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Asesinato en Palmira
Ha sido reconocida mi total inocencia, al ser absuelta por no haber una sola prueba en mi contra, estando fundada la única acusación en las palabras de un moribundo. Y, sin embargo, no me han dejado entrar en Siria, me han obligado a regresar a Francia y me condenan a vivir en París, cuando todo lo que me importa está en Oriente.
Le Mari-Passeport
Durante su cautiverio Marga había sufrido hambre y sed, sin contar con la falta de higiene y las picaduras de pulgas y chinches que le hicieron la vida insoportable. Había estado enferma, con fiebres altas, vómitos y todo el cuerpo dolorido a causa de las llagas. En más de una ocasión había pensado en rendirse pero finalmente había conseguido superar aquel infierno. A pesar de todos los contratiempos guardaba en su retina toda la magia de aquellos países, sus impresionantes paisajes en regiones que aún no figuraban en los mapas, sus milenarias ciudades en ruinas y la hospitalidad de los beduinos en el desierto. Ahora en París se sentía de nuevo prisionera, sin libertad para viajar e injustamente alejada de todo lo que amaba. De 1925 a 1933 sus travesías por Oriente Próximo -Egipto, Siria, Líbano, Irán y la península Arábiga- le habían dado una mayor seguridad en sí misma. Había descubierto lo que realmente era capaz de hacer y estaba a punto de demostrarlo.
Los que imaginaban que la condesa d'Andurain, tras su penosa experiencia en la prisión de Yidda, llevaría una vida tranquila y anónima en París no la conocían. El escándalo estalló a principios de mayo de 1934, cuando el periódico vasco Le Courrier de Bayonne publicó por entregas su increíble aventura en Arabia Saudí. Durante dos meses consecutivos y bajo el título de Maktoub, Marga relataría de manera muy novelesca sus años en Palmira al frente del hotel, su conversión al islam y posterior matrimonio blanco con un beduino para intentar entrar en La Meca, el ambiente «íntimo y asfixiante» del harén y su cautiverio en los sórdidos calabozos de la cárcel de Yidda. Con la ayuda de su amigo el erudito arqueólogo Henri Seyrig -que colaboró en la redacción-, Marga describía la fabulosa ciudad de Palmira en la Antigüedad y la vida nómada de los hombres del desierto. Su relato Maktoub era a la vez una autobiografía, donde no dudaba en criticar su estricta educación religiosa y el conservadurismo de su entorno familiar, y un trepidante libro de aventuras que transcurría por unos escenarios entonces poco conocidos en Europa.
Si Marga recurrió a la prensa no fue sólo por su afán de notoriedad -sin duda quería ser conocida en su país para más adelante escribir un libro de memorias- sino también para limpiar su buen nombre. Es cierto que había sido declarada inocente del asesinato de su esposo Soleiman el Dekmari, pero algunos medios -y una parte de su familia- seguían creyendo que era una «traidora a su país». La publicación de sus artículos causó un gran revuelo, especialmente en su Bayona natal. Marga se convirtió en un personaje famoso y asiduo de la prensa francesa. Tras el éxito de sus relatos, en octubre de 1934 publicaría una nueva entrega de sus aventuras en el periódico L'Intransigeant -uno de los más leídos en su época-, esta vez bajo el título Sous le voile de l'islam (Bajo el velo del islam). Fue entonces cuando ocurrió una curiosa anécdota. El laboratorio Métadier, fabricante de las pastillas Kalmine, envió a la redacción de L'Intransigeant una carta dirigida a madame d'Andurain. En la misma, su director le agradecía la publicidad que les había hecho de su medicamento y le enviaban, como regalo, una caja de cien comprimidos para que ella misma «apreciara los beneficios del Kalmine».
La repentina popularidad de Marga y sus provocativas declaraciones a la prensa molestaron mucho a la familia d'Andurain. Jacques recordaba en sus memorias Drôle de mère: «Mi tío Jean, el hermano mayor y jefe de la familia, pidió a mi padre que, amparándose en su cláusula de divorcio, le retirara a Marga el noble y respetable apellido d'Andurain». No sólo querían dejar a Marga sin su apellido de casada sino que además, y tal como ella misma acusaría, algunos parientes cercanos de su propia familia pensaron en internarla. «Parte de mi familia, influida por la vergüenza, la cobardía y el temor al qué dirán que hoy inunda Francia, ha pensado hacerme internar. Mi parienta más próxima habló con Garat, alcalde-diputado de Bayona, con domicilio actual en Villa Chalgrin (la cárcel), quien tuvo la osadía de solicitar en una carta (que he leído), dirigida al procurador de Bayona, mi expulsión de Francia.»
Mientras Marga clamaba justicia, Pierre y su hijo Jacques trataban de llevar una vida normal en Palmira. Como al conde d'Andurain no le gustaba atender a los clientes y le parecía «deshonroso» ocuparse de las cuentas del hotel, Jacques se encargaría encantado de este cometido. Con auténtico entusiasmo defendería el elevado precio de las habitaciones que no estaba dispuesto a bajar. El Zenobia era, en 1934 -según las guías turísticas-, el establecimiento más caro de todo Oriente Próximo, «más que el lujoso Saint-Georges de Beirut y al mismo nivel que el legendario King David de Jerusalén». Estaba convencido de que su madre se sentiría orgullosa de él.
Pierre, al igual que cuando trabajaba en el salón de belleza de su esposa en El Cairo, no podía soportar que le confundieran con un empleado del hotel. Jacques recordaba un incidente, que él mismo presenció, y que da buena cuenta del talante de su padre, un hombre anclado en el pasado que vivía en un mundo feudal: «En una ocasión papá estaba fumando un cigarrillo de pie en la entrada del hotel, cuando un cliente que acababa de llegar en taxi desde Damasco le pidió que le llevara el equipaje dentro. El conde se limitó a decirle que podía regresar por donde había venido, sin importarle que el hotel más cercano estuviera a no menos de ciento cincuenta kilómetros…».
Como el hotel estaba casi siempre vacío, Pierre decidió continuar con las clases de equitación de su hijo. Todas las mañanas cabalgaban juntos por los alrededores de Palmira o se perdían a galope por el desierto donde, según la época del año, acampaban los últimos nómadas con sus rebaños. Por las noches solían sentarse en la agradable terraza desde donde se divisaba la acrópolis. Desde este mismo lugar, en 1751, los dibujantes ingleses R. Wood y H. Dawkins realizaron la magnífica panorámica de las ruinas que daría a conocer a Occidente esta fabulosa ciudad antigua. El paisaje apenas había cambiado, pero gracias a los trabajos de los arqueólogos franceses, algunos de sus monumentos, como el ágora oculta bajo dos metros de arena y los delicados mosaicos que revestían los suelos de las termas y palacios, habían recobrado su antiguo esplendor.
En ausencia de Marga, Pierre quiso ocuparse de la educación de su hijo menor e instruirle en los valores caballerescos que regían su vida: el honor, la lealtad y la honestidad. Pero ya era demasiado tarde, porque para entonces Jacques había comenzado a colaborar con sus camaradas comunistas en Beirut y en Damasco. Desde su llegada a Palmira en 1929 su hijo menor les había traído de cabeza. Aunque físicamente se parecía más a Pierre -había heredado su cabello rubio ondulado y sus hermosos ojos azules-, su carácter independiente y rebelde era el de Marga.
Jacques recordaba su paso por la Universidad Americana de Beirut -un auténtico espacio de libertad donde estudiarían importantes intelectuales y figuras de la política- como la mejor etapa de su vida estudiantil. Apenas tenía dieciséis años pero la lucha de clases y la revolución social guiaban su vida. En la biblioteca se sumergiría en la lectura de las obras de Marx y tendría la oportunidad «de conocer a Bayadjian, a Artine Madoyan, responsable del Komintern para Oriente Próximo, y a Michel Afflack, fundador en 1947 del partido Baaz». Cuando en 1933, y tras la aventura de su madre en Arabia, se vio obligado a regresar a Palmira, sólo pensaba en reunirse con sus camaradas en Damasco. Pero le faltaban aún cuatro años para la mayoría de edad y hasta entonces tendría que vivir bajo la tutela de su padre.
A principios de octubre de 1934, Jacques le escribió una larga carta a Marga en la que, entre otras cosas, le decía que deseaba vivir en Damasco donde tenía buenos amigos, que ya no soportaba estar bajo la estricta autoridad de su padre y quería trabajar como periodista. Antes de enviarla, su padre le pidió que se la dejara leer. Tras un incómodo silencio, el conde d'Andurain se levantó de su sillón y enfurecido le gritó:
– Ya no tengo hijo. No quiero verte más. Vete a tu habitación.
«Al día siguiente abandonaba Palmira para ir a Damasco. Mi padre me expulsaba. Tenía en el bolsillo doscientos francos, el salario de un mes de uno de nuestros sirvientes.» Durante un tiempo Jacques colaboraría en el periódico Les Echos de Damas y contactaría con algunos miembros del embrionario Partido Comunista de Majid Cheik el Ard. Pero su estancia en Damasco tenía los días contados; al poco tiempo la policía le haría llamar para advertirle que si seguía acudiendo a reuniones clandestinas y frecuentando «malas compañías» podían expulsarle del país. La noticia de su paso por la comisaría llegaría pronto a oídos de su padre. Pierre, indignado, iría a buscarle para traerle de nuevo al hotel. Como recuerdo de su estancia en Damasco, Jacques llevaba consigo, como una «auténtica reliquia», la traducción al árabe del Manifiesto comunista que pensaba prestar a los empleados del hotel Zenobia.
En París, madame d'Andurain continuaba con su particular batalla por recobrar la libertad y legalizar su situación. No perdió el tiempo, recuperó antiguas e influyentes amistades del pasado y se sacó el título de piloto de aviación. En una foto, fechada en 1934, se la ve posando vestida de aviadora -con un mono blanco y gruesas gafas- junto a una amiga en el aeródromo militar de Villacoublay, a las afueras de París. Deseaba comprar una avioneta y a su regreso a Palmira pedir autorización a las autoridades militares para poder pasear a los turistas que se alojaban en su hotel. Con su fama de espía y los problemas que había tenido con los militares del puesto de Palmira, no sería fácil que se lo permitieran.
A raíz de sus declaraciones a la prensa, madame d'Andurain fue invitada por Léo Poldés a hablar en el prestigioso Club du Faubourg, una de las grandes tribunas políticas de la época donde se daba cita el Tout-Paris. Allí, ante un auditorio de dos mil personas -entre ellas prestigiosos periodistas, intelectuales, políticos y ministros-, no dudaría en denunciar la injerencia de la Administración francesa que le impedía regresar a Siria y poner nombre y apellidos a los «respetables» miembros de su familia que querían internarla en un convento. Aquel memorable día Marga tuvo un pequeño altercado con uno de los asistentes a la reunión, Jean Ybarnégaray, diputado de la extrema derecha de Saint-Jean-Pied-de-Port y viejo amigo de la familia. Marga, señalándole con el dedo y en voz alta, le dijo:
– Atrévete a decir lo contrario; tú, Jean Ybarnégaray, has intentado, con Garat y mi familia, encerrarme…
El diputado trató de disculparse ante Marga, afirmando que nunca la había creído culpable de espionaje y que le prometía ocuparse de su caso, aunque la última palabra la tenía Alexis Léger, secretario general del Quai d'Orsay. Antes de acabar la discusión Marga, dirigiéndose a los asistentes, exclamaría en tono irónico:
– Ya ven, si yo soy inocente, ¿por qué se me niega mi visado? Si soy espía, ¿por qué Léger paga todos los meses el alquiler de mi apartamento en la avenue Kléber?
El escándalo que la condesa organizó en el Club du Faubourg dio sus frutos. Al día siguiente Marga encontraría en el buzón de su apartamento del número 15 de la avenue Kléber un sobre que contenía un salvoconducto, a nombre de Zainab ben Maxime el Dekmari. Aunque algunos pudieron pensar que, una vez más, se salía con la suya gracias a la intervención de sus amigos «británicos», la realidad es que había incordiado tanto al Gobierno francés que el Ministerio de Asuntos Exteriores sólo deseaba perderla de vista.
A principios de octubre de 1934, Jacques d'Andurain hacía las maletas y abandonaba por segunda vez Palmira, expulsado por su padre. Marga y Pierre, de mutuo acuerdo, habían decidido alejarle de las malas compañías y de la influencia de sus antiguos compañeros de estudios. La gota que había colmado la paciencia de su padre fue enterarse horrorizado por boca de uno de sus sirvientes del hotel -el hijo del sheik Abdallah, gerente del hotel- de los planes de Jacques de incitar a la huelga a los trabajadores. Aquello era más de lo que el conde d'Andurain podía soportar. «Papá me acompañó al barco el mismo día que llegaba mamá. Los dos estaban de acuerdo en enviarme a París. Llegué al puerto de Marsella el 9 de octubre, el día que asesinaron al rey Alejandro I de Yugoslavia y a Louis Barthou, el ministro de Asuntos Exteriores francés.» Tardaría dos años en volver a ver a su madre.
La condesa d'Andurain, con su flamante salvoconducto, podía haber hecho las maletas y embarcado en Marsella rumbo a Beirut en uno de los lujosos cruceros de Messageries Maritimes que cubrían esta línea. Pero Marga, muy metida en su papel de intrépida viajera, no podía regresar a Siria como una simple turista en un crucero de recreo. La prensa parisina, durante varios meses, la había rodeado de una aureola de aventura y misterio muy a su gusto. No deseaba defraudar a un público que había seguido ávidamente sus peripecias en Oriente y esperaba de ella nuevas aventuras en exóticos países.
Marga toda su vida había admirado las hazañas náuticas de Hermine de Saussurre, esposa del arqueólogo Henri Seyrig, uno de sus mejores amigos en Oriente. Dispuesta a emular a su admirada amiga -y con la ayuda de su hermano, curtido navegante como ella-, la condesa partió de Cannes a bordo de un velero de once metros rumbo a las islas griegas. Aunque se mareaba en alta mar y desconocía las más elementales técnicas de navegación, era su compañero quien llevaba el timón. El viaje fue desde el principio una pesadilla y a punto estuvo de ser detenida por la policía italiana. «Una gran tormenta los arrastró a una costa desconocida -recordaba Jacques d'Andurain-, con tan mala fortuna que se trataba de una de las islas de Lipari, cercana a Sicilia, donde Mussolini encarcelaba a los comunistas. La policía al descubrir el salvoconducto de Marga, a nombre de una tal Zainab ben Maxime el Dekmari, creyó que se trataba de un documento falso y que en realidad pretendían ayudar a escapar a algún preso político.» Finalmente, y tras una llamada de la policía al embajador francés en Italia -quien por fortuna conocía a Marga por su famosa aventura en Arabia-, se les permitió abandonar la isla. Tras el susto Marga y el capitán del velero se refugiaron unos días en la playa griega de Glyfada, cerca de El Pireo, donde repararon el barco.
No se sabe cómo se las ingenió para llegar finalmente a Beirut en octubre de 1934. Su regreso a Palmira causó una gran expectación entre sus habitantes y los nuevos oficiales que habían seguido sus andanzas a través de la prensa. Su primera visita en Palmira fue a la casa de los hermanos de Soleiman. Marga aún era para ellos Zainab ben Maxime el Dekmari y seguía formando parte de la familia aunque su esposo hubiera fallecido.
«El protocolo es el siguiente: cuando vuelva a Palmira deberé ir a ver a los hermanos de Soleiman, acompañada por una escolta armada, pues podría estar en peligro. Cuando llegue a su casa me ofrecerán café, que beberé al tiempo que digo unas palabras, ni demasiado amables ni demasiado frías; el nombre de Soleiman no debe pronunciarse. Luego, después de saludarlos, me marcharé. Ellos me devolverán la visita, rechazarán el té que les ofrezca en mi casa y quizá hagan algunas preguntas sobre Soleiman. Después de lo cual debo elegir dos amigos árabes para que hablen con dos representantes de la familia del difunto. Estos enviados se pondrán de acuerdo sobre la indemnización que debo pagar. Poco importa si soy culpable o inocente, la diya debe ser satisfecha. Este arreglo da por concluido el asunto», escribió en Le Mari-Passeport.
Para su mayor tranquilidad, Marga le pidió a su cocinero Ahmed Jaled y a su sirviente Ali que la acompañaran a la casa de sus cuñados, en el barrio antiguo de Palmira. Temerosa de que pudieran matarla, escondió entre sus ropas su pequeña pistola. No la iba a necesitar. Los hermanos del difunto la recibieron con gran amabilidad y respeto y juntos compartieron una taza de café amargo. Aunque no debía referirse al pasado, ni mencionar el nombre de Soleiman, no pudo evitar declararse inocente. Ellos juraron que creían en su palabra, pero la obligaron a pagar el impuesto acordado.
Tal como estaba previsto, Marga los invitó a visitarla en su hotel a la mañana siguiente. Mientras ella abandonaba la casa, Ahmed y Ali se quedaron un rato discutiendo con ellos el precio del duelo familiar. El interés de la familia de Soleiman por cobrar pronto el dinero hizo que los hermanos se saltaran a la ligera algunas etapas del protocolo. Así, en lugar de rechazar el té que su anfitriona les ofreció en el salón de su hotel, aceptaron de buena gana varias rondas. Aquel día La Comta saldó sus cuentas pagando «cien libras de oro» y regalándoles un fusil. Ahora podía respirar tranquila y los suyos vivir en paz.
A su regreso de Francia, Marga se instalaría a vivir en Beirut con su antiguo amante Daniel Schulumberger. Ambos compartían la acogedora villa rodeada de jardín que el arqueólogo tenía frente el mar. La condesa reanudaría así la discreta relación que desde 1929 mantenía con él. En su ausencia, Daniel había sido nombrado inspector adjunto al Servicio Arqueológico del Alto Comisionado. Ahora ya no era el competente ayudante del célebre Henri Seyrig, sino que muy pronto podría dirigir sus propias excavaciones. Por su parte, Marga seguía manteniendo una buena relación con su ex esposo. El conde d'Andurain no puso ninguna objeción a que ella viviera en Beirut. Allí tenía buenos e influyentes amigos como el matrimonio Seyrig, el conde Damien de Martel y el cónsul general de Bélgica, monsieur Kerchove, cuya esposa Reichka apreciaba mucho a Marga y a su hijo Jacques.
Mientras Marga recuperaba con Daniel en Beirut el tiempo perdido, Pierre comenzó a dedicarse a la cría de ganado, su antiguo sueño. Había comprado algunos rebaños de ovejas y en compañía de su joven pastor Muhammad recorrían el desierto en busca de pastos. Le gustaba esa vida nómada y salvaje, en contacto con la naturaleza, que le recordaba a la de los gauchos argentinos. Salían al amanecer, él montado en su caballo purasangre y a su lado Muhammad, a pie, guiaba el camello que transportaba lo necesario -tiendas de campaña, utensilios de cocina y libros- para acampar unos días en el desierto. Muhammad Turki, un beduino de dieciséis años, servicial y despierto, había sido contratado por Jacques en 1933 para cuidar los caballos y el ganado propiedad de la familia. En ausencia de su hijo, el conde acabó cogiendo cariño a este muchacho con el que podía comunicarse en francés. En una foto del álbum familiar Marga escribió en el reverso: «Muhammad, antiguo sirviente y el pastor preferido de papá, pues hablaba un poco de francés».
Poco a poco Marga fue reanudando en Beirut la vida social y mundana que tanto le gustaba. Con Daniel formaba una atractiva pareja y aunque en público disimulaban sus sentimientos se los veía muy enamorados. Juntos asistían a las divertidas y elegantes fiestas que se celebraban en las residencias de veraneo que sus amigos tenían en la montaña libanesa. A sus cuarenta y dos años estaba en plena forma y volvía a ser la mujer extremada y dicharachera que conseguía ser siempre el centro de atención. Eran muchos los que deseaban conocerla y escuchar de su boca alguna de sus jugosas anécdotas de su increíble aventura en el corazón de Arabia. Pero una triste e inesperada noticia vino a empañar su ociosa vida en Beirut: Muhammad había sido encontrado muerto en el camino de Deir ez-Zor.
Hacía unos días Muhammad le había confesado a Pierre que un individuo muy conocido en Palmira, El Haddidi, le había ofrecido una importante suma de dinero si le abría la puerta del hotel una noche en la que la condesa se encontrara allí. A Pierre la extraña noticia le llenó de inquietud, pues sabía por referencias cómo se las gastaba este individuo. El Haddidi (el Hombre de Hierro), un tipo fuerte y muy corpulento, había formado parte del cuerpo de meharistas de Palmira cuando Ghérardi era el jefe del puesto militar. Tras dos años en Marruecos, el capitán Ghérardi -enemigo mortal de Marga- había sido destinado en el puesto de Deir ez-Zor, a doscientos cincuenta kilómetros de Palmira. El Haddidi no tenía un oficio conocido y se ganaba la vida trabajando para el capitán; era un asesino a sueldo a las órdenes de un militar sin escrúpulos que no estaba dispuesto a perdonar a la mujer que en el pasado le había humillado frente a sus oficiales.
Pierre, a través de una persona de confianza, le mandó una carta a Marga donde le explicaba lo que Muhammad le había contado. La condesa, al enterarse de que su vida corría peligro, acudió a pedir ayuda a su amigo del Alto Comisionado en Beirut, conde Damien de Martel. Tras escuchar a madame d'Andurain, éste le pidió que no se preocupara porque él mismo daría la orden al general Huntzinger, comandante en jefe del Ejército en el Levante, para que asesinaran a este peligroso delincuente. Satisfecha por la reunión, Marga le escribió unas líneas a Pierre dándole buena cuenta de todos los detalles de su entrevista y mandó la carta por correo ordinario a Palmira. Cuando Pierre se enteró de lo que su esposa había hecho, estalló en cólera y le envió una nota en la que le decía: «Eres una completa inconsciente al haberme enviado una carta a través del correo. Sabes que todas nuestras cartas son leídas. Anunciándome la promesa de Martel de hacer asesinar a El Haddidi, has prevenido a nuestros enemigos; ahora le informarán a él y nos matará a todos…».
Tal como Pierre imaginaba El Haddidi pronto se enteraría de que Muhammad le había traicionado y se lo haría pagar.
Unos días más tarde aparecía su cuerpo sin vida en la cuneta del camino que llevaba a Deir ez-Zor. Según algunos testigos que los vieron partir juntos de la aldea, tras una acalorada discusión, El Haddidi le había estrangulado con sus fuertes manos. Palmira era un lugar pequeño y sus cinco mil habitantes se conocían bien. Todos señalaban a El Haddidi como autor del brutal crimen; pocas horas después los gendarmes lo detuvieron a la espera de que se celebrara el juicio.
El capitán francés Cadi, médico militar destinado en Palmira, fue el encargado de hacer la autopsia al cadáver del muchacho. En ausencia del capitán Ghérardi, el doctor Cadi se había convertido para madame d'Andurain en su «digno y odioso sucesor». Marga estaba convencida de que este hombre, tan mediocre como sus antecesores, recibía órdenes directas de Ghérardi, con quien le unía una estrecha amistad. Cuando la condesa conoció el resultado de la autopsia se dio cuenta de que sus antiguos enemigos no la dejarían nunca en paz.
– Muhammad ha muerto asesinado por una bala de 6.35 mm -declaró el doctor Cadi al juez que investigaba el caso.
La única arma de este calibre que existía en todo el desierto sirio era la que guardaba Marga escondida en el hotel. Aquella afirmación era una declaración de guerra contra ella. En los días siguientes, los d'Andurain se enteraron de que El Haddidi había sido puesto en libertad por orden del capitán Cadi. Marga era ahora sospechosa de asesinato, un grave delito que la podía llevar de nuevo a prisión. Dispuesta a demostrar que la autopsia del médico militar era falsa, abandonó precipitadamente Beirut y regresó a la aldea de Palmira. Lo primero que hizo, y temiendo una venganza por parte de la tribu beduina a la que pertenecía Muhammad, fue visitar a su familia.
La anciana madre de Muhammad recibió a Marga con los brazos abiertos. A solas con ella y los hermanos del fallecido, le aseguraron que no la consideraban culpable y que sabían con certeza que el asesino era El Haddidi. Antes de despedirse la madre le mostró, como una reliquia, la ropa que su hijo llevaba el día del crimen. Para su sorpresa, Marga comprobó que no había en la camisa ningún orificio de bala, como la autopsia de Cadi había revelado.
– Mi hijo ha muerto estrangulado, nadie le ha disparado -le dijo la anciana- y es El Haddidi quien lo hizo.
Furiosa ante lo que acababa de descubrir, Marga le dijo a Pierre que se lo comunicaría al juez encargado del caso. Estaba dispuesta a llegar hasta el final, aunque tuviera que recurrir a instancias militares. Conseguiría que se realizara una nueva autopsia, en presencia del juez, y se descubriera la verdad. El capitán Cadi tuvo que reconocer su error aunque nunca se habló de falsificación de pruebas. Para ella el verdadero asesino seguía libre y recurriría a todas sus amistades, incluido el general Huntzinger, para intentar que la investigación no se diera por concluida. Se negaba a aceptar lo que era más que evidente a los ojos de Pierre: las autoridades militares francesas no tenían ningún interés en detener a El Haddidi e interrogarlo, porque su testimonio podría inculpar a dos oficiales del Ejército francés.
A mediados de octubre de 1936, Jacques d'Andurain regresaba a Siria tras una ausencia de dos años. Su madre le esperaba en el puerto de Beirut acompañada de su amante Daniel. Ya no era el joven romántico que había embarcado rumbo a Marsella aquel histórico 9 de octubre de 1934. Jacques había madurado y, entre otras experiencias, había conocido la cárcel -su madre ignoraba que pasó una semana en la Santé de París- al ser detenido por participar en una manifestación contra el servicio militar de dos años. Al poco de llegar a París había conseguido con gran orgullo el carnet del Partido Comunista Francés (Juventudes del PCF). Tal como le había prometido a su madre, continuó sus estudios en el Liceo Michelet de Vanves, en Seine et Oise, pero sin abandonar sus actividades como militante comunista. En julio de 1935 se alistó voluntario en la 18.a Compañía de la Aviación (Orly) pero una bronquitis crónica le impidió asistir de manera continuada.
A su regresó a Beirut Jacques se reincorporó a la Universidad Americana y continuó colaborando en la clandestinidad con el Partido Comunista sirio. Ahora vivía con su madre en la casa de Daniel Schulumberger, muy cercana al campus. Fue en aquellos días cuando Marga le comentó que tenía la intención de casarse con él. Jacques sabía que estaban muy enamorados y que su relación iba en serio, pero la idea de que aquel hombre -apenas doce años mayor que él- sustituyera a su verdadero padre no le gustaba en absoluto. Marga le aseguró que si se casaba con Daniel «todo serían ventajas para él» porque era un hombre joven, instruido y podría ayudarle en sus estudios. Es cierto que la relación de Jacques con el conde d'Andurain, un hombre de principios y muy estricto, nunca había sido fácil, pero tal como le dijo a Marga «era su padre y le quería sólo a él».
Jacques recordaba que sólo hacía unos meses su padre le había visitado de manera inesperada en Francia y le había hecho una extraña pregunta:
– ¿Crees que tu madre me quiere aún? Es difícil competir con Daniel…
– Mamá se enfada con todo el mundo -le tranquilizó Jacques- pero cuanto más quiere a una persona más le grita, y a ti te grita más que a Daniel. Y conmigo le ocurre lo mismo.
Jacques, que había pasado la mayor parte de su vida lejos de sus padres, lo único que deseaba ahora era que se casaran de nuevo y volvieran a estar juntos. Quizá para contentarle por haber sido una madre ausente, Marga accedió a su petición. El 5 de diciembre de 1936, en una ceremonia civil celebrada en Beirut, y ante un pequeño grupo de amigos, los condes d'Andurain se dieron el sí quiero. Jacques, a sus veinte años, asistía satisfecho al enlace de sus padres. Zainab el Dekmari recuperaba así su nacionalidad francesa y el apellido que la había hecho famosa en Francia muy a pesar de la familia d'Andurain.
Tras la boda, Pierre regresó de nuevo al hotel Zenobia. Los militares franceses aconsejaron a Marga que se quedara en Beirut, pues en la aldea de Palmira no podían garantizarle su seguridad. En la Navidad de 1936, la condesa decidió pasar las fiestas con su esposo. Pierre estaba solo en el hotel -el gerente y el servicio estaban de vacaciones-, su hijo Jacques le había dicho que prefería quedarse en Beirut con sus amigos. Daniel había ido a esquiar. Aunque le recomendaron no volver al hotel porque El Haddidi seguía libre, no cambió de idea. Tampoco hizo caso a una famosa vidente de Beirut, madame Brassart, quien le echó las cartas en el salón de su amiga Reichka y en tono serio le advirtió:
– No vayas a Palmira, Marga, quédate aquí. Veo que se avecina una gran desgracia.
El 24 de diciembre partió sola para reunirse con Pierre. La carretera Beirut-Damasco estaba cortada a causa de la nieve, y tuvo que dar un largo rodeo hasta llegar al hotel Zenobia. Seis días después, Jacques recibió una llamada telefónica de la secretaria de su primo Pierre Lafont, cónsul general de Francia en Beirut, quien le dijo:
– Tus padres te reclaman en Palmira. Como las carreteras están cortadas por la nieve, ve a Damasco a casa del barón Fain, nuestro delegado; un avión militar está a tu disposición.
Jacques no daba crédito a lo que oía y pensaba que sus padres le querían dar una sorpresa invitándole a pasar el fin de año con ellos. Fue el barón Fain quien le dio la fatal noticia mientras le invitaba a desayunar en su residencia:
– Tengo una mala noticia que darte, un accidente, un grave accidente…
– ¿Mamá ha muerto?
– No, por fortuna ella está bien… se trata de tu padre, ha sufrido un atentado, está herido y muy grave…
– ¿Mi padre herido? Pero ¿por qué?
– Sé fuerte, hijo, y ten valor, tu padre ha muerto.
Jacques se quedó en silencio abrumado por la noticia. No entendía nada. Su padre nunca se había metido en líos ni había hecho daño a nadie. Todo el mundo le apreciaba y no tenía enemigos. «El avión me espera. Es mi bautismo de aire, el Potaz 25 no tiene calefacción y tiemblo de frío. Veo por primera vez Palmira desde el aire. El capitán De la Baume viene a buscarme al campo de aviación. Silencio. Un apretón de manos y pido que me lleven junto a mi madre.»
Al llegar al hotel Jacques encontró a Marga completamente abatida y sedada por los tranquilizantes. Le impresionó verla tan sola, desamparada y asustada. Nunca imaginó que su madre pudiera derrumbarse de aquella manera y que la pérdida de su padre le resultara tan dolorosa. Hacía dos días que no dormía y entre sollozos le explicó que los gendarmes habían interrogado a todos los sirvientes del hotel, intentando culparla a ella del crimen:
– Los han torturado, Jacques, los han golpeado para que confesaran que La Comta había asesinado a su esposo, de nuevo quieren culparme a mí de este horrible crimen…
Marga le contó a su hijo que se sentía culpable no sólo de la muerte de Pierre sino también de la de su querido Muhammad. Le mostró a Jacques la carta que le había enviado a su padre en la que le explicaba que el general Huntzinger en persona se iba a «encargar» de El Haddidi. Tras este incidente -o «grave metedura de pata» como lo había calificado Pierre-, y seriamente preocupados por su seguridad, los condes d'Andurain habían hecho el siguiente pacto:
– Si uno de los dos muere, el que sobreviva, sin esperar una investigación ni un juicio, irá a matar de inmediato al doctor Cadi o al capitán Ghérardi.
Marga no había matado al capitán Cadi, pero esperaba que su hijo sí lo hiciera. Jacques, en ausencia de su hermano mayor Pio, que vivía en Francia con su esposa y no mantenía una buena relación con sus padres, era ahora el jefe de la familia. A él le tocaba vengarse del médico militar, cómplice del capitán Ghérardi, quien supuestamente habría encargado el asesinato de su padre. Antes de retirarse a dormir Jacques quiso despedirse de su padre. Su cuerpo yacía en la cama de la habitación número 3, la misma que él ocupaba cuando vivía en el hotel. Tenía el rostro casi desfigurado a causa de las heridas y Marga le contó más tarde los detalles de su salvaje asesinato. Había recibido diecisiete heridas de arma blanca en el cuerpo y, cubierto de sangre, fue capaz de caminar varios metros y llegar hasta la cocina para pedir auxilio. Antes de caer al suelo, le dijo a su esposa que el asesino «era alguien muy fuerte y alto que no quería robarle sino acabar con su vida».
En la gélida mañana del 1 de enero de 1937, Pierre d'Andurain, de cincuenta y cuatro años, fue enterrado en una fosa provisional en los límites de la parcela que rodeaba el hotel, a cien metros del recinto de Diocleciano. Las autoridades militares se encargaron de todos los detalles del sepelio. Como la tierra estaba helada, un grupo de soldados de la Legión Extranjera tuvo que trabajar toda la noche para conseguir cavar un hoyo profundo. Fue una ceremonia íntima y breve -por expreso deseo de la viuda- a la que asistieron sus amigos y jefes beduinos de la aldea, los sirvientes del hotel y un reducido grupo de oficiales que mantenían buena relación con el conde.
Marga no encargó ninguna lápida para la tumba de su marido, sólo una sencilla cruz de madera señalaba el lugar. Esperaba poder repatriar el cuerpo de su marido a Francia para que recibiera cristiana sepultura en el panteón familiar de los d'Andurain. Pero tras la publicación de sus aventuras en Le Courrier de Bayonne, Marguerite Chanard de la Chaume -la madre de Pierre- se negó no sólo a que el cadáver de su hijo fuera trasladado a Francia, sino a que reposara en el panteón familiar de Saint-Jean-le-Vieux, donde yacía su padre, Jules d'Andurain. Ante la reacción de su abuela, Jacques le escribió una breve carta dándole el pésame con estas palabras: «Amahandi [abuela en vasco], guarde su tumba y tome posesión de ella lo antes posible».
Tras el funeral, y mientras Marga recibía las condolencias de los amigos, Jacques descubrió al capitán Cadi que salía del dispensario militar. Con la pistola de su madre escondida en un bolsillo, se acercó a él dispuesto a dispararle a quemarropa. «Me aparté del grupo, con la cabeza baja, y fui directo hacia el doctor Cadi. Temblaba, y mi mano agarraba con fuerza la pistola. Quería matarlo, pero sabía que no podría hacerlo.» Cuando los invitados al funeral abandonaron el hotel, Marga y Jacques se sentaron junto a la chimenea del salón principal, el lugar preferido de Pierre. El juez Leriche, encargado de la investigación, estaba presente y la condesa, más tranquila, le contó lo que había ocurrido la fatídica noche del 28 de diciembre. «Eran las seis de la tarde, ya de noche, y Pierre salió del hotel como de costumbre para revisar el generador eléctrico. Apenas unos diez minutos después, los sirvientes vieron a un hombre ensangrentado, gritando y dando golpes a la puerta acristalada de la cocina. Creyendo que se trataba de un borracho, en un primer instante no le abrieron la puerta, pero en seguida le reconocieron y le cogieron entre sus brazos.»
Aquel 28 de diciembre, en el hotel Zenobia sólo tenían que estar Marga y su esposo. Pero esa noche esperaban la llegada de cuatro profesores de la Universidad Americana de Beirut que, en el último momento, habían decidido celebrar el fin de año en las ruinas de Palmira. Marga pidió entonces a sus sirvientes que se quedaran para ayudarla. Así que el día en que el conde fue atacado al menos ocho testigos presenciaron los hechos. El asesino, tras asestarle varias puñaladas, le siguió sigiloso mientras Pierre caminaba hacia el hotel pidiendo ayuda. Su idea era matar también a madame d'Andurain, pero al verla rodeada de gente desistió y se perdió en la oscuridad de las ruinas.
Ante la gravedad de las heridas de arma blanca que presentaba en todo el cuerpo, se decidió que fuera trasladado al hospital de Damasco en un avión militar. Una camioneta llegó para recogerle y conducirle hasta la pista. Marga le acompañó sujetando con fuerza su mano hasta que en el corto trayecto Pierre expiró. «Eran las siete de la tarde, del 28 de diciembre, el día de los Santos Inocentes.» El doctor Cadi fue el encargado de practicarle la autopsia que reveló «diecisiete puñaladas, tres de ellas mortales, con un arma similar a una bayoneta». Marga escuchó impasible el resultado de la autopsia, pero se le quedó grabado el tipo de arma que habían utilizado para matar a Pierre: una bayoneta, un arma que sólo utilizaban los militares del puesto de Palmira.
Años más tarde Marga recordaba así la tensión que se vivió en el funeral de su esposo: «Algunos civiles y militares se reunieron en torno a su tumba, pero yo no me negué a estrecharles la mano. Tampoco mi hijo Jacques; nos negamos a saludar y a ser corteses con aquellos que sabíamos que habían sido los instigadores del crimen; los que habían creado mi fama de espía y se empeñaban en seguir acusándome de la muerte de Soleiman en Yidda. Los jefes del Estado Mayor en Siria podían decir lo que quisieran, pero sólo Jacques y yo sabíamos los nombres de nuestros dos principales enemigos en Oriente Próximo».
Mostrando una gran entereza, Marga decidió quedarse en Palmira hasta descubrir no sólo al autor material del crimen sino a los que habían encargado su muerte. Días más tarde se enteró de que el capitán Cadi, quien había hecho correr el rumor de que ella se encontraba detrás del asesinato de su esposo, fue transferido por orden de sus superiores. Sólo una anécdota que llegó a sus oídos la hizo olvidar por un instante el profundo dolor y rabia que sentía. El doctor Cadi regresó a Palmira para recoger algunos papeles que guardaba en el dispensario militar y como ningún oficial de Palmira quiso alojarlo, se vio obligado a pasar la noche en el burdel. El capitán Cadi, tras el asesinato de Pierre d'Andurain, había sido expulsado de Palmira y humillado por los suyos. Pero en el puesto militar de Deir ez-Zor, el capitán Ghérardi seguía con su vida y nadie le interrogaría.
Marga, una vez más, recurrió a todos sus contactos en el Alto Comisionado para que el crimen de su esposo no quedara impune. Pero la justicia militar no haría absolutamente nada. El general Charles Huntzinger, tras dar sus más sinceras condolencias a la viuda y a su hijo, lamentó la terrible pérdida y se comprometió a investigar lo sucedido. Dos meses más tarde, Marga leería en el periódico L'Orient un artículo que la dejaría perpleja. En el mismo se decía que los hermanos de Soleiman el Dekmari, el esposo beduino de Marga d'Andurain, habían sido acusados de la muerte del conde y encarcelados. La explicación que daba el artículo era muy sencilla: Marga se había vuelto a casar con su marido y los hermanos de Soleiman, sintiéndose traicionados, se habían tomado la justicia por su mano. Nadie que conociera de verdad el código de honor beduino hubiera creído semejante mentira. Marga sabía además que los hermanos de su esposo beduino no sólo la apoyaban sino que incluso se habían comprometido a encontrar ellos mismos a El Haddidi. La justicia militar ya tenía culpables, aunque todo fuera una cortina de humo. Los hermanos de Soleiman nunca fueron interrogados ni molestados por la policía.
Cuando Marga leyó la sarta de mentiras que publicaba L'Orient, irrumpió en el despacho del general Huntzinger para pedirle que se condenara a los verdaderos culpables de la muerte de su esposo. Tras escucharla con su habitual cortesía, el militar le respondió:
– Lo que usted me pide, madame, es un escándalo francés. Un oficial, dos oficiales, tal vez… condenados por el testimonio único de un asesino a sueldo, de un árabe, de un beduino. Ni lo piense.
Marga se levantó enfurecida de su asiento dispuesta a abofetear a este general francés -el mismo que durante la Segunda Guerra Mundial negociaría el armisticio con Alemania e Italia y sería ministro de Guerra de Pétain-, que representaba al más alto mando militar en la región. No lo hizo; en su lugar abandonó el edificio «avergonzada de ser ciudadana francesa y humillada, muy humillada». Cuando, tras la entrevista con el general, se reunió con Jacques, mirándole a los ojos le dijo en tono abatido:
– No habrá nunca justicia. No hay nada que hacer.
– Me quedaré en Palmira -le dijo Jacques-, y me pondré al frente del hotel…
– No, nos matarán a los dos si nos quedamos, no hay nada que hacer, aquí no existe la palabra justicia. Dejaremos el hotel y nos instalaremos aquí en Beirut, tienes que acabar tus estudios.
La noticia del asesinato del conde d'Andurain de Maytie ocuparía pronto las portadas de los principales periódicos franceses. Le Courrier de Bayonne, en su sección de Necrológicas, recordaba así su figura:
Monsieur Pierre d'Andurain, perteneciente a una antigua familia vasca, estaba casado con Marga d'Andurain, heroína de la sensacional aventura a La Meca cuyas memorias publicó Le Courrier hace unos meses.
El Paris-Soir daba más detalles sobre el brutal asesinato del conde d'Andurain, «muerto por las puñaladas de un beduino que le habría desvalijado cerca de su hotel en Palmira». Según este periódico, el móvil del crimen habría sido el robo. El día de su muerte, Pierre -y ese dato sí era cierto- había vendido por la mañana todos sus rebaños y llevaba consigo una importante suma de dinero. El autor del crimen, según fuentes de Paris-Soir, le habría robado «cerca de 30.000 francos que escondía en uno de sus bolsillos». Muy a su pesar, Marga se convertía de nuevo en noticia en su país. Esta vez no era por ninguna extraordinaria aventura, sino por un sangriento crimen que venía a sumarse a la lista de misteriosos asesinatos que rodeaban su vida: la muerte del mayor Sinclair, la de su esposo beduino Soleiman, la de Muhammad y la de Pierre. Algunos medios sensacionalistas parisinos comenzaron a cuestionarse si la atractiva viuda -con su pasado de peligrosa espía- no era, en realidad, una asesina al mejor estilo de Mata-Hari.
Aunque le hubiera gustado abandonar Siria a principios de 1937, Marga esperó a que su hijo finalizara el bachillerato en la Universidad Americana. En los meses siguientes, y de nuevo instalada en la casa de Daniel, intentó recuperarse del terrible golpe que había sufrido. Su hijo Jacques era ahora su única compañía, y Daniel, un hombro donde apoyarse. Marga, muy afectada por todo lo ocurrido, rompió con su amante aunque siempre se tendrían un gran aprecio. Antes de acabar el año y de manera inesperada la condesa d'Andurain comunicó a sus amistades que abandonaba para siempre Siria. Jacques estaba enfermo, sufría dolores musculares y fiebre alta. El médico le había diagnosticado la enfermedad del dengue. El clima húmedo de Beirut no era el más adecuado para combatirla y Marga creyó que en Grenoble podría continuar sus estudios y recuperarse más pronto. No le resultó fácil despedirse de sus amigos en Beirut ni de sus sirvientes y amigos beduinos de Palmira. El hotel Zenobia, al que no había querido regresar desde la muerte de Pierre, se quedó en manos de un gerente armenio que nunca le mandó dinero a la dirección que Marga le dejó en París, porque «el hotel no tenía clientes y sí muchos gastos de mantenimiento».
Un año después del asesinato de su esposo, que nunca llegaría a esclarecerse, Marga embarcaba en Beirut en compañía de su hijo. Tras once años viviendo en Oriente Próximo se sentía cansada y desalentada. Mirando hacia atrás creía que había fracasado en todo: en su negocio hotelero, en su viaje a La Meca, en la educación de sus hijos y en su matrimonio. Sabía que por culpa de su inconsciencia y su gusto por la provocación, su fiel y paciente Pierre estaba ahora muerto. Jacques, por primera vez en su vida, veía a su madre totalmente desmoralizada y le preocupaba que regresara sola a París en semejante estado de ánimo.
En el muelle, la condesa se despidió con tristeza de su querido Daniel. De nada serviría que le pidiera que se quedara con él en Beirut y que se dieran una nueva oportunidad. En varias ocasiones Marga había estado a punto de abandonar a Pierre para casarse con él, pero tras la muerte de su marido, sus sentimientos habían cambiado. Quería borrar de su mente algunos episodios de su pasado que le resultaban muy dolorosos y Daniel formaba parte de él. El prometedor Schulumberger llevaría una vida llena de aventuras y excitantes descubrimientos arqueológicos en Siria y Afganistán, país que sería su hogar durante veinte años. Apodado «el príncipe de la arqueología»
– pertenecía a una importante y acaudalada familia protestante de banqueros de Alsacia-, siempre viajaría con su esposa Agnès y sus hijos pequeños a los que transmitiría su amor por la arqueología y la historia antigua. Una vida, la de esposa de arqueólogo, quizá demasiado tranquila para una mujer tan inquieta como Marga.
Marga había perdido a un hombre que la amaba incondicionalmente y que siempre había respetado su forma de ser. La suya no había sido una gran historia de amor, pero en sus años de vida en común habían compartido buenos momentos. En el barco le confesaría a Jacques que a los setenta años se suicidaría para que sus seres más próximos no fueran testigos de su decadencia. Pero Marga tenía cuarenta y cuatro años, aunque se sentía «vieja» y creía que «había desperdiciado toda su vida y ya era tarde para hacer algo distinto». En el fondo se equivocaba, porque la vida -muy a su pesar- todavía le deparaba otras traumáticas y duras experiencias que afrontaría con su habitual entereza y coraje.