Sí señor, dijo el tendero. Sí, creo que ya sé a quién se refiere. ¿Son ustedes parientes o algo?
No, dijo el hombre, no somos parientes. Sólo quiero hablar con él de un asunto.
Vestía unos chinos pulcros de color gris y un pulcro sombrero de fieltro terciado hacia atrás. Huffaker miró con el rabillo del ojo hacia el lado del porche donde estaba aparcado el automóvil, un Ford negro, modelo antiguo.
El hombre se dio cuenta y advirtió un brillo de suspicacia en los ojos achicados del tendero.
Pues ahora mismo, dijo Huffaker, no sabría decide dónde puede encontrarlo. Vive por allá arriba, un gesto vago en dirección a las colinas que amparaban el valle.
¿Es cliente suyo?, quiso saber el hombre.
Mentiría si le dijera que sí. No suele venir mucho. Sólo le he visto dos o tres veces en la tienda y de eso hace varias semanas. Un viejo muy curioso, y que yo sepa no tiene un centavo.
¿Qué fue lo que compró?
Un poco de tabaco y un paquete de harina de maíz. Y la última vez creo que un poco de tocino.
¿Le fiaba usted?
Pues no. No suelo dar a crédito. El viejo me trae raíces de ginseng. Trajo también un poco de botón de oro pero eso no vale gran cosa, la verdad. Lo que hacemos es un canje.
¿Ha dicho raíces?
Sí señor. Las envío a St. Louis, al mismo sitio donde mando las pieles.
El hombre parecía perplejo pero no hizo más preguntas al respecto.
¿Es usted de por aquí?, preguntó Huffaker.
De la parte de Maryville.
Ah, dijo Huffaker. Yo tengo parientes allí.
¿Aún conserva ese perro?
¿Quién?
El viejo ese… el que…
Oh. Sí señor, le acompañaba un perro. Un viejo redbone que parecía a punto de estirar la pata o que se hubiera dado un baño de lejía. No le quedaba un solo pelo en su sitio. Daba pena verlo, sí señor.
Bueno, dijo el otro, y dice que no sabe dónde vive…
No señor.
Ya. Bien, muchas gracias.
De nada. Hasta pronto.
Y pronto fue. Se presentó todos los días durante una semana entera.
Allí estaba a la mañana siguiente junto con otros huidos de la visita dominical a la iglesia, interrumpiendo con su presencia la jovialidad de los que se habían sentado alrededor de la estufa apagada, hasta el punto de que casi parecían refugiados esperando cabizbajos los boletines de alguna catástrofe, noticias de una inundación o un incendio o una plaga. De vez en cuando cogía un refresco de la caja y se quedaba allí de pie bebiendo con una mano apoyada en la cadera, contemplando la fantasmagoría de productos colgados de las vigas del techo. O miraba con expresión solemne por la ventana, más allá del río y del pequeño puente donde una verde y amplia hondonada subía y subía hacia las montañas.
El lunes cuando Huffaker bajó él no había llegado aún, pero media hora más tarde cuando salió para desbloquear el surtidor de la gasolina el coche estaba aparcado en la rampa de gravilla y el hombre apoyado en un guardabarros con la misma ropa planchada e inarrugable, sorbiendo café de un vaso de plástico. El sol empezaba a subir detrás de él y por el este la niebla estaba levantando de las pendientes, dejando los rododendros a merced de la furiosa luz verde de la mañana. El hombre observaba una vez más los picos del otro lado del río, como si aquellos ojos gris pizarra pudieran divisar a un viejo y un perro en mitad de la ladera a casi siete kilómetros de distancia.
Cuando Huffaker soltó la puerta el hombre se volvió. Levantó una mano a modo de saludo, a lo que el hombre respondió con un gesto de cabeza. Huffaker fue al surtidor y retiró el candado.
Parece que va a hacer buen día, ¿verdad?, dijo en voz alta.
Sí, eso parece, dijo el hombre. Apuró su café y tiró el vaso, se bajó del guardabarros y caminó un poco por la grava, desperezándose. Huffaker volvió al almacén.
El hombre entró a eso de las once saludando al tendero con un gesto de cabeza. Compró un paquete de galletas de soda y un poco de queso, se demoró un rato en el estante de los bollos y finalmente eligió una empanadilla. Fue a dejar las cosas sobre el mostrador y Huffaker procedió a hacer la cuenta en un bloc de papel, sumando las cifras en voz alta.
Y un cuarto de leche fresca, dijo el hombre.
Lo anotó también, fue a la nevera y trajo la leche en un pote de cuarto. El hombre lo miró y lo remiró girándolo sobre el mostrador.
Es leche de la señora Walker, le dijo Huffaker. No probará otra igual, se lo garantizo.
El hombre asintió y extrajo un fajo de billetes del bolsillo.
Cuarenta y cinco centavos, dijo el tendero.
Pagó y fue a sentarse al porche con la espalda apoyada en uno de sus postes. Cuando hubo terminado de comer pasó un buen rato fumando cigarrillos. Luego volvió a entrar y dejó el pote de leche en el mostrador. Huffaker lo sacó otra vez para lavarlo bajo el grifo que había en un lado del almacén. Se acercaban unos clientes y los saludó antes de volver a entrar.
Por la tarde el hombre se presentó de nuevo y tomó una Coca-Cola. Antes de ir hacia el coche le preguntó a Huffaker a qué hora solía acudir el viejo.
¿El viejo?
Ya sabe quién quiero decir.
Oh, pues a veces viene de buena mañana. Pero como no viene muy a menudo no sabría decirle cuándo se puede presentar.
Despuntaba el día sobre los picos más altos, y en la quietud del amanecer los primeros cantos de los pájaros sonaron como agua sobre piedra. En el bosque la niebla empezaba a dispersarse cual fantasma gris y avejentado, la tierra oscura se agitaba bajo cubrecamas de musgo y las flores silvestres recogidas durante la noche desperezaban sus mustias frondas a lo largo del camino por donde el mísero perro iba andando a paso lerdo en un halo de incredibilidad, mientras el viejo sorteaba las crestas de cuarzo y esquisto, apoyado en el hombro su bastón de brujo, portando una grasienta bolsa de papel llena de las curiosas raíces con que hacía sus trueques. Cruzaron un amplio deslizamiento de rocas engalanado de sol y surcado por un reguero de agua oscura como cobre oxidado. El viejo se detuvo para bajar por un trecho pizarroso hasta la garganta repleta de árboles partidos. El perro miró hacia abajo, levantó intrigado la vista hacia su amo, estudió una vez más la garganta y se alejó mientras el viejo cogía su bastón y seguía adelante. Uno de sus zapatos se había quedado casi sin suela y ahora renqueaba un poco, apoyándose en el otro zapato a fin de no malgastar el cordel con que la había sujetado.
Cruzado el deslizamiento penetraron de nuevo en la espesura con el sol aventado en abanicos entre las puntas de flecha de los troncos, verde y negro en disposición vermicular sobre el lecho del bosque. Con su bastón el viejo abatía regimientos de pipas de indio o removía verdes pedos de lobo para ver salir el humo en una nube de verdor venenoso. El bosque estaba húmedo por el rocío, a cada momento se oía el susurro de una rama tras el salto de una ardilla y las gotas de agua salpicando las hojas. Ahuyentaron por dos veces unos faisanes de monte y Scout los esquivó nervioso al verlos remontar el vuelo en los rododendros.
El sendero que tomó el viejo era una pista cortafuego que había construido el CCC[7]. Desde el claro donde había establecido ahora su domicilio tenía que trepar casi trescientos metros para llegar arriba, pero una vez en la pista el camino era bueno y habría avanzado a buen paso de no ser por el zapato estropeado. Eran casi diez kilómetros hasta cruzar el río y luego la carretera para llegar al típico almacén que se ve en todas las encrucijadas, con el porche ebrio, los enormes rótulos maltratados a pedradas, los listones alabeados por la intemperie, la madera sin pintar y de color de piedra; pero el viejo se había puesto en camino muy temprano. Por una brecha entre los árboles divisó el valle por donde corría el río, una caldera a la sombra de la montaña donde bullían el humo y la espuma como si el viejo caos de la tierra hiciera erupción una vez más, negra calina aletargada en los taludes y las zanjas como un flujo de lava y los parapetos de roca sosteniendo la alta cornisa más allá del valle; y más allá del valle; sobre las lejanas cúpulas blanquecinas enhiestas ya en la mañana, el sol, llegado a la cuesta donde descansaba el viejo, alanceaba motas de niebla emblemáticas como copos de nieve y las descomponía en un desorden marcial de lentejuelas, alcanzaba los árboles y los vestía de luz, urdía tramas en los helechos que se desovillaban lentamente: el sol acuñado de nuevo en el agua de una hoja tras su largo descenso.
Zapato y bastón y pisadas caninas chacolotean y resbalan en la roca imbricada y se detienen ante una serpiente enroscada panza arriba con su vientre plano y mortalmente pálido entregado al ajetreo de una silenciosa explosión de mariposas que la abanican con sus pétalos, Scout olfatea cauteloso la serpiente, un tumulto de mariposas sobre su cabeza, florida bendición de sus alas arlequinadas. Con su bastón el viejo gira la serpiente y repara en el dibujo de alfombra polvorienta de su piel opaca, en el negro coágulo de sangre allí donde le han cortado el cascabel.
Siguen adelante —mullidos ahora sus pasos en el humus nauseabundo, tierra con textura de viejo terciopelo verde bajo la coracina de líquenes, o tierra húmeda y esponjosa espigada de raíces, los ganglios lujuriosos de las cosas que crecen— cuesta abajo, persiguiendo la línea de sombra en dirección al valle donde humea el río.
Huffaker habría dicho que estaba mirando casualmente por la ventana en dirección al río la mañana en que llegó el viejo, cuando en realidad había estado tan alerta como el paciente y taciturno visitante de los chinos grises bien planchados. Venía esperándole así desde hacía una semana y allí estaba el viejo en el puente, con su bastón burdamente tallado, una bolsa de papel en la mano, una suerte de inmenso y asqueroso morral atado a la cintura por la parte delantera, y aquella pena de perro pisándole los talones y olfateando de vez en cuando el aire con su hocico lleno de picaduras en una suerte de desesperanzada e indómita afirmación personal, cruzando el asendereado puente bañado por el sol, gallardos pero tristes, como soldados volviendo del combate. Huffaker salió a la puerta y el hombre, viniendo del coche con un lento crujir de botas sobre la grava, le lanzó una rápida mirada. Huffaker se llegó al termómetro roto del anuncio de rapé que había en la esquina del almacén y fingió comprobar la temperatura, luego miró al sol ya alto y olfateó el aire antes de volver a entrar. El viejo estaba en la carretera y se dirigía al almacén. El hombre tenía un brazo alrededor de un poste del porche y el dedo índice anclado en la faltriquera, y mientras mascaba una pajita le vio acercarse con el sereno desinterés de un asesino profesional.
El viejo subió al porche y el hombre dijo:
Arthur Ownby.
Los ojos de Arthur Ownby viajaron lentamente de través y se fijaron en él.
Sí señor, dijo.
Suba a ese coche. Vamos.
El viejo se había detenido. Estaba mirando al otro y luego más allá, serenos sus ojos de un azul lechoso, estudiando el descenso en picado de una paloma, y mirando los campos biselados de hierba hacia la montaña verde, hacia los delgados picos azules erguidos en el cielo distante sin forma ni color que los delimitara, ascendiendo perpetuamente.
¿Me ha oído?
El viejo se volvió. No le importa que antes entre a comprar, ¿verdad?, dijo.
Está usted arrestado. No hace falta que compre nada.
El viejo giró hacia la tienda con un gesto desinflado, sosteniendo en la mano el saquito con raíces de ginseng.
Vamos, repitió el hombre.
De modo que empezó a bajar del porche con aire abandonado, y el perro impertérrito, paciente, girando detrás de él con su miope y casi necia habituación, guiados por el tipo de la ropa almidonada y susurrante, hasta que llegaron al coche. El hombre abrió la puerta y el viejo subió con dificultad al asiento delantero. Mientras la puerta se cerraba se le ocurrió pensar que el perro estaba afuera y en principio no arrestado como él y disparando el brazo contra el cristal y el acolchado que giraban hacia él bloqueó la puerta. El hombre le miró intrigado.
No sabía por dónde empezar, de modo que siguió sentado durante casi un minuto sacudiendo la mandíbula como si no pudiera respirar y el hombre dijo: bueno, ¿qué pasa?
El viejo señaló con la cabeza hacia donde el perro aguardaba mirando el automóvil con expresión estupefacta. ¿Y él?, dijo el viejo.
¿Él, qué?
No le importa que suba también, ¿verdad?
Está oponiendo resistencia, Ownby, métase de una vez. El hombre cerró la puerta, pero el viejo tenía el bastón encima del estribo y en una mutua derrota la puerta se volvió a abrir como por un resorte al partirse el bastón. El viejo inspeccionó la parte inferior del bastón, inclinándose para examinar la madera astillada. El hombre volvió a cerrar la puerta, que rebotó cómodamente en el viejo y casi le dejó sin aliento.
Estaba rodeando el coche y no quedaba mucho tiempo así que el viejo tiró de las manijas y encontró la adecuada y abrió de nuevo la puerta y se inclinó para llamar al perro, que estaba a menos de un metro y se mecía de un lado a otro, consternado.
Vamos, Scout, susurró el viejo. Vamos, sube al coche.
¡Eh!, chilló el hombre. ¿Pero qué diablos se ha creído que hace?
El perro se asustó y retrocedió un poco. El hombre se detuvo un momento entre puerta y puerta, volvió. El viejo se incorporó y le vio acercarse.
Se lo he dicho una vez, le advirtió el hombre, llegando en dos zancadas y alargando rápidamente la mano. El viejo reculó, esperando que la puerta le golpeara de nuevo al cerrarse, pero en cambio giró hacia afuera y entonces apareció la cara del hombre, que le miraba con la máscara clásica de la ira. ¿Es que trata de escapar?, quiso saber.
No señor, dijo el viejo. Sólo estaba diciendo a mi perro que suba…
¡Será posible! Se dio la vuelta como si viera al perro por primera vez. Me dijeron que estaba loco. Maldita sea, no puede viajar con el perro…
Él solo no puede apañarse, dijo el viejo. Es demasiado viejo.
Mire, esto no es la perrera, dijo el hombre. Y no me han enviado aquí para que lleve de paseo a un chucho sarnoso. Haga el puñetero favor de subir al coche y quedarse quieto. Lo dijo muy despacio y sin levantar la voz, y el viejo empezó a preocuparse de verdad. Pero aguantó que le cerraran la puerta otra vez y ya no dijo nada hasta que el hombre rodeó el coche y montó a su lado.
Tampoco sería tan grave que viajara conmigo, dijo. No puedo dejarlo ahí tirado.
Oiga, abuelo, dijo el hombre, le aconsejo que se esté calladito porque ya tiene bastantes problemas sin eso. Encendió el motor y deslizó la palanca y el viejo se vio propulsado violentamente hacia atrás con un tumulto de polvo retrocediendo ante sus ojos y el perro seguía allí parado en el camino en medio de una nube de grava y luego el coche describió una larga curva y salieron a la carretera alejándose del almacén, y el viejo, aferrado a su bastón roto, sosteniendo entre las rodillas el mugriento saquito de raíces, se volvió para mirar al perro que seguía allí como símbolo atávico o heraldo de todas las preguntas sin respuesta que la humanidad se haya planteado alguna vez, hasta que alzó la cabeza para salvar los pliegues de sobre sus ojos lechosos y echó a trotar bamboleante detrás del coche.