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En busca de fortuna
Para mi querida madre, trabajar era incompatible con la tradición familiar. El verme fabricar perlas falsas, vender muebles, decorar el interior de apartamentos, le resultaba una vergüenza. Nunca me lo perdonaría, pero en el fondo conservaba la esperanza de que un día me cansaría, y de que mi marido y yo regresaríamos a casa para llevar una vida digna y monótona en el seno de la familia.
Marga d'Andurain,
Maktoub, 1934
A principios de agosto de 1914, Pierre d'Andurain, a sus treinta y tres años, estaba a punto de tomar una de las decisiones más importantes de su vida. Las noticias que llegaban a la remota finca de Rosario sobre la guerra que amenazaba Europa eran cada vez más confusas, hasta que los titulares de la prensa anunciaron lo que muchos temían. El 4 de agosto dio comienzo la Primera Guerra Mundial, y Pierre, que se tenía por un hombre leal y patriótico, decidió regresar a Francia y luchar por su país, ahora en peligro. Una mañana, sin avisar, le dijo a Marga que hiciera el equipaje:
– Regresamos a casa, intentaré arreglar todo lo de la finca y sacaremos los pasajes…
A Marga la noticia le pareció un maravilloso sueño; por fin podía abandonar aquel desolado lugar donde se había sentido desterrada dos largos años. Aunque le preocupaba que su esposo quisiera ir a la guerra, de nada le hubiera servido retenerle, «el deber le llamaba, sentía que en aquellos difíciles momentos debía estar con los suyos y nadie conseguiría hacerle cambiar de idea». Para sorpresa de sus amigos argentinos y compatriotas franceses -que prefirieron quedarse en Argentina hasta el fin del conflicto-, Pierre liquidó en pocas horas todos sus bienes, malvendiendo el ganado y la hacienda. La familia embarcó en el primer buque de la compañía Messageries Maritimes que partía hacia Europa; desde la cubierta Marga contempló aliviada, por última vez, la deslumbrante ciudad de Buenos Aires con sus edificios de principios de siglo recortados en el horizonte rectilíneo de la pampa, a orillas del Río de la Plata.
Cuando regresaron a Bayona, y de nuevo instalados en la casa de la abuela en la rue Victor Hugo, se confirmaron los más sombríos presagios: la guerra sembraba el terror en Europa y miles de hombres eran movilizados. Convencido como la mayoría de que la contienda duraría poco, Pierre reclamó un puesto en una unidad de combate. El hijo del honorable Jules d'Andurain, oficial de la Legión de Honor, no deseaba un puesto administrativo sino luchar en primera línea; conseguir, quizá, la gloria militar que su padre le había negado. Tras el fracaso en Argentina, Pierre tenía ahora la oportunidad de demostrar que era un hombre valiente y leal a su patria. Pero el único acto verdaderamente heroico en su vida estuvo a punto de costarle un consejo de guerra.
Pierre se enroló en el Ejército y partió al frente de Verdun sin saber que sería una batalla larga y sangrienta. Durante el tiempo que duró la guerra la familia Clérisse se trasladaría a vivir a Hastingues. Marga, con su hijo Pio, y Mathilde -madre de los pequeños Clément y Maïa- vivirían de nuevo juntas hasta el final del conflicto. Las dos hermanas, de caracteres bien distintos, soportarían juntas la dolorosa separación de sus maridos y la incertidumbre de volverlos a ver con vida. Pasaron los meses y Marga apenas tenía noticias de su marido. Preocupada por lo que pudiera pasarle y convencida de que Pierre nunca pediría un permiso por timidez o respeto a sus superiores, decidió ir a su encuentro. Corría el mes de enero de 1916 cuando le dijo a su madre que pensaba reunirse en el frente con su esposo. Tenía entonces veintidós años, y aunque la familia intentó disuadirla por todos los medios, hizo la maleta y abandonó la casa dejando al pequeño Pio al cuidado de la abuela Clérisse.
Su plan era descabellado. Verdun, en los primeros días de 1916, era ya la antesala de un infierno donde los hombres morían cruelmente en las trincheras. Para llegar al lugar donde se encontraba su marido tendría que atravesar controles militares, campos convertidos en barrizales y exponerse a morir bajo el fuego cruzado. Nadie sabe, ni ella lo explicó en sus memorias, cómo se las ingenió para conseguir llegar al frente, entrevistarse con el general comandante del sector y que éste le permitiera ver a su esposo. Pierre era teniente del 49.° Regimiento de Infantería de Bayona destacado en la zona y en aquellos días su unidad se encontraba de reposo. Es fácil imaginar su sorpresa al ver aparecer a su mujer en medio del campo de batalla. En contra de lo que Marga esperaba, Pierre gozaba de buena salud y se había adaptado con aparente facilidad a la dura vida en las trincheras. Lo peor, sin embargo, estaba aún por llegar: un mes más tarde, y desde el 21 de febrero hasta el 19 de diciembre de 1916, los alemanes recrudecieron sus ataques arrasando las posiciones enemigas. Las cifras de bajas fueron escalofriantes: más de doscientos cincuenta mil muertos y quinientos mil heridos, muchos terriblemente mutilados, cegados por el gas, quemados por los lanzallamas o enloquecidos por las insoportables condiciones de la guerra en las trincheras. Cuando la señora d'Andurain regresó a Hastingues su «marcha al frente» estaba en boca de todos; su victoriosa aventura se había convertido en un nuevo triunfo de su inquebrantable voluntad.
En el seno de la familia Clérisse, la precipitada partida de Marga sólo tenía una explicación: que la joven estuviera embarazada -fruto de un amor adúltero- y quisiera justificar que el hijo que esperaba era de su esposo. Cuando nueve meses después de su famosa escapada, el 26 de noviembre de 1916, nacía en la casa de Hastingues un niño de pelo castaño y ojos claros muy parecido a su padre, los rumores se acallaron. El pequeño fue bautizado como Clément Maxime Jacques d'Andurain (aunque siempre le llamarían Jacques), en honor a su tío Clément d'Andurain de Maytie, célebre escritor de lengua vasca, que murió en uno de los combates de Verdún a los treinta y ocho años. Para la familia d'Andurain, Clément, nombrado Caballero de la Legión de Honor a título póstumo, era un héroe; todo un ejemplo de valor y entrega a la patria.
A mediados de 1916 la batalla de Verdun alcanzaba su punto culminante y el Ejército francés sufría los terribles bombardeos de la artillería alemana. Fue entonces cuando el teniente Pierre d'Andurain fue alcanzado por un obús que lo enterró vivo. Tras la terrible explosión, sus hombres comprobaron con alivio que no estaba muerto pero sufría un fuerte shock traumático. A raíz de este incidente, que a punto estuvo de costarle la vida, y convencido de que el obús que le había herido provenía de su propio campo, Pierre envió una señal al cuerpo de artilleros indicando que la línea de tiro era muy corta y que debían ampliarla para evitar que los obuses siguieran cayendo sobre ellos. Viendo que no tomaban en serio sus advertencias, se acercó furioso hasta el puesto de comandancia para telefonear al coronel de artillería que controlaba el sector y avisarle del error. El coronel, ofendido porque un subalterno le pusiera en evidencia, le respondió que sus cálculos eran exactos y le colgó el teléfono. El teniente Pierre d'Andurain, persona tranquila y que pocas veces perdía los nervios, montó en cólera y fue en busca del coronel. Cuando lo tuvo delante, sin mediar palabra le abofeteó en plena cara, ante la mirada perpleja de sus hombres.
Pierre estaba tan indignado de que se hubiera puesto en duda su palabra que no pensó en las consecuencias de aquella reacción. Tras el grave incidente se entregó prisionero. Sabía que con su conducta se arriesgaba a sufrir un consejo de guerra y se enfrentaba a la pena de muerte. Podía ser acusado de abandono del puesto frente al enemigo, de motín y de violencia contra un oficial superior. Pero aquellos valientes vascos que formaban el 49.° Regimiento de Infantería de Bayona, considerado uno de los mejores y más respetados del Ejército francés, testigos de lo ocurrido, le apoyaron de manera incondicional. El esposo de Marga evitó así el temido consejo de guerra y, declarado enfermo a causa de su accidente, fue enviado al País Vasco para asegurar la vigilancia de la frontera francoespañola en Saint-Étienne de Baïgorry. Allí se reencontraría con Marga tras varios meses de separación y conocería a su segundo hijo, Jacques.
La guerra había entrado en su cuarto año, el más sangriento, y Marga, retirada en su casa de Hastingues, leía en los periódicos las inquietantes noticias. Cuando el 11 de noviembre de 1918 finalmente se anunció el armisticio, tras la alegría llegó el horror de las cifras: ocho millones y medio de muertos y miles de lisiados y heridos. Pierre había salvado la vida, pero era el único herido de guerra de la familia, algo que para su madre Marguerite Chanard de la Chaume, viuda de un veterano militar, y para su hermano Jean, oficial de caballería, constituía una deshonra. Jacques, el hijo menor de Marga, escribiría en sus memorias: «Desde ese momento, para el resto de la familia, y sobre todo para su hermano mayor Jean d'Andurain, diez centímetros más alto que él, bien parecido y seductor que lucía monóculo y un gran bigote, Pierre sería una vergüenza para la familia».
El 31 de diciembre de 1919, Pierre se reunió con Marga en Hastingues y durante un tiempo vivieron tranquilos en Villa Le Pic. Fueron meses de calma tras el horror de la guerra; Pierre se recuperó lentamente de sus secuelas mientras su esposa aprendía a pintar, daba paseos a caballo por el campo y disfrutaba de las maravillosas vistas que en días despejados permitían divisar desde los alrededores de su casa las cumbres nevadas de los Pirineos. El buen clima y la paz que se respiraba en este pueblo de Las Landas le ayudarían a olvidar los sangrientos recuerdos del campo de batalla. Marga, por su parte, tuvo mucho tiempo para pensar de qué manera podría ganarse la vida.
Aunque siempre se había mostrado optimista, ahora le preocupaba el futuro. A sus veintiséis años creía que ya había perdido bastante el tiempo y era el momento de tomar una decisión. Las dificultades de la posguerra, el accidente de su esposo, el nacimiento de sus dos hijos, los problemas económicos que los acuciaban la hicieron pensar seriamente en abandonar Bayona. Allí nunca podría trabajar, aunque lo necesitara, porque para su arcaica familia era algo mal visto, casi pecaminoso; por otra parte, el estado de salud de su esposo tampoco les permitía embarcarse en grandes aventuras.
Pierre no era un lisiado pero sufría de estrés postraumático y necesitaría todo el apoyo de Marga para superar la terrible experiencia que había vivido. Como él, muchos soldados y oficiales regresaron del frente con problemas psicológicos y sentimientos encontrados. Tanto en el bando francés como en el alemán, el Alto Mando había demostrado un desprecio absoluto hacia la vida de sus hombres. Pierre había visto a los soldados de su unidad morir en las trincheras húmedas y heladas, sin tener tiempo para enterrar sus cuerpos. Pero todos estos recuerdos eran tan dolorosos que se negaba a compartirlos con su esposa. Prefería refugiarse en sí mismo y dejar que el tiempo curase las heridas. Además, se sentía frustrado y resentido con su propia familia, que en aquellos momentos le había dado la espalda.
Fue en los días de retiro en Hastingues cuando Marga supo que ya no podría contar con su marido y que en adelante ella tendría que tomar las decisiones por los dos. Tras las penurias vividas y su forzosa reclusión en Villa Le Pic, deseaba a toda costa cambiar de vida y entusiasmarse con algún proyecto. Pero tenía dos hijos pequeños que mantener y un marido que se considerada un fracasado porque no había sabido estar a la altura de lo que su familia esperaba de él. Marga pensó que podría trabajar sin que lo pareciera para no contrariar a sus padres: les diría que deseaba dedicarse a la decoración como mera distracción. Con el paso del tiempo madame d'Andurain sería una auténtica maestra en el arte de ganar dinero sin que nadie supiera muy bien a lo que se dedicaba. En su autobiografía confesaba su ardiente deseo de prosperar para poder llevar la vida cómoda que siempre había anhelado: «Nuestra situación financiera y la salud de mi esposo no nos permitían llevar la existencia vagabunda que habíamos llevado antes de la guerra. El gusto por el dinero era más acuciante a medida que nos empezaba a faltar […]. No es que yo me volviera avara y me empeñara en acumular riquezas. Yo quería ganar dinero para darnos las satisfacciones que necesitábamos, para no tener que llevar una existencia mediocre; en realidad, para poder gastarlo a manos llenas».
A principios de 1920, Marga se instaló con su familia en París dispuesta a dedicarse en serio a la decoración. Por primera vez era dueña de su vida y no dependía de nadie. Tras los años infaustos de la guerra y ante un futuro bien incierto, al igual que miles de mujeres aspiraba a encontrar un empleo y a ganar algo de dinero. Estaba convencida de que en París tendría la oportunidad que andaba buscando. Pierre, que siempre admiró el valor y el espíritu emprendedor de su esposa, descubriría muy pronto que nadie como ella era capaz de sacarle partido a los contratiempos más inesperados.
Al inicio de la guerra, Francia era una gran potencia mundial con un importante imperio en África y en el sudeste asiático. La hermosa ciudad de París brillaba con luz propia sobre todas las demás; era el epicentro del arte, del buen gusto y del saber vivir. Los espectáculos que se anunciaban en las carteleras de los teatros eran un fiel reflejo de la intensa y variada oferta cultural que ofrecía la ciudad: en la Ópera de París triunfaba el Parsifal de Richard Wagner y en los escenarios musicales nombres como Debussy, Ravel, Stravinski o Mahler. Los Ballets Rusos de Diáguilev con sus vibrantes fantasías y vanguardistas decorados pintados por el genial Picasso dejaban atónito a un público que no conocía aún el significado de la palabra cubismo. Pero en aquel caluroso verano de 1914 la ciudad se quedó casi vacía; se sucedían los atentados y el miedo reinaba en las calles, donde sólo se veía a familias enteras con sus maletas intentando huir a algún lugar seguro. Las tiendas, los restaurantes, los teatros y la ópera cerraron sus puertas por tiempo indefinido. La vida social se trasladó a las ciudades de veraneo como Deauville o Biarritz; la elegante place Vendôme a un paso del hotel Ritz parecía desierta, sólo la tienda de modas de Coco Chanel, en la rue Cambon, se mantuvo abierta al público. En las playas y los lujosos balnearios de Biarritz, donde Marga había pasado tantos veranos inolvidables con sus primas, la gente adinerada se entregaba al placer; la guerra para ellos quedaba muy lejos.
El París que Marga encontró cuando descendió del tren con sus maletas en la Gare d'Austerlitz, acabada la guerra, era una ciudad abandonada y triste, golpeada y traumatizada por sus muertos: un millón y medio de franceses cayeron en combate. Las heridas tardarían en curarse, pero la ciudad poco a poco recobraría su especial magnetismo y acogería con los brazos abiertos a estudiantes, artistas, escritores, intelectuales y a un buen número de expatriados americanos y rusos que llegaban en busca del refinamiento y la libertad que París representaba.
La hermosa ciudad junto al Sena resurgiría de sus cenizas y pronto sería de nuevo la capital de las vanguardias artísticas y de la tolerancia. Los teatros y la ópera levantaron el telón, se reanudaron las carreras de caballos y en los clubes nocturnos sonaban las mejores bandas de jazz. Se avecinaban los «locos años veinte» contra la tristeza y el dolor. Tras su aislamiento en Hastingues, Marga deseaba disfrutar de la agitada vida social parisina. En aquella ciudad que parecía no dormir nunca, la gente se divertía asistiendo a bailes de máscaras, cabarets y fiestas extravagantes que ayudaban a olvidar las penas del pasado.
La señora d'Andurain se reconocía en aquel nuevo modelo de mujer que acababa de nacer tras la guerra. Una mujer sin corsés, seductora, moderna, independiente y deportista que lo mismo podía conducir un automóvil que pilotar un avión -en 1934 Marga se sacaría el título de piloto en el aeródromo de Villacoublay- o asistir a las carreras de caballos. Cuando se instaló en su hotel junto a las ruinas de Palmira, en Siria, conduciría a toda velocidad por las polvorientas pistas de tierra batida al volante de su descapotable. Marga siempre fue una mujer moderna y una adelantada a su época.
En el fondo se identificaba, como tantas otras mujeres de su generación, con la protagonista de La Garçonne (La Machona), una novela publicada en 1922 y tachada de obscena, que conmocionó a la sociedad francesa de su tiempo y en pocos días se convirtió en un éxito de ventas. Influida por su lectura, quería emular a su heroína, Monique Lerbier, una muchacha de la aristocracia que rechaza el matrimonio de conveniencia al que la empujan sus padres, logra independizarse económicamente cuando va a vivir sola y se hace famosa como diseñadora de interiores defendiendo su derecho al amor libre. El libertinaje de su protagonista -que mantiene una relación lésbica con una cantante de music-hall- y los turbios escenarios donde transcurre la acción provocaron un auténtico escándalo en un país donde las mujeres no tenían derecho al voto.
El matrimonio d'Andurain vivió primero a las afueras de la ciudad, en la zona periférica de Saint-Cloud. La idea inicial de Marga era renovar apartamentos, situados en barrios céntricos y elegantes de la ciudad, decorarlos a su gusto y venderlos después muy por encima de su valor inicial. Pronto se daría cuenta de que con dos niños a su cargo, que además siempre se estaban peleando, no le resultaría fácil poder trabajar en el mundo de la decoración, una profesión nueva para ella que cada vez le absorbía más tiempo. Fue en aquel momento cuando tomó otra de sus polémicas decisiones: mandaría de regreso a Bayona a su hijo Jacques de cinco años hasta que pudiera hacerse cargo de él. El pequeño viviría en la casa de sus abuelos Clérisse, al cuidado de la tía Marguerite. Esta solterona afable, de rostro triste y envejecido a sus cuarenta y un años, era la hermana pequeña de Marie Clérisse y cuidaría de Jacques como si fuera su propio hijo. Tía Marguerite, a la que llamaban cariñosamente Mitioulotte, en su juventud había sido la prometida del juez Garrelong de Bayona. Las dos hermanas pensaban casarse el mismo día, pero ocurrió un hecho imprevisto. Tras la petición de mano, la enamorada Marguerite sufrió un terrible eczema que anuló sus posibilidades de matrimonio. Nunca abandonaría la casa de la rue Victor Hugo y haría compañía a su hermana hasta el día de su muerte en 1936.
Marga tenía la cabeza llena de proyectos pero no disponía del capital suficiente para hacerlos realidad. Tía Marguerite, al conocer sus problemas financieros, le propuso un acuerdo que no podría rechazar: ella le adelantaría la suma de dinero para comprar su primer apartamento parisino y a cambio Marga le dejaba a su cuidado al pequeño Jacques. En su Bayona natal fueron muchos los que pensaron que Marga había vendido a su niño para poder llevar una vida disipada en París. Jacques se despediría de sus padres sin entender muy bien los motivos por los que tenía que separarse de ellos. Hasta los doce años viviría en la casa de la abuela Clérisse, salvo el período de seis meses que pasaría en El Cairo donde entonces residían sus padres. Aquel niño tan guapo de ojos azules y cabello claro que estudiaba en los Hermanos de las Escuelas Cristianas de Bayona y que la abuela Marie Clérisse creía predestinado al sacerdocio, heredaría el espíritu rebelde de su madre: a los quince años se declararía ateo y comunista, y luego participaría activamente en la Resistencia francesa contra los nazis.
Las cartas que enviaba Marga a sus padres desde París cambiaban a menudo de dirección; poco a poco los barrios en los que residía eran más distinguidos, lo que indicaba su rápida escalada social. Primero compró un pequeño apartamento en la rue de Turin, lo vendió y compró otro en la rue de Miromesnil, antes de adquirir un espacioso piso en el número 29 de la avenue Henri-Martin, muy cerca de los Jardines de Trocadero y el Sena.
En aquellos tiempos de la posguerra en París, la gente tenía necesidad de encontrar un buen piso y los que se lo podían permitir invertían en inmuebles bien situados y remodelados con gusto. Incansable y llena de energía, Marga recorría a diario las tiendas de antigüedades, compraba muebles de época para repararlos, tapizaba viejos sofás con telas brillantes, arreglaba espejos y confeccionaba cortinajes. Su esposo Pierre la ayudaría en su nueva faceta de decoradora de interiores contratando a pintores, ebanistas y albañiles, en un tiempo en que era fácil y barato disponer de mano de obra. Por primera vez desde su luna de miel, los dos parecían felices y compenetrados dedicados al negocio de la decoración.
Gracias a su innegable buen gusto y estilo, Marga conseguiría transformar los pequeños apartamentos que iría adquiriendo en acogedoras viviendas llenas de encanto. Le gustaba mezclar el arte oriental con muebles antiguos restaurados, incorporando biombos chinos, mullidas alfombras orientales, grandes espejos dorados, deslumbrantes cortinas y confortables sofás. Era una especialista en mobiliario chino y, al igual que Coco Chanel, tenía debilidad por los antiguos biombos lacados. La famosa diseñadora de moda se enamoró de los biombos Coromandel hasta tal punto que, según sus propias palabras, «cuando los descubrí creí que iba a desmayarme». Procedentes de la provincia de Hunan y fabricados por maestros artesanos en el siglo xviii, eran piezas únicas que llegaban a Francia desde las fábricas de las costas de Coromandel, en el sudeste de la India. Mademoiselle Chanel los solía instalar delante de las puertas de su elegante apartamento en el número 31 de la rue Cambon cuando invitaba a sus amigos a cenar para que se olvidaran de que se tenían que marchar. Marga se llevaría en todos sus viajes sus apreciados muebles lacados y biombos de flores con los que decoraría las innumerables casas y villas -de alquiler o prestadas por amigos- en las que residiría a lo largo de su errática vida.
Pero no duraría mucho tiempo su nueva faceta de decoradora de interiores; es cierto que había conseguido conquistar en poco tiempo los barrios más chics de París, pero gastaba más dinero del que ingresaba. Sus proyectos decorativos, cada vez más suntuosos, la llevarían a la ruina. Tras su fracaso en el mundo de la decoración, Marga, que tenía intuición a la hora de captar las tendencias y los gustos del público, decidió dedicarse a la moda. Para ella su cuñada Suzanne Clérisse, la esposa de su hermano Pitt, era todo un ejemplo. Suzie -como todos la llamaban- era la única persona en la familia Clérisse que trabajaba y se sentía orgullosa de ello. Atractiva, elegante y emprendedora, era première -primera costurera- en la casa de Madeleine Vionnet, una de las figuras más destacadas de la alta costura parisina en el período de entreguerras. Suzie se había casado con Pitt, héroe de la aviación que participó en misiones especiales y fue hecho prisionero por los alemanes. Al final de la guerra él se encontraba sin trabajo, algo que no pareció importarle mucho porque su esposa se ganaba bien la vida. Gracias al salario de Suzie vivían holgadamente y Pitt podía dedicarse a sus dos grandes aficiones: los coches nuevos y el buen vino. Para Marga, esta mujer, independiente hasta el punto de mantener a su familia, era el símbolo del éxito; para su padre, Maxime Clérisse, era «una deshonra para la familia». La joven nunca fue invitada por sus suegros a la casa de Bayona; para ellos su profesión era comparable a la de una prostituta. Aislados en su mundo, los padres de Marga ignoraban el renombre que tenía Madeleine Vionnet en París.
Madame Vionnet había nacido en el seno de una familia modesta y con una gran fuerza de voluntad llegó a lo más alto en el mundo de la moda. A los doce años tuvo que abandonar el colegio y aprendió corte y confección. Trabajó en varias casas de moda de París hasta que pudo abrir su propia tienda en 1912 en la rue Rivoli. El éxito que cosechó en los años veinte le permitió comprarse un apartamento en la avenue Montaigne, convirtiendo aquel bulevar hasta los Campos Elíseos en el corazón de la alta costura. Vionnet, inventora del corte al bies y de hermosos drapeados que hasta el día de hoy ningún modisto ha conseguido superar, sería recordada también por sus trabajadoras, que disfrutaron de unas condiciones que la ley no impondría hasta más tarde: breves descansos, vacaciones pagadas y ayudas en caso de enfermedad. Marga visitaba con frecuencia la casa de modas Vionnet y gracias a su amistad con Suzie siempre -incluso en pleno desierto- iría a la última moda.
En aquel París de la primera década del siglo xx los nombres de la alta costura eran femeninos; junto a Coco Chanel, que comenzaba a hacerse un hueco con una selecta clientela, triunfaban otras mujeres como Jeanne Lanvin y la gran Vionnet, de la que se decía era un duende con las tijeras. Todas trabajaban para una clientela adinerada, por lo general damas de gusto exquisito y muy exigentes, que además de valorar sus magníficos diseños y la calidad de sus cortes, sentían verdadera pasión por los complementos. Coco vendía muy bien sus inimitables sombreros sin apenas adornos, pero los accesorios, como las joyas, los cinturones y los bolsos venían del extranjero. Marga quería dedicarse a los complementos de moda, en un momento de auge de la alta costura, cuando el vestir con elegancia era sinónimo de opulencia. Había muchas mujeres dispuestas a gastar su dinero en trajes de noche, perfumes, coches deportivos y deslumbrantes joyas.
El collar de perlas estaba de moda en aquel París de «fiestas y champán» y las damas los llevaban largos con dos y hasta tres vueltas. Coco Chanel adoraba las perlas y contribuyó a que sus clientas las consideraran un complemento indispensable del buen gusto y la elegancia. En la mayoría de los retratos que le hizo su amigo el fotógrafo Cecil Beaton, la gran dama de la costura aparece luciendo en su esbelto cuello largos collares de perlas falsas: «Me gustan las joyas falsas porque las encuentro provocativas y pienso que es una vergüenza ir de aquí para allá con el cuerpo cargado de millones por la simple razón de que una es rica. La finalidad de las joyas no es hacer rica a la mujer que las lleva sino adornarla, lo que no tiene nada que ver», explicaba Coco. En realidad, la diseñadora puso de moda las perlas falsas porque no podía lucir en la calle los valiosos collares de perlas auténticas que le regalaron algunos amantes -entre ellos el duque de Westminster- sin que todo el mundo la mirase y más en una época de penurias.
A lo largo de toda su vida, Marga d'Andurain también sentiría predilección por las perlas. En uno de sus retratos más conocidos, el que aparece en Le Mari-Passeport, posa misteriosa con un sencillo collar de perlas. De naturaleza supersticiosa, no sólo apreciaba su brillo y textura sino las leyendas y los poderes que desde tiempos muy remotos se atribuían a estas gemas. Los antiguos egipcios y los chinos utilizaban las perlas como cosméticos y les atribuían propiedades curativas y afrodisíacas. Pensaban que la perla era un indicador fiable de la salud de quien la llevaba: se apagaba su brillo cuando su portador caía enfermo y perdía su oriente cuando moría. Para los habitantes del golfo Pérsico las perlas eran un símbolo del poder de la luna y les atribuían poderes mágicos. En los primeros años de la Edad Media los caballeros solían llevar perlas al campo de batalla, pues creían que la magia contenida en su suave brillantez los protegería de cualquier peligro. Para la señora d'Andurain, las perlas también eran algo más que un complemento de lujo y elegancia. No renunció a ellas ni cuando vivía en el desierto de Palmira porque las consideraba un amuleto protector.
Cuando Marga emprendió su arriesgado viaje a La Meca lo hizo, entre otros -y misteriosos- motivos, porque conocía el gran valor que tenían en Europa las perlas marinas, especialmente las del golfo Pérsico. Su idea inicial era visitar La Meca y proseguir viaje a través del ardiente desierto hasta las idílicas islas de Bahrein, famosas por la calidad de sus perlas nacaradas. Allí pensaba comprar grandes cantidades de perlas a los pescadores y venderlas en Francia a un precio muy superior. Marga siempre conservaría un stock de sus perlas falsas fabricadas en su casa de París y cuando necesitaba dinero sólo tenía que acudir a los bazares y venderlas. El día que desembarcó con su familia en Alejandría llevaba con ella cajas llenas de perlas y joyas que pensaba vender a las ricas damas inglesas y egipcias de El Cairo.
En mayo de 1920, mientras Marga intentaba fabricar la perla más perfecta, no muy lejos de París, en la Riviera italiana, se celebraba en San Remo la famosa conferencia donde los aliados victoriosos de la Primera Guerra Mundial se disponían a repartirse los territorios del antaño glorioso Imperio otomano. En aquella reunión, británicos y franceses elegirían su parte del suculento botín: una extensa y fértil región, rica en petróleo, bautizada como Oriente Próximo. Los territorios árabes, gobernados durante más de cuatro siglos por el llamado Gran Turco, iban a convertirse en «mandatos» hasta que pudieran «gobernarse por sí mismos». El mapa de Oriente Próximo iba a sufrir grandes cambios de consecuencias imprevisibles: Siria y el Líbano quedaban bajo mandato francés, a la vez que eran separados uno del otro. Bajo mandato británico estarían Egipto, Irak -con Faisal I como soberano-, Palestina y Transjordania, actual Jordania. Por el momento, Marga estaba más preocupada por ganar dinero y no parecía tener mucho interés en lo que ocurría en una región que muy pronto se convertiría en el escenario de sus célebres aventuras.
«Nuestras economías habían mermado sensiblemente. Necesitábamos fondos; me hablaron de un suizo que fabricaba perlas artificiales, estaba buscando un socio y un local. Nos entrevistamos con él y nos pusimos en seguida de acuerdo.» Marga estaba convencida de que este negocio podía ser muy rentable. Gracias a su hermano Pitt había conseguido el contacto con el empresario suizo y a Marga le pareció una oportunidad única que no podía dejar escapar. En pocos días firmaron un contrato de colaboración y el nuevo socio instaló su taller en uno de los salones del elegante piso de ella en el número 29 de la avenue Henri-Martin.
Sin embargo, Marga, exigente por naturaleza, no estaba satisfecha del todo con el resultado de las primeras muestras; le parecía que el proceso de fabricación era imperfecto y que a simple vista era muy fácil reconocer las perlas verdaderas de las falsas pues los colorantes no acababan de conseguir el tono original. Al poco tiempo rompió el contrato con su socio y se instaló por su cuenta. Con la ayuda de un amigo de la familia, el primo Nodon, astrónomo y apasionado de la química, conseguiría una perla artificial perfecta: «Gracias a la colaboración de un químico experto y muy conocido, creamos una perla de gran calidad, de un nacarado sin defecto y con un oriente muy hermoso».
El apartamento de Marga se llenó de estuches de ante rojizo con la marca Arga -abreviación de Marga-, nombre de la recién creada sociedad. Comenzaba así una nueva etapa para la emprendedora señora d'Andurain como fabricante de perlas. Pierre se encargaría de controlar el laborioso proceso y de vigilar el secado de las perlas -pinchadas por centenares sobre placas de corcho- evitando los movimientos bruscos que pudieran levantar partículas de polvo. La sociedad Arga parecía despegar y Pierre, más recuperado, se sentía a gusto en su nueva ocupación. Pero con el paso de los meses y aunque los pedidos iban en aumento, el negocio no prosperaba por los intermediarios: «Mis negocios -reconoció Marga- tomaban una envergadura que no esperaba, pero como sólo vendía al por mayor, los beneficios se quedaban en manos de los intermediarios. Tenía además una dificultad añadida: la imposibilidad de vender directamente a la clientela». La idea de abrir una tienda era impensable, su familia no se lo hubiera permitido y no quería enfrentarse una vez más a sus padres: «En un mes vendí perlas a una casa de modas por valor de 28.000 francos (de los de 1920). Al detalle, hubiera ganado cinco veces más. Pronto tendría que tomar la determinación de irme a trabajar lejos, bajo un sol más luminoso y a un país donde mis esfuerzos dieran el máximo».
En 1925, Marga d'Andurain decidió registrar la patente de las perlas falsas y venderla. En pocos días liquidó también su apartamento. Con su dinamismo y férrea voluntad podía haber conquistado París pero hacía falta mucho dinero para seguir invirtiendo o para montar su propia boutique como era su sueño. Además, aunque era una magnífica vendedora y relaciones públicas, no tenía la más mínima idea de cómo administrar un negocio y el dinero se le escapaba de las manos.
El 18 de abril recibió la noticia de que su padre Maxime Clérisse acababa de morir en Bayona. La oportuna herencia que recibiría la animó a abandonar Francia e instalarse en la ciudad de El Cairo. «Al morir mi padre, mi madre intentó hacernos volver junto a ella: quería que renunciásemos a ganar dinero con un negocio que le parecía vergonzoso. Pero todo fue en vano. No podíamos resistirnos al atractivo de un país rico, de cielo puro y sol cálido. Un hermoso día nos embarcamos en Marsella, con todo nuestro ajuar, en un paquebote rumbo a Egipto.»
La abuela Clérisse intentaría por todos los medios que su hija no se llevara a Egipto a sus nietos Jacques y Pio, pero fue inútil. Pierre, también sorprendido por la repentina decisión de su mujer de partir a Oriente Próximo, aceptó de buena gana un cambio de aires. La madre de Marga nunca les perdonaría que la abandonaran justo cuando acababa de quedarse viuda. Acostumbrada como estaba a dar órdenes y a que la obedecieran, consideraba una provocación el viaje de su hija a tierra de «infieles». Lo que ignoraba madame Clérisse es que el viaje a Egipto de su hija era sólo el inicio de una aventura que años más tarde la haría célebre en toda Francia.
«Me horrorizan los países fríos, brumosos, sin luz. Necesito el calor del sol», solía repetir Marga una y otra vez. No se conocen los motivos exactos por los que decidió viajar a Egipto, un destino muy de moda en aquellos años veinte. Es cierto que necesitaba ganar dinero, que amaba los países de clima cálido y estaba harta de pasar frío en París. Pero su hijo Jacques siempre pensó que si su madre se animó a viajar con toda la familia a cuestas a un país del que nada conocía fue porque había sido contratada de antemano para cumplir una oculta misión. De no haberlo hecho en este momento de su vida, ahora que disponía de una pequeña herencia y en París había cerrado una etapa, quizá nunca se hubiera marchado. «Nada me podría detener; la pasión que sentía por partir a un lugar cálido y soleado había invadido de nuevo mi ser. La agencia Cook cogió mis muebles y en una semana todo se arregló. Mi madre, que nos llamaba "los imprevisibles", había encontrado el calificativo más justo para designar nuestro matrimonio.»
Desde un principio el sueño de Marga d'Andurain fue montar un instituto de belleza en El Cairo. La ciudad se había convertido en un lujoso balneario a donde acudían los británicos para curar sus problemas de salud y descubrir los fabulosos tesoros de los faraones. Intentó en vano conseguir la representación de Elizabeth Arden, famosa por sus tratamientos de belleza y la calidad de sus productos. Finalmente, y tras una estancia en Londres que nunca mencionó -donde pudo hacer un curso de esthéticienne y aprender algo de inglés-, consiguió una marca menos conocida, Mary Stuart, que sonaba lo suficientemente rimbombante como para no pasar desapercibida. Durante los cinco años que vivió en París había descubierto el éxito de los institutos de belleza, lugares donde se aplicaban masajes faciales y se vendían productos de belleza para esa nueva mujer deportista que había nacido tras la guerra y que huía de los falsos maquillajes. Con el fin de la Gran Guerra, todas las grandes marcas abrieron salones de belleza en la capital parisina. Eugène Rimmel, que había estudiado los colores y las grasas protectoras que utilizaban los indios de América, causaba furor con un novedoso producto: la máscara de pestañas. Elizabeth Arden lanzaba desde América sus famosos productos que serían la base de una próspera industria. Helena Rubinstein, llegada desde Polonia, hizo fortuna vendiendo a sus clientas una crema hidratante que pretendía ser una receta de su abuela. El bronceado estaba de moda, ya no se llevaban los rostros pálidos, ahora primaba el culto al dios sol. Sin duda, no había nada más chic para triunfar en una ciudad cosmopolita como El Cairo que ser una dama francesa, estilosa y divertida, recién llegada de París, la capital del buen gusto y la elegancia.
Entusiasmada ante esa perspectiva, Marga comenzó los preparativos del viaje. Pero había algo que la preocupaba. Sabía que para poder introducirse en el selecto ambiente de la alta sociedad británica en El Cairo no bastaba con ser francesa y tener buena presencia: necesitaba un título nobiliario que le abriera las puertas. Los días anteriores a su partida Marga y Pierre se dedicaron a investigar si en alguna rama -aunque fuera lejana- de sus respectivos árboles genealógicos podían encontrar ese «toque» de honorabilidad que les faltaba. Descubrieron que dos ancianas tías, sin descendencia, vivían en su castillo de Lons, cerca de Pau, y su único deseo era hacer continuar el nombre y el linaje del último marqués de Lons, gobernador general de Navarra en tiempos de la Corona de Francia. Tanto la familia de Pierre como la de Marga tenían un lejano parentesco con los Lons. Sin embargo, para conseguir el título del marquesado había que recurrir ante el Consejo de Estado y era un proceso largo y costoso que no se podían permitir.
Finalmente, y buscando una solución a la desesperada, Marga recordó que en la historia de la región de la Soule, en el corazón del País Vasco francés, se guardaba la memoria de unos vizcondes y decidió apropiarse de dicho título. Sólo tuvo que acudir a una imprenta del boulevard Saint-Germain y encargar unas elegantes tarjetas de visita a nombre de «vizconde y vizcondesa Pierre y Marga d'Andurain». Su falso título le abriría muchas puertas durante su estancia en Oriente Próximo y nadie pondría en duda que aquella mujer con tanto charme fuera una verdadera aristócrata francesa. Marga no había conseguido enriquecerse en el París de la posguerra, pero ahora sólo pensaba en abrir un instituto de belleza para atender a todas aquellas aristócratas y millonarias que se alojaban en los lujosos hoteles y balnearios frente a las pirámides que estaban dispuestas a gastarse mucho dinero en el cuidado de su cuerpo.
La agencia Cook se encargaría de todos los detalles del viaje: veinticinco baúles y sus muebles orientales más queridos viajarían en la bodega del barco. En aquel tiempo la travesía a Egipto no era tan peligrosa y difícil como antaño. Hacia 1850 se inauguró un servicio de barcos de vapor entre Londres y Alejandría, lo que hizo que la región fuera mucho más accesible a los turistas que huían del terrible clima de Inglaterra. Se tardaba entre siete y doce días en llegar a Alejandría desde Southampton y el río Nilo sólo se podía remontar en un tradicional dahabié de vela latina. Cuando la británica Florence Nightingale, pionera en el campo de la enfermería, llegó de viaje de placer a El Cairo en 1849, confesaba en una carta a sus padres que algunos hombres que conoció durante su travesía por las aguas del Nilo reconocían no haber visto antes una mujer europea por aquellas latitudes.
En 1869 se había inaugurado el canal de Suez, una obra de ingeniería que acortaba en dos meses el viaje que unía Europa con la India y los destinos de Extremo Oriente. Ese mismo año el avispado empresario inglés Thomas Cook comenzó a vender sus viajes organizados de Londres a El Cairo. La agencia se ocupaba de todos los detalles de un viaje que había dejado de ser una peligrosa aventura: pasajes del barco, alojamiento en hoteles de lujo, excursiones con guías locales, cruceros exclusivos por el Nilo y visita a los museos. Los árabes contemplaban atónitos a aquellas atolondradas damas que paseaban por las pirámides a lomos de asno vestidas con encorsetados trajes de muselina blanca a cuarenta grados a la sombra.
A finales de octubre de 1925 Marga y su familia llegaron en tren a la Gare de Saint-Charles en Marsella. Se alojaron en uno de los hoteles más lujosos y antiguos de la ciudad, el Noailles, frecuentado por príncipes, artistas y políticos. Por fin se encontraban en la puerta de Oriente, a pocos metros del muelle de La Joliette donde embarcaban los grandes transatlánticos rumbo a remotos y exóticos destinos. El barco elegido era el majestuoso Sphinx que les llevaría en apenas cuatro días al puerto de Alejandría. Como recordaba Marga, surgieron imprevistos: «En medio del entusiasmo por la partida, nos surgieron obstáculos hasta el último momento. Sólo creí que verdaderamente nos íbamos cuando el barco hubo soltado amarras. La campana había sonado, la sirena desgarraba el aire; a bordo con mis dos hijos, escrutaba nerviosa el muelle y mi marido seguía sin aparecer. Por fin lo vi subido a un camión que traía nuestras veinticinco maletas. La gente pensó que era el empresario de la gira de Clara Tambor… ¡Qué partida! ¡Y qué suspiro de alivio cuando las hélices comenzaron a girar!».
Comenzaba para Marga una nueva vida en Oriente Próximo, donde protagonizaría un sinfín de aventuras impensables para una mujer de su tiempo. Para su hijo Jacques, el precipitado viaje de su madre a Egipto en aquel año de 1925 ocultaba otra realidad: Marga habría sido reclutada por el Servicio de Inteligencia británico para trabajar como espía o agente en El Cairo. El instituto de belleza Mary Stuart era sólo la tapadera para moverse sin llamar la atención entre las esposas de los oficiales británicos y franceses. Marga no conocía a nadie en Egipto y sin embargo a su llegada a la capital pudieron disponer de un céntrico apartamento en la mejor zona de la ciudad. Una misteriosa dama sería la persona encargada de introducirla en el cerrado y exclusivo círculo de la alta sociedad británica: «Mi madre viajó a Londres posiblemente antes de 1922 y allí fue confiada a madame Brimicombe, cuyo esposo daba clases de inglés en el College de Oxford. Todo estaba previsto para que a su llegada a El Cairo alguien se hiciera cargo de ella, alguien que seguramente fue la viuda del general británico, lady Graham».