Capítulo 11

Fuera estaba nevando y Einar seguía como hipnotizado la caída silenciosa de los copos. En la planta baja se oían los ruidos de siempre, los mismos que había oído día tras día los últimos años: Helga, que trajinaba en la cocina; el rumor de la aspiradora; el tintineo de la porcelana al meterla en el lavaplatos. Las tareas sempiternas de limpieza a las que Helga había dedicado toda su vida.

Madre mía, cómo despreciaba a aquel ser débil y miserable. Odiaba a las mujeres desde siempre. Su madre fue la primera, y luego vinieron las demás. Ella lo odió desde el primer momento, intentó cortarle las alas, impedirle ser él mismo. Pero ya llevaba mucho tiempo enterrada.

Murió de un infarto cuando él tenía doce años. La vio morir, y es uno de los mejores recuerdos de su vida. Lo guardaba como un tesoro y solo lo disfrutaba en momentos especiales. Entonces recordaba todos los detalles como si estuvieran pasando una película: cómo se llevó la mano al pecho, cómo se le distorsionó la cara del dolor y de la sorpresa mientras se iba cayendo al suelo… Él no pidió ayuda, sino que se arrodilló a su lado para no perderse ni uno solo de sus gestos. Con suma atención, examinó su semblante, que, en primer lugar, se puso rígido; y luego adquirió una tonalidad cada vez más azul por la falta de oxígeno, cuando el corazón dejó de latir.

Años atrás, casi se le ponía dura cuando pensaba en su tormento y en el poder que sentía que tenía sobre su vida. A Einar le gustaría que le pasara ahora también, pero el cuerpo le negaba ese placer. Ninguno de sus recuerdos podía proporcionarle esa sensación tan grata de la sangre bombeándole ahí abajo. Ahora su único placer era torturar a Helga.

Respiró hondo.

—¡Helga! ¡Helgaaaa!

El ruido cesó en la planta baja. Seguro que Helga habría dejado escapar un suspiro, y Einar disfrutó con la idea. Entonces oyó pasos en la escalera y luego la vio entrar.

—Hay que cambiar la bolsa otra vez. —Él mismo la había soltado antes de llamarla, para que empezara a gotear. Sabía que ella lo sabía, y eso formaba parte del juego, saber que, a pesar de ello, Helga no tenía otra opción. Él jamás se habría casado con una mujer que considerase que tenía opciones entre las que elegir o incluso voluntad propia. El hombre era un ser muy superior en todos los ámbitos, mientras que la única misión de la mujer era tener hijos. Pero a Helga no se le había dado bien ni eso.

—Sé que la bolsa no se suelta sola —dijo Helga, como si le hubiera leído el pensamiento.

Einar no respondió, la miró sin más. No importaba lo que ella pensara; de todos modos, tendría que limpiarlo.

—¿Quién era el que llamaba? —preguntó.

—Era Jonas. Preguntando por Molly y Marta. —Con unos movimientos algo más bruscos de la cuenta, Helga le desabrochó la camisa.

—Ajá, ¿y por qué? —dijo Einar, y contuvo el impulso de darle una buena bofetada.

Echaba de menos la capacidad de controlarla con su fuerza; de hacer que bajara la mirada, con amenazas sin palabras, de que se amoldara, se sometiera. Pero nunca permitiría que ella lo controlara. Lo había traicionado el cuerpo, pero mentalmente seguía siendo más fuerte que ella.

—No las encontraban en la escuela de equitación. Unas chicas que tenían clase estaban esperando, pero ni Molly ni Marta han aparecido.

—¿Tan difícil es llevar un negocio como es debido? —dijo Einar, que dio un respingo al notar un pellizco—. ¿Qué mierda estás haciendo?

—Perdón, ha sido sin querer —dijo Helga. Le faltaba el tono sumiso al que Einar estaba acostumbrado, pero decidió dejarlo pasar. Hoy se sentía más cansado de la cuenta.

—¿Y, entonces, dónde están?

—¿Cómo quieres que lo sepa yo? —replicó Helga, y se fue al cuarto de baño a buscar agua.

Einar se llevó una sorpresa. Desde luego, no era aceptable que ella le hablara de aquel modo.

—¿Cuándo ha sido la última vez que las ha visto? —gritó Einar, y oyó su voz al responder mezclada con el ruido del agua cayendo en el barreño.

—Esta mañana, muy temprano. Estaban durmiendo cuando él se fue a atender una emergencia en la granja de los Leandersson. Pero esta mañana se han pasado por aquí y no me han dicho nada de que fueran a ningún sitio en particular. Y el coche sigue aquí.

—Bueno, pues entonces estarán por aquí. —Einar la observó con atención mientras volvía del baño con el barreño lleno de agua, y con un paño—. Pero Marta debe comprender que no puede faltar a las clases de ese modo. Lo de la consulta de Jonas está muy bien, claro, pero con eso no se van a hacer ricos. —Cerró los ojos, y disfrutó al notar el agua caliente, y de la sensación de estar limpio.

—Ya se arreglarán —dijo Helga, y estrujó el paño.

—Hombre, pero que no se vayan a creer que luego yo les voy a prestar dinero.

Había levantado la voz, ante la sola idea de tener que separarse de un dinero que había ido acumulando con esfuerzo, y cuya existencia Helga no conocía. Con los años, había logrado reunir una buena cantidad. Era bueno en lo suyo y sus aficiones no eran excesivamente caras. La idea era que ese dinero fuera en su día para Jonas, pero Einar temía que su hijo, en un arrebato de generosidad, le diera una parte a su madre. Jonas era como él, pero tenía también un lado débil, que habría heredado de su madre, claro. Einar no lo entendía, y lo preocupaba.

—¿Estoy limpio ya? —preguntó cuando ella le había puesto una camisa limpia y le abrochaba los botones con aquellos dedos marcados por tantos años de trabajo doméstico.

—Sí, hasta la próxima vez que te apetezca soltar la bolsa.

Se levantó y se lo quedó mirando, y él notó la irritación que le hormigueaba bajo la piel. ¿Qué le pasaba a aquella mujer? Era como si estuviera examinando un insecto bajo una lupa. Tenía la mirada fría, como examinándolo y valorándolo, y, sobre todo, no había en sus ojos ni rastro de miedo.

Por primera vez en muchos años, Einar experimentó algo que lo disgustaba profundamente: inseguridad. Estaba en inferioridad de condiciones y sabía que debería restablecer la relación de poder entre los dos.

—Dile a Jonas que venga —le ordenó con tanta acritud como pudo. Pero Helga no respondió. Siguió mirándolo sin reaccionar.

Molly tenía tanto frío que le castañeteaban los dientes. Se le habían habituado los ojos a la oscuridad y distinguía a Marta como una sombra. Quería pegarse a ella y calentarse un poco, pero algo la retenía. Lo mismo que la había retenido siempre.

Sabía que Marta no la quería. Lo sabía desde que le alcanzaba la memoria, y en realidad, nunca echó de menos su amor. ¿Cómo podía uno echar de menos algo que nunca había tenido? Además, Jonas siempre había estado ahí. Él era quien le quitaba la arenilla de las heridas cuando se caía de la bicicleta, quien ahuyentaba a los monstruos que había debajo de la cama y el que la tapaba por la noche antes de dormir. Él le preguntaba los deberes, le explicaba todo lo que sabía sobre los planetas y el sistema solar, y lo sabía y lo podía todo.

Molly nunca comprendió por qué Jonas vivía tan obsesionado con Marta. A veces, cuando estaban sentados a la mesa de la cocina, los había visto intercambiar una mirada, había visto sus ojos hambrientos. ¿Qué era lo que veía Jonas? ¿Qué fue lo que vio en ella la primera vez, en esa cita de la que tantas veces había oído hablar?

—Tengo frío —dijo, y observó la figura inmóvil que se recortaba en la oscuridad. Marta no respondió y Molly dejó escapar un sollozo—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué hacemos aquí? ¿Dónde estamos?

No podía dejar de hacer preguntas. Se le amontonaban en la cabeza, y la incertidumbre se mezclaba con el miedo. Volvió a tironear tanteando la cadena. Había empezado a hacérsele una herida en el tobillo, e hizo una mueca de dolor.

—Déjalo ya, no conseguirás soltarte —dijo Marta.

—Pero no podemos rendirnos sin más, ¿no? —Solo por llevar la contraria, Molly volvió a tirar, pero el dolor que le subió enseguida por la pierna castigó su empeño.

—¿Quién ha dicho que vamos a rendirnos? —La voz de Marta resonó tranquila en la oscuridad. ¿Cómo podía mantener la calma de aquel modo? La calma, más que contagiarse, la asustaba más aún, y Molly sintió que el pánico se apoderaba de ella.

—¡Socorroooo! —gritó, y el grito rebotó entre las paredes—. ¡Estamos aquí! ¡Socorroooo!

El eco de los gritos dio lugar a un silencio ensordecedor.

—Déjalo ya, anda. No sirve de nada —dijo Marta con la misma calma fría de antes.

Molly sentía deseos de golpearla y arañarla, quería tirarle del pelo, darle patadas, cualquier cosa con tal de ver otra reacción, y no esa serenidad espeluznante.

—Nos ayudarán —dijo Marta al fin—. Pero tenemos que esperar. Se trata de no perder el control. Cállate, y todo se arreglará.

Molly no comprendía a qué se refería Marta. Lo que acababa de decir le parecía una locura. ¿Quién las iba a encontrar allí? Pero luego se le pasó el miedo. Conocía a Marta lo bastante bien, y si ella decía que iban a ayudarles, les ayudarían. Molly se sentó de espaldas a la pared y apoyó la cabeza en las rodillas. Haría lo que le decía Marta.

Por Dios, qué cansado estoy. —Patrik se pasó la mano por la cara. No acababa de entrar por la puerta cuando lo llamó Gösta, seguramente para que lo pusiera al corriente de cómo había ido la reunión, pero tras dudar unos segundos, decidió no hacer caso al móvil. Si ocurría algo urgente, tendrían que ir a buscarlo a casa. En aquellos momentos no era capaz de pensar en más de una cosa, y lo que quería era repasarlo todo tranquilamente con Erica.

—Esta noche, intenta descansar y nada más —dijo Erica.

Patrik sonrió. Ya le había visto en la cara que quería contarle algo.

—No, quiero que me ayudes con una cosa —dijo, y entró en el salón para decirles hola a los niños. Los tres se le acercaron y lo abrazaron a la vez. Era una de las muchas facetas maravillosas de tener hijos: después de un día fuera de casa, te recibían como si hubieras estado dando la vuelta al mundo.

—Vale, supongo que no pasa nada. —Patrik notó que lo decía aliviada. Se preguntaba qué iba a decirle, pero necesitaba comer algo antes.

Media hora después, había comido y estaba listo para escuchar lo que su mujer parecía tan ansiosa por contarle.

—Esta mañana caí en la cuenta de que se me había olvidado averiguar una cosa muy importante —comenzó Erica, y se sentó enfrente de Patrik—. Había comprobado si Laila había recibido visitas o llamadas telefónicas, y no, ninguna.

—Sí, recuerdo que me lo dijiste. —La observó al resplandor de las velas que ardían sobre la mesa. Qué guapa era. Era como si a veces se le olvidara, de vez en cuando, como si estuviera tan acostumbrado a verla que ya no reaccionaba. Debería decírselo más a menudo, y decirle cosas bonitas, aunque él sabía que ella estaba satisfecha con los ratos de la vida cotidiana, las noches en el sofá, con la cabeza apoyada en su hombro, las cenas de los viernes, buena comida y una copa de vino, las conversaciones en la cama antes de dormirse… En fin, todo aquello que a él también le encantaba de su vida.

—Perdona, ¿qué decías? —Comprendió que llevaba un rato absorto en sus pensamientos. Estaba tan cansado que le costaba concentrarse.

—Pues eso, que se me había olvidado una de las formas de contacto con el entorno. Una estupidez por mi parte, pero menos mal que al final he caído.

—Al grano, cariño —dijo Patrik en tono provocador.

—Sí, claro. El correo. Se me había olvidado comprobar si había recibido o enviado alguna carta.

—Teniendo en cuenta lo ansiosa que estás, doy por hecho que has encontrado algo, ¿no?

Erica asintió entusiasmada.

—Sí, pero no sé lo que significa. Espera, te lo voy a enseñar.

Se levantó y fue a la entrada en busca del bolso. Sacó unas postales y las puso encima de la mesa de la cocina.

—Las recibió Laila, pero no las quiso y le pidió al personal que las tirara a la papelera. Lo que, por suerte, no hicieron. Como ves, todos son paisajes de España.

—¿Quién las enviaba?

—No tengo ni idea. Tienen matasellos de distintos lugares de Suecia, y no se me ocurre ninguna conexión entre ellos.

—¿Qué dice Laila de las postales? —Patrik fue pasando las postales y leyendo los matasellos, que eran de color azul.

—Todavía no he hablado con ella. Primero quiero tratar de encontrar el hilo conductor.

—¿Tienes alguna teoría?

—No, llevo pensándolo desde que me las dieron. Pero, aparte de España, no hay otro denominador común.

—¿No vivía en España una hermana de Laila?

Erica asintió y observó una de las postales. Representaba a un torero que agitaba una capa rosa delante de un toro agresivo.

—Sí, pero parece que es verdad que llevan todos estos años sin hablarse, y además, las postales tienen el matasellos de Suecia, no de España.

Patrik frunció el entrecejo y trató de ver otro modo de encontrar una conexión.

—¿Has señalado las ciudades en un mapa?

—No, no se me había ocurrido. Ven, vamos a verlo en el mapa que tengo en el despacho.

Salió de la cocina con las postales en la mano y Patrik se levantó y la siguió con gesto cansino.

Una vez en el despacho, Erica le dio la vuelta a una de las postales, miró el matasellos y luego el mapa. Cuando encontró la ciudad que buscaba, puso una cruz junto al nombre, e hizo lo mismo con las otras tres postales. Patrik la observaba en silencio, apoyado en el quicio de la puerta, con los brazos cruzados. Abajo se oían en la tele los gritos del padre de Emil el de Lönneberga, que perseguía a su hijo para que fuera al cobertizo.

—¡Ya está! —Erica dio un paso atrás y observó el mapa con expresión crítica. Había señalado en rojo las ciudades donde habían desaparecido las chicas, y ahora marcó en azul los lugares desde los que se habían enviado las postales—. Pues sigo sin entender nada.

Patrik entró en la habitación y se colocó a su lado.

—No, yo tampoco veo ningún patrón.

—¿Y hoy, en la reunión, no ha salido a relucir nada que pueda ayudarnos? —dijo Erica sin apartar la vista del mapa.

—Nada de nada —respondió Patrik encogiéndose de hombros con resignación—. Pero en fin, ya que estás tan involucrada, puedo contarte lo que hemos hablado. Puede que a ti se te ocurra algo que se nos haya pasado a nosotros. Ven, vamos a hablar abajo.

Se dirigió hacia la escalera y empezó a bajar mientras le seguía hablando por encima del hombro.

—Como te decía, estaba pensando pedirte ayuda con una cosa. Todos los distritos han filmado las conversaciones con las familias de las muchachas, y tenemos copias de todo el material. Antes solo contábamos con la transcripción. Y quisiera que tú vieses esas grabaciones conmigo y me digas lo que se te vaya ocurriendo.

Erica iba detrás de él y le puso una mano en el hombro.

—Pues claro que sí. Podemos ponernos en cuanto se hayan dormido los niños. Pero antes, cuéntame de qué habéis hablado hoy, para que esté al tanto.

Se sentaron otra vez en la cocina, y Patrik se preguntó si no estaría bien proponerle hacer un registro para ver qué había en el congelador en lo que a helados se refería.

—El colega de Gotemburgo quería que me contaras otra vez tu conversación con la madre de Minna. Todos tenemos la sensación de que su caso es distinto, y cualquier cosa que se te ocurra, por insignificante que sea, puede sernos de ayuda.

—Claro, pero ya te lo conté después de haber hablado con ella, y ahora ya no lo tengo tan fresco.

—Cuéntame lo que recuerdes —insistió Patrik, y se puso la mar de contento al ver que Erica iba al congelador y volvía con un paquete de helado Ben & Jerry. A veces se preguntaba si las parejas no aprenderían a leerse el pensamiento al cabo de un tiempo de convivencia.

—¡Anda, conque comiendo helado! —Maja entró en la cocina; los miraba airada—. ¡Jolines, qué injusticia!

Patrik vio que tomaba aliento y supo lo que vendría inmediatamente después.

—¡Anton, Noel! Papá y mamá están comiendo helado y no nos han dicho nada.

Patrik soltó un suspiro y se levantó. Sacó un paquete grande de helado y tres cuencos y empezó a servirlo. Uno debía saber cuándo rendirse.

Acababa de llenar el tercer cuenco y ya estaba deseando ponerse una buena cantidad de chocolate fudge brownie cuando llamaron a la puerta. Con insistencia.

—Pero ¿qué pasa? —Echó una mirada a Erica, y fue a abrir la puerta. Allí estaba Martin, con la cara tensa.

—¿Puede saberse por qué demonios no contestas al teléfono? ¡Te hemos estado buscando como locos!

—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó Patrik, que notó que se le hacía un nudo en el estómago.

Martin lo miró muy serio.

—Nos ha llamado Jonas Persson. Molly y Marta han desaparecido.

Patrik oyó que, a su espalda, Erica contenía la respiración.

Jonas estaba en el sofá del salón y notaba que la preocupación iba en aumento. No se explicaba qué hacía allí la policía. ¿No deberían estar fuera buscándolas? Menudos idiotas incompetentes.

Como si pudiera leer la mente, Patrik Hedström se le acercó y le puso la mano en el hombro.

—Vamos a hacer una búsqueda por las inmediaciones de la granja, pero para adentrarnos en el bosque tendremos que esperar a que haya luz del día. Lo que sí necesitaríamos es que nos ayudaras a hacer una lista de los amigos de Marta y Molly. Quizá podrías empezar a llamarlos a todos, ¿no?

—Ya he llamado a todos los que se me han ocurrido.

—Bueno, de todos modos, haz esa lista. Puede que haya nombres en los que no hubieras caído. Yo había pensado ir a hablar con tu madre también, por si recuerda que dijeran algo más sobre lo que iban a hacer después de mediodía. ¿Marta lleva una agenda? ¿O Molly? En estos momentos cualquier detalle puede sernos útil.

—Marta utiliza la agenda del móvil, y supongo que lo lleva encima, aunque no responde a mis llamadas. Nunca sale de casa sin el teléfono. El de Molly está aquí, en su cuarto. Y si ella tiene otra agenda, la verdad, no lo sé. —Meneó la cabeza. ¿Qué sabía, en realidad, de la vida de Molly? ¿Qué sabía de su hija?

—De acuerdo —dijo Patrik, y volvió a ponerle la mano en el hombro. A Jonas le sorprendió lo bien que funcionaba ese gesto. Aquella mano le transmitía algo de tranquilidad.

—¿Puedo ir con vosotros a casa de mi madre? —Se levantó para dejar claro que, en realidad, no era ninguna pregunta—. Se pone muy nerviosa y está preocupadísima con lo ocurrido.

—Sí, sí, claro —dijo Patrik, y se dirigió a la puerta.

Jonas lo siguió y los dos cruzaron en silencio la explanada camino de la casa de Einar. Dio unas zancadas rápidas, se adelantó a Patrik por la escalera y abrió la puerta.

—Soy yo, mamá. Y la policía, que quiere hacerte unas preguntas.

Helga apareció en el pasillo.

—¿La policía? ¿Qué quiere la policía? ¿Es que les ha ocurrido algo?

—No pasa nada —dijo Patrik—. Hemos venido porque Marta y Molly siguen desaparecidas, y Jonas no ha conseguido localizarlas. Pero estas cosas casi siempre resultan fruto de un malentendido. Seguro que están en casa de alguna amiga y se les ha olvidado avisar.

Helga pareció tranquilizarse un poco y asintió brevemente.

—Sí, será eso. No entiendo por qué había que molestar a la Policía con esto y justo en estos momentos. Seguro que tenéis trabajo de sobra.

Los dejó atrás y se dirigió a la cocina, donde siguió metiendo los platos en el lavavajillas.

—Siéntate, mamá —dijo Jonas.

La preocupación iba en aumento. A Jonas aquello no le encajaba en absoluto. ¿Dónde estarían? Había repasado mentalmente las conversaciones que Marta y él habían mantenido los últimos días. No hubo en ellas nada que le indicara que algo anduviera mal. Al mismo tiempo, allí estaba el miedo, el mismo que había sentido desde su primer encuentro: el miedo y la convicción de que ella iba a abandonarlo un día. Eso lo asustaba más que nada en el mundo. Lo perfecto estaba condenado a sucumbir. Había que alterar el equilibrio. Esa era la filosofía que él había hecho suya. ¿Cómo llegó a pensar que él quedaría fuera, que no se le aplicarían a él las mismas reglas?

—¿Cuánto tiempo se quedaron? —Patrik le hacía las preguntas con voz suave, y Jonas las escuchaba con los ojos cerrados, al igual que las respuestas. Oía por su tono de voz que no le gustaba la situación en la que se encontraba. Jonas sabía que Helga creía que deberían haber llevado aquel asunto sin mezclar a la policía. En su familia se las arreglaban solos.

—No dijeron nada de ningún plan, solo que iban a entrenar después. —Helga levantó la vista al techo mientras pensaba, una costumbre que él le había visto desde siempre. Todos aquellos gestos tan conocidos, todo lo que se repetía una y otra vez, en un ciclo eterno. Él había aceptado que formaba parte de ese ciclo, y Marta también. Pero sin ella, él ni querría ni podría. Sin ella, nada tendría sentido.

—¿No comentaron si iban a ver a alguien? ¿O si tenían algún recado que hacer? —continuó Patrik, y Helga negó con la cabeza.

—No. Además, de ser así, se habrían llevado el coche. Después de todo, Marta era bastante comodona.

—¿Era? —dijo Jonas, y oyó que preguntaba con tono chillón—. Querrás decir «es», ¿no?

Patrik lo miró sorprendido, y Jonas apoyó los codos en la mesa y descansó la cabeza en las manos.

—Perdón, llevo despierto desde las cuatro de la mañana y no he recuperado el sueño del todo. No es propio de Marta faltar a las clases, y mucho menos irse sin avisar.

—Seguro que vuelven pronto, y Marta se va a enfadar cuando se entere de la que has armado —dijo Helga para consolarlo, aunque con un tonillo que, seguramente, Patrik no supo captar.

A Jonas le gustaría poder creerla, pero era como si toda su razón se opusiera a esa idea. ¿Qué iba a ser de él si desaparecían? Jamás podría explicarle a nadie el tipo de unidad que formaban él y Marta, que los dos eran como un solo ser. Que respiraban al unísono desde el día en que se conocieron. Molly era su carne y su sangre, pero sin Marta, él no era nada.

—Tengo que ir al baño —dijo antes de levantarse.

—Ya verás que tu madre tiene razón, Jonas —dijo Patrik cuando se alejaba.

Él no respondió. En realidad, no necesitaba ir al baño en absoluto. Pero sí unos minutos para serenarse, para que no se dieran cuenta de que todo estaba a punto de desmoronarse.

En el piso de arriba se oían los gemidos y lamentos de su padre. Seguro que se quejaba más alto de lo normal solo porque había oído voces abajo. Pero Jonas no pensaba subir. En aquellos momentos, Einar era la última persona sobre la faz de la Tierra a la que le apetecía ver. En cuanto se acercaba a su padre, notaba un calor ardiente, como si estuviera cerca de un incendio. Siempre fue así. Helga había intentado actuar como el frío entre los dos, pero no lo había logrado del todo. Ahora solo quedaban unas ascuas, y Jonas no sabía cuánto tiempo podría seguir ayudando a su padre a mantenerlas con vida. Cuánto tiempo le debía.

Jonas entró en el baño y apoyó la frente en el espejo. Notó un frescor agradable y sintió que le ardían las mejillas. Cerraba los ojos y las imágenes pasaban a toda velocidad, todos los recuerdos de la vida que había compartido con Marta. Se sorbió la nariz y se agachó para cortar una tira de papel higiénico, pero se había terminado y solo quedaba el cartón. Al otro lado de la puerta se oía el rumor de las voces de la cocina mezclado con los ruidos de Einar, en el piso de arriba. Se sentó en cuclillas y abrió el armario del baño, donde Helga guardaba los rollos de papel higiénico.

Se quedó mirando la pila de rollos. Entre ellos había algo escondido. En un primer momento, no comprendía qué era. Luego, de pronto, lo comprendió todo.

Erica se había ofrecido a ayudar en la búsqueda, pero Patrik le recordó lo evidente: alguien tenía que quedarse en casa con los niños. Muy a su pesar, le dio la razón y pensó que, en ese caso, dedicaría la tarde a ver las grabaciones de las conversaciones con los familiares de las chicas desaparecidas. Estaban en la entrada, en una bolsa, pero sabía por experiencia que no podría sentarse a verlas hasta que los niños estuvieran durmiendo en sus camitas. Así que postergó la idea de las grabaciones y se sentó con los niños en el sofá.

Había puesto otra película de Emil y sonrió al ver sus travesuras. Se arrebujó más cerca de sus hijos, pero era difícil, dado que ella solo tenía dos lados y ellos eran tres y los tres querían sentarse a su lado… Al final se sentó a Anton en el regazo, así Maja pudo sentarse a un lado y Noel al otro. Los dos se recostaron sobre ella y Erica sintió una gratitud inmensa por todo lo que le había dado la vida. Pensó en Laila y se preguntó si alguna vez había sentido lo mismo por sus hijos. Sus actos indicaban lo contrario.

Mientras Emil derramaba sopa de arándanos en la cara de la señora Petrell, notó cómo los pequeños se iban relajando y, al final, oyó el sonido inconfundible de su respiración al dormir. Se liberó de la montaña de niños, los llevó arriba uno tras otro y los acostó. Se quedó unos segundos en el cuarto de los gemelos, observando aquellas cabecitas rubias sobre la almohada, tan seguros, tan satisfechos, tan ignorantes del mal que había en el mundo. Luego salió sin hacer ruido, fue a la entrada en busca de las grabaciones y se sentó otra vez en el sofá. Observó los DVD cuidadosamente marcados y decidió verlos siguiendo el orden en el que habían desaparecido las chicas.

Sintió una punzada de compasión en el estómago al ver a la familia de Sandra Andersson, sus caras estragadas mientras intentaban responder a la policía, sus ganas de ayudar y, al mismo tiempo, el tormento que en ellos provocaban las preguntas. Había preguntas que los policías repetían una y otra vez y, aunque Erica comprendía por qué, no podía por menos de comprender la frustración de los familiares al no ser capaces de responderlas.

Continuó con la segunda grabación, y luego con la tercera, tratando de mantener los ojos abiertos y los sentidos alerta. Empezó a invadirla el desánimo al ver que no lograba captar aquella sensación indefinible que buscaba. Comprendía que al pedirle ayuda, Patrik estaba probando suerte, pero que en realidad no creía que fuera a encontrar nada. A pesar de todo, había abrigado la esperanza de experimentar ese rayo genial que le permitiría verlo todo con claridad y que haría que las piezas encajaran de pronto. Había ocurrido en otras ocasiones y sabía que podía volver a pasar, pero en este caso solo veía familias destrozadas y apenadas con montones de preguntas sin respuesta.

Apagó el reproductor. El sufrimiento que se reflejaba en los ojos de aquellos padres se le había metido bajo la piel. Su dolor irradiaba desde la pantalla del televisor, se veía en los gestos, en la voz que, de vez en cuando, se les quebraba en su intento por contener el llanto. No tenía fuerzas para seguir mirando, así que decidió llamar a su hermana para charlar un rato.

Anna parecía cansada. Erica se sorprendió al oír que estaba en la escuela de equitación cuando descubrieron que Marta y Molly habían desaparecido. Ella, por su parte, le contó a Anna que la policía ya se estaba encargando del asunto. Luego estuvieron charlando de las últimas novedades, de la vida cotidiana que, a pesar de todo, seguía su curso. No le preguntó a Anna cómo se encontraba. Aquella noche, precisamente, no tenía fuerzas para oír sus mentiras sobre que todo iba bien, así que dejó que su hermana siguiera hablando y fingiendo que las cosas marchaban como debían.

—¿Y tú, cómo estás? —preguntó Anna.

Erica no sabía cómo expresarlo con exactitud. Le contó lo que estaba haciendo, tratando al mismo tiempo de evitar entrar de lleno en los sentimientos.

—Es tan raro ver esas grabaciones… Es como compartir el dolor de esas familias, sentirlo y, por lo menos hasta cierto punto, comprender lo terrible que debía de ser sufrir algo parecido. Al mismo tiempo, no puedo dejar de sentir un gran alivio al pensar que mis hijos están en sus camitas a buen recaudo.

—Sí, por favor, gracias a Dios que están los niños. Sin ellos no sé cómo habría aguantado. Si además…

Anna dejó la frase a medias, pero Erica sabía lo que pensaba decir. Que debería haber un niño más.

—Tengo que colgar —dijo Anna, y a Erica le entraron ganas de preguntar si Dan había mencionado que lo había llamado por la mañana. Pero no lo hizo. Lo mejor sería esperar y dejar que hicieran las cosas a su ritmo.

Cuando se despidieron, después de colgar, Erica se levantó y puso el siguiente DVD. Era la conversación con la madre de Minna, y reconoció en la pantalla el apartamento que ella misma había visitado hacía unos días. También reconoció la expresión de desaliento en la cara de Nettan. Exactamente igual que los demás padres también ella trataba de responder a las preguntas de los policías, igual de ansiosa por colaborar, pero Nettan era muy distinta a los miembros de las demás familias, tan ordenadas y pulcras, casi de más. Ella tenía el pelo ajado y sin peinar, y llevaba la misma chaqueta vieja que cuando Erica fue a visitarla. Además, estuvo fumando sin parar durante toda la conversación, y Erica oyó que los policías tosían de vez en cuando a causa del humo.

En gran medida, formulaban las mismas preguntas que le había hecho ella, lo que le ayudó a refrescar la memoria para luego poder contárselo a Patrik otra vez. La gran diferencia era que ella había podido hojear los álbumes de fotos y, gracias a eso, había tenido la oportunidad de forjarse una imagen más personal de Minna y Nettan. La policía, por su parte, no parecía haberse preocupado por esa faceta personal. A ella, en cambio, lo que más le interesaba de un caso eran las personas implicadas y afectadas. ¿Cómo sería su vida privada, sus relaciones? ¿Qué recuerdos tenían? Le encantaba ver los álbumes de fotos, observar las fiestas y la vida cotidiana a través del ojo humano que había detrás del objetivo. La persona que hacía la foto elegía el motivo, y lo interesante era comprobar cómo quería relatar su vida.

En el caso de Nettan era evidente la importancia que concedía a los distintos hombres que iban y venían. Su deseo de tener una familia, un marido y un padre para Minna, era patente en cada página. Las fotos de Minna a hombros de un hombre, de Nettan tomando el sol con otro en la playa, de las dos con el último novio de Nettan delante de un coche cargado de esperanzas de unas vacaciones maravillosas. Todo eso era importante para Erica, aunque para la policía no fuera relevante.

Cambió otra vez el DVD y puso en esta ocasión el de los padres y el hermano de Victoria. Pero tampoco en él vio nada que le llamara la atención. Miró el reloj. Las ocho. Patrik llegaría tarde, seguro, si es que venía a casa. Se sentía bastante despabilada, así que decidió ver todas las grabaciones otra vez, prestando aún más atención.

Un par de horas después había terminado, constató que no había descubierto nada nuevo y decidió irse a la cama. No tenía sentido esperar a Patrik despierta; ni siquiera la había llamado, así que estaría liadísimo. Habría dado cualquier cosa por saber qué estaba ocurriendo, pero tantos años de convivencia con un policía le habían enseñado que, a veces, la única opción era contener la curiosidad y esperar pacientemente. Y aquella era una de esas veces.

Cansada y con la cabeza llena de impresiones después de ver los interrogatorios, se tapó hasta la barbilla. Tanto a ella como a Patrik les encantaba dormir sin calefacción, y en su dormitorio siempre hacía un poco de frío, así se disfrutaba más debajo del edredón. Notó casi enseguida que el sopor se apoderaba de ella y, en esa tierra de nadie entre el sueño y la vigilia, el cerebro siguió visionando las imágenes de las películas. Sin orden ni concierto, iban apareciendo para ser sustituidas en el acto por otras nuevas. El cuerpo le pesaba cada vez más y, cuando empezó a caer de lleno en el sueño, el flujo de imágenes comenzó a pasar más lento. El proyector del cerebro se detuvo en una imagen. Erica se despertó en el acto.

En la comisaría reinaba una actividad febril. Patrik había pensado convocar una reunión de urgencia para coordinar la búsqueda de Molly y Marta, pero el trabajo ya estaba en marcha. Gösta, Martin y Annika se habían empleado a fondo y estaban contactando con amigos y conocidos, con las compañeras de clase de Molly, con las chicas de la escuela de equitación y con otras que figuraban en la lista que Jonas les había proporcionado. Esos nombres los conducían a otros que no tenían, pero hasta ahora no habían hablado con nadie que supiera dónde se habían metido Molly y su madre. Ya empezaba a ser tan tarde que las razones lógicas para explicar su ausencia eran cada vez menos.

Fue por el pasillo hacia la cocina. Cuando pasó por delante del despacho de Gösta, vio con el rabillo del ojo que su colega daba un salto de la silla.

—¡Eh, espera!

Patrik se paró en seco.

—¿Qué pasa?

Gösta se le acercó con las mejillas encendidas.

—Pues sí, verás, hoy ha pasado una cosa mientras estabais fuera. No quería hablar de ello mientras estábamos en casa de Jonas, pero es que Pedersen ha llamado. La sangre del muelle era de Lasse.

—O sea, lo que pensábamos.

—Sí, pero hay más.

—Vale, ¿qué otra cosa ha encontrado? —preguntó Patrik sin perder la calma.

—Pedersen tuvo la ocurrencia de comparar la sangre con el ADN de la colilla que enviamos a analizar, ya sabes, la que encontré en el jardín del vecino de Victoria.

—¿Y…? —Ahora, Patrik estaba en tensión.

—Coincide —dijo Gösta, y aguardó triunfal la reacción de Patrik.

—¿Quieres decir que era Lasse el que se apostaba allí a vigilar? —Se quedó atónito mirando a Gösta, mientras trataba de unir todas las piezas sueltas—. ¿Era él el que espiaba a Victoria?

—Pues sí. Y, seguramente, también era el autor de aquellas cartas amenazadoras. Pero eso no lo sabremos nunca, por desgracia, porque Ricky las tiró todas a la basura.

—O sea, Lasse estaba chantajeando a alguien que mantenía una relación con Victoria, y él lo sabía —dijo Patrik pensando en voz alta—. Alguien a quien interesaba mantenerlo en secreto. Incluso pagando.

Gösta asintió.

—Justo lo que yo pensaba.

—Entonces, ¿es Jonas? —dijo Patrik.

—Eso creía yo también, pero Ricky estaba equivocado.

Patrik escuchó atentamente a Gösta, y todo lo que había sospechado hasta el momento se desbarató.

—Tenemos que decírselo a los demás. ¿Avisas a Martin? Yo llamaré a Annika.

Unos minutos después estaban todos en la cocina. Al otro lado de la ventana era noche cerrada y la nieve caía despacio. Martin había puesto una cafetera.

—¿Dónde demonios está Mellberg? —dijo Patrik.

—Ha estado aquí un rato, pero luego se ha ido a comer. Seguro que se ha quedado dormido en el sofá —dijo Annika.

—Bueno, pues tendremos que arreglárnoslas sin él. —La adrenalina lo había acelerado. Por más que fuera irritante que Mellberg siempre se las ingeniara para escaquearse, Patrik era consciente de que trabajarían mejor en su ausencia.

—¿Qué ha pasado? —dijo Martin.

—Tenemos nueva información que puede ser relevante en la búsqueda de Molly y Marta. —Patrik oyó lo ampuloso de su respuesta, pero solía sucederle en situaciones tan graves como aquella—. ¿Podrías contarnos lo que has averiguado, Gösta?

Gösta carraspeó un poco y explicó cómo habían llegado a la conclusión de que Lasse tuvo que estar vigilando a Victoria.

—Sencillamente, tuvo que descubrir que Victoria mantenía una relación con alguien. Y, como parece que pensó que tal relación era moralmente reprobable, empezó a enviarle cartas de amenaza al mismo tiempo que empezaba con el chantaje.

—¿Y no será él también el que secuestró a Victoria? —preguntó Martin.

—Es una teoría, pero Lasse no parece el tipo de sujeto al que describió Struwer, y me cuesta creer que pudiera hacer algo así —dijo Patrik.

—Pero ¿a quién estaba chantajeando Lasse? —dijo Annika—. Tiene que ser Jonas, ¿no? Puesto que Victoria estaba con él, claro.

—Sí, esa fue también la conclusión que yo saqué. Pero… —Gösta hizo una pausa dramática y Patrik vio que disfrutaba captando la atención de todos.

—Pero no era él —dijo Patrik. Le hizo un gesto a Gösta para que continuase.

—Como todos sabéis, Ricky creía que su hermana estaba con Jonas, pero su madre conocía una faceta de Victoria que ninguna otra persona había descubierto. A ella no le gustaban los chicos.

—¿Qué? —dijo Martin, y se irguió en la silla—. Pero ¿cómo es posible que nadie más lo supiera? No ha salido a la luz cuando hemos estado hablando con sus amigas y sus compañeras de clase. ¿Y cómo es que su madre sí lo sabía?

—Se ve que Helena se lo figuró, cosa de madres. Luego parece que vio algo un día que Victoria había llevado a casa a una amiga. Lo habló con ella en una ocasión, para que Victoria supiera que en casa podía hablar del tema abiertamente. Pero Victoria se puso muy nerviosa y le pidió que no le contara nada a Ricky ni a su padre.

—Claro que para ella era difícil —dijo Annika—. No puede ser fácil y menos a esa edad y en un pueblo pequeño.

—Ya, claro. Pero mi teoría es que se puso tan nerviosa porque, en aquellos momentos, mantenía una relación con una persona que sus padres no aprobarían. —Gösta alargó el brazo en busca de la taza.

—¿Pero con quién? —dijo Annika.

Martin frunció el ceño.

—¿Era Marta? Eso podría explicar la discusión de aquel día entre Jonas y Victoria. Puede que fuera Marta.

Gösta asintió.

—Lo que significa que, seguramente, Jonas lo sabía.

—Es decir, que podemos suponer que Lasse chantajeaba a Marta. ¿Y ella se cansó de pagar y lo mató? ¿O Jonas se enfadó tanto al saberlo que se encargó personalmente del asunto? ¿O habrá una tercera posibilidad que se nos escapa? —Martin se rascaba la nuca pensativo.

—No, yo creo más bien en cualquiera de las dos primeras opciones —dijo Patrik, y miró a Gösta, que se mostró de acuerdo.

—En ese caso, tenemos que hablar con Jonas otra vez —dijo Martin—. ¿Y no será que a Marta y a Molly no se las ha llevado el mismo sujeto que a las demás chicas? ¿No se habrá llevado Marta a Molly, no habrá huido para esquivar la acusación de asesinato? Puede que Jonas sepa dónde están, ¿no? Puede que esté fingiendo.

—En ese caso, es un magnífico actor… —Comenzó Patrik, pero lo interrumpieron unos pasos que se acercaban por el pasillo. Sorprendido, vio que su mujer entraba en la sala.

—Hola —dijo Erica—. Estaba abierto, así que he entrado.

Patrik la miraba perplejo.

—¿Qué haces aquí? ¿Y dónde están los niños?

—He llamado a Anna y le he pedido que se quede con ellos.

—Pero ¿por qué? —dijo Patrik, y recordó enseguida que, en honor a la verdad, él le había pedido que le hiciera un favor. ¿Habría descubierto algo? Le preguntó con la mirada. Y ella asintió.

—He encontrado el denominador común entre las chicas. Y creo que sé por qué Minna se aparta del modelo de las demás.

La hora de acostarse era el momento del día que Laila detestaba con más fuerza. En la oscuridad de la noche, se le echaba encima la vida, todo aquello que podía inhibir durante el día. De noche, el mal podría alcanzarla otra vez. Sabía que existía ahí fuera, en alguna parte, que era tan real como las paredes de su habitación y como aquel colchón demasiado duro en el que estaba tumbada.

Laila tenía la vista clavada en el techo. La habitación estaba completamente a oscuras y justo antes de dormirse se sentía a veces como si flotara en el espacio y la negra nada amenazara con engullirla.

Resultaba tan extraño imaginarse que Vladek estaba muerto… Aún le costaba entenderlo. Aún podía oír los sonidos del día en que se conocieron: risas alegres, música del parque de atracciones, ruidos de animales totalmente nuevos para ella… Y los olores eran tan intensos ahora como entonces: palomitas, serrín, hierba y sudor. Pero el recuerdo más potente era el de su voz. Le llenó el corazón incluso antes de que lo viera. Cuando sus miradas se cruzaron, tuvo una certeza que, un segundo después, vio también en sus ojos.

Trató de recordar si en algún momento intuyó la desgracia a la que conduciría aquel encuentro, pero no se le ocurría nada. Pertenecían a mundos totalmente distintos, vivían vidas muy diferentes y sí, claro que tuvieron que superar algunas dificultades, pero nadie pudo prever la catástrofe que les esperaba. Ni siquiera Krystyna, la adivina del circo. Ella, que todo lo veía, ¿estaría ciega en ese momento? ¿O lo vio, pero quiso creer que se equivocaba ante un amor como el suyo?

Nada les parecía entonces imposible. Nada les parecía mal, ni tampoco raro. Todo lo que les importaba era crearse un futuro común; y la vida les hizo creer que lo conseguirían. Quizá por eso luego el desengaño fue mayor, y por eso afrontaron lo que sucedió de un modo indefendible. Ella supo desde el principio que no era lo correcto, pero el instinto de supervivencia se impuso a la razón. Y ya era tarde para arrepentirse. Lo único que podía hacer era seguir allí tumbada en la oscuridad, recapacitando sobre sus errores.

Jonas se sorprendió de lo tranquilo que estaba. Se tomó su tiempo para prepararlo todo. Había muchos años de recuerdos entre los que elegir, y quería elegir bien, porque, cuando se hubiera marchado, no habría vuelta atrás. Tampoco creía que hubiera ninguna prisa. La incertidumbre era el combustible de la ansiedad, pero ahora que sabía dónde se encontraba Marta, podía hacer planes con una frialdad que le permitiera mantener el cerebro despierto y lúcido.

Entornó los ojos en la oscuridad, sentado en cuclillas como estaba. Se había fundido una bombilla y no había tenido tiempo de cambiarla. Aquel descuido lo irritaba. Se trataba de estar siempre preparado, de tenerlo siempre todo en orden. Todo, para así evitar cualquier error.

Se golpeó la cabeza con el punto más bajo del techo al levantarse. Soltó un taco y, por un instante, se permitió detenerse y aspirar el aire a conciencia. Conservaban tantos recuerdos de aquel sitio; pero los recuerdos no tenían por qué estar anclados a un lugar, y además, podrían revivirlos una y otra vez. Tanteó la maleta. Si los momentos maravillosos tuvieran peso, sería imposible levantarla. Sin embargo, la sentía en la mano ligera como una pluma, y eso lo sorprendió.

Subió los peldaños con suma cautela. Debía procurar que no se le cayera la maleta. No solo contenía su vida, sino una vida compartida en perfecta armonía.

Hasta ahora había seguido las huellas de otro. Había continuado algo que ya estaba en marcha, sin imprimir una huella propia. Ahora le tocaba a él dar un paso al frente y dejar atrás el pasado. No le daba miedo, al contrario. De pronto, lo veía todo tan claro… Siempre había tenido el poder de cambiar las cosas, de romper con el pasado y construir algo propio y mejor.

Era una idea vertiginosa y, una vez fuera, cerró los ojos y respiró el aire frío de la noche. Sintió que el suelo se movía bajo sus pies y extendió los brazos para guardar el equilibrio. Se quedó así un rato; luego bajó los brazos otra vez y abrió los ojos despacio.

De pronto, tuvo una idea y se dirigió a los establos. Empujó la pesada puerta, encendió la luz y dejó junto a la pared la maleta con aquel contenido tan preciado. Luego abrió las cuadras y dejó libres a los animales. Soltó los ramales y, uno a uno, los caballos fueron saliendo extrañados. Se detuvieron en la explanada olisqueando el aire y relincharon antes de empezar a alejarse en la noche agitando la cola. Sonrió al verlos desaparecer en la oscuridad. Podrían disfrutar de unos minutos de libertad antes de que los atraparan otra vez. Él, por su parte, iba camino de una libertad nueva, y no pensaba dejarse atrapar.

Era una paz y una bendición estar en aquella casa de la infancia, con los niños, que dormían en el piso de arriba, por toda compañía. Aquellas paredes no hablaban de culpas. Allí solo había recuerdos de una infancia que, gracias a Erica, su hermana, y a Tore, su padre, fue feliz y segura. Anna ya ni siquiera sentía tristeza ni enfado por la extraña frialdad de su madre. Ya conocían la explicación, y desde entonces, Anna solo sentía compasión, porque había sufrido unas atrocidades que le impidieron querer a sus hijas. Ella creía que las quiso de todos modos, solo que no era capaz de demostrar su amor. Esperaba que Elsy las estuviera viendo desde el cielo y supiera que sus hijas la comprendían, que la perdonaban y la querían.

Se levantó del sofá y empezó a recoger y a poner un poco de orden en el salón. Era sorprendente lo limpio que estaba todo, y sonrió al pensar en Kristina y Bob el Chapuzas. Las suegras eran, verdaderamente, una clase aparte. La madre de Dan era casi lo opuesto de Kristina, casi demasiado discreta, y siempre pedía disculpas por molestar si se acercaba por casa. La cuestión era cuál de los dos tipos era mejor. Aunque seguramente con las suegras pasaba como con los hijos: había que aceptarlos como eran. Y una elegía al marido, pero no a la suegra.

Ella había elegido a Dan de corazón, y luego lo había engañado. La sola idea de lo que había hecho le provocaba otra vez las náuseas. Echó a correr hacia el baño y sintió como si el estómago se le volviera del revés cuando vomitó la cena.

Se enjuagó la boca con agua. Se le había cubierto la frente de sudor y se lavó la cara y, con el agua aún goteándole, se miró al espejo. Casi se espantó al ver la desesperación cruda que reflejaban sus ojos. ¿Aquello era lo que Dan veía a diario? ¿Por eso no soportaba ni mirarla a la cara?

Llamaron a la puerta y Anna se sobresaltó. ¿Quién iría a casa de Patrik y Erica a aquellas horas? Se secó la cara a toda prisa antes de abrir. Y allí estaba Dan.

—¿Qué haces aquí? —preguntó sorprendida, y el pavor se apoderó de ella—. ¿Los niños? ¿Les ha ocurrido algo?

Dan meneó la cabeza.

—No, tranquila, no pasa nada. Es solo que quería hablar contigo y no podía esperar, así que le he pedido a Belinda que se quede con los chicos un rato. —La hija mayor de Dan ya no vivía en casa, pero a veces les hacía de canguro, cosa que los hermanos pequeños aceptaban encantados—. Pero no puedo quedarme mucho tiempo.

—De acuerdo. —Anna se lo quedó mirando, y él la miró a los ojos.

—¿Puedo entrar? Me voy a congelar aquí fuera.

—Sí, claro, perdona, adelante —dijo Anna en tono educado, como si se tratara de un extraño, y lo dejó pasar.

O sea, ahí se terminaba todo. Dan no querría hablar del tema en casa, con los niños pululando por allí y rodeados de todos los bellos recuerdos que, pese a todo, compartían. Y aunque Anna había empezado a sentir que lo mejor sería que aquel momento tan angustioso, cualquiera que fuera el desenlace, se produjera lo antes posible, ahora era como si todo su ser protestara a gritos al pensar que estaba a punto de perder lo más preciado: al gran amor de su vida.

Apesadumbrada, se dirigió al salón y se sentó a esperar lo fatal. Enseguida empezó a pensar en los aspectos prácticos. Erica y Patrik no tendrían ningún inconveniente en que ella y los niños se quedaran en el cuarto de invitados hasta que encontrara un apartamento. Recogería lo imprescindible al día siguiente, sin más dilación. Una vez tomada la decisión, lo mejor era mudarse de inmediato, y para Dan sería un alivio, seguramente, ver que se iban enseguida. Él debía de estar tan harto de verla a ella y de ver sus remordimientos como ella misma lo estaba de soportarlos.

Sintió una punzada de dolor cuando Dan entró en el salón. Vio cómo se pasaba la mano por el pelo con un gesto de cansancio y Anna pensó una vez más en lo guapo que era. No le costaría ningún trabajo encontrar a otra. Había muchas chicas en Fjällbacka que le tenían echado el ojo y… Se obligó a pensar en otra cosa. Le resultaba muy doloroso imaginarse a Dan en los brazos de otra. No era capaz de ser tan generosa.

—Anna… —dijo Dan, y se sentó a su lado.

Ella se dio cuenta de lo que le costaba pronunciar las palabras y, por enésima vez, sintió deseos de gritar «¡Perdón, perdón, perdón!», pero sabía que era demasiado tarde. Bajó la vista y dijo en voz muy baja:

—Lo comprendo. No tienes que decir nada. Le pediré a Patrik y a Erica que nos dejen vivir aquí un tiempo, podemos mudarnos con lo indispensable mañana mismo, ya iré a buscar el resto de nuestras cosas.

Dan la miró consternado.

—¿Es que quieres dejarme?

Anna frunció el entrecejo.

—No, creía que venías para decirme que querías dejarme. ¿Es que no quieres dejarme? —Anna contuvo la respiración mientras esperaba la respuesta. Le zumbaban los oídos y el corazón le aleteaba movido por una esperanza renovada.

El semblante de Dan expresaba tantos sentimientos a la vez que le costaba interpretarlo.

—Anna, mi amor, he intentado pensar en dejarte, pero no puedo. Erica me ha llamado esta mañana… Y bueno, gracias a ella he comprendido que tengo que hacer algo si no quiero perderte. No te prometo que vaya a ser fácil ni que todo se pase de golpe, pero no puedo imaginarme la vida sin ti. Y quiero que tengamos una buena vida. Creo que los dos perdimos pie un tiempo, pero aquí estamos, nos tenemos el uno al otro, y yo quiero que siga siendo así.

Con la mano de Anna entre las suyas, se la llevó a la mejilla. Ella notó la barba en la palma y se preguntó cuántas veces había acariciado aquella piel rasposa sin afeitar.

—Pero si estás temblando —dijo Dan, y le apretó la mano un poco más fuerte—. ¿Estás dispuesta? ¿Quieres que sigamos juntos de verdad?

—Sí —dijo Anna—. Sí, Dan, sí quiero.