Tres veces fueron a por el viejo. Primero eran sólo el sheriff y Gifford. Estaban empezando a subir los peldaños del porche cuando él abrió la puerta y les apuntó y ellos vieron entonces las orejas de mulo de la vieja escopeta de caza echadas amenazadoramente hacia atrás contra la llave. Dieron media vuelta y se alejaron por el patio, sin decir palabra ni volver siquiera la vista atrás, y el viejo les cerró la puerta.
La segunda vez aparcaron en la curva de la carretera con tres ayudantes y un policía del condado. El viejo los vio desde la ventana; corrían ocultándose entre los arbustos, pasando de árbol a árbol como niños que juegan a indios. Al cabo de un rato, cuando todos estuvieron en sus puestos, el sheriff gritó desde su posición bajo el terraplén:
Salga con las manos en alto, Ownby. Le tenemos rodeado.
El viejo ni siquiera volvió la cabeza. Estaba en la cocina con la escopeta apoyada en el respaldo de la silla y vio a uno de los ayudantes acurrucado tras una mata de lilas en la esquina occidental del recinto. El viejo le seguía mirando y entonces el sheriff volvió a gritar que se rindiera y alguien disparó contra un cristal de la habitación delantera, así que sin esperar más se echó la culata al hombro y disparó contra el ayudante. El hombre salió de los arbustos como un conejo y corrió hacia la carretera con un curioso galope corto, aguantándose la pierna. El viejo esperaba oír gritos pero el ayudante no gritó, y entonces recordó que él mismo no había gritado tampoco.
El cristal de la cocina explotó de pronto y el viejo se colocó detrás de la estufa. Hubo una ráfaga procedente del bosque y él se quedó en el suelo oyendo los disparos y el pat pat de las balas atravesando la casa. Pequeños brotes de madera amarilla saltaban de los maderos y casi al mismo tiempo se oía el sonido de la bala en las tablas del otro lado del aposento. No gemían al pasar. El viejo se quedó muy quieto. Un disparo rozó la estufa y rebotó con un sonido metálico y airado, llevándose el cristal de la lámpara de sobre la mesa. Era como estar en una habitación llena de invisibles espíritus maléficos.
Tenía la escopeta sobre las rodillas; con el cañón doblado, el casquillo vacío todavía en la mano. El tiroteo concluyó a los pocos minutos y el viejo reptó junto al aparador y cogió los cartuchos de encima de la mesa y volvió a cargar la recámara vacía. Luego lió un cigarrillo. Oyó que se llamaban unos a otros. Alguien quiso saber si había algún herido. Entonces el sheriff les dijo que esperaran un momento, que el maldito viejo no había vuelto a disparar desde la primera vez, y aulló, como si alguien no pudiera oírle, queriendo saber si Ownby estaba dispuesto a salir.
El viejo encendió el cigarrillo y dio una calada. Afuera reinaba el silencio.
Ownby, llamó el sheriff, salga de ahí si puede.
Más silencio. Finalmente, oyó voces y poco después volvieron a disparar varias salvas. El bastón que sobresalía de la ventana sin cristal cayó al suelo y la ventana se cerró de golpe. Pudo oír los trocitos de plomo que saltaban en la habitación principal, astillando los muebles y escurriéndose como sabandijas a través de las paredes y los cabios.
El sheriff volvió a hablar. Dispersaos, estaba diciendo. Manteneos a cubierto mientras sea posible y recordad: entramos todos a la vez.
El viejo no entendió qué quería decir con eso. Dio un par de caladas más y apagó el cigarrillo y se agazapó detrás de la estufa. Por una tabla partida vio que se acercaban, agachados sobre la hierba como enanos. Dos ayudantes venían del lado sur con las pistolas desenfundadas. Uno de ellos vestía de caqui y tenía aspecto de agente de la A.T.U. El viejo observó sus posiciones, salió de detrás de la estufa, volvió a situarse junto a la ventana y les disparó a ambos en rápida sucesión, apuntando hacia abajo. Se puso luego a cubierto, dobló el cañón de la escopeta, extrajo los cartuchos y volvió a cargar. Afuera todo era silencio. El sheriff no gritó más y al cabo de un rato, al oír que los coches arrancaban, se levantó y fue a la habitación principal para ver los desperfectos.
A media tarde empezó a llover otra vez pero el viejo no pudo esperar más. Negras nubes sobrevolaban la montaña, tamizando el verde de la vegetación, y en los vallejos el viento hacía oscilar la cola de caballo de la niebla, que se ensortijaba melancólica, se quebraba y arrastraba en las pendientes inferiores. Un pájaro carpintero cruzó el patio —sus alas bañadas por debajo de pigmento de cromo— hasta su agujero en la copa mellada de un pino hendido por el rayo.
El viejo sacó el resto de sus cosas, las apiló sobre el trineo y las aseguró con las cinchas que había claveteado bajo los costados. Entró en la casa una vez más y echó un vistazo. Qué más podía llevarse. Salió al fin con una pequeña alfombra deshilachada, le sacudió el polvo y la puso encima del trineo. Agarró la cuerda, llevó el trineo a la carretera y llamó a Scout. El perro salió de debajo del porche, mirando con azules ojos reumáticos el confuso mundo de su dueño. El viejo lo llamó otra vez y Scout se le acercó, cojeando de mala manera, y partieron juntos rumbo al sur hasta que no fueron más que dos formas pálidas y borrosas bajo la lluvia.
Fue por esa razón que cuando llegaron por tercera vez no encontraron al viejo en la casa. Lanzaron bombas lacrimógenas por las ventanas y asaltaron la casa desde tres lados a la vez y la casa se sacudió y estremeció visiblemente bajo el tiroteo. Un policía del condado resultó herido en el cuello. Sentado en el suelo embarrado con la sangre cayéndole por la pechera de la camisa, llorando mientras les gritaba a los otros que sacaran a aquel hijoputa de allí. Cuando salieron de la casa nadie quiso mirarle. Por último, el sheriff y otro hombre se acercaron adonde estaba el herido, le ayudaron a levantarse y lo llevaron al coche.
No, dijo el sheriff. Se ha ido.
¿Cómo que se ha ido? Eso es imposible. El hombre lo preguntó dos o tres veces más pero el sheriff se limitó a menear la cabeza y después de eso el otro ya no preguntó más. Partieron los cuatro coches entre una lluvia de barro, con las sirenas sonando.
Cuando el viejo llegó a la vía del tren la lluvia se había alejado de la montaña y la última luz le permitió ver bajo el filo de las nubes los largos cerros puntiagudos como perros enjutos bajando a todo correr hacia los confines de poniente, al sol ya muy sesgado. Les dio la espalda yendo hacia el este por el lecho de la vía con el trineo meciéndose en las mohosas traviesas. Llovía aún y oscurecía rápidamente. De vez en cuando se detenía para comprobar su carga y ajustar las cinchas. Siguió los rieles durante un par de horas, saliendo de los campos en penumbra por atajos donde la noche caía sobre los terraplenes y caía sobre la madreselva dibujando sombras, formas grotescas de criaturas míticas o extintas que tomaban silenciosa nota de su paso. El viejo torció al este sin dejar la vía, inclinado tirando de la cuerda hacia el crepúsculo morado.
Era ya de noche cuando se apartó de la vía y penetró en el bosque más al sur, tanteando el camino con los pies, tiritando un poco en sus prendas mojadas. Pasaron la vieja cantera, los insulsos monolitos de roca en apiñadas ringleras, enajenados de la tierra y reducidos por los barrenos a una pesada simetría, inclinados, sus rostros estriados pálidos entre los árboles, como ruinas de templos antiguos. Siguieron en silencio el trazado de la pista de la cantera —susurraba el trineo, correteaba el perro como mejor podía—, dejando atrás las vaporosas aguas verdes de la pedrera para adentrarse de nuevo en el bosque, blanca la caliza contra la tierra oscura, un populacho de babosas gigantescas inactivas en un bosque de carbono. Grupos de árboles giraban lentamente como caballos de tiovivo, combinando sombras y dividiéndose en la oscuridad y lo portentoso. Dejó de llover. Se alejaron dejando entre las hojas húmedas un rastro de fuegos fosforescentes como estrellas surcadas por la estela de un barco.
El despuntar del día los encontró en la cara meridional de Chilhowee Mountain, el perro atado ahora encima del trineo y el viejo tirando de ellos árbol tras árbol por la última y empinada cuesta. Desde aquel punto elevado pudo contemplar la primera luz pajiza y sin origen aparente más allá de la curva de la tierra, envuelto el horizonte en una bruma verdemar. Una hora más tarde habían ganado la cresta de la montaña y estaban en un campo de juncia y retama que brillaba como el trigo, sin más árboles que algún castaño hendido del color de la piedra.
El sol ya estaba alto y el viejo descansó apoyado en el árbol. Poco después se quedó dormido con la boza del trineo en la mano ampollada. El perro se tumbó al sol, sacudiéndose las moscas del áspero pellejo. Sombras de nubes subían del valle como agua en movimiento, oscurecían las acolchadas lindes del bosque, seguían adelante; la tierra cepillada volvía a ser verde y ocre oscuro. Las nubes chocaron con la montaña, combándose con ribetes de coral hacia la bóveda azul del cielo. Una mariposa se afanaba entre rayos de luz, descendiendo sobre las copas doradas y glaucas de los árboles…
El viejo despertó a media tarde y comió un poco de torta de maíz fría, que compartió con el perro. No comía mucho y la torta fue suficiente. Luego empezó a bajar la montaña remolcando sus míseras posesiones por un camino abierto entre árboles pequeños y junglas de rododendro. Poco después de medianoche salió a una carretera y torció por ella hacia el sur, cruzó un puente de piedra, un arroyo susurrante de aguas claras, subió de nuevo hacia las montañas con el trineo deslizándose detrás de él y el perro caminando pesadamente.
La luz de la casa a la que llegó aquella mañana pudo verla el viejo un buen trecho antes de llegar a ella. La había entrevisto un par de veces en algún punto del cerro mientras cruzaba un prado, una enorme charca barrida por las sombras de las aves nocturnas al pasar por encima, pero no tenía modo de saber que la carretera lo conduciría a la casa. No volvió a ver la luz hasta que coronó la colina donde se encontraba la casa y donde una parte de la carretera emergía de la noche en un pasadizo de faros de automóvil. Había gente hablando y pudo oír el sonido de un motor en marcha.
Siguió andando hacia la luz. Las voces cesaron. El viejo los miró, dos hombres apoyados en el costado del coche, otro sentado dentro. No se detuvo. Se perdieron tras el resplandor de los faros, reaparecieron apenas, sin moverse, mirándole. Cuando la luz de los faros quedó atrás el viejo se detuvo y los saludó. Hola, dijo.
No se habrá perdido, ¿verdad?
Creo que no, dijo.
Uno de ellos dijo algo. El coche empezó a bajar por el camino con los dos hombres andando a su lado. El que iba dentro asomó la cabeza a la ventanilla. Esta carretera no cruza la montaña, dijo. Sólo da la vuelta.
¿Cuánto falta para el Harrykin?, quiso saber el viejo.
El hombre apagó las luces. Los otros dos habían llegado a su altura y le saludaron por turnos. Scout se subió al trineo y los miró funesto.
Quiere saber cuánto falta para el Harrykin, dijo el conductor.
¿Y para qué?
El otro dio un paso al frente y observó al viejo con inexpresiva curiosidad, observó el trineo cargado con aquella inútil parafernalia y el perro flaco echado encima. No creo que llegue desde aquí, dijo. Debería ir por Sunshine y cruzar el río una vez allí… No es fácil llegar de ninguna manera pero así se ataja bastante. ¿Qué piensa hacer en el Harrykin, cortar leña?
No, dijo el viejo. Sólo pensaba construir una especie de casa y quedarme a vivir allí.
¿En el Harrykin?
Sí señor.
¿De dónde es usted?, quiso saber el que estaba dentro del coche.
De la parte de Knoxville.
El del coche guardó silencio durante un rato. Luego dijo: yo voy hacia Sevierville. Puedo llevarle hasta allí si no le importa viajar en un cacharro como este.
Se lo agradezco mucho, dijo el viejo, pero creo que iré tirando.
Bueno, dijo el hombre. Luego se volvió a los otros dos. He de irme, dijo. Ya nos veremos.
Asintieron con la cabeza. Hasta la vista. El coche se alejó despacio, los faros otra vez encendidos, y se perdió carretera abajo. El viejo tenía la cuerda del trineo en la mano y estaba despidiéndose de los hombres.
Será mejor que entre y desayune algo con nosotros, dijo uno de ellos.
Muchas gracias, dijo el viejo, pero creo que seguiré mi camino.
Coma algo con nosotros, dijo el otro. Íbamos a hacerlo ahora mismo.
Bueno, dijo el viejo. Si a ustedes no les importa.
La casa donde el viejo estuvo aquella mañana no era una cabaña de cazadores sino un sólido chalé de troncos sin alabeo profundamente agrietados por la intemperie y rellenados de arcilla. Era un edificio largo en fuste de silla, dividido en dos aposentos de igual tamaño, y al fondo de uno de ellos había un hogar hecho de piedras de río, lisas como huevos y más antiguas que el propio río. Una mujer asomó la cabeza por una puerta y los miró furtivamente; el más alto de los hombres indicó al viejo que se sentara a una silla hecha de un barreño para mantequilla y forrada con un gastado cuero de vaca. Sacaron tabaco y librillos y se los pasaron al viejo no ceremoniosamente sino con ese modesto ademán de humildad que la gente de campo confiere a una mirada, un levantar la mano. El viejo empezaba a sentirse como en casa.
¿Dice que es de la parte de Knoxville?, preguntó el más alto.
Sí señor, respondió, dando unos golpecitos a su cigarrillo.
Yo tengo una hermana que vive por allí. Sus críos son más malos que la tiña. Se casó con uno de Mead’s Quarry, ¿sabe dónde está eso?
Claro, dijo el viejo. Yo he nacido en Red Mountain. Muchos domingos por la tarde íbamos a zurrar a los chicos de Mead’s Quarry sólo para mantenernos en forma.
El hombre sonrió. Eso me contó él de la gente de allí, dijo.
Ahora fue el viejo el que sonrió.
Habló el otro hombre. ¿Cree que le vendría bien un trago a esta hora de la mañana?
Eso si es que ustedes van a tomar uno.
El hombre cruzó la puerta hacia el alpende y regresó al momento con un tarro de conservas. A ver si es éste el que yo quería, dijo, inclinando el pote y observando el lento peregrinar de las gotas. Quitó el tapón, echó un trago al gollete de su cuello tendinoso, tragó con fuerza, ladeó un poco la cabeza como para escuchar y le pasó el frasco al viejo. Sí, es éste, dijo. Whisky de verdad.
El viejo aceptó la invitación y bebió a placer. Empezaba a notar las piernas un poco cansadas y levantó primero una luego la otra, ligeramente, cotejando su peso. Echó otro trago y devolvió el tarro al hombre. Sí señor, dijo, un buen whisky.
Los dos hombres se lo pasaron entre ellos y luego volvieron a taparlo y lo dejaron en el suelo. El más bajo estaba mirando por el ventanuco. Ya clarea, dijo.
Se volvió hacia el viejo. Habrá salido usted temprano, ¿verdad?
El viejo volvió a cruzar las piernas y echó también un vistazo al exterior.
Pues sí, dijo, de buena mañana.
Imagino que habrá salido de Walland.
No, dijo el viejo. De Knoxville.
Quiero decir andando, por la montaña…
He venido directo, dijo el viejo.
Los otros se miraron. El alto dudó un poco y luego preguntó: ¿y dice usted que va al Harrykin?
Esa es la idea, dijo el viejo.
No parece que sea un sitio como para ir de visita, dijo. He conocido a un par de personas que estuvieron allí y que habrían dado cualquier cosa por no haber ido nunca. Recuerdo que mi padre prefería dejar los perros allí toda una noche antes que ir a buscarlos. Decía que había sitios donde podías andar un buen trecho sin llegar a pisar el suelo, todo eran lauredales y troncos abatidos, y alguna que otra serpiente metida entre los leños… Yo nunca he estado allí.
¿Piensa quedarse mucho tiempo?, preguntó el otro.
Pero antes de que el viejo pudiera responder, la mujer asomó a la puerta para anunciar que el desayuno estaba listo. Los dos hombres se levantaron de inmediato y fueron hacia la cocina, pero luego, acordándose del viejo allí sentado con las lentas palabras formándose en sus labios, se detuvieron. Parecían dos niños que fueran a la mesa con las manos sucias. El viejo se puso de pie y los siguió, mientras el más bajo sonreía a medias diciendo: creo que ya no sabemos cómo comportamos.
Bah, dijo el viejo.
Al llegar al pie de la montaña el viejo se encontró en un calvero grande repleto de junqueras, con un arroyuelo que serpenteaba plácidamente entre la arena graneada de sombras de albur, y las estrellas de seis puntas de las nerviosas arañas de agua yendo a la deriva como frágiles medusas. Se acuclilló y se llevó agua a la boca con la palma de la mano, vio alejarse los albures, brillando en la corriente. Scout vadeó detrás de él con el agua por los codos, chapoteando con ruido. Tiras de tierra rojiza se desprendían de sus cada vez más pelados jarretes, jaspeando el agua como de sangre. Los albures se escabulleron por el canal y una culebra de agua se desenroscó de una roca en la otra orilla y se deslizó por la ligera corriente sin más exhibición de esfuerzo o movimiento que una nota de flauta.
El viejo bebió y luego apoyó la espalda en el trineo. El claro zumbaba suavemente. Una becada cantó en el bosque de la montaña y con ese ruido de todos los días de retiro y paz estivales el viejo se quedó dormido.