras de amor que la habían convertido en otra cara, la cara de la esposa —pero Rodrigo no lo supo, él sólo vio que había minutos cuadriculados sobre la piel, y me espiaba, más, me obligaba a observarme a mí misma, a saber que era cierto, y que me obligaba a ello este ser pequeño y delgado que se sentaba a hacer su tarea bajo una lámpara verde, que en vez de penetrar en mi vida se separaba de ella, se alejaba para mirarme y decirme No soy tú; puedo estar contigo, pero no seré, yo, tú»
—¡Mi hijo, mi hijo!
—¿Nunca le dijo usted toda la verdad, todo lo que pensaba? ¿Sólo quiso ser sin expresar, esperando que Rodrigo comprendiera todo? —preguntó Ixca Cienfuegos.
—Sí, así quise
«porque yo no podía abaratar, vulgarizar todo mi mundo, ¿ve usted? (mi mundo ya estaba abaratado en esas cosas que se tocan y se miden, y no, no podía abaratarlo más sacando a la luz todo lo que pensaba, porque antes las instituciones se daban claras y tácitas, todo aquello en lo que creíamos en la casa, mis padres y mis hermanos y yo, se daba así, a la luz, sin necesidad de justificarse, de pedir perdón por lo que nos correspondía, en lo que se toca y en lo que se siente: en nuestro hogar y en nuestro sitio; ambos estaban justificados por el orden de las cosas y así debía ser también ahora, sólo que ahora era vulgar mi trabajo, mi casa, mi ropa; no podía ser vulgar también mi alma, ni mis palabras, ni la vida que le comunicara a mi hijo) pero ese alejamiento de él me obligó a volver a buscar a Gervasio, sólo que, igual que Rodrigo me había obligado a sentir que yo era distinta, me obligó a sentir distinto a Gervasio, y se canceló todo lo que había mantenido, el rencor, el tibio recuerdo de su cuerpo, la solución padrehijo, la necesidad de haber cometido mi muerte en la suya para que él cometiera el parto de nuestro hijo en el mío y así nos unieran muerte y parto, parto y muerte siempre, pues ahora mis horas eran esas horas vulgares de un trabajo gris y monótono donde nunca puede haber recompensa, porque el trabajo puede ser tan gracioso y puro como el ocio, sí, pero éste no lo es, señor Cienfuegos, está despojado de todo, y en esas horas vulgares sólo aprendí a reprochar a Gervasio, a reprocharle otras cosas que nada tenían que ver con el origen de nuestras vidas y nuestras cópulas y su fruto, que sólo tenían que ver con la nueva vida, la nueva ciudad que crecía a mi alrededor y sus nuevas gentes, las que habían llegado a ocupar los puestos abandonados, y de esa falsedad (de ese contorno ajeno a toda nuestra experiencia y a los hechos nuestros y personales del amor y la muerte y la vida y la concepción) salió el nuevo Gervasio, al que podía reprochar, y de esa nueva imagen salió también el destino que tracé para Rodrigo: porque lo otro, la verdad, lo que acabo de decir (mi vida auténtica) se perdió en ese cúmulo de vulgaridad y tuve que inventar nuevas razones y nuevas relaciones, y esto lo sé sólo ahora que ya estoy sola (pero no, no es estar sola lo que me obliga a darme cuenta, tampoco que voy a morir, es otra cosa) y se lo digo así. Entonces habían pasado diez años de la muerte de Gervasio, y yo volvía a comparar mi aspecto físico con el de aquellos días. Tomaba el retrato de mi esposo (cerca de una cabecera helada donde pasé mi viudez, porque después se deja de ser viuda, de recordar que algo penetró en la carne con tanta falta de escrúpulos y con tanta fuerza recogida y temblorosa, respetuosa de mí, al cabo, y es lo que no todos saben hacer, y él sí; era bueno, lo sé ahora, muy tarde, bueno y generoso y éstas son las cosas que se nos escapan porque complicamos el pensamiento y la carne también y queremos que las cosas sean otra cosa, y no lo que realmente son, al principio, y sin progreso posible, incanjeables y dignas de la mayor protección, de la única protección: bondad, generosidad) y lo ponía a la altura de mi rostro, los dos frente al espejo. Pensaba que ahora yo parecía su madre, y en voz alta lo recriminaba con esas palabras que no eran mías, que eran de mi trabajo desilusionado y de la ciudad y sus nuevas gentes que se venían como una marea a nublar mi corazón Tú te quedaste siempre igual, muerto o donde estés: ya no podrás ser más que aquel iluso de treinta años, metido a bochinchero idealista y ¿no te das cuenta Gervasio que un hombre no tiene derecho a seguir su destino en cuanto tiene que alimentar a una mujer y a un hijo? Iluso, iluso, fusilado en una cárcel y ahora, diez años después, podrías ser rico y dejaba caer el brazo y recordaba las escenas del almacén, donde los nuevos iban a comprar ajuares para las nuevas casas de las nuevas colonias donde iban a habitar todos los que no murieron en la cárcel de Belén, todos, venidos en un tropel que me llenaba de vergüenza, y los antiguos que se habían sabido acomodar y Tú Gervasio no tenías derecho a exponerte; debías haberte protegido como todos estos que ahora son ricos e influyentes. No pensaste en mí, ni en tu hijo; me dejaste sola, a secarme poco a poco; quisiera perdonarte, Gervasio, pero no puedo, no me diste ni tu amor, ni las pocas cosas necesarias para vivir a gusto. Pero haré (ésta era la mentira, ésta era la mentira nacida de mi reproche, y hasta ahora lo sé, cuando es muy tarde, dígaselo al pobrecito, dígaselo antes de que sea muy tarde para él: que no hay triunfos ni derrotas en este país, que no hay memoria para el paso de los hombres sobre esta tierra, que todos fueron y serán fantasmas antes de nacer, sin proponérselo, porque sólo los fantasmas rondan en la verdadera vida de México, y ellos traen sus batallas muy hechas, muy sólidas, para que sean reales nuestros ejercicios de polvo, nuestras individualidades aplastadas por esa otra batalla permanente de fantasmas y sus luchas que no se han resuelto: dígaselo así) que tu hijo triunfe, como se triunfa aquí. Lo torceré pero le daré su carrera, le enseñaré a buscar a los poderosos y a ser sumiso con ellos, para que no me lo vayan a matar junto a un paredón como a ti y él sepa darle un vida normal a la mujer que escoja y esté presente en el alumbramiento de su hijo...»
—...el vaso, señor, el vaso del buró, pronto...
Ixca alargó el brazo en un doble movimiento —para recoger el vaso, para llevarlo a los labios transparentes de la anciana hecha de costras de cebolla que gemía ronca y desarticulada desde el lecho de latón, dando a sus ojos una infinidad de expresiones a medida que las palabras y los pensamientos impronunciables le cruzaban, como una inundación impetuosa, por el cerebro. El líquido gris y opaco bailó un instante entre las venas temblorosas del cuello de Rosenda: —¿Me entiende? «pero no podía vulgarizarme, ¿me entiende?, ni al niño podía decirle esto, sólo al retrato de su padre (porque en el fondo de mis percepciones y mis recuerdos matrices seguía identificándolos y seguía confundiendo la cópula con el parto como en una hora parda del día naciente se confunden los astros y las dos caras de la luna, así fue) porque el niño era sólo un objeto de escarnio en la escuela y cada día se escondía más en su cuarto y yo abajo, tejiendo, desde mi mentira pensaba en las cosas que estaría haciendo, pensaba y me acercaba a la puerta de su cuarto a esperar algún ruido y pensaba en que ya estaba grande, que ya iba para los trece y entonces empezaban las tentaciones; pensaba que debía hablarle de su padre (del fracaso) para que se diera cuenta y no desperdiciara el tiempo (Gervasio, le iba a decir, sólo me dijo muchas frases bonitas y luego se dejó matar) y la mentira me gritaba: ¡No quiero que Rodrigo salga así! él tiene que hacer cosas y por eso me resolví, en la mentira, desde la mentira, desde mi trabajo monótono, desde mi sentirme exilada en la ciudad que había sido mía sin pedir permiso, desde la ciudad que había sido nuestro centro de paz hogareña y después, por un instante, mi plexo convulso de amor y abandono y viudez, y desde mi ansia (¿por qué, por qué un amor tan cruel, tan necesitado de destrucción para sobrevivir, tan premioso ante las naturales fatigas de los hijos, tan ansioso de chupar hacia el centro del vientre al niño que se nos escapa?) de que fuera mío, sólo mío, le dije que su padre era un cobarde, un tonto que delató a sus compañeros, un cobarde que nos dejó en la miseria: así le dije, y él sólo me había preguntado si Gervasio era bueno conmigo, y yo ya había perdido (en mi cama solitaria y en mis noches de viuda y mis días de empleada) la verdad, que (se lo he dicho) eran sólo la bondad y la generosidad de Gervasio, mi iluso, mi tonto, mi cobarde, mi niño, mi carne negra y erecta... Y era al escarnio de esos condiscípulos ricos, y no a mi amor (este amor del que le hablo) a lo que atribuía el silencio de Rodrigo, su cierto alejamiento de mí, su imposibilidad, desde que le hablé esa noche de su padre, su imposibilidad para volver a formar, aunque fuera como antes (mediante unos lazos hechos de miradas abiertas y azoradas, de silencios inverosímiles), un todo conmigo, con mis certezas y mis recuerdos y mis pobres, pobres anhelos: ninguno volvería a saber (como antes usé la palabra: saber) nada del otro. Lo deformaron en la escuela, decía yo, nosotros no somos ricos y se burlaron de él y le quitaron ese desplante necesario para triunfar; lo obligaron a esconderse en el cuarto a escribir, en vez de que pensara en todo lo que tenía que hacer (hacer lo que no hizo su padre; haberse aguantado; todos llegaron alto; Calles era maestro de escuela). Y Rodrigo crecía, y yo aumentaba la mentira: era hombre ya (eran otros deseos) y más que nunca se acercaba el momento de la decisión y el peligro y yo lo vigilaba —desde mi mecedora de mimbre le repetía en silencio, sin que él me escuchara nunca, cuánto temía que la falta de un hombre en la casa lo hiciera fracasar y después de la medianoche entraba en silencio al cuarto atufado donde escribía y comenzaba a fumar en secreto y entonces dormía y me hincaba cerca de la cabecera con los ojos muy abiertos a decir palabras, sólo a hablar, a decirle que ya no era niño y otras cosas y a arreglarle la almohada mientras él soñaba inquieto, moviendo la cabeza cuando mis palabras se repetían en un sonsonete bajo dentro de su sueño. Era un encantamiento, un encantamiento más que no supo surtir efectos: él se alejaba, en la liviandad exótica y prestigiosa de nuevos amigos (sabemos que no quieren a nuestros hijos, señor, que se juntan para olvidarnos, para hacerse la ilusión de la autonomía y acabar solos, como él ha acabado)»
—¿Usted es su amigo?
«llegaba tarde mientras yo permanecía con la mano húmeda sobre la manija de la puerta, como si en el cuarto de Rodrigo se escondiera una fiera, un monstruo oscuro que me hablara de su vida secreta, de las nuevas relaciones que él no me permitía comprender, sólo aceptar (no impuestas, no, no obligadas: todo en el silencio, en el nuevo esquema mecánico del amor filial) y cuando me decidí sólo encontré ese nuevo amor, esos papeles (más que yo, más que sus amigos, más que él mismo, creí intuir entonces, no sé ahora: él es tan desvalido) llenos de versos y allí quise culminar la mentira, hacerla mi dueña y, quizá sin saberlo, permitir que me consumiera y me permitiera volver a la verdad»
—Él... ¿él se lo contó?
«¿lo que le dije entonces? pensé que ninguno tenía derecho a su destino, quise consumar la mentira: era tan grande, ya, el llano desolado entre mi destino, mi vida entre algodones, y mi nueva vida de viuda, que no lo creí, no quise que él tuviera el suyo, ¿ve, señor?: él como yo sólo debía tener responsabilidades, eso le dije, y en realidad sólo quería contarle cómo quería que sí tuviera un destino pero que fuera prolongación del mío y del de su padre muerto; pero no me atreví y no me di cuenta, sólo di cima a la mentira y corrí fuera de la pieza, golpeándome contra las paredes del estrecho pasillo, hasta mi recámara, a encerrarme. Los vi a los dos, al padre y al hijo, por última vez, supe que había obligado a Rodrigo a partir —no en su cuerpo, ese día, ese año, pero sí alguno— a partir con sus ojos y el suave pulsar de las venas en la mano con la que me seguiría acariciendo como a un monumento viejoy mudo, en su cortesía abstracta que me impediría volver a saber nada de su vida, en su paulatino alejamiento (hasta el día en que nunca regresó, nunca regresó pero con amabilidad, sin escenas, sin decirme una palabra de fuete425 que me hubiera salvado, ¿comprende?, que me hubiera salvado) para nunca regresar, nunca saber más de mí, ni el día de hoy, el día de mi muerte»
—(El vaso, señor Cienfuegos)
«y... y... ¿regresará Gervasio, cubierto de una sangre coagulada que me quedó a deber? porque era un niño lindo, al nacer...»
—... lo hubiera usted visto... pobrecito
«(allí, en el armario, sofocado en esas planchas manchadas de los fotógrafos de ayer) cuando corría una mano sobre mi cabeza; era chiquito, muy chiquito: nació de un borbotón de pólvora, sí, y no lo supo, no entendió...»
—... dígaselo usted, pobrecito...
«que no hay éxito ni derrota, que correrá a cumplir su destino (el lo quiso, ¿no?) ínfimo mientras la tierra entera se llena de viejos fantasmas donde yo viví de niña, con la nana y el dulce de leche antes de las palabras, dígaselo, no le habrán dicho todo porque las verdades están metidas en nuestros días y se quiebran en mil aristas a la luz de cada mirada, de cada golpe de corazón, de cada línea del azar y usted no supo lo que fueron aquellos días pero no podían durar, nada dura aquí, estamos un instante antes de que otro remolino nos abrace y nos chupe con dientes...»
—El vaso, señor...
«dígale que venga, por una vez... sé que es pobre, que no me podrá ayudar...»
...venga, pobrecito
La lengua de Rosenda se disparó, puntiaguda, fuera de sus labios lineares y un casi imperceptible ruido, ruido de cerrazón, en la garganta, hizo que Ixca se pusiera de pie y le cubriera la cara con la sábana. Apagó la veladora del buró y salió del cuarto.
—Saca la cuenta, Luis. Se me hace que no podemos—. La jo-vencita rubia y delgada, de perfiles afilados y quebradizos, de pelo lacio y dientes disparejos, se sienta sobre el sofá de brocado rosa. El apartamiento, en un cuarto piso de la calle de Miguel Schultz, se ahoga esa noche —como todas— en el olor a gas, cocina y animal doméstico de los inmuebles mexicanos de modernidad intermedia. Un cubo oscuro conduce a pasillos oscuros con piso de mosaico gris, a la puerta despintada que se abre sobre la sala: la mesa de comer, dos sillas, el sofá, un silloncito de mimbre. Algunos cromos religiosos completan el decorado. —No te apures, Josefina. Tú verás si no—. El joven mestizo, de bigotes ralos y gafas ahumadas, con las mangas enrolladas, escribe números sobre un papel.
—Todavía falta pagar la recámara426.
—De eso salimos pronto. Mira: me lo han prometido. Desde diciembre, salgo427 de dependiente. Si me dan el circuito del norte, como viajante se puede hacer mucha lana. El negocio del algodón se va para arriba, chula, y allí se van a vender muchos implementos agrícolas...
—Ay, yo quisiera sacar a Luisito de esa escuela de peladitos y meterlo a la de los hermanos.
—Seguro que sí. Será lo primero que hagamos, no te apures. Después, ya tengo visto un apartamento por otro rumbo...
—¿Cuánto, Luis?Se me hace que...
—Seiscientos pesos, corazón. Doscientos más que aquí, y en un barrio padrísimo: por el rumbo de Nuevo León.
—Ya me cansé de San Rafael. A fuerzas hay que tratar con las vecinas. Te las encuentras en el mercado y en el parque, y como que no son iguales a uno... tú sabes. A veces, Luis, aunque te quiero y tengo tanta confianza en ti, me figuro que nunca vamos a salir de perico perro428, y me dan...
—Ándale, ándale.
—¿No se echarán para atrás tus jefes?
—¡Qué va! Vieras lo recio que me llevo con el jefe del departamento. Y él ya le habló de mí al mero mero. Está hecho, te digo. En diciembre me hacen viajante, tú verás.
—Si haces mucho dinero en el Norte...
—¡Épale!429 Calmantes430, Josefina. Espérate tontito. Hace falta averiguar si...
—Luis, es que quisiera tanto un coche. Luisito ya va para los siete, y sería tan bonito salir los domingos de excursión... Y después quisiera otro, porque no está bien que...
—Por favor. No nos podemos echar otra carga encima. Apenas si alcanza para tres bocas.
—Pero es que no está bien, te digo. Nada más porque te quiero mucho y tú me lo pides, pero a mí me enseñaron que es pecado, que hay que tener todos los hijos que Dios nos quiera dar. Si de vez en cuando me acompañaras a misa, sabrías que...
—¡José, por favor! ¡Qué sabe el cura de los problemas personales de cada quien!
—¡Luis! Ya sabes que yo respeto mi religión, no hables así...
—Está bueno. Pero no te preocupes. Ascenderé lueguito. Los jefes me estiman, palabra. Hasta puede que dentro de diez años...
—¿Nuestra casita?
—Seguro, Josefina. No te apures.
—Mira, recorté unas vistas de una revista americana. ¿Sabes lo que me gustaría más que nada? Pues un desayunador431 de ésos, junto a la cocina para trajinar menos. Y como que todo es más íntimo así, ¿no se te hace? Los Rodríguez tienen uno igualito, y María de la Luz me dijo que...
—¡Qué saben los Rodríguez! Y no te andes juntando con esa vieja que nada más te mete ideas.
—Pero si son muy distinguidos. El señor Rodríguez ha hecho mucho dinero en un dos por tres. Nos convienen esas amistades... Luis, ya no aguanto esta colonia. ¡Apúrales a tus jefes, por favor, diles que...!
—Seguro, José, seguro. Tú no te apures. Ya verás si no.