Un surco profundo entre los tendones de su cuello, azul humo. Escalonadas formas óseas bajo la piel de pergamino como filas de pespuntes bajando hacia la pechera del vestido. La mirada concentrada en su labor, pestañea cada vez que traga, como haría un sapo. Párpados arrugados como cáscaras de nuez. El cabello apelmazado y canoso, prieto, un casco de alambre galvanizado. Meciéndose, meciéndose lentamente. La falda drapeada, suspendida como un telón sobre un lado de la silla, barría suavemente el suelo. Estaba sentada frente al infecundo hogar zurciendo ojales en una camisa de retazos de lana. Desde su marco con volutas doradas el capitán Kenneth Rattner, carnoso de cara y gallardo con gorra de marino cayéndole sobre la ceja derecha, la insignia de doble barra ceñida ahora de luz, soldado, padre, fantasma, los observaba.
Con una lámpara a cada lado, ella tenía una expresión ritual, como una monja rezando el rosario. Después se puso a observar desde el alpende porque tenía un tejadillo de hojalata y soplaba viento que abatía la lluvia de través con crujidos de seda desgarrada. Hojeaba su revista pero la había leído tantas veces que apenas si miraba las páginas; se fijó sobre todo en el temblor de la llama dentro de la lámpara y en el hierro bruñido del hornillo, bronce y cobre en tonos de pavo real, azules y violetas, dibujos cambiantes que iban de la espira a la lengua de fuego. Agitó la mano encima del cristal y los botes azules que había sobre el hornillo se alabearon.
En la cocina, el hombre tampoco podía verle ya desde la repisa de la chimenea. Al cabo de un rato dejó la revista, giró en la silla, se sentó apoyando los codos en el respaldo y miró por la ventana. Finas grietas a lo lejos sobre Winkle Hollow como relámpagos de calor. No se oía tronar, sólo la lluvia y el viento.
El muchacho pensaba que podía acordarse de su padre. O quizá a su madre hablándole de él… Recordaba a un hombre, pero no estaba seguro de si era su padre o simplemente otro hombre. Su padre no volvió después de que se mudaran a Maryville. De eso sí se acordaba, del traslado.
Era una casa de troncos, esquinada a mano y calafateada con arcilla, asegurados con estaquillas de madera los pesados cabios del desván. Había habido un telar en el desván pero con el tiempo se había convertido pieza por pieza en leña para el hogar. Era una cosa enorme de madera desbastada que bajo el polvo acumulado había conservado incluso entonces un lustre de madera nueva. Los cabios aún tenían ese aspecto. En verano anidaban avispas encima de las tablas, utilizando los barrenos donde las clavijas se habían contraído un poco en tiempos de sequía y caído al suelo, para aparecer en el sofocante desván y pasar zumbando junto a su cama buscando el hueco de la ventana donde faltaba un trozo de vidrio y así salir al sol. También había nidos de avispas en el barro apilado en los tablones más anchos pero su madre los había rastrillado todos un buen día y aparte de las avispas sólo quedaban barrenillos y carcomas, que él no veía nunca pero que conocía por los conos de serrín blando que se formaban en el suelo, en la cumbrera de bajo el alero, o que se descolgaban por las telarañas en forma de gruesas láminas amarillas opacas de polvo y con textura de muselina.
La casa era alta y de aspecto austero por sus escasas ventanas. Se decía que era la más vieja del condado. Tenía una techumbre de tejemaniles que parecían ser la única parte de la casa permeable al clima o los años, pues estaban negros y partidos, y en su actual estado ruinoso parecían víctimas de un incendio antiguo del que la casa hubiera podido salir indemne, ya que era firme y los troncos estaban bien aclimatados. Se combaban y pandeaban y parecían sostenerse únicamente en las chimeneas de arcilla y piedras de río que había a cada extremo, pero por lo demás era una casa recia y asentada y el viento no conseguía hacerla crujir.
No pagaban impuestos por ella pues no constaba en los registros de la propiedad del condado, y tampoco por el terreno porque no era suyo. No pagaban arriendo ni por la casa ni por la tierra, pues en ambos casos los acreedores de dominio eran tan inexistentes a efectos legales como la propia finca. Pagaban a Oliver Henderson, que les llevaba agua tres veces por semana cuando hacía el reparto de la leche.
El pozo escondido tras la maleza y el sorgo que crecían exuberantes en el patio se había desprendido hacía tiempo de su muro de piedras, las cuales se amontonaban por capas en el fondo seco sirviendo de sepultura improvisada a los huesos de conejos, gatos, opósum y demás cuadrúpedos desafortunados.
Él no lo sabía, únicamente lo suponía porque una primavera había encontrado un gazapo dentro del pozo y le había dado miedo bajar a por él. Diariamente, le llevaba algo verde y se lo tiraba al pozo y un día dejó caer un puñado de hojas de lechuga al agujero y vio que algunas quedaban posadas encima del animal y este no se movía. Pasaron los días y el gazapo seguía en el fondo del pozo, entre las piedras, con la lengua encima.
Ella había terminado y estaba mirando la lámpara que había dejado sobre la repisa de la chimenea, sosteniendo la camisa delante de ella con una mano. Estuvo así unos minutos y luego se dio la vuelta y vio que él la estaba observando con la cabeza ladeada, ambos bañados de luz y oscuro el espacio entre los dos a través de la puerta angosta. Él no podía verle los ojos y supuso que estaba mirando otra cosa y finalmente se acercó a la ventana y contempló la lluvia.
Hijo, dijo ella.
Sí señora.
Vete a la cama.
Sí señora, repitió él. No se movió de sitio.
La cama no está húmeda, ¿verdad?
Estaría mojada, siempre lo estaba cuando llovía aunque no hiciera viento. Entonces olía a humedad y olía bien, y estaba bastante fresca para echarse una manta encima. Este año, este verano, se había trasladado al porche, junto a la cocina. Un domingo había bajado la cama mientras ella estaba en la iglesia y cuando regresó ya se había acostado, respirando profundamente cuando ella se detuvo en la puerta antes de entrar. Luego la oyó trajinar con los platos en la cocina, tarareando flojito, y no hizo el menor comentario aunque sí le mandó sacar las dos cajas de botellas y latas que él había desalojado del rincón. El alpende estaba protegido por un mosquitero en su mitad superior; cuando ya llevaba un rato en la cama podía ver incluso los amentos en los robles del patio. Algunas noches un perro grande y flaco venía a mirarlo desde el mosquitero y él le decía cosas mientras el perro aguardaba patilargo y abatido, sin moverse, y luego el perro se marchaba y él podía oír el tintineo de su collar cuando se alejaba por el patio.
Retiró la cama del rincón, dobló la colcha y alisó la almohada. Luego la puso del revés y cogió la manta que llevaba bajo el brazo, la extendió sobre la cama y se acostó. Era la última noche de aquel verano. Se durmió arrullado por el sonido acuoso y metálico de la lluvia que se escurría tejado abajo, canalón abajo, azotes de lluvia en el viento racheado y la neblina rociándole la cara a través de la mampara hinchada. Los robles se agitaban inquietos, advertencias en voz queda, ¡chitón!…
A la mañana siguiente había dejado de llover y el aire era frío y humeaba. Eso le hizo sonreír, porque estaba a la espera y el tiempo y las estaciones eran ahora su reloj particular. No le importaba que todavía hiciera calor. Los arrendajos estaban en los robles por la mañana y los estorninos habían vuelto en grandes bandadas que combaban las ramas, relucientes sus plumas de oscuros colores metálicos, sus cantos una áspera melodía de ritmo herrumbroso. O bien estaban en tierra, inundando el patio de olas negruzcas, y él salía corriendo y daba una palmada y los veía salir disparados hacia el sol en ruidosa horda que levantaba hojas y desperdicios en la corriente ascendente producida por sus aleteos.
Las primeras semanas de septiembre pasaron sin que cambiara el tiempo ni hubiera helada. Las venas se hinchaban en sus brazos y él las apretaba y luego levantaba el puño y sentía latir la sangre en los pequeños vasos.
Ahora luchaba contra el tiempo y lo sentía ceder poco a poco. Ella había invertido dos días metiendo en tarros el resto del jardín y no dejaba de insistirle para que subiera de nuevo la cama al desván antes de que pillara un catarro. Llovía y el estanque se puso rojo como la sangre, y una tarde pescó un róbalo desde los sauces en apenas un palmo de agua y después de limpiarlo sostuvo en la mano aquel pequeño corazón, que seguía latiendo.
Su cama aún estaba en el porche. En noches así no soportaba estar dentro de casa. Salía después de cenar y volvía a la hora de acostarse… y salía de nuevo tan pronto ella se quedaba dormida, caminaba por la carretera a oscuras dejando atrás casas y cabañas, cuyos habitantes de ademanes mudos y enigmáticos adquirían un tono amarillo a la luz de las ventanas…
Una noche al atajar por un sembrado se topó con dos cuerpos que forcejeaban en la hierba, desnudos, blancos y fogosos como peces varados bajo el claro de un cuarto de luna. Siguió caminando. Ellos no le vieron. Cuando llegó a la carretera se puso a correr; sus zapatos sonaron como palmetazos en el asfalto hasta que notó que los pies le quemaban. Corrió hasta abrasarse los pulmones. Cerca de la bifurcación en el corral de los Stiefel había un tulipero grande. Reptó por el bancal de hierba y se agazapó en las sombras del tronco como un malhechor en su guarida, respirando un aire colmado de ascuas.
Estuvo allí un buen rato, viendo extinguirse las luces en el valle. Sonido de voces próximas y apremiantes en el aire acústico de la noche, puertas que se cerraban, risas… Un campamento aprestándose a descansar, fogatas que se apagaban… Un congreso de demonios y hechiceras encuevados a la luz de las antorchas sonando con avidez siniestra viejos huesos resecos.
Un día le descubrirás. Cuando seas mayor. Encontrarás al hombre que se llevó por delante a tu padre. (Recuerda: un rostro fiero y ya marchito pegado al de él, un aliento agridulce…).
¿Pero cómo? Había empezado a llorar.
Tu padre habría sabido cómo. Era un hombre temeroso de Dios, aunque no visitara la iglesia muy a menudo… El Señor te dirá cómo, muchacho. Él no abandona a los que tienen fe. Reza y el camino te será mostrado. Él… Júralo, muchacho.
Tenía el brazo entumecido de dolor… La notaba temblar… Lo juro, dijo.
No lo olvidarás jamás.
No.
Mientras vivas.
Mientras viva.
Sí, dijo ella.
Mientras…
Yo tampoco lo olvidaré, dijo, apretándole de nuevo el brazo por un momento, acercando su cara enorme. Y, masculló, él tampoco lo olvidará.
Mientras viva…
No lo olvidó nunca. De la oscuridad le llegó el sonido de un banjo, acordes de prueba… un mensaje… ¿qué noticias? Viejos amores nuevamente consumados, enfermedad, el llanto de un niño. Las casas ahora en silencio. Reposo. Incluso para aquellos a los que ni la noche más larga podría aportar descanso. Y silencio, la música se pierde en el calor ambarino de innumerables sueños puestos a morir en la lumbre, espectral y callada… La mañana apenas empieza a dejarse ver en la lejanía, y él está cansado. Haciendo inclinarse la hierba bajo pareja tristeza el rocío le siguió a casa y selló su puerta.
El tiempo aguantaba, y también la lluvia. Los días eran grises y brumosos y por la noche los árboles no dejaban de gotear. El estanque se había llenado de botellas y una mañana se dedicó a verlas pasar mientras pescaba al acecho desde un resalto calcáreo que había en el borde superior. Más tarde apareció una barca entre la niebla y vio que el hombre paraba las botellas que flotaban a la deriva y tiraba de los sedales para sacar el pescado. El hombre le vio y le saludó con la cabeza y él hizo otro tanto. La barca viró al llegar al fondo del estanque y regresó sin otro sonido que el golpe sordo de la pértiga en la regala de popa.
Ahora iba a marchas forzadas y los días menguaban y llegó el frío. Su catre seguía en el porche y día tras día comprobaba la decadencia de los árboles en el patio, despertaba a un mundo rojo con el sol enorme anclado a ras de desfiladero y los arces en llamas. Echado bajo su manta mohosa tentaba el aire con la nariz. Una brisa limpia templada al humo y fraguada en agua ceceaba a través de la mampara sin aportar noticias todavía.
Esperaba. En el lento, sangrante mes de octubre observaba, aletargado y soñoliento como un sapo, con los nervios a flor de piel cual gato a la expectativa.
Volviendo una tarde del almacén la vio en la carretera y ella le sonrió y le dijo hola. Él saludó con la cabeza y siguió su camino, oyendo que se reían a su espalda. No la veía desde finales del verano.
Cruzaba el campo de los Saunders camino del riachuelo, llevando al hombro cual zurrón de trampero una redaya casera hecha con tela de saco. No reparó en ella hasta que la oyó hablar, estaba apoyada en un poste con la manos ahuecadas en lo alto de éste y la barbilla sobre las manos. Como si llevara varios días allí esperando con una paciencia inconmensurable a que él pasara.
Bueno, pensó, no es bastante mayor para ser dueña del terreno o hacer que me largue incluso si tiene edad suficiente para eso. Así pues le dijo: qué tal.
Te llamas John Wesley, ¿verdad?
Iba a decir sí señora, pero lo cambió por sí, ése soy yo.
Ella bajó del poste y se le acercó sin prisas, contoneándose. Llevaba un vestido estampado de algodón que se abrochaba como una bata, y allí donde le ceñía el vientre o se tensaba para cubrir sus pechos rollizos la carne blanca y la seda rosa formaban frunces entre los botones. Arrancó un tallo de hierba y empezó a mordisquearlo, mirándole de soslayo, parada delante de él y adelantando una pierna de forma que su cadera sobresalía lateralmente. ¿Qué haces?, preguntó.
Pasar el rato, dijo él.
Ya. Y nada más.
Ella golpeó una piedra con la puntera del zapato. ¿Con quién pasas el rato?
Pues con nadie. Yo solo.
Las puntas de sus senos eran como monedas grabadas en la tela del vestido. Ella se dio cuenta de que la miraba. No deberías andar por ahí tú solo, le dijo, con media sonrisa en las comisuras de la boca y una mirada maliciosa.
¿Quién lo dice?, preguntó él.
Yo. Y también lo dice el predicador.
He de irme, dijo.
¿Vas a seguir pasando el rato tú solo?
Echó a andar y ella se puso a su altura. ¿Adónde vas?, preguntó.
Al estanque, dijo él.
¿A hacer qué?
A pescar.
¿Pescar? No llevas caña.
Tengo una allí, le dijo. Escondida.
¿Nunca llevas la caña contigo?
No.
Ella se rió.
Caminaron despacio, mucho más de lo que él solía. Al cabo de un rato, como ella no decía nada, él le preguntó adónde iba.
¿Yo?, dijo ella. A ninguna parte. Sólo estoy pasando el rato.
¿Y con quién?
Ella rió. Te gustaría saberlo, ¿eh?
No. Me da igual con quién pasas el rato.
Siguió andando, miró hacia los árboles, al cielo.
¿Metes lo que pescas ahí dentro?
¿Dentro de dónde?
Ella señalaba la redaya de tela de saco. De ahí, dijo.
Ah. No, eso es una redaya. Antes de ir al estanque he de atrapar unos pececillos.
La chica no se marchó. Mientras vadeaba el arroyo hurgando bajo la orilla con la vara de la redaya la veía andar o mirarle quieta. En un punto donde la madreselva era menos tupida se aproximó a la orilla y se quitó los zapatos y dio puntapiés al agua mientras él pasaba. Cuando la volvió a mirar estaba con el agua por las rodillas y la falda remangada en la cintura de sus bombachos, y los muslos destacaron increíblemente blancos contra el oleaje de agua marrón al adentrarse insegura en la corriente, con un vaivén de pechos. Llegó a donde estaba él y le salpicó de agua.
No sabes cómo me llamo, ¿verdad?, preguntó.
Está bien, dijo él. ¿Cómo te llamas?
¿Qué te importa?
Si no me importa, pero tú…
Entonces ¿por qué me lo preguntas?
Es que… Si yo no… Calló. Has sido tú la que me ha preguntado si…
Wanita, dijo ella. Por si quieres saberlo. Wanita Tipton. Vivo allá abajo. Señaló vagamente hacía el otro lado del arroyo, más allá de los restos de un campo de maíz, un grupo de nogales que circundaban una casa sucia con un tejado verde de hojalata. Él asintió y se puso a pescar otra vez. No tenía suficientes corchos y los pececillos se le escapaban todo el tiempo. Pero tenía ya seis o siete metidos en una lata que llevaba al cinto.
¿Te gusta hacer eso?, preguntó ella a su espalda.
Se dio vuelta para mirarla. Estaba subida a una roca con las piernas muy juntas. La parte posterior de su vestido estaba mojada y oscura. Tienes una sanguijuela, dijo él.
¿Una qué?
Una sanguijuela. Tienes una en la pierna.
Miró hacia abajo; no le costó mucho encontrarla, una sanguijuela gorda y terrosa justo debajo de su rodilla con una fina cinta de sangre que en la humedad de su espinilla se volvía rosa. Se llevó una mano a la boca y siguió mirando el bicho sin hacer nada. La sanguijuela era bastante grande para ser del arroyo aunque las del estanque eran mucho más gordas. Se la quedó mirando y al cabo de un rato él dijo:
¿No piensas arrancártela?
Eso la impresionó. Levantó los ojos y se puso colorada. Maldito seas, le dijo. Maldito seas por… por… Bueno, maldito seas.
Oye, que yo no la he puesto ahí.
¡Arráncala! ¡Vamos! Santo Dios… ¿es que no me la vas a quitar?
Se acercó a ella chapoteando. Tal como estaba con el agua por la cintura y ella subida a la roca podía verle los muslos hasta donde la falda se metía en los bombachos. Agarró la sanguijuela, intentando mirar y no mirar hacia arriba, sintiendo mareo, temblores, la arrancó y la lanzó a la orilla. Dijo: no deberías vadear descalza.
Por un momento había notado que ya ni siquiera le tenía miedo y todo lo que recordaba era que se marchó corriendo. La enorme extensión de carne y los bombachos y ella agarrada a él por el cuello de la camisa con los pies más o menos en el agua a ambos lados hasta que él se soltó con un ruido de tela rasgada y retrocedió por el agua hasta la orilla y atravesó a la carrera el campo de los Saunders, agua y pececillos saltando del cubo, con aquella tontería de redaya todavía en la mano y el agua removiéndose en sus zapatos, corriendo sin parar.
Ella le dijo algo a la otra y ambas se rieron otra vez. El chico siguió andando hacia casa con el pan, inflamada la cara en el frío del tímido sol de octubre. Cuando llegó al porche vio que su cama no estaba. Ella estaba en la cocina. Depositó el pan sobre la mesa y dejando un eco de pasos en los peldaños subió al desván, a la lobreguez poblado de telarañas del alero inclinado bajo el cual estaba ahora la cama, hecha y con sábanas limpias.
Por esta época, de madrugada el estanque estaba inmerso en niebla, una niebla espesa y arremolinada de la que surgía el parloteo de ánades fantasmas. Cuando salía el sol el valle entero era como un cristal blanco y el aire humeaba y picaba en la garganta por culpa de los hornillos y más tarde de las fogatas donde las mujeres removían sus peroles con largas paletas de madera; chales y tocas les daban aspecto de duendes, y mientras tanto los gnomos esperaban a que estuviera lista la poción. Primeros días de escarcha, días fríos y humeantes con cerdos gruñones y de vez en cuando los aullidos lejanos de gansos volando hacia el sur en «uves» que mudaban en una línea hasta perderse de vista en el horizonte. Cortaba leña, se dirigía temprano a los montones cada vez más grandes de troncos de pino nuevo que relucían en la escarcha matutina como tajadas de miel helada. Se aplicaba a ello con ahínco y los días pasaban. En todo ese tiempo podría haber llenado el patio de leña hasta el techo de la casa.
Si él viviera, le dijo ella un día, a ti no te faltaría de nada. Y él, mutilado de guerra con esa placa de platino en la cabeza y tal, pues no quiso saber nada cuando le declararon incapacitado. Menudo orgullo tenía. No aceptaba limosna de nadie, ni siquiera del gobierno. Era capaz de mantener a la familia él solito, sí señor, que el buen Jesús le tenga en su gloria.
Sí, añadió, mirándolo recelosa, con que seas la mitad de hombre que él seguro que llegarás a algo.
El fuego chisporroteaba en el hornillo, tiñendo de color cereza un costado hasta que las grietas del hierro viejo se metamorfosearon en despatarradas arañas finas.
Balanceándose calladamente en su mecedora tenía la apariencia de alguien empeñado en una lúgubre y tenaz tarea cuya única herramienta verosímil era la esperanza. Ni siquiera la paciencia. Como si tal vez en un futuro incierto la propia mecedora pudiera levantarse y llevársela a la gloria, con ella allí sentada totalmente serena y los pies metidos quizá bajo el travesaño, la falda desplegada a su alrededor. Estaba tarareando algo en aquella su voz nasal, que evocaba ligeramente un zumbido de abejas en verano. Las brasas cacarearon para asentarse con suaves sonidos de tamiz. Se mecía. Y así llegó el invierno aquel año.