Capítulo 2
Era muy temprano. En la comisaría las paredes amarillas de la cocina parecían más bien grises con la neblina invernal que flotaba sobre Tanumshede. Todos estaban en silencio. No podía decirse que hubieran dormido muchas horas y llevaban el cansancio como una máscara en la cara. Los médicos habían luchado como héroes por salvar a Victoria, pero no lo consiguieron. Certificaron su muerte a las 11.14 horas del día anterior.
Martin sirvió café a todo el mundo y Patrik le lanzó una mirada furtiva. Desde que murió Pia, él prácticamente había dejado de sonreír, y todos sus intentos de recuperar al Martin de siempre habían fracasado. Era obvio que Pia se había llevado consigo una parte de él al morir. Los médicos creyeron que le quedaba un año de vida, como máximo, pero la cosa fue mucho más rápida de lo que imaginaron. Tres meses después del diagnóstico, Pia falleció; y Martin se quedó solo con su hija, una niña pequeña. Mierda de cáncer, pensó Patrik, y se levantó.
—Victoria Hallberg falleció como sabéis a causa de las heridas provocadas por el accidente de coche. El conductor no es sospechoso de ningún delito.
—No —intervino Martin—. Hablé con él ayer. Un tal David Jansson. Según él, Victoria apareció de repente en mitad de la carretera y no tuvo la menor oportunidad de frenar. Trató de esquivarla, pero el firme estaba muy resbaladizo y perdió el control del coche.
Patrik asintió.
—Tenemos un testigo, Marta Persson. Había salido a montar cuando vio a una persona que salía del bosque y un coche que la atropellaba. Fue Marta quien llamó a la policía y a la ambulancia, y quien identificó a Victoria. Ayer estaba conmocionada, así que tendríamos que hablar con ella hoy. ¿Te encargas tú, Martin?
—Claro, déjamelo a mí.
—Por lo demás, tenemos que avanzar cuanto antes en la investigación de la desaparición de Victoria. Es decir, tenemos que encontrar a la persona o las personas que la secuestraron y que, es evidente, la agredieron.
Patrik se frotó la cara con la mano. Las imágenes de Victoria muerta en la camilla se le habían grabado en la retina. Fue directamente del hospital a la comisaría, y dedicó unas horas a revisar el material que tenían. Todas las conversaciones con la familia, con las amigas del colegio y las de los caballos. Los intentos de localizar a todas las personas del entorno de Victoria y de esclarecer lo que había hecho en las últimas horas antes de irse a las caballerizas de los Persson. Y la información que tenían de las otras chicas desaparecidas durante los dos últimos años. Como era lógico, no podían estar seguros, pero que cinco chicas de aproximadamente la misma edad y con el mismo aspecto hubieran desaparecido de una zona concreta no podía ser una coincidencia. Por esa razón, Patrik envió el día anterior toda la información nueva a los demás distritos y les pidió que ellos hicieran lo mismo si tenían alguna novedad. Cabía la posibilidad de que se les hubiera escapado algo.
—Continuaremos la colaboración con los distritos policiales implicados y aunaremos nuestras fuerzas en esta investigación, en la medida de lo posible. Victoria es la primera de las chicas que ha aparecido después del secuestro, y puede que este trágico suceso nos lleve a encontrar a las demás. Y que podamos impedir que secuestren a otras. Una persona que es capaz de cometer las atrocidades que le han infligido a Victoria…, en fin, una persona así no puede andar libre por ahí.
—Menudo cerdo enfermo —masculló Mellberg, y el perro, Ernst, levantó inquieto la cabeza. Como siempre, se había dormido con la cabeza en los pies de su amo, y notaba el menor cambio en su estado de ánimo.
—¿Qué nos dicen las heridas? —preguntó Martin inclinándose hacia delante con la silla—. ¿Qué ha movido al agresor a hacer algo así?
—Ojalá lo supiera… He estado pensando si no deberíamos ponernos en contacto con alguien que nos haga un perfil del agresor. No tenemos mucho con lo que trabajar, pero quizá haya algún patrón interesante, algún vínculo que no terminamos de ver.
—¿Perfil del agresor? ¿Estás pensando que uno de esos psicólogos enterados que nunca se las ha visto con delincuentes de verdad venga a decirnos cómo tenemos que hacer nuestro trabajo? —Mellberg meneó la cabeza con tanta vehemencia que el pelo, que llevaba enrollado en lo alto de la cabeza para cubrir la calva, se le resbaló y le tapó la oreja. Con una agilidad sorprendente, volvió a colocarlo en su sitio.
—Bueno, vale la pena intentarlo —dijo Patrik. Conocía de sobra la oposición de Mellberg a todo tipo de modernidades dentro del trabajo policial. Y en teoría, el jefe de la comisaría de Tanumshede era Bertil Mellberg, pero todo el mundo sabía que, en la práctica, el responsable del trabajo era Patrik, y que era mérito suyo que se resolvieran los casos que surgían en el distrito.
—En fin, si al final es un desastre y los jefes se quejan de que haya sido un gasto inútil, será tu responsabilidad. Yo me lavo las manos. —Mellberg se retrepó en la silla y juntó las manos sobre la barriga.
—Yo comprobaré con quién podemos ponernos en contacto —dijo Annika—. Y estaría bien hablar con los demás distritos, no sea que hayan hecho algo parecido y no nos lo hayan comunicado. Es un tanto absurdo que hagamos el trabajo doble. Un despilfarro de tiempo y de recursos.
—Buena idea, gracias, Annika. —Patrik se giró hacia la pizarra blanca, donde tenían una fotografía de Victoria y, anotados al lado, sus datos.
Por el pasillo, unos metros más allá, en la radio se oía una canción de moda, y tanto su mensaje alegre como su melodía contrastaban radicalmente con el ambiente serio y sombrío que reinaba entre ellos. En la comisaría tenían una sala de reuniones, pero les resultaba fría e impersonal, por lo que preferían utilizar la cocina, mucho más agradable y acogedora, cuando tenían que reunirse. Además, así tenían más a mano el café y, desde luego, iban a consumir muchos litros hasta que terminaran.
Patrik reflexionó unos instantes, luego reaccionó y empezó a distribuir tareas.
—Annika, prepara una carpeta con todo el material que tenemos del caso de Victoria y con lo que nos envíen los demás distritos. Luego se lo mandas a la persona que pueda ayudarnos a establecer un perfil. Y encárgate también de mantener la carpeta actualizada con las nuevas averiguaciones.
—Claro, tomo nota —contestó Annika, sentada a la mesa de la cocina, con el cuaderno y el lápiz en la mano. Patrik había intentado convencerla de que usara un ordenador portátil, pero ella se negaba. Y si Annika no quería hacer algo, no había forma de convencerla.
—Estupendo. Prepara una rueda de prensa para las cuatro de esta tarde. Si no, nos abrumarán a llamadas. —Patrik advirtió con el rabillo del ojo que Mellberg se alisaba el pelo con gesto de satisfacción. Seguramente, sería imposible mantenerlo lejos de los periodistas.
—Gösta, tú pregúntale a Pedersen cuándo estarán los resultados de la autopsia. Necesitamos los datos concretos lo antes posible. Y, si puedes, habla otra vez con la familia, por si han recordado algo que sea importante para la investigación.
—Ya hemos hablado con ellos tantas veces… ¿No crees que deberíamos dejarlos en paz, por lo menos un día como hoy? —Gösta tenía cara de resignación. Le había tocado en suerte la dura tarea de hablar con los padres y el hermano de Victoria en el hospital, y Patrik se dio cuenta de que estaba destrozado.
—Claro, pero también querrán que sigamos trabajando y que encontremos al que le ha hecho esto a su hija. Ve con delicadeza. No nos quedará más remedio que hablar con varias personas a las que ya hemos interrogado. Ahora que Victoria está muerta, puede que no les importe desvelar cosas que antes quizá prefirieron guardar en secreto. Y eso incluye a la familia, los amigos, las personas que trabajan en el establo y que pudieron ver algo el día que desapareció… Por ejemplo, deberíamos hablar otra vez con Tyra Hansson, que era la mejor amiga de Victoria. De eso podrías encargarte tú, ¿verdad, Martin?
Martin respondió con un «ajá».
Mellberg carraspeó un poco. Exacto. A Bertil había que asignarle alguna misión, lo más absurda posible; algo que lo hiciera sentirse importante con unos daños mínimos. Patrik reflexionó unos segundos. A veces, lo más sensato era mantenerlo cerca para tenerlo controlado.
—Ayer por la tarde estuve hablando con Torbjörn y la investigación pericial no había dado ningún resultado. Como estaba nevando, era difícil trabajar, y no encontraron ninguna pista del lugar del que pudo haber salido Victoria. Ya no disponen de más recursos que habilitar para esa búsqueda; por eso había pensado reunir voluntarios que pudieran ayudar a peinar una zona más amplia. Pudieron tenerla prisionera en una vieja granja abandonada, o en una cabaña en el bosque. Y apareció no muy lejos del lugar en el que la vieron por última vez antes de desaparecer, puede que haya estado por ahí en todo momento.
—Sí, ya lo había pensado —apuntó Martin—. ¿Y no indica eso que el autor de los hechos es de Fjällbacka?
—Pues sí, claro, en cierto modo… —dijo Patrik—. Pero no tiene por qué. Sobre todo, si el caso de Victoria guarda relación con los demás casos de desaparición. No hemos encontrado ningún vínculo claro entre Fjällbacka y los otros lugares.
Mellberg carraspeó otra vez y Patrik se volvió hacia él.
—Había pensado que tú podrías ayudarme con eso, Bertil. Saldremos por el bosque y, con un poco de suerte, daremos con el lugar donde la tuvieron retenida.
—Me parece bien —dijo Mellberg—. Pero no va a ser agradable con el frío tan asqueroso que hace.
Patrik no respondió. En aquellos momentos, el tiempo no era su mayor preocupación.
Anna estaba doblando sin ganas la ropa limpia. Sentía un cansancio indescriptible. Llevaba de baja desde el accidente y las cicatrices del cuerpo empezaban a desaparecer, pero todavía no se le habían curado las lesiones que tenía por dentro. Luchaba no solo con la pena por el hijo que había perdido, sino con un dolor que ella misma se infligía.
Los remordimientos eran como un dolor sordo, como unas náuseas permanentes, y se pasaba las noches despierta, revisando lo sucedido, examinando sus motivos. Pero ni siquiera cuando trataba de ser indulgente consigo misma podía comprender qué la había impulsado a acostarse con otro hombre. Ella quería a Dan, y aun así, había besado a otro hombre y había dejado que la tocara.
¿Tan débil era su autoestima, tan fuerte su necesidad de afirmación que creyó que las manos y la boca de otro le darían lo que Dan no podía darle? Ella misma no lo entendía, ¿cómo iba a entenderlo Dan? Dan, que era la lealtad y la confianza personificadas. La gente decía que uno no podía saberlo todo de otra persona, pero ella sabía que a Dan jamás se le pasó por la cabeza siquiera la idea de engañarla con otra. No se le habría ocurrido tocar a otra mujer. Lo único que deseaba era quererla a ella.
Después de la rabia de las primeras semanas, a las palabras hirientes vino a sustituirlas algo mucho peor: silencio, un silencio asfixiante y agobiante. Se movían evitándose como dos animales heridos, y Emma, Adrian y las hijas de Dan eran como rehenes en su propio hogar.
Los sueños que albergó en su día de llevar su propio negocio de decoración y objetos de arte murieron en el mismo instante en que se enfrentó a la mirada herida de Dan. Fue la última vez que la miró a los ojos. Ahora no era capaz de mirarla. Cuando no tenía más remedio que dirigirle la palabra —por algo relacionado con los niños, o por algo tan banal como pedirle que le pasara la sal en la cena—, hablaba en un murmullo y con la vista baja. Y ella sentía deseos de gritar, de zarandearlo para obligarlo a mirarla, pero no se atrevía. O sea que ella también mantenía la vista baja, pero no por el dolor, sino por vergüenza.
Naturalmente, los niños no se imaginaban lo que había ocurrido. No se lo imaginaban, pero sufrían los efectos. Se pasaban los días en silencio, haciendo como que nada había cambiado. Pero hacía mucho que Anna no los oía reír.
Con el corazón a punto de estallarle de remordimientos, Anna inclinó la cabeza, hundió la cara en la ropa y lloró amargamente.
Allí, allí había ocurrido todo. Erica entró despacio en la casa, que parecía ir a desmoronarse de un momento a otro. Dejada de la mano de Dios, abandonada y vacía, no había nada en ella que indicara que un día la habitó una familia.
Erica se agachó para esquivar un tablón que colgaba del techo. Oyó el crujido de cristales bajo las suelas de las gruesas botas que llevaba. En la planta baja no quedaba entera ni una sola ventana. Se apreciaban en suelos y paredes las huellas evidentes de la presencia de algún huésped pasajero. Nombres y palabras allí garabateados que solo tenían sentido para quien los escribió, obscenidades e insultos, muchos de ellos con faltas de ortografía. Quienes se dedicaban a pintarrajear con spray las casas abandonadas daban por lo general escasas muestras de competencia literaria. Por todas partes se veían latas vacías de cerveza y, al lado de una manta con una pinta tan repugnante que a Erica le dieron ganas de vomitar, había un paquete de condones vacío. El viento había arrastrado la nieve hasta el interior de la casa, y había formado montoncillos aquí y allá.
Toda la casa emanaba miseria y soledad. Erica sacó las fotos que llevaba en una carpeta dentro del bolso para poder imaginarse en ese escenario algo muy distinto. Mostraban una casa completamente distinta, un hogar amueblado donde había vivido gente. Aun así, se estremeció, porque también había rastros de lo que había ocurrido. Miró a su alrededor con curiosidad. Sí, todavía podía distinguirse: la mancha de sangre en los tablones del suelo. Y las cuatro marcas de las patas del sofá que hubo allí en su día. Erica observó otra vez las fotos y trató de orientarse. Empezó a imaginarse la habitación: veía el sofá, la mesa, el sillón en un rincón, la lámpara de pie a la izquierda, el televisor. Era como si todo lo que hubo en la habitación se materializara ante su vista.
Pero también se imaginó el cuerpo lacerado de Vladek. Aquel cuerpo fuerte y musculoso, medio tendido en el sofá. El enorme agujero, como una boca abierta en el cuello, las puñaladas en el pecho, la mirada fija en el techo. Y la sangre, que había formado un charco en el suelo.
En las fotos que la policía le hizo después del asesinato, Laila tenía la mirada vacía. Tenía manchas de sangre en la delantera del jersey y también rastros de sangre en la cara, y llevaba el pelo largo y suelto. Se la veía tan joven… Muy distinta de la mujer que ahora cumplía cadena perpetua.
El caso no suscitó ninguna duda. Existía cierta lógica en aquello, una lógica que todos habían aceptado. Aun así, Erica siempre tuvo la sensación de que algo no encajaba y, seis meses atrás, tomó la decisión de escribir sobre aquel suceso. Había oído hablar del caso desde que era niña; sobre el asesinato de Vladek y sobre aquel secreto familiar terrible donde los hubiera. La historia de la Casa de los Horrores pertenecía al florilegio de relatos de la comarca y, a medida que pasaban los años, se fue convirtiendo en leyenda. La casa era un lugar donde los niños se ponían a prueba, era una casa encantada con la que asustar a sus amigos, en la que podían demostrar su valor, enfrentarse a su miedo, a ese mal que impregnaba las paredes.
Dio media vuelta y se alejó del salón familiar. Ya era hora de subir a la primera planta. La casa estaba tan fría que se le helaban los huesos, y dio unos saltitos para entrar en calor antes de dirigirse a la escalera. Fue probando cada peldaño antes de apoyar el pie. No le había contado a nadie que iba a ir a la casa, y no quería que se le colara el pie por un tablón podrido y quedarse allí tirada con la espina dorsal rota.
Los peldaños aguantaban, aunque siguió caminando con mucho cuidado por el suelo del piso de arriba. Los listones crujían de un modo inquietante, pero daba la sensación de que aguantarían, y continuó con pasos más decididos mientras inspeccionaba lo que había alrededor. La casa no era muy grande: solo había tres habitaciones en el piso superior y un distribuidor minúsculo. Justo encima de la escalera estaba el dormitorio más grande, el de Vladek y Laila. Se habían llevado los muebles, tal vez los hubieran robado, y no habían dejado más que unas cortinas rotas y sucias. También allí arriba se veían latas de cerveza y un colchón mugriento que indicaba que alguien o había pasado la noche allí o había utilizado la casa vacía para encuentros amorosos lejos de la mirada vigilante de unos padres.
Entornó los ojos y trató de imaginarse el dormitorio inspirándose en las fotos. Una alfombra naranja en el suelo, una cama de matrimonio de madera de pino con la funda del edredón estampada de flores verdes. Era una habitación de lo más setentera y, a juzgar por las fotos que había hecho la policía después del asesinato, estaba limpia y en perfecto orden. Erica se sorprendió la primera vez que tuvo ocasión de verlas, porque, a tenor de lo que había ocurrido, se esperaba más bien un hogar caótico, sucio, descuidado y desordenado.
Salió del dormitorio de Laila y Vladek y entró en otro más pequeño. Era el de Peter. Erica hojeó las fotos que tenía en la mano hasta encontrar la que buscaba. También aquel dormitorio estaba limpio y era bonito, pero con la cama sin hacer. Tenía una decoración clásica, con el papel pintado de fondo azul y estampado con figuras de circo. Alegres payasos, elefantes con coloridas plumas, una nutria sujetando una pelota roja en el hocico… Era un papel pintado muy bonito, y Erica comprendió por qué les gustó precisamente ese estampado. Dejó la foto y se centró en la habitación. Aún se veían restos del papel aquí y allá, pero la mayor parte se había caído o estaba pintarrajeado; de la gruesa moqueta no quedaba otro rastro que los restos de pegamento que había en el sucio suelo de madera. La estantería, que en la foto se veía llena de libros y de juguetes, había desaparecido, al igual que las dos sillitas y la mesita, perfectas para que un niño se sentara a dibujar en ella. También faltaba la cama, que estaba en el rincón, a la izquierda de la ventana. Erica se estremeció de frío. Los cristales de las ventanas estaban rotos, igual que en la planta baja, y había entrado un poco de nieve que se arremolinaba en el suelo a sus pies.
La otra habitación de aquella planta, que, conscientemente, había dejado para el final, era la de Louise. Estaba al lado del dormitorio de Peter, y tuvo que armarse de valor para mirar la fotografía. El contraste era de lo más llamativo. Mientras que el dormitorio de Peter era bonito y acogedor, el de Louise parecía la celda de una prisión; lo que fue de hecho, en cierto modo. Erica pasó el dedo por el enorme cerrojo que aún colgaba de unos tornillos en la puerta. Un cerrojo que habían puesto para poder cerrar bien la puerta por fuera. Para encerrar allí a una niña.
Erica llevaba en la mano la fotografía cuando cruzó el umbral. Se le erizó el vello de la nuca. Aunque sabía que eran figuraciones suyas, le dio la impresión de que reinaba un ambiente misterioso en aquel cuarto. Ni las casas ni sus habitaciones tenían memoria, ni tampoco la capacidad de conservar el pasado. Seguramente, saber lo que había ocurrido en aquella casa la hacía sentir ese malestar al entrar en el dormitorio de Louise.
Según la foto, no había nada. Lo único, un colchón en el suelo. Ni un solo juguete, ni siquiera una cama de verdad. Erica se acercó a la ventana. Estaba tapada con tablones y, si no hubiera conocido la historia, habría pensado que los habían clavado cuando la casa se quedó vacía. Echó una ojeada a la foto. Los mismos tablones que había entonces. Una niña, encerrada y bajo llave en su propio cuarto. Y, lo más trágico de todo, eso no fue lo peor que encontró la policía cuando llegaron a la casa después del aviso del asesinato de Vladek. A Erica se le puso la carne de gallina. Como si hubiera notado un golpe de viento gélido, pero no porque las ventanas estuvieran rotas, sino que era como si la habitación misma exhalara frío.
Tuvo que hacer un esfuerzo para permanecer allí, no quería dejarse amilanar por aquel ambiente tan extraño. Pero no pudo contener un suspiro de alivio cuando salió al distribuidor. Se dirigió a la escalera y fue bajando con tanto cuidado como al subir. Solo le faltaba un sitio por comprobar. Se dirigió a la cocina, cuyos muebles no tenían puertas y estaban vacíos. No había ni hornillo ni frigorífico, y los excrementos que se veían en los huecos de uno y otro indicaban que los ratones habían encontrado pasajes para salir de la casa y volver a entrar.
Le temblaba la mano cuando bajó el picaporte de la puerta del sótano. Al abrirla se enfrentó con el mismo frío extraño que la había recibido en el cuarto de Louise. Maldijo al constatar que reinaba allí una oscuridad compacta y que había olvidado llevarse una linterna. El examen del sótano tendría que esperar, a lo mejor. Pero fue tanteando con la mano y dio con un interruptor de los antiguos. Lo giró y, como por un milagro, se encendió la luz. Desde luego, era imposible que la bombilla siguiera funcionando desde los años setenta, así que registró el dato de que alguien debía de haberla cambiado.
El corazón le latía en el pecho mientras bajaba la escalera. Tuvo que agacharse para sortear las telarañas y trató de hacer caso omiso de la sensación de que le picaba todo el cuerpo y como unas arañas imaginarias se le hubieran colado por la ropa.
Una vez abajo, respiró hondo un par de veces para tranquilizarse. No era más que el sótano vacío de una casa abandonada, solo eso. Y parecía un sótano normal y corriente. Había unas estanterías y una mesa de trabajo que sería de Vladek, pero sin herramientas. Al lado se veía un bidón vacío y, en un rincón, un puñado de periódicos antiguos arrugados. Nada llamativo. Salvo un detalle: la cadena de cerca de tres metros que había atornillada a la pared.
A Erica le temblaban las manos mientras rebuscaba entre las fotografías. La cadena era hoy la misma de entonces, solo que algo más oxidada. En cambio, faltaban las esposas. Se las había llevado la policía, y en el informe policial leyó que tuvieron que aserrarlas, ya que no encontraron las llaves. Se agachó, tocó la cadena, la sopesó en la mano. Era pesada y sólida, tan robusta que habría servido también para retener a una persona mucho más fuerte que una niña de siete años escuálida y demacrada. ¿De qué pasta estaba hecha la gente?
Notó las náuseas que le subían a la garganta. Tendría que tomarse un descanso en las visitas a Laila. No sabía cómo podría mirarla a la cara después de haber estado allí y de ver con sus propios ojos las huellas de su maldad. Una cosa eran las fotos, pero allí, con la cadena en la mano, tomó más conciencia aún de lo que debieron de encontrarse los policías aquel día de marzo de 1975. Sintió el horror que debieron de sentir ellos al bajar al sótano y descubrir a la niña encadenada a la pared.
Oyó un ruido en un rincón y se levantó rápidamente. El corazón se le aceleró otra vez. Luego se apagó la luz y Erica soltó un grito. La dominó el pánico y empezó a respirar entrecortada y superficialmente mientras, a punto de llorar, buscaba a tientas la escalera. Por todas partes se oían ruidos extraños y, al notar que algo le rozaba la cara, volvió a soltar un grito. Empezó a manotear como una loca hasta que comprendió que era una telaraña. Asqueada, echó a andar hacia el lado donde debía estar la escalera y se quedó sin respiración cuando se clavó la barandilla en el costado. La luz parpadeó y volvió a brillar, pero ella seguía muerta de miedo, se agarró a la barandilla y corrió escaleras arriba. Se saltó uno de los escalones y se dio en las espinillas, pero se las arregló para llegar a la cocina.
Cerró la puerta, después se arrodilló aliviada en el suelo. Le dolían la pierna y el estómago, aunque hizo caso omiso del dolor y se concentró en respirar despacio para atenuar el pánico. Se sintió un tanto ridícula al verse así, pero parecía imposible liberarse del miedo a la oscuridad que la dominaba desde niña, y mientras estaba en el sótano, el pánico la traspasó entera. Por un instante, experimentó parte de lo que Louise vivió en aquel sótano. Con la diferencia de que ella pudo salir corriendo hacia la luz y la libertad, mientras que Louise estaba encadenada en las tinieblas.
El cruel destino de la niña la sobrecogió por primera vez en toda su inmensidad y, con la cabeza apoyada en las rodillas, Erica lloró. Lloró por la pobre Louise.
Martin observaba a Marta, que estaba poniendo la cafetera. Era la primera vez que la veía, pero, como todos los habitantes de la comarca, había oído hablar del veterinario de Fjällbacka y de su mujer. Tal y como le habían dicho, era muy guapa, aunque era algo así como una belleza inaccesible y transmitía cierta frialdad, acentuada por una palidez llamativa.
—Deberías hablar con alguien —dijo.
—¿Te refieres a un cura? ¿O a un psicólogo? —Marta meneó la cabeza—. No soy yo la que necesita ayuda. Solo estoy un poco… afectada.
Clavó la vista en el suelo, pero pronto la levantó otra vez y lo miró a él.
—No puedo dejar de pensar en la familia de Victoria. Cuando por fin la recuperan, la pierden otra vez. Una chica tan joven y con tanto talento… —Marta guardó silencio.
—Sí, es terrible —dijo Martin—. Estaban en la cocina, y miró alrededor. No podía decirse que fuera incómoda, pero sospechaba que a los habitantes de aquella casa no les importaba mucho la decoración. Parecía que hubieran puesto allí las cosas al azar, y aunque todo parecía limpio, flotaba en el ambiente un ligero olor a caballo.
—¿Sabéis quién pudo hacerle algo así? ¿Estarán las demás chicas en peligro? —preguntó Marta. Sirvió el café y se sentó enfrente.
—No podemos decir nada. —Le habría gustado poder darle una respuesta mejor, y se le hizo un nudo en el estómago al pensar en la preocupación que embargaría a las familias con hijas adolescentes. Carraspeó un poco. De nada servía obsesionarse con ese tipo de pensamientos. Tenía que concentrarse en hacer su trabajo y averiguar qué le habría ocurrido a Victoria. Solo así podría ayudarles.
—Cuéntame qué ocurrió ayer —le dijo, y tomó un sorbo de café.
Marta reflexionó unos instantes. Luego le contó el paseo a caballo, cómo vio a la chica salir del bosque. Se atascó un par de veces, pero Martin no la apremió, sino que la dejó ir a su ritmo. No podía ni imaginarse lo horrible que debió de ser el espectáculo.
—Cuando vi que era Victoria, la llamé varias veces. Traté de avisarle de que venía un coche, pero no reaccionó. Ella continuó sin más, como un robot.
—¿No viste ningún otro coche por allí? ¿O a alguna otra persona por el bosque?
Marta negó con la cabeza.
—No. He intentado repasar lo que ocurrió, pero no vi nada más, ni antes ni después del accidente. Allí solo estábamos el conductor y yo. Además, fue todo tan rápido, y yo estaba tan concentrada en Victoria…
—¿Victoria y tú teníais buenas relación?
—Bueno, depende —dijo Marta, y pasó el dedo por el borde de la taza—. Trato de tener una buena relación con todas las chicas que vienen a montar, y Victoria llevaba muchos años tomando clases de equitación. Aquí somos como una familia, aunque un poco disfuncional a veces. Y Victoria es parte de esa familia.
Apartó la mirada y Martin vio que se le habían saltado las lágrimas. Alargó el brazo en busca de una servilleta que había en la mesa y se la tendió. Ella se secó con delicadeza la comisura de los ojos.
—¿Recuerdas que ocurriera algo sospechoso cerca de las caballerizas? ¿O a alguien que anduviera merodeando por aquí, mirando a las chicas, quizá? ¿O algún empleado al que debamos interrogar? Sé que ya os hemos hecho estas preguntas, pero es importante repetirlas ahora que Victoria ha aparecido en la zona.
Marta asintió.
—Lo comprendo, pero no puedo hacer otra cosa que repetir lo que ya os dije. No hemos tenido problemas de ese tipo, y tampoco tenemos empleados. La escuela de equitación está tan apartada que no notaríamos nada si alguien empezara a merodear por aquí. El que lo hizo debió de ver a Victoria en otro lugar. Era muy mona…
—Sí, la verdad es que sí —dijo Martin—. Y parece que era una buena chica, también. ¿Cómo la veían las demás?
Marta respiró hondo.
—Aquí Victoria le caía bien a todo el mundo. No tenía enemigos ni había nadie con quien se hubiera enfadado, que yo sepa. Era una chica normal y corriente y de un entorno familiar estable. Debió de tener mala suerte y cruzarse con un loco.
—Sí, me parece que tienes razón —dijo Martin—. Aunque la expresión «mala suerte» no parece suficiente.
Se levantó dispuesto a concluir la conversación.
—Es verdad. —Marta no hizo amago de ir a acompañarlo a la puerta—. La mala suerte no basta para explicar lo ocurrido.
Lo más difícil de los primeros años era que los días se parecieran tanto entre sí. Pero con el tiempo, la rutina se convirtió en la tabla de salvación de Laila. La seguridad y la certeza de que cada día sería exactamente igual que el anterior mantenían a raya el miedo a seguir viviendo. Los intentos de suicidio de los primeros años eran eso: el miedo a ver cómo la vida se prolongaba infinita ante ella mientras la carga del pasado la arrastraba a la oscuridad. La rutina le había ayudado a acostumbrarse. La carga era constante. Ahora las cosas habían cambiado, y era demasiado pesada para que ella pudiera llevarla sola.
Hojeó los periódicos de la tarde con manos temblorosas. Solo los tenían en la sala de recreo, y los demás internos esperaban para poder leerlos y pensaban que ella tardaba demasiado. Los periodistas no parecían saber mucho todavía, pero trataban de sacarle todo el partido a lo que tenían. Le molestaba el ansia de sensacionalismo de las croniquillas de los tabloides. Sabía cómo se sentía uno desde el otro lado de los titulares. Detrás de cada uno de esos artículos había gente de carne y hueso, sufrimientos de verdad.
—¿Te queda mucho? —Marianne apareció y se le plantó delante.
—No —murmuró ella sin levantar la vista.
—Llevas una eternidad con los periódicos. Termina de leer y déjalos ya.
—Voy —dijo, y continuó examinando las mismas páginas de hacía un rato.
Marianne soltó un suspiro, se fue a una mesa al lado de una ventana y se sentó a esperar.
Laila no podía apartar la vista de la foto de la izquierda. La niña tenía una cara tan feliz y tan inocente, se la veía tan inconsciente del mal que había en el mundo… Pero Laila habría podido contárselo. Habría podido contarle cómo el mal podía ser vecino del bien en una sociedad en que los hombres vivían con una venda en los ojos y se negaban a ver lo que tenían delante de las narices. Quien veía el mal de cerca una sola vez quedaba incapacitado para cerrar los ojos en lo sucesivo. Aquella era su maldición, su responsabilidad.
Cerró el periódico despacio, se levantó y se lo dejó a Marianne.
—Luego, cuanto terminéis, lo quiero otra vez —dijo.
—Claro —murmuró Marianne, que ya estaba enfrascada en las páginas de espectáculos.
Laila se quedó allí un rato observando la cabeza de Marianne inclinada sobre la crónica del último divorcio de Hollywood. Qué maravilla, vivir con la venda siempre puesta.
Vaya mierda de tiempo. Mellberg no comprendía que Rita, su pareja chilena, hubiera podido acostumbrarse a vivir en un país con un clima tan espantoso. De hecho, se estaba planteando emigrar. Habría valido la pena ir a casa a cambiarse de ropa, pero no pensó que él también tendría que ir al bosque. Ser jefe implicaba decirles a los demás lo que tenían que hacer, y su plan era dirigir el grupo de personas que habían reunido, decirles en qué dirección debían ir y luego sentarse calentito en el coche con un buen termo de café.
Pero no salió así la cosa. Porque, cómo no, Hedström insistió en que ellos también debían ayudar en la búsqueda. Qué tontería. Menudo despilfarro de altos cargos, ponerlo a él a corretear por allí, para que se le congelaran partes vitales del cuerpo. Para colmo de males, seguro que enfermaba, ¿y cómo iban a arreglárselas entonces en la comisaría? Todo se hundiría en tan solo unas horas, y que Hedström no se diera cuenta se le antojaba un verdadero misterio.
—¡Joder! —Dio un resbalón, con los zapatos de vestir, y se agarró instintivamente a una rama para no caerse. Con esa maniobra, agitó el árbol entero y cayó un montón de nieve que se extendió sobre él como un manto helado, se le metió por el cuello de la camisa y le bajó por la espalda.
—¿Qué tal? —preguntó Patrik. Él no parecía estar pasando ni gota de frío con aquel gorro de piel, un par de buenas botas y un anorak de un grosor envidiable.
Mellberg se sacudió la nieve indignado.
—¿No sería mejor que me fuera a la comisaría a preparar la rueda de prensa?
—De eso se encarga Annika, y además, no es hasta las cuatro, tenemos tiempo de sobra.
—Como quiera que sea, me gustaría subrayar que esto es una pérdida de tiempo. La nevada de ayer ha borrado las huellas hace horas, y ni siquiera los perros serán capaces de oler nada con este frío. —Señaló entre los árboles, donde trabajaban los dos perros policía y el guía que Patrik había conseguido que enviaran. A los perros los habían mandado de antemano para que no los desconcertaran nuevas pistas y olores.
—¿Qué es lo que buscamos? —preguntó Mats, una de las personas cuya ayuda habían conseguido a través del polideportivo. A decir verdad, habían reunido voluntarios con una rapidez sorprendente, todo el mundo quería echar una mano, todos querían colaborar en la medida de sus posibilidades.
—Cualquier cosa que Victoria haya dejado tras de sí. Pisadas, rastros de sangre, una rama rota, en fin, cualquier cosa que os llame la atención. —Mellberg repitió al pie de la letra lo que Patrik acababa de decir cuando informó a todos antes de que iniciaran la búsqueda.
—También esperamos encontrar el sitio donde la tuvieron secuestrada —añadió Patrik, y se encajó mejor el gorro de piel para que le tapara las orejas.
Mellberg observaba con envidia lo calentito que debía de estar. A él, en cambio, le dolían las orejas de frío, y el pelo, por repeinado que lo llevara, no le bastaba para caldearle la calva.
—No pudo haber ido demasiado lejos en el estado en que se encontraba —masculló tiritando.
—No, claro, si iba a pie, no —dijo Patrik, y continuó avanzando despacio mientras escrutaba el suelo y los alrededores—. Pero cabe la posibilidad de que consiguiera escaparse de un coche, por ejemplo. Si es que el secuestrador iba a llevarla a otro sitio. O también puede que la soltaran aquí a propósito.
—¿De verdad crees que el secuestrador la soltó voluntariamente? ¿Y eso por qué? Hacer algo así entrañaba para él un riesgo enorme.
—¿Por qué? —Patrik se detuvo—. Victoria no podía hablar, ni tampoco ver. Seguramente, estaba traumatizada. Y lo más probable es que el sujeto esté empezando a sentirse bastante seguro, dado que han transcurrido dos años sin que la policía haya conseguido una sola pista que ayude a encontrar a las chicas desaparecidas. Quién sabe si no quería burlarse de nosotros trayendo aquí a una de sus víctimas para enseñarnos lo que había hecho. Mientras no sepamos nada con certeza, no podemos suponer nada. No podemos suponer que la hayan tenido prisionera en esta zona, pero tampoco podemos suponer lo contrario.
—Ya, ya, bueno, no tienes que hablarme como si fuera un principiante —dijo Mellberg—. Como comprenderás, todo eso ya lo sé yo. Solo estaba formulando las preguntas que sé que se hará la gente.
Patrik no respondió, acababa de bajar otra vez la cabeza para centrarse en la observación del suelo. Mellberg se encogió de hombros. Los colegas jóvenes eran tan susceptibles… Se cruzó de brazos y trató de conseguir que los dientes dejaran de castañetearle. Media hora más: luego, pensaba dirigir el trabajo desde el coche. Algún coto había que poner a tanto despilfarro de recursos. Esperaba que el café del termo siguiera caliente para entonces.
Martin no envidiaba a Patrik y a Mellberg, que estaban trabajando a la intemperie en medio de la nieve. Tenía la sensación de que le había tocado el primer premio cuando le encomendaron que hablara con Marta y Tyra. En realidad, no le parecía que fuera un reparto ideal de tareas cuando a Patrik le tocaba peinar el bosque, pero después de los años que llevaban trabajando juntos, ya sabía el porqué. Para Patrik era importante acercarse a las víctimas, estar en el lugar donde habían estado ellas, sentir los mismos olores, oír los mismos sonidos, para hacerse una idea de lo ocurrido. Ese instinto, esa capacidad siempre fue su punto fuerte. Bueno, y que así pudiera mantener a Mellberg ocupado era un efecto colateral positivo, por supuesto.
Martin esperaba que el instinto de Patrik lo guiara bien. Porque el gran dilema era que Victoria había desaparecido sin dejar rastro. No tenían ni idea de dónde la retuvieron los meses que estuvo desaparecida, y les vendría de maravilla sacar algo en claro de la batida por el bosque. Si ni eso ni la autopsia les daban nada concreto, sería difícil encontrar otras líneas de investigación.
Mientras Victoria estuvo desaparecida hablaron con todas las personas con las que pudo haber estado en contacto. Registraron su dormitorio de arriba abajo, revisaron el ordenador, sus contactos de chat, el correo electrónico, los mensajes de móvil, todo sin resultado. Patrik colaboró con los demás distritos, y dedicaron mucho tiempo a buscar un denominador común entre Victoria y las otras chicas desaparecidas. Pero no encontraron ningún vínculo. Las chicas no parecían compartir intereses, no les gustaba la misma música, no habían estado en contacto entre sí ni compartían foro de internet ni nada por el estilo. Y nadie del entorno de Victoria mencionó que conociera a ninguna de ellas.
Se levantó y fue a la cocina en busca de un café. Lo más seguro era que estuviera tomando demasiado café últimamente, pero necesitaba la cafeína para funcionar después de tantas noches de insomnio. Cuando Pia murió, le recetaron somníferos y ansiolíticos, y los estuvo tomando unas semanas; pero las pastillas lo envolvían en un manto húmedo de indiferencia, y eso lo asustaba, de modo que el mismo día del entierro de Pia, las tiró a la basura. Ahora apenas se acordaba de cómo era dormir una noche de un tirón. De día las cosas iban mejorando poco a poco. Mientras estuviera ocupado —trabajaba duro, recogía a Tuva de la guardería, hacía la comida, limpiaba, jugaba, leía cuentos de buenas noches…— se mantenía en pie. Pero por las noches se apoderaban de él el dolor y las cavilaciones. Se pasaba las horas mirando al techo mientras los recuerdos se sucedían, y lo invadía la añoranza insufrible de una vida que jamás podría recuperar.
—¿Cómo estás? —Annika le puso la mano en el hombro y Martin se dio cuenta de que llevaba un rato de pie con la cafetera en la mano.
—Bueno, es que sigo durmiendo regular —dijo, y se sirvió el café—. ¿Quieres?
—Sí, gracias —contestó Annika, alargando el brazo.
Ernst apareció arrastrándose desde el despacho de Mellberg, seguramente con la esperanza de que la pausa en la cocina le reportara algún buen bocado. Una vez que Annika y él se sentaron, el animal fue a tumbarse debajo de la mesa con la cabeza sobre las patas, sin apartar la vista de los movimientos de Martin y la recepcionista.
—No le des nada —dijo Annika—. Se está poniendo más gordo de lo que le conviene. Rita se esfuerza todo lo que puede para que haga ejercicio, pero le es imposible mantener el ritmo necesario para compensar todo lo que come.
—¿Estás hablando de Bertil o de Ernst?
—Ya, desde luego, podría aplicarse a los dos. —Annika esbozó una sonrisa, pero se puso muy seria enseguida—. Bueno, ¿y tú cómo estás?
—No estoy mal. —Martin vio el escepticismo en la expresión de Annika—. De verdad. Es solo que no duermo bien.
—¿Te ayuda alguien a cuidar de Tuva? Tienes que encontrar el momento de descansar y recuperarte.
—Los padres de Pia son estupendos, y mis padres también. Así que por ahí no hay problema, pero… La echo de menos. Con eso nadie puede ayudarme. Y me alegro de tener todos esos buenos recuerdos, pero, al mismo tiempo, quisiera arrancármelos del cuerpo, porque son esos recuerdos tan bonitos, precisamente, los que tanto dolor me causan. ¡Y no quiero seguir así! —Ahogó un sollozo. No quería echarse a llorar en el trabajo. Era su zona franca y no quería que el dolor lo invadiera también allí, porque entonces no habría ningún lugar en el que refugiarse del sufrimiento.
Annika lo miró compasiva.
—Me gustaría tener un montón de palabras sensatas con las que consolarte, pero no puedo ni imaginarme lo que es, cómo te sientes, y la sola idea de perder a Lennart me destroza. Lo único que puedo decirte es que te llevará un tiempo, y que aquí me tienes para lo que necesites. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad?
Martin asintió.
—Anda, ve a ver si puedes dormir un poco, que estás hecho un trapo. Ya sé que no quieres tomar somníferos, pero ve al herbolario por si tienen algo que pueda ayudarte.
—Sí, la verdad, podría ir al herbolario —dijo, pensando que valía la pena intentarlo. No iba a aguantar mucho más si no conseguía dormir unas cuantas horas seguidas.
Annika se levantó y llenó las tazas de café. Esperanzado, Ernst levantó la cabeza, pero volvió a descansarla sobre las patas al ver que no le caería ningún bollo.
—¿Qué han dicho en los demás distritos sobre la idea de elaborar un perfil del asesino? —Martin cambió de tema conscientemente. El interés de Annika era muy de agradecer, pero lo agotaba hablar del sufrimiento después de la muerte de Pia.
—Pues les ha parecido una buena idea. Ninguno de ellos lo ha solicitado con anterioridad y agradecen cualquier sugerencia que pueda abrir nuevas vías. Lo que ha ocurrido los tiene conmocionados. Todos se hacen una pregunta: ¿Habrán corrido las otras chicas la misma suerte que Victoria? Y, por supuesto, están preocupados por la reacción de las familias cuando conozcan los detalles. Esperemos que tarden en divulgarse.
—Sí, pero lo dudo. La gente tiene una inclinación morbosa por ir a chivarse a la prensa. Y, teniendo en cuenta todo el personal hospitalario que vio las lesiones, creo que, por desgracia, no tardarán en salir a la luz, si es que no han salido ya.
Annika asintió.
—En ese caso, ya nos daremos cuenta en la rueda de prensa.
—¿Está todo listo?
—Todo listo, la cuestión es si podremos mantener a Mellberg fuera del escenario. Porque así estaría mucho más tranquila.
Martin enarcó una ceja, y Annika levantó las manos para que no siguiera hablando:
—Ya sé, ya sé, eso no hay quien lo consiga… Se levantaría como Lázaro de la tumba para poder asistir a la rueda de prensa.
—Sí, ese es un análisis correcto…
Martin metió la taza en el lavavajillas y ya salía de la cocina cuando se detuvo y le dio a Annika un abrazo.
—Gracias —dijo—. Y ahora me voy a ver a Tyra Hansson. Ya habrá llegado a su casa del instituto.
Ernst los siguió con expresión tristona. Por lo que a él se refería, la pausa del café había sido una completa decepción.