A pesar del frío y la avanzada hora, el incendio del Green Fly Inn el 21 de diciembre de 1936 congregó a un numeroso público. Cabe pudo escapar con la caja y en el último momento permitió que los parroquianos arramblaran en su huida con todo lo que pudieran sacar, de modo que entre el calor de las llamas y el trasiego de botellas y jarras aquello adquirió trazas de fiesta. En cuestión de minutos la pared posterior del edificio se vino completamente abajo, precipitándose a la hondonada en medio de un gran estruendo. Cayó después la parhilera, y la techumbre cedió hacia adentro mientras los bordes se arrollaban como hojuelas separándose de las paredes. El edificio entero estaba envuelto en llamas que salían despedidas hacia la noche con bufidos de locomotora, succionando verticalmente con rabiosa y tremenda velocidad tablones medio chamuscados que caían girando sobre sí mismos, trazando brillantes cintas rojas en la noche para estrellarse en el cañón o en la carretera, de forma que los espectadores quedaron divididos en dos bandos agrupados en lugar seguro al norte y al sur, con los rostros lacados de naranja como farolillos de calabaza en el círculo de calor. Hasta los pilotes acabaron cediendo y el paramento del lado de la carretera cayó con un silbido, hizo una lenta guiñada alrededor del pino que hacía de ancla, rebasó los postes reventados y saltó por encima de ellos en dirección al cañón, justo antes de que el piso se pandeara y toda la estructura, techo, paredes, se doblara sobre un imprevisto eje y cayera verticalmente al hoyo.
Allí continuó ardiendo, y tal fue el calor generado que la acumulación de cristales que había debajo se escurrió fundida en una sola capa adornada de ondulaciones y pliegues, incrustada de duros escombros renegridos, como copas múrrinas engastadas de chapas de botella. Y allí sigue todavía, reliquia de aquel afamado edificio, asentándose en el pronunciado pliegue del valle como un imponderable fenómeno arqueológico.