Capítulo 14
Mellberg relucía como la estrella de la mañana cuando entró en la cocina de la estación.
—¡Vaya caras de cansancio!
Patrik lo miró indignado.
—Nos hemos pasado la noche en vela trabajando.
Parpadeó varias veces para eliminar algo de arenilla. Apenas podía mantener los ojos abiertos después de toda la noche sin dormir, pero le resumió a Mellberg lo ocurrido y lo que habían encontrado en la granja. Mellberg se sentó en una de las sillas duras de la cocina.
—Pues parece que el caso está más que cerrado.
—Bueno, nada de eso nos ha llevado adonde esperábamos. —Patrik daba vueltas a la taza de café—. Todavía quedan muchos cabos sueltos. Marta y Molly siguen desaparecidas, Helga parece que también, y a saber dónde se habrá metido Jonas. Y la conexión con el asesinato de Ingela Eriksson es muy vaga. Aunque podemos estar casi seguros de que Jonas fue el secuestrador de cuatro de las chicas que han desaparecido estos últimos años, era solo un niño cuando asesinaron a Ingela. Luego tenemos el asesinato de Lasse Hansson. Si Victoria mantenía una relación con Marta, sería ella quien lo mató, pero ¿cómo? ¿O quizá ella le habló a Jonas del chantaje y este se encargó personalmente del asunto?
Mellberg estuvo a punto de decir algo en varias ocasiones, pero Patrik lo interrumpió. Ahora carraspeaba con expresión satisfecha.
—Yo creo que he encontrado una conexión entre el caso de Ingela Eriksson y el de Victoria Hansson, aparte de las lesiones, claro. Jonas no es el culpable. O bueno, sí, en parte puede que sea él.
—¿Cómo? —Patrik se irguió en la silla y se sintió despabilado de pronto. ¿Sería posible que a Mellberg se le ocurriera algo de verdad?
—Anoche estuve leyendo otra vez el material de la investigación. ¿Recuerdas que el marido de Ingela Eriksson dijo que aquel mismo día recibieron la visita de un tipo que había respondido a un anuncio?
—Sí… —dijo Patrik, que tenía ganas de adelantarse y arrancarle a Mellberg las palabras de la boca.
—Era un anuncio de un coche. El individuo quería comprar un coche viejo. Para restaurarlo. Ya te habrás imaginado en quién estoy pensando.
Patrik tenía en la cabeza la imagen del cobertizo en el que habían pasado varias horas de la noche.
—¿Einar? —dijo incrédulo.
Sintió que el engranaje empezaba a moverse despacio, y una teoría cobraba forma poco a poco. Una teoría horrible, pero no del todo inverosímil. Finalmente, se puso de pie.
—Voy a decírselo a los demás. Tenemos que volver a la granja. —Ya no le quedaba ni rastro de cansancio en el cuerpo.
Erica conducía por la carretera que aún no habían limpiado después de la nevada nocturna. Seguramente, iba demasiado rápido, pero le costaba concentrarse en la conducción. Solo era capaz de pensar en lo que le había desvelado Laila; y en que Louise estaba viva.
Había intentado llamar a Patrik para contarle lo que había averiguado, pero no respondía. Presa de la mayor frustración, trató de ordenar sus impresiones sin su ayuda, pero había una idea que se imponía a todas las demás: Molly estaba en peligro si se encontraba con Louise. O con Marta, como se hacía llamar en la actualidad. Erica se preguntaba por qué había elegido ese nombre y cómo se conocieron Jonas y ella. ¿Cuántas probabilidades había de que dos personas con una disfunción así acabaran juntas? Era verdad que existían varios ejemplos históricos de parejas fatales: Myra Hindley e Ian Brady, Fred y Rosemary West, Karla Homolka y Paul Bernardo… Pero eso no lo hacía menos aterrador.
De pronto pensó que Patrik y sus colegas quizá hubieran encontrado ya a Molly y a Marta, pero se dijo que no era verosímil. En ese caso, aunque brevemente, la habría llamado para decírselo, estaba segura. Es decir, las dos mujeres no estaban en la granja. ¿Dónde estarían?
Dejó atrás el acceso norte a Fjällbacka en dirección a Mörhult y fue frenando en las curvas más cerradas donde la carretera descendía hacia las hileras de cabañas de pesca recién construidas. Encontrarse allí con un vehículo que viniera en sentido contrario no era lo más deseable. Una y otra vez revisaba mentalmente los detalles del relato de Laila acerca de aquel día funesto, de lo que ocurrió en aquella casa solitaria. Fue una casa de los horrores antes de que la gente empezara a llamarla así, desde luego; y antes de que la gente conociera la verdad.
Erica frenó. El coche derrapó y el corazón empezó a latirle desbocado mientras ella luchaba por recuperar el control. Luego dio un puñetazo en el volante. ¿Cómo podía ser tan tonta? Volvió a pisar el acelerador, pasó por delante del hotel y del restaurante Richter, que estaban en la vieja fábrica de conservas, y tuvo que controlarse para no conducir como una loca por las calles de Fjällbacka, demasiado estrechas, aunque estuvieran vacías por ser invierno. Una vez fuera del pueblo se atrevió a acelerar un poco otra vez, pero diciéndose que debía tomárselo con calma, dado el estado del firme.
Sin apartar la vista de la carretera, llamó a Patrik una vez más. Sin respuesta. Lo intentó también con Gösta y con Martin, pero tampoco respondieron. Tenían que estar ocupados con algo de envergadura, y le encantaría saber qué era. Tras dudar unos minutos, volvió a marcar el número de Patrik y le dejó un mensaje en el contestador en el que, brevemente, le decía lo que había averiguado y adónde se dirigía. Seguramente, se enfadaría una barbaridad, pero no le quedaba otra alternativa. Si estaba en lo cierto, no actuar podía tener consecuencias catastróficas. Y pensaba andarse con cuidado. Después de todo, algo había aprendido con los años. Tenía que pensar en sus hijos, no debía correr ningún riesgo.
Aparcó a cierta distancia para que no se oyera el motor y se acercó a hurtadillas a la casa. Se veía totalmente desierta, pero había rodadas recientes en la nieve, así que alguien había estado allí no hacía mucho. Abrió la puerta tan en silencio como pudo. Aguzó el oído. Al principio no oyó nada, pero luego empezó a distinguir un ruidito. Parecía proceder de abajo, y sonaba como si estuvieran pidiendo ayuda.
Todas sus ideas de tener cuidado se esfumaron de un plumazo. Echó a correr hacia la puerta del sótano y la abrió de golpe.
—¿Hola? ¿Quién anda ahí? —Oyó el pavor en lo que le resonó como la voz de una mujer de edad y trató de recordar dónde había visto un interruptor.
—Soy Erica Falck —dijo—. ¿Quién hay aquí?
—Soy yo. —Se oyó una voz que debía de ser la de Molly, muerta de miedo—. Y también está la abuela.
—Tranquila. Voy a ver si encuentro la luz —dijo Erica, y maldijo para sus adentros hasta que dio por fin con el interruptor. Lo giró aliviada y rogó por que la lámpara aún funcionara. Cuando se encendió, cerró los ojos instintivamente, hasta que se habituaron a la luz chillona de la bombilla y, ya en el sótano, pudo ver dos figuras sentadas y encogidas junto a la pared. Las dos se protegían los ojos con las manos.
—Madre mía —dijo Erica, y bajó con paso rápido la empinada escalera. Se abalanzó sobre Molly, que se aferró a ella sollozando. Erica dejó que se desahogara llorando un instante abrazada a ella, antes de apartarse un poco.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde están tus padres?
—No lo sé, es todo muy extraño… —balbuceó Molly.
Erica miró los grilletes que colgaban de la gruesa cadena, eran los mismos que había visto en su anterior visita a aquel sótano. Era la misma cadena que, muchos años atrás, mantenía a Louise sujeta a aquella pared. Se volvió hacia la otra mujer y la observó con expresión compasiva. Tenía la cara sucia y surcada de profundas arrugas.
—¿Sabes si hay por aquí alguna llave con la que pueda quitaros los grilletes?
—La llave de los míos está aquí. —Helga señaló un banco que había en la pared de enfrente—. Si me liberas, podré ayudarte a buscar la llave de los de Molly. No es la misma y no he visto dónde ha ido a parar.
Erica quedó impresionada al ver lo tranquila que estaba la anciana y se levantó para ir en busca de la llave. A su espalda, Molly sollozaba sin parar, murmurando algo que Erica no comprendía. Volvió junto a la anciana llave en mano y se agachó para abrir los grilletes.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde están Jonas y Marta? ¿Son ellos los que os han encadenado? Madre mía, ¿cómo han podido hacerle algo así a su propia hija?
Parloteaba nerviosa y sin parar mientras trajinaba con la cerradura. Pero de pronto, guardó silencio. Estaba hablando de los padres de Molly. Fueran quienes fueran y con independencia de lo que hubieran hecho, seguían siendo sus padres.
—No te preocupes, la policía los encontrará —dijo en voz baja—. Lo que tu hijo os ha hecho a Molly y a ti es horrible, pero te aseguro que lo detendrán. Tengo la información suficiente como para que ni él ni su mujer salgan nunca de la cárcel.
La cerradura se abrió, y Erica se levantó y se sacudió el polvo de las rodillas. Luego alargó la mano para ayudar a la anciana a ponerse de pie.
—Bueno, pues vamos a ver si encontramos la otra llave —dijo.
La abuela de Molly la observaba con una mirada que no supo interpretar y una sensación de desasosiego empezó a bullirle en el estómago. Al cabo de unos instantes de extraño silencio, Helga ladeó la cabeza y dijo con calma:
—Jonas es mi hijo. Lo siento mucho, pero no puedo permitir que le destroces la vida.
Con una rapidez inesperada, la mujer se agachó, echó mano de una pala que había en el suelo y la levantó en el aire. Lo último que oyó Erica fue el grito de Molly retumbando entre las paredes. Luego, todo quedó a oscuras.
Era una sensación extraña la de volver a la granja de día después de haber pasado allí varias horas a la luz de unos focos que habían desvelado cosas que ningún vivo debería ver. Todo estaba en silenciosa calma. Habían recuperado a todos los caballos, pero en lugar de devolverlos allí, los habían dejado en las granjas cercanas para que los cuidaran los vecinos; puesto que los propietarios no estaban, aquella era la única solución.
—A buenas horas, sí, pero ahora que lo sabemos, quizá deberíamos haber puesto vigilancia aquí —dijo Gösta mientras cruzaban la explanada desierta.
—Exactamente lo que pensaba yo —dijo Mellberg.
Patrik asintió. Sí, era fácil dar consejos después de ver lo sucedido, pero Gösta tenía razón. Se veían rodadas recientes hasta la casa de Einar y Helga, y otras igual de recientes que partían de allí. En cambio, no había ni huellas ni rodadas alrededor de la casa de Marta y de Jonas. Quizá pensaron que habían dejado a alguien vigilándola. Patrik notaba cómo crecía el malestar. Teniendo en cuenta la inexplicable teoría por la que empezaban a decantarse, era imposible saber cuál sería la siguiente sorpresa.
Martin abrió la puerta y entró.
No dijeron nada, sino que accedieron al interior en silencio y miraron alrededor con sigilo, aunque reinaba en las habitaciones una especie de vacío que le decía a Patrik que todos se habían ido. Ese sería el siguiente problema, tratar de localizar a las cuatro personas que seguían desaparecidas, algunas voluntariamente, las otras contra su voluntad. Esperaba que todas siguieran con vida, pero no estaba del todo seguro.
—De acuerdo, Martin y yo vamos arriba —dijo—. Vosotros os quedáis aquí por si, contra todo pronóstico, se presentara alguien.
A medida que subían los peldaños, Patrik se convencía de que allí pasaba algo, y era como si todo su ser se opusiera a lo que iba a encontrarse en el piso de arriba. Pero los pies siguieron moviéndose.
—Chist —dijo, y alargó el brazo para detener a Martin, que iba a adelantarlo—. Más vale prevenir.
Sacó la pistola y le quitó el seguro, y Martin siguió su ejemplo. Con las armas en alto, subieron el último tramo de la escalera. Las primeras habitaciones que daban al descansillo estaban todas vacías, y continuaron hacia los dormitorios del fondo.
—Joder. —Patrik bajó el arma. El cerebro registró lo que veía, pero no podía procesarlo.
—Pero joder… —repitió Martin a su espalda. Luego, retrocedió unos pasos y Patrik lo oyó vomitar en el pasillo.
—No vamos a entrar —dijo Patrik. Se había detenido en el umbral y contemplaba desde allí la macabra escena que tenían delante. Einar estaba medio sentado en la cama. Tenía los muñones de las piernas extendidos sobre la cama, los brazos le colgaban a los costados y, al lado, había una jeringa, que Patrik adivinó habría contenido ketamina. Las cuencas de los ojos los miraban vacías y ensangrentadas. Parecían haberlo hecho a toda prisa, y el ácido le había chorreado por las mejillas y el pecho, causando quemaduras a su paso. Unos hilillos de sangre habían manado de los oídos, y la boca era una mueca pegajosa y sangrienta.
A la izquierda de la cama había un televisor encendido y, hasta ese momento, Patrik no se había dado cuenta de lo que había en la pantalla. Señaló en silencio el aparato y oyó cómo Martin tragaba saliva a su espalda.
—¿Qué coño es esto? —dijo.
—Creo que hemos encontrado algunas de las películas que faltaban en el sótano del cobertizo.