8
Condenada a muerte
Ya estoy en la oscuridad de mi celda, en medio de la porquería y las inmundicias […]. Todo se acabó, hasta no tengo ganas de comer, y sobre todo no quiero pedir nada. Me asaltan de nuevo ratas, pulgas, hormigas, chinches, arañas, cucarachas… Es una especie de pesadilla, de vacío, interrumpido apenas por unos momentos de lucidez, en los que siento que no me hayan cortado ya el cuello, y tener que esperar la lenta y atroz agonía de la lapidación.
Le Mari-Passeport
Durante una hora interminable, Marga esperó sentada en el despacho del jefe de policía, Said Bey, a que alguien hiciera acto de presencia. Su única esperanza era que el cónsul de Francia, avisado por su hijo, acudiera en su ayuda. La suave brisa del mar y los rayos de sol que se filtraban a través de los enormes ventanales, la hicieron olvidar por un instante la gravedad de su situación. Pensó seriamente en huir lanzándose al mar desde el balcón y alcanzar a nado alguno de los barcos anclados en la rada. No hubiera llegado muy lejos pues las cálidas aguas del mar Rojo estaban llenas de hambrientos tiburones y tenía por delante cuatro o cinco kilómetros hasta poder alcanzar alguna embarcación. Aunque parecían haberse olvidado de ella, en las oficinas de la policía se notaba una gran agitación. El teléfono no paraba de sonar y Marga imaginó que debían llamar del hospital, quizá los médicos informando sobre el estado de salud de Soleiman.
Al cabo de un rato, tres hombres irrumpieron en la habitación donde se encontraba: «Los tres son grandes y distinguidos. Tienen la piel fina y rizos negros alrededor del rostro. Uno de ellos me llama la atención, con su tez muy pálida, su nariz afilada y unos ojos vidriosos y saltones. El instinto, que me engaña rara vez, me dice que es un enemigo temible. Son los médicos. Se reúnen con Jabir Efendi, subdirector de la policía, y se ponen a cuchichear, alejados de mí, arrojándome de vez en cuando miradas amenazantes». Cuando Marga les preguntó cómo se encontraba su esposo, el doctor Ibrahim, que había atendido en un primer momento al enfermo, le dijo con gesto serio:
– Soleiman te acusa de haberle envenenado. Además, tres compañeros de habitación aseguran haberle visto tomar, sobre las diez de la noche, un polvo rojo disuelto en agua. Le preguntaron lo que estaba tomando y él les respondió: «Zainab me ha dado esto como purgante».
– Es falso -le interrumpió Marga-, estoy segura de que mi esposo nunca ha dicho eso.
– Se ha encontrado junto a su cama una píldora muy pequeña. Él asegura que tomó una parecida y que se la habías dado tú. Dinos lo que es.
«Me encojo de hombros. Sé que nada de esto es verdad. Soleiman nunca tomaría píldoras que le ofrecieran otros. Y ya hace ocho días que le di, para el dolor de cabeza, una pastilla de Kalmine y también purgantes que compré en Suez. Esto no es lo que ha podido envenenarle.» Mientras respondía a las capciosas preguntas de los médicos, uno de ellos descubrió la maleta de Marga en un rincón de la habitación. De inmediato se abalanzaron sobre ella, seguros de encontrar «las pruebas de mi crimen», pero rebuscando entre la ropa sólo descubrieron un bote con polvos oscuros que les pareció de lo más sospechoso. De nada sirvió que les dijera que aquello no era más que cacao en polvo, un alimento concentrado que se bebe con leche o agua caliente y que lo llevaba con ella para su larga travesía por el desierto. El bote fue requisado, así como sus polvos de tocador, carmín, colorete y el esmalte de uñas, productos «paganos» y sospechosos a sus ojos. Finalmente, en el fondo de la maleta aparecieron los medicamentos que llevaba siempre consigo: un centenar de pastillas de Kalmine, que usaba para sus frecuentes migrañas, y pastillas laxantes.
Aunque mediante gestos Marga trató de explicarles para qué servían las pastillas que habían encontrado todo fue inútil. Decidida a probar su inocencia, abrió una de las cápsulas de Kalmine y les mostró el contenido: polvo de color rosa pálido idéntico al que habían visto ingerir a Soleiman. Con el fin de demostrar que aquel polvo era inocuo, Marga pidió un vaso de agua para beber su contenido delante de ellos. No se lo permitieron y tras inspeccionar detenidamente sus papeles -cartas sin enviar a su ex marido Pierre d'Andurain y a su hijo, el mapa de Arabia que le dio Jacques en Beirut y algunos libros- los doctores se llevaron las pastillas para analizar su contenido en un laboratorio de El Cairo. Estaba cansada y atemorizada por lo que pudiera ocurrirle en aquel lugar, rodeada de gente extraña que no hablaba su idioma; pero aún tendría que sacar fuerzas para afrontar el duro interrogatorio al que la sometería el hombre que la detuvo en el hotel. Said Bey, el jefe de policía, le pidió con su habitual amabilidad que se sentara en una silla frente a él. Con el rostro empapado en sudor y la mirada fija en Marga, le repitió una y otra vez la misma frase:
– Di la verdad… Di la verdad…
– Yo digo siempre la verdad. Todos los árabes de Siria lo saben, pregúntale si no a Soleiman. Te dirá que nunca miento.
– Di la verdad… Di la verdad. Le diste un veneno ayer por la mañana, cuando te fue a visitar al harén. Te vieron.
– Todo el mundo miente. No han podido verme, porque no le di nada. Estuve sola con él unos diez minutos y ni siquiera nos tocamos la mano. ¿Podía ocultar el veneno en mi vestido de casa, descalza y sin mangas?
– Di la verdad. Cuando le viste por última vez, ¿le habías dado ya estas píldoras?
– Estuve con Soleiman ayer por la mañana, sobre las nueve. Me dijo que preparase deprisa las maletas para marcharnos. Cuando bajé, ya preparada, no estaba y desde entonces no lo he vuelto a ver.
Marga le insistió en que analizaran las pastillas encontradas en su maleta, que no eran más que medicamentos inofensivos y muy corrientes. También le mostró que en los frascos figuraba la dirección de la farmacia de Suez donde los había comprado y allí podrían informarle sobre su posible toxicidad. Pero Said Bey sólo pensaba en que su detenida confesara su culpabilidad aunque para ello tuviera que interrogarla toda la noche. «Y el día va pasando así, con este jefe de policía histérico, que me grita sin parar: Haki sai (Di la verdad). Es una maniobra hipnótica que, según parece, surte efecto sobre los árabes. Pero a mí me deja insensible.»
Con el estómago vacío y muy cansada, Marga soportó con entereza la ronda de interrogatorios de Said Bey, de Jabir Efendi y del doctor Ibrahim; este último hablaba algo de francés y le hacía de intérprete. En el momento de su detención, había exigido un abogado y un buen traductor, pero no hicieron caso de su petición. Para mayor desesperación tampoco tenía noticias del cónsul francés. Su única duda era dónde pasaría la noche y si los soldados que la custodiaban la respetarían o se tomarían la justicia por su mano.
Hacia las ocho de la noche «la sesión de tortura psicológica y el interrogatorio» se dio por concluido. «Tengo mucho miedo de pasar esta noche en medio de mis temibles guardianes. Suplico a Said Bey que me deje volver a dormir en el harén de AH Allmari. Me responde sonriendo: "Claro, naturalmente"; mientras, oigo a Jabir Efendi que protesta indignado: "No le voy a dejar salir de aquí" y telefonea al emir de Yidda para saber lo que debe hacer con la "mujer Zainab".» Las respuestas que Marga oía a su alrededor le resultaban inquietantes y amenazadoras. Alguien se quejaba de que «abajo» había una veintena de prisioneros y de que el lugar «no estaba limpio».
– Sacad a los hombres de las celdas, arreglad el sitio -ordenó Jabir Efendi- y que se la lleven.
De nada le serviría suplicar a las autoridades que le permitieran pasar la noche en el despacho de Said Bey, incluso en una silla o echada en el mismo suelo. Tenía pánico a que la llevaran al calabozo y sobre todo a caer en las manos de Maadi Bey, el «gran torturador de La Meca», si la acusaban también de ser una peligrosa espía. Este temido personaje -que tendría oportunidad de conocer en persona unas semanas más tarde- era el encargado en la corte de Ibn Saud de aplicar los más terribles suplicios a los condenados. Marga, sin fuerzas y hambrienta, se dejó conducir sin resistencia por dos soldados a través de un largo pasillo donde se apiñaba una veintena de hombres tumbados en el suelo. Eran los presos que habían sido evacuados de los calabozos para dejar sitio a la recién llegada.
La noche del 21 de abril de 1933, Marga d'Andurain creyó que nunca saldría con vida de aquel aterrador lugar que le recordaba «una tumba húmeda, construida sobre pilotes». La descripción que hace de los calabozos de la prisión de Yidda donde pasaría su largo cautiverio resulta escalofriante: «Nunca hubiera podido imaginar un lugar tan horrible. El techo está cubierto con una especie de muselina negra de telas de araña, colgantes, de por lo menos un metro de espesor. Las paredes rezuman humedad, en forma de gotas viscosas, como verrugas líquidas. En cuanto al suelo, mojado y pegajoso, es de tablas viejas, con algunos agujeros tan grandes que cabe el pie. Resbalo a cada paso sobre las inmundicias de mis predecesores. Un olor fétido y asfixiante me revuelve el estómago, y más aún al estar un día sin comer… Los guardias dejan una pequeña lámpara en un rincón y me abandonan en medio de esta peste, después de haber cerrado los batientes de la puerta y atarlos con una cuerda». No había ni un solo mueble, así que se quedó de pie en medio de la oscuridad, incapaz de sentarse en el suelo, cubierto por un espeso manto de mugre.
Era la primera vez, desde que abandonó Palmira a principios de marzo de 1933, que reconocía haber tocado fondo.
Hasta el momento había afrontado con entereza todos los contratiempos del viaje: los obstáculos para poder contraer matrimonio y convertirse al islam, la difícil convivencia diaria con su esposo beduino, su reclusión en el harén del vicegobernador y su violenta detención en el hotel acusada de envenenar a Soleiman. Había sacado fuerzas para encararse al temido jefe de policía de Yidda y no ignoraba que si finalmente era acusada de adulterio y de asesinato, sería condenada a una muerte atroz. Pero aquella fatídica noche, cuando los guardianes la dejaron sola en los malolientes calabozos, apenas iluminados por la tenue luz de las lámparas de queroseno, el pánico se adueñó por primera vez de ella. «Un viento malsano sopla con fuerza a través del suelo. Me invade un terror indecible. Me muero de miedo. Hay muchos grados de miedo y en este momento yo tengo el más alto. Me invade un cortejo de estremecimientos, de espantos monstruosos, de parálisis, de sensaciones absurdas y de titubeos. Me inunda un sudor frío. Quiero gritar, pero mi voz no sale de la garganta; no tengo saliva, ni sangre y mi cuerpo está rígido. Me voy a volver a loca.»
Su celda, por llamarla de alguna manera, era un sucio habitáculo, mal ventilado y repleto de insectos: «Me muevo con cuidado en este barro de residuos humanos y al pisar al borde de un agujero sale, como movida por un resorte, una nube de estos insectos horribles. Paralizada de terror me quedo quieta, proyectando la luz alrededor de mi celda. El espectáculo me horroriza: un ejército de cucarachas ha tomado posesión de las paredes, que parecen vivas con su movimiento. En los rincones brillan los ojos de las ratas; insectos alucinantes aparecen entre las paredes y las tablas desunidas. Intento aplastar, en mi velo y mi vestido, miles de chinches que se meten entre los pliegues…
Arañas grandes como cangrejos se aferran a mi carne con sus pinzas…». Las celdas no disponían de retretes y los presos, con la ayuda de una lata vacía o una escudilla, lanzaban al mar sus excrementos a través de los barrotes de sus ventanas.
Al amanecer del día siguiente, cuando una tenue claridad iluminó su celda, respiró más tranquila. No había podido dormir, tenía el cuerpo lleno de picaduras, «tantas como poros en mi piel», y seguía con el estómago vacío. Había pasado su primera noche en la cárcel, de pie, espantando con la lámpara de queroseno las cucarachas voladoras y las arañas «grandes como cangrejos» que trepaban por sus piernas. «Estoy ardiendo de fiebre. Intento dar unos pasos, pero mis pies hinchados me duelen y la cabeza me da vueltas. Con un esfuerzo me subo a un reborde de la pared, me empino hasta los barrotes de la ventana y llamo al centinela. Le suplico que me dejen subir a la sala de interrogatorio, donde podré respirar aire puro. Aquí respiro veneno. La respuesta es la que tiene que ser: Sabur! ¡Paciencia!… Siempre el mismo estribillo.»
A las nueve de la mañana un guardia vino a buscarla para continuar con el interrogatorio. De nuevo las mismas y monótonas preguntas que Marga responde en francés por escrito. Jabir Efendi le repite una y otra vez:
– Un hombre, cuando está a las puertas de la muerte, no miente y Soleiman habló de ti.
Marga, convencida de que su esposo continuaba ingresado en el hospital y que su evolución era favorable, le recordó que pronto él mismo aclararía el malentendido. Fue entonces cuando el doctor Ibrahim, con gesto grave, le dijo:
– Eso es imposible, ha muerto.
– ¿Es verdad? ¿Es cierto eso?
– Sí.
– Pero ¿cuándo? ¿Y por qué me habéis engañado? Said Bey dijo que se encontraba mucho mejor.
– Murió la noche de tu detención.
Aunque pidió más detalles sobre lo que le había sucedido a su marido, sólo les pudo sonsacar que al parecer -y según los testigos- había tomado el veneno sobre las diez de la noche y dos horas después había fallecido. Marga era muy consciente de que con la muerte de Soleiman su situación se agravaba. La sharia o ley coránica contempla que cuando un moribundo nombra a un asesino, no hay necesidad de juicio ni de testigos para condenarlo a muerte. Antes de que los dos hombres abandonaran el despacho, les hizo una última pregunta:
– ¿Qué dijo Soleiman, «Me muero por culpa de Zainab» o «Es Zainab quien me mata»?
– ¿Por qué? -le preguntaron sorprendidos.
– La diferencia es grande. Si dijo que moría por mi culpa, es verdad, pues fui yo quien le convenció para hacer este viaje. Pero estoy segura de que nunca ha dicho que yo le había dado un veneno.
Al escuchar los argumentos de Marga, Jabir Efendi le respondió sonriendo:
– Eres un buen abogado y no necesitas otro para defenderte. Eres muy hábil.
El doctor Ibrahim le recordó también que había sido descubierta con su amante -por el propio jefe de la policía saudí- en la habitación del hotel y que además de por asesinato, sería condenada por adulterio, un crimen igualmente grave. De repente, y bruscamente, Jabir Efendi exclamó:
– ¡Todas tus palabras y tus escritos son una mentira! ¡Eres tú quien ha matado a Soleiman para casarte con el joven Maigret!
– Eso es una locura. Apenas le conozco. Los franceses no somos como vosotros: necesitamos mucho tiempo, meses de trato y de conversación para amar a alguien y más tiempo aún antes de casarnos. Además Maigret es tan joven que podría ser mi hijo…
Viendo que sus argumentos no los convencían, porque según ellos tenía poderosas razones para matar a su esposo, se armó de valor y les preguntó:
– ¿Cómo voy a morir?
– Es un tema delicado -respondió pensativo el doctor Ibrahim-. Las mujeres casi no salen de los harenes. Hace doscientos años que no se ha ejecutado a ninguna. Todavía no sabemos cómo vas a morir. Normalmente, a los hombres se les corta el cuello, pero para un árabe es una deshonra decapitar a una mujer. Probablemente se hará un simulacro. Después de hacerte arrodillar ante la gente, en la plaza pública, el verdugo romperá el sable sobre su rodilla. Para la mujer adúltera, como tú, la costumbre es la lapidación, se la pasea por toda la ciudad cargada de cadenas y la gente le tira piedras a su paso, hasta que muere.
Con esta terrible perspectiva, Marga fue de nuevo conducida a los calabozos para pasar su segunda noche en aquel infierno. No era una mujer que se derrumbara ante las adversidades, pero la idea de seguir cautiva en ese espantoso lugar y morir de una forma tan bárbara, le hizo temer que nunca más volvería a ver a los suyos. «Lloro por los que amo, a los que no veré más, y que nunca llegarán a conocer la verdad de esta tragedia oriental. Se dirá "asesinato y adulterio" y muchos lo creerán.» Marga escribió una carta de despedida a su hijo Jacques donde le explicaba lo sucedido, «los hechos auténticos y no el amasijo de mentiras y de invenciones absurdas que sobre mí se contaban». A falta de otra distracción, el escribir a sus seres queridos la reconfortaba y era una buena terapia para no deprimirse.
Tras una segunda noche sin pegar ojo y sumida en una gran angustia, amaneció sin poder tenerse en pie: «Me estoy volviendo loca, sí, realmente loca. Ahora ya no tengo miedo del día ni de la noche, tengo miedo de perder la cabeza, mi pobre cabeza que está a punto de estallar». Las picaduras de los insectos le habían provocado una gran hinchazón en los tobillos y el resto del cuerpo lo tenía cubierto de costras; no podía evitar rascarse y se había hecho multitud de heridas que corrían el riesgo de infectarse. Hacia el mediodía pidió a un guardia que avisaran a un médico. Cuando ya creía que nadie acudiría en su ayuda, a las cinco de la tarde la condujeron al primer piso. Convencida de que iba a encontrarse cara a cara con el cónsul Maigret, contempló decepcionada que la esperaba una mujer. Era una enfermera, «la única francesa en todo Yidda», que se encontraba a bordo de un navío francés, el Frigi, anclado en la bahía. El cónsul le había pedido que visitara a madame d'Andurain en la prisión y comprobara el estado físico en que se encontraba. Lejos de ser amable con la detenida, la enfermera -a quien seguramente le habían dicho que se trataba de una «peligrosa criminal»- se mostró muy fría y distante. Le preguntó si tenía fiebre y si necesitaba alguna cosa. Marga estalló en cólera:
– ¡De todo! No tengo bebida, ni comida, ni cosas de aseo, tampoco una cama donde dormir. Quiero agua mineral; he escrito al rey, al cónsul para tenerla. Voy a morir de sed y nadie me responde.
La enfermera le prometió que transmitiría al consulado sus quejas y su lista de encargos. No volvería a verla hasta la tarde del día siguiente cuando la subieron de nuevo al primer piso. Allí, en presencia de Jabir Efendi, la mujer le dijo que el cónsul francés deseaba saber cómo la trataban y si le habían pegado durante su encierro. Al responder que nadie le había puesto la mano.encima, su interlocutora, indiferente ante el lamentable estado físico en que se encontraba la detenida, se limitó a responder:
– Entonces, ¿de qué se queja usted? Debería estar contenta…
Antes de despedirse y repetir una vez más que le mandarían pronto todo lo que había solicitado, la enfermera le informó de que era su última visita porque su barco partía temprano al día siguiente. Marga regresó a su celda molesta por la actitud distante de aquella mujer que no había tenido ni una palabra amable para ella. Desanimada, dolorida por el escozor de las picaduras infectadas, se dispuso a escribir una serie de cartas en un último intento por atraer la atención de las autoridades: «una es para el cónsul, para que venga mi hijo Jacques a verme, si es posible, antes de mi ejecución; otra es para Ibn Saud y otra para Fuad Hamza, su ministro de Asuntos Exteriores. Ya que debo morir, les suplico que sea rápido, para evitarme esos días horribles y estas noches de vigilia, llenas de repugnantes pesadillas».
El miércoles 26 de abril Marga escribió en su diario: «… me siento terriblemente débil. Hace cinco días que no como nada. Mis guardias tienen piedad de mí. Una piedad que no sintió la enfermera francesa del barco. Van a comprarme un poco de pan, leben [Leche cuajada] y té, que es tan bueno en Oriente».
Marga pasó los cinco primeros días de cautiverio sin probar ningún tipo de alimento, salvo los vasos de té que cinco veces al día ofrecían a los prisioneros y sin que nadie se ocupara de ella. Ignoraba que los presos de las cárceles árabes eran alimentados por sus familias, «la mía por fortuna no sabe dónde estoy y además se encuentra un poco lejos». La justicia saudí era rápida a la hora de ejecutar las sentencias y los detenidos pasaban poco tiempo en los calabozos. Por las noches le despertaba el ruido de las cadenas de los presos que eran llevados en un camión a La Meca, donde tenía lugar su ejecución pública. «A los inocentes se los deja libres en seguida y a los culpables se les aplica la vieja ley coránica: el asesinato implica la muerte; se decapita por un crimen ordinario; por el adulterio, que es un crimen más grave, es la muerte tras el suplicio; por robar, es la pérdida de uno o dos miembros: mano derecha o pie izquierdo, o al revés, según la gravedad del caso.»
Marga, la única mujer entre aquellos hombres acusados de horribles crímenes, acabaría acostumbrándose a su presencia: «Durante la noche, apretujados unos contra otros, empujan mi puerta, que se abre. Se echan sobre el suelo de mi celda con un sonido macabro. Tiemblo de espanto». Aunque al principio semejante promiscuidad «la aterraba», con el paso de los días agradecería sus cantos melancólicos que la acompañaron en las duras noches en vela. Ninguno intentaría abusar de ella, por el contrario la tratarían con enorme respeto. Aquellos hombres «sucios, de rostros salvajes y envueltos en túnicas desgastadas» esperaban, como ella, la muerte. Para Marga la incertidumbre de no saber cómo y cuándo sería ejecutada le pareció un auténtico suplicio: «Vivir así, sin saber el día en que se llevará a cabo la ejecución, es una situación abominable. Esta tortura moral hace que nos sintamos siempre al borde de la demencia». También tendría palabras amables para la temida policía wahabí y los guardias que la custodiaban: «Estos hombres, que son duros y severos con sus compatriotas, han tenido conmigo delicadezas y bondades verdaderamente sinceras, de corazón. Incluso los prisioneros siempre se comportaron bien conmigo. No podemos imaginar las consecuencias de semejante promiscuidad en Europa».
Gracias a la amabilidad de la policía se le permitió utilizar el aseo reservado a Said Bey. Estas cortas escapadas de su maloliente y tórrida celda eran el único momento del día en que podía respirar algo de aire puro. Así lo recordaba: «Claro que siempre voy con escolta, entre dos centinelas, con la bayoneta calada. El retrete es un simple agujero sobre el mar Rojo […] y sin embargo por el tragaluz de este rincón aislado veo el mar, el consulado y la bandera francesa. […] La visión de esta bandera en lo alto de la legación me emociona profundamente y me hace llorar». En abril el calor en Yidda era abrasador y en ocasiones algún guardia caía al suelo mareado; Marga, que toleraba bien las altas temperaturas, reconocía que los calabozos eran un «auténtico horno».
Aunque pensaba que el cónsul francés se había olvidado de ella, no era cierto. Para Roger Maigret la detención de la ciudadana Zainab ben Maxime el Dekmari -como constaba en el pasaporte de Soleiman- fue un delicado contratiempo que a punto estuvo de ocasionar un conflicto diplomático. Para las autoridades saudíes la detención de esta extranjera y los graves cargos que pesaban sobre ella tampoco eran un asunto agradable. El ministro de Asuntos Exteriores, Fuad Hamza, sólo deseaba que fuera expulsada cuanto antes del país, pero la justicia tenía la última palabra. Lapidar a una ciudadana francesa en el primer aniversario de la creación del reino de Arabia Saudí no era la mejor manera de atraer a los inversores extranjeros. El escándalo que había estallado tras la publicación de la noticia de su arresto en los periódicos de Beirut tampoco convenía a la imagen que Ibn Saud deseaba proyectar de su país.
Sin duda era un asunto engorroso para todos. Madame d'Andurain era ciudadana del Neyed por su matrimonio y Maigret no podía inmiscuirse en las leyes locales. Sólo le quedaba interceder por ella al rey Ibn Saud, con quien mantenía una buena relación y explicar el caso a sus superiores del Quai d'Orsay en Francia. Los telegramas -cerca de seis- que envió al ministro de Asuntos Exteriores en París reflejan su deseo de ayudarla. En uno de ellos, fechado el 29 de abril de 1933, Maigret se mostraba dispuesto a hablar personalmente con Ibn Saud para obtener la liberación de su compatriota «en nombre de la amistad franco-árabe y conseguir del monarca una gracia especial para que le conmutara el pago de la diya (el precio de sangre)». Tras cinco años en Yidda, el cónsul francés -con fama de hombre eficaz y discreto- se había ganado el aprecio del soberano saudí aunque no había cedido a sus deseos de convertirse al islam.
El 29 de abril Marga sintió que al fin habían escuchado sus súplicas. El consulado le envió «unas chuletas y agua mineral», todo un lujo tras días de obligado ayuno y sintiéndose abandonada por todos. Ahora volvía a tener esperanzas, pero las lamentables condiciones higiénicas de la prisión le habían quitado el apetito. Pasaba las horas matando chinches, atrapando arañas y tratando de tapar con papel de periódico los agujeros del suelo de su celda, por donde entraba un «viento fuerte y fétido».
Preocupada seriamente por su salud, pidió de nuevo que la visitara un médico. «Mis males están tomando mal aspecto. La piel se me cae a trozos, como la de los leprosos. Me visita el doctor Akram. Es un hombre compasivo, simpático y muy buena persona. Habla bien el francés y me aconseja que pida al emir de Yidda mi traslado al hospital.» Aunque estaba enferma y tenía el cuerpo cubierto de costras, no se le permitió abandonar la prisión. Aquella misma tarde, y gracias a la intervención del doctor Ibrahim, recibiría «polvos de talco en un cucurucho de papel y vaselina en un bote de cartón» para aliviar el dolor de sus heridas y las picaduras que le ocasionaban los insectos que pululaban a sus anchas.
Poco a poco, su situación en la prisión iría mejorando. Del consulado francés le llegaba a diario comida caliente aunque un «nudo en la garganta y el estómago» le impedían saborearla. También recibió un paquete con tela, agujas e hilo que había pedido para estar ocupada en algo. Durante su cautiverio cosería más de sesenta pañuelos «bien bordados y cada uno con su dobladillo». Finalmente, el 3 de mayo, Marga d'Andurain recibiría de Jabir Efendi una hoja escrita a máquina en la que se le anunciaba: «Mañana, a las cuatro, vendrá a veros el delegado francés».
Dos semanas después de su ingreso en la cárcel, Jacques Roger Maigret fue autorizado a visitar a la detenida. Madame d'Andurain esperaba ansiosa este encuentro pues tenía puestas todas sus esperanzas en las gestiones que pudiera hacer el representante francés. La cita tuvo lugar a la hora exacta en el despacho del jefe de policía donde Marga recibía todas sus visitas; las autoridades no permitían que nadie -salvo los celadores y los policías- bajase a los oscuros sótanos donde se hacinaban los presos en condiciones infrahumanas. El cónsul se quedó impresionado al ver el lamentable estado físico y anímico en el que se encontraba su compatriota. Tenía el rostro demacrado, largas greñas le caían por la espalda, había perdido peso y la piel se le levantaba a jirones; todo su cuerpo estaba inflamado y lleno de llagas. Desde su llegada Marga no había podido ducharse ni lavarse el cabello. «Monsieur Maigret me mira, sin lavar, sin peinar, con la piel oscura, con los brazos pelados, la piel levantada y me dice: "Temía encontrarla en mal estado, pero nunca hubiera imaginado que fuera hasta este punto".»
Maigret le contó que había una investigación en curso para esclarecer lo sucedido, lo que significaba que no sería ejecutada de inmediato como ella temía. Aunque la noticia le alegró, pues el morir lapidada se había convertido «en una obsesión desgarradora», le preocupaba el tiempo que tendría que pasar aún encerrada en aquel espantoso lugar.
– ¿Cuánto puede durar esta investigación? -le preguntó Marga temiendo la respuesta.
– Depende, las hay que duran un mes mientras que otras llevan seis.
Al oír esta respuesta Marga le confesó al cónsul que prefería morir antes que permanecer seis meses en esa prisión. Como Jabir Efendi se encontraba presente en la sala se acercó a Maigret y le susurró al oído:
– Me quiero escapar. Si lo consigo, ¿podría usted esconderme?
– Es imposible huir.
– Prefiero todos los peligros a tener que esperar. Creo que podría lanzarme al mar, por el tragaluz de los retretes; si no me rompo nada, saldría por el hueco que he visto en el muro que bordea la orilla. Si lograse llegar al consulado, ¿me escondería usted?
– No intente esa locura. La carretera del consulado está bajo control del puesto de policía y le dispararían. Pero incluso suponiendo que lo lograse, tendría que entregarla a las autoridades, pues la reclamarían, no tenga ninguna duda. Usted es nayadí y oficialmente no puedo hacer nada para ayudarla. De todas formas, voy a intentar venir regularmente.
Tras esta breve entrevista Marga se sintió más aliviada. Estaba convencida de que monsieur Maigret haría lo posible por ayudarla. «Ya no me sentía abandonada. Su franqueza autoritaria, a veces incluso dura, me devolvió la esperanza. Su mezcla de suavidad y de energía, su confianza al asegurarme una solución próxima y feliz de este drama, me hizo el mayor bien. Es raro encontrar un funcionario con carácter como él.» El cónsul le prometió que trataría por todos los medios de mejorar las difíciles condiciones de su cautiverio. Aquel mismo día, por la tarde, un sirviente del consulado le trajo «mi primera comida completa a base de huevos, pescado y carne, todo en platos, sobre una gran bandeja; lo que deslumbra tanto a mí como a mis compañeros de cautiverio». Para poder guardar los alimentos sobrantes y que no fueran devorados por los insectos, colgó las cestas de mimbre con la comida en una cuerda sujeta de un extremo al otro de su celda. De esta forma podía conservar en lugar seguro el pan, el azúcar y la leche que le traían por la mañana.
Al día siguiente de su encuentro con el cónsul, la vida de Marga sufriría una notable mejoría. Ante el asombro de los guardias y de los demás presos, la detenida gozaría de unos privilegios desconocidos en aquel infierno, entre ellos, una cama -con sábanas incluidas-, una silla de mimbre, una mesa y una gran palangana para poder asearse. Maigret le enviaría libros y hasta un diccionario de inglés para perfeccionar este idioma, que a pesar de todos sus esfuerzos hablaba con dificultad. Sus guardias la felicitaron porque ahora, sentada frente a la mesita de madera blanca, parecía «un maestro de escuela». Marga recordaría con inmenso alivio: «Me traen una cama y también un bote de creolina. Dedico la mañana a limpiar, esparciendo generosamente este desinfectante, y barriendo luego con hojas de palmera prestadas por un guardia. Aniquilo un ejército de chinches y de hormigas, y espero así poder dormir sin interrupciones».
A pesar de las visitas regulares de monsieur Maigret y la amabilidad del doctor Ibrahim, Marga se sentía profundamente sola y cada vez más deprimida. Ni siquiera la visita de Lufti, el hijo de Sat Kabir -quien le trajo de parte de su madre un tarro de la deliciosa miel negra de Medina que tanto le gustaba-, consiguió levantarle el ánimo. «Me siento inmensamente abatida, ya no tengo ni interés en mirar por la ventana. Al principio seguía con la mirada a los porteadores de agua, a los buceadores y a los negros que iban al mar con sus burros pintados con henna. Los pequeños javaneses, de caderas estrechas, ceñidas con telas escocesas o de rayas brillantes, me divertían mucho. Iban del puerto a la delegación de Holanda y la prisión está en su camino. Pero ahora sólo recuerdo los espantosos presentimientos de mi verdadero marido, de madame Amoun y de los italianos del Dandolo. Y mi temor aumenta con tan funestas predicciones.»
No había abandonado la idea de huir y cada visita al aseo del jefe de la policía se sentía tentada de escapar. Sufría por los suyos, no sabía si su esposo había recibido noticias de ella ni de su hijo Jacques -al que pidió ver antes de su ejecución- ni si habría leído las cartas que le envió. El cónsul le aseguró que Pierre d'Andurain estaba al tanto de todo, pero Marga no sabía si creerle: «El cónsul me comunica que mi marido francés verdadero, ha ido a Beirut a ver a nuestros amigos los Seymour Nada más, ni una palabra. Me inquieta la angustia de mi mari do, de mis hijos… ¿qué les han contado? Mi dolor es mayor a causa de no saber nada de lo que pasa. Nunca he recibido de ellos una carta, nunca me han dado un periódico. He pedido en varias ocasiones permiso para poder leerlos, pero está totalmente te prohibido».
Jacques d'Andurain, que contaba diecisiete años y estudiaba el bachillerato en Beirut, no tendría noticias de su madre hasta el 11 de mayo. Ninguna de las cartas que le había escrito Marga desde Yidda le había sido entregada. Aquel día leyó perplejo el titular que aparecía en la portada del periódico francés L'Orient: «La condesa d'Andurain fue ahorcada ayer en la Meca». El artículo -a cinco columnas- aseguraba que el martes 10 de abril, tras ser juzgada en Yidda, había sido conde nada a muerte y ahorcada de inmediato en la ciudad santa. La noticia, que provocó una gran impresión en todos aquellos que conocían a Marga -especialmente a su familia-, fue des mentida al día siguiente por el mismo periódico al no existir pruebas fiables de que la ejecución hubiera tenido lugar. Ante estos inquietantes rumores, Pierre d'Andurain mandó un telegrama urgente a su hijo pidiéndole que se reuniera cuanto antes con él.
Cuando Jacques se encontró cara a cara con su padre en hotel Zenobia se dio cuenta de la gravedad del asunto. Pierre era un hombre completamente abatido y parecía envejecido, con el rostro marcado por la fatiga y barba de varios días. A diferencia de otras ocasiones en las que solía mostrarse distante con su hijo, esta vez le dio un efusivo abrazo. Jacques, para tranquilizarle, le dijo:
– ¡Oh!, papá, saldrá adelante, ya lo verás…
– Esperemos. No tenía que haberla dejado partir, pero ya conoces a tu madre. Cuando ella decide algo, nadie puede hacerle cambiar de opinión. Nadie.
Dos meses antes Pierre había ayudado a su esposa a huir de Palmira evitando los controles militares. Ahora, ante el rumbo de los acontecimientos, se arrepentía profundamente de no haber impedido que llevara a cabo su disparatado viaje. Le confesó a Jacques que estaba muy preocupado por ella y que las noticias que le llegaban de Yidda sobre su estado de salud no eran halagüeñas. Había recibido algunos telegramas del cónsul Maigret y su contenido, aunque esperanzador, no ocultaba lo delicado de la situación. La realidad es que Marga d'Andurain se «pudría» sola en una terrible prisión, mientras aún no se había fijado una fecha para el juicio. El conde sabía que su esposa era una mujer dura y valiente, pero no ignoraba que estaba muy deprimida y que apenas comía. Pierre le pidió a su hijo que se quedara al frente del hotel mientras él se instalaba en Beirut en la casa del matrimonio Seyrig. Quería estar lo más cerca posible de Marga y disponer de información de primera mano del Alto Comisionado de Beirut. Su única preocupación era saber cuándo se celebraría el juicio y si éste sería justo o estaría amañado de antemano.
– Tú, Jacques, eres su única razón de existir -le dijo su padre en aquel emotivo encuentro-, yo no cuento tanto para ella y tu hermano tampoco desde que enfermó en Argentina. Marga me decía a menudo que quería que aprobaras el bachillerato y que llegaras a ser alguien. Tenía muchas esperanzas puestas en ti…
– Pero papá, tú la amas, tú eres feliz con ella…
– Claro que sí, siempre me ha gustado, es tan divertida e imprevisible…
A la mañana siguiente Pierre partió temprano en coche rumbo a Beirut soñando, tal como describiría Jacques, en «aventuras de capa y espada, y operaciones secretas para salvar a la prisionera de aquel misterioso país». A Jacques, que estaba preparando sus exámenes, la perspectiva de quedarse solo al frente del hotel atendiendo a los escasos clientes que por allí se dejaban caer, le resultó de lo más atractiva.
El martes 13 de junio, Marga d'Andurain compareció ante el cadí. Tras «63 días enterrada viva» por fin se celebraba el juicio para esclarecer los graves cargos que pesaban sobre ella. A las diez de la mañana la detenida, con el rostro cubierto por un doble velo, abandonó a pie la prisión escoltada por dos policías armados con bayonetas. Aquel corto paseo hasta el edificio del tribunal, distante a escasos diez minutos de la cárcel, le dio ánimos para seguir adelante. «Me siento llena de fuerza y dispuesta a luchar ferozmente contra la acusación que pesa sobre mí.» Al cruzar la enorme puerta del edificio, custodiada por dos centinelas armados, fue conducida a «una habitación larga, estrecha, iluminada por un gran balcón con celosías. Ante él un hombre pequeño, flaco y pálido, está sentado en una banqueta, tocándose el pie con una mano, mientras se abanica con la otra: es el cadí. El calor es sofocante».
Mientras el secretario y los dos intérpretes ocupaban sus puestos en el mismo banco en que se sentaba el cadí, la pequeña y calurosa sala del tribunal se fue llenando de gente. El juicio de Zainab el Dekmari había levantado una gran expectación entre los habitantes de Yidda. Era la primera vez que se juzgaba a una extranjera -convertida al islam-, acusada de adulterio y de dar muerte a su esposo musulmán. Marga reconoció entre el público al doctor Yéhia, el hombre que había frustrado su aventura a La Meca. El doctor, tal como le confesaría a su amigo el cónsul francés, no estaba convencido de la culpabilidad de madame d'Andurain. A su parecer, Soleiman había podido morir víctima de una crisis aguda de paludismo, pero las causas exactas de su muerte no se conocerían al no serle realizada la autopsia, prohibida por la ley coránica. La única base de la acusación era la declaración de los testigos y los miembros de la familia que reclamaban un castigo ejemplar para vengar el honor de su clan.
Marga había pedido defenderse a sí misma, y se sentó en primera fila, junto a su intérprete, a la espera de que diera comienzo el juicio. En ningún momento se retiró el velo del rostro lo que le permitió «sostener la mirada penetrante del cadí y disimular mi angustia». El juez comenzó el interrogatorio con la siguiente pregunta:
– ¿Por qué estás en la cárcel?
Ante una pregunta tan directa como inesperada, Marga respondió:
– ¡Tú estás loco! ¿Hace dos meses que estoy en la cárcel y me preguntas por qué? ¿No lo sabes tú, que has hecho la investigación y me vas a juzgar? Me han dicho que, antes de morir, Soleiman me acusó de haberle envenenado y ésa es la razón que me dieron para tenerme encarcelada…
Marga no se lo pondría fácil a sus dos intérpretes, Ibrahim Radwan y Naguib Saleh, que durante todo el proceso le aconsejaron que fuera más moderada en sus respuestas. El cónsul de Francia le había dicho que podía tener total confianza en ellos. Para Marga fueron «perfectos y fue su dulzura y su comprensión lo que más me animó durante el juicio». En la sala la irreverente respuesta de la detenida causó un gran revuelo. El cadí, ajeno a la ofensa que acababa de escuchar, le dijo impasible:
– Exacto, ése es el motivo por el que has sido detenida.
Más adelante sabría que su hábil respuesta le había salvado la vida. Si a la pregunta del cadí sobre si conocía la causa de su detención, ella hubiera respondido «por haber matado a Soleiman», esta frase, considerada una confesión, la habría condenado a muerte sin más preámbulos. Marga basaría su hábil defensa en no tener ningún motivo para matar a su esposo beduino. Si hubiera querido librarse de él -y según sus propias palabras- sólo tenía que regresar a Siria y pedir allí el divorcio. El cadí la interrumpió y puntualizó:
– En los reinos del Neyed y del Hiyaz el divorcio no existe más que si lo pide el hombre. Tú no lo sabías, pero te has enterado en Yidda y has querido liberarte de esta manera de tu esposo.
– Fui yo quien me empeñé en querer atravesar el Neyed, en ir hasta Uneyza, en cruzar el desierto del Hufuf. Necesitaba sólo el permiso del rey para partir. ¿Por qué iba a matar a Soleiman mientras esperaba la decisión real?
El argumento más convincente de Marga para demostrar ante el tribunal su inocencia era la dificultad de administrar el veneno a un hombre con el que no convivía y que la visitaba muy de vez en cuando en el harén. Las esposas y esclavas del palacio de Ali Allmari podían testificar que ella y Soleiman no llegaron a compartir alcoba aunque Sat Kabir se la ofreció cuando su esposo regresó de La Meca. El abogado de la acusación, por su parte, estaba convencido de que los medicamentos de la detenida, en especial las pastillas de Kalmine, fueron manipuladas por ella y causaron la muerte por envenenamiento de su esposo. Con asombrosa energía, a pesar de su frágil estado de salud, Marga d'Andurain se defendería de estas acusaciones alegando que no hubiera podido ocultar el veneno ni en el harén -donde las mujeres asistían a su aseo y controlaban sus más mínimos movimientos- ni en la habitación del hotel que la policía registró a fondo el día de su detención.
Tras la primera y tensa sesión Marga regresó al calabozo. Al día siguiente, a las nueve en punto, de nuevo estaba sentada en el banquillo ante el cadí, quien iba a interrogar a los testigos de la muerte de Soleiman. Eran tres hombres y cada uno dio una versión distinta de lo que había ocurrido la noche del 20 de abril. Tampoco se pusieron de acuerdo en las palabras exactas que había pronunciado el moribundo antes de expirar culpando a su esposa. A la una del mediodía el cadí suspendió el juicio a la espera de que la acusación pudiera presentar las pruebas médicas concluyentes que relacionaran las pastillas de Kalmine con el asesinato de Soleiman. Cuando el jueves 15 de junio Marga acudió por la mañana al tribunal, la sala se encontraba vacía. El proceso -que desde el segundo día se celebraría a puerta cerrada- había comenzado temprano y en ausencia de la acusada. El cadí, tras interrogar a los médicos, anunció que el juicio había terminado; ahora sólo quedaba esperar el veredicto final del tribunal de Yidda. Mientras, regresó a la prisión sumida en una gran angustia: «Vuelvo de nuevo a mi celda. Sudo a mares, como se debe de estar en los momentos de agonía, con mis medias y el velo completamente empapados, y el pelo todo revuelto».
Aún tendrían que pasar ocho interminables días para que se conociera la sentencia. El cadí había enviado a La Meca, al juez supremo, todas las pruebas del caso para que él decidiera. Aunque Maigret la visitó en varias ocasiones e intentaba darle ánimos, a Marga le consumía la incertidumbre: «Sigo esperando que me anuncien la vida o la muerte. Esta espera me pone enferma; es como estar al borde de la tumba. Mi tristeza es insoportable. Siento que el desenlace está cercano, pero no me atrevo a esperar la libertad». Los días siguientes los pasó tumbada en la cama y sin hacer absolutamente nada. «La vida se me escapa», le confesó a su guardián. Había llegado al límite de sus fuerzas.
El lunes 26 de junio, el nuevo director de policía -Said Bey había sido destituido por su conducta violenta y brutal con los presos- la hizo llamar a su despacho. Marga, creyendo que era un nuevo interrogatorio, se retrasó un buen rato. Cuando estuvo frente a él fue Jabir Efendi quien le dio la noticia:
– Eres libre, el cadí te ha declarado inocente.
Marga no daba crédito a lo que oía y le hizo repetir la frase que acababa de pronunciar.
– ¿No lo entiendes? Eres libre, puedes marcharte cuando quieras.
Su reacción no se hizo esperar: «Libre. ¡Ah, qué bien me suena esa palabra! Libre. Tomo la mano del director entre las mías, se la aprieto, le doy las gracias, le digo que es un hombre bueno y amable. Salto loca de alegría, doy unas palmaditas en la espalda a los soldados que presencian la escena sin decir nada y pregunto a gritos si me puedo marchar…». Liberada por falta de pruebas, Marga d'Andurain fue conducida por el propio director de policía hasta el edificio del consulado de Francia. Antes se despidió de los policías y guardias que habían convivido con ella durante aquellas interminables semanas en las que creyó que nunca volvería a ver la luz del sol. Cuando se encontró frente a Jacques Roger Maigret no pudo evitar llorar de emoción. Más adelante se enteraría de que los medicamentos encontrados en su maleta fueron enviados para analizar a El Cairo y que los médicos -entre ellos el doctor Ibrahim- ratificaron que eran inocuos y que su contenido no había sido manipulado.
La sentencia absolutoria de Marga resultaba sorprendente porque aunque no se habían encontrado pruebas que la culparan del asesinato de su esposo, había sido descubierta in fraganti -por el propio jefe de la policía- con su amante en la habitación de un hotel. Y éste era un crimen que se pagaba también con la muerte. Sin duda, el cónsul Maigret había utilizado todas sus influencias, tanto en la corte de Saud como en el Quai d'Orsay, para conseguir salvar de la muerte a su compatriota. Algunos periódicos aventuraron que su liberación podía deberse también a las presiones del Servicio de Inteligencia británico para el que la condesa d'Andurain pudo haber trabajado en El Cairo.
Cuando Marga y el cónsul se quedaron a solas, éste la puso al corriente de algunos detalles de su liberación que ella ignoraba. El cadí había reconocido su inocencia pero la condenaba a pagar a la familia de Soleiman la cantidad de «cien libras de oro que su esposo pagó por ella para convertirla en su esposa legítima». Maigret no le ocultó que su vida corría peligro hasta que abandonara el reino. Los hermanos de Soleiman el Dekmari, como era tradición entre los beduinos del Neyed, podrían intentar matarla para restituir su honor. El cónsul le aconsejó que se quedara en su residencia hasta que pudiera embarcar de manera discreta en un carguero rumbo a Egipto.
Al día siguiente, mientras desayunaba, Marga se enteró de que la sentencia de su juicio había sido publicada en el diario oficial de La Meca. La parte que más le interesó fue la que hacía referencia a la «inocencia de Zainab el Dekmari por falta de pruebas»:
Sentencia del proceso Soleiman Dekmari:
Um Alquara de 7 Rabia 1352 (26 de junio de 1933 de la era cristiana)
El cadí del tribunal de primera instancia de Yidda acaba de dictar sentencia en el proceso de los herederos de Soleiman Dekmari contra Zainab ben Maxime: […] La parte civil no ha podido esclarecer la culpabilidad de la acusada y sólo ha podido presentar como única prueba al respecto ciertas declaraciones puestas en boca de la víctima, que las habría hecho en el momento de la agonía, y según las cuales acusaba a su mujer. Dada, por un lado, la ausencia de pruebas y, por otra parte, habiendo tomado en consideración el cadí el desacuerdo existente entre los dos esposos. Temiendo, en consecuencia, que la víctima quisiera vengarse de su mujer, y también por otras razones legales expuestas en el acta, el cadí ha dictado sentencia absolviendo a la interesada de la inculpación de haber envenenado a su marido, y deteniendo cualquier diligencia contra ella por parte de los herederos.
Aunque el cónsul le recomendó discreción, Marga d'Andurain, que ahora se sentía feliz y libre, no podría pasar mucho tiempo enclaustrada en el consulado. Para su decepción, el joven Jacques Maigret ya no se encontraba en Yidda y no podrían celebrar juntos su liberación. El hijo del cónsul -obligado por su padre- había regresado a París. A buen seguro, monsieur Maigret le quiso alejar lo más rápido posible de allí preocupado por su seguridad y para evitar un mayor escándalo. «Me doy cuenta de lo que es volver a tener libertad y regresar a la civilización. He vivido la muerte hasta donde puede hacerlo un ser humano. En estos momentos toco todas las cosas de mi alrededor como si volviera del más allá. Los más pequeños detalles me llenan de felicidad. Se me ocurren mil ideas: me gustaría llevarme del zoco un montón de recuerdos; quiero ir a ver a Sat Kabir y darle las gracias.»
Maigret accedió la primera noche a dar un paseo con Marga en su automóvil junto al mar. Cuando pasaron frente al edificio de la prisión, la condesa no dudó en saludar a los guardias con la mayor naturalidad. «Voy sin velo, creyendo que ningún árabe me va a reconocer. Pero, al pasar delante de mi cárcel, saludo con gestos a mis guardianes […]. Sería mejor que tuviera un poco más de discreción, pero no soy capaz de controlar esta felicidad que me desborda.» Marga no volvería a disfrutar de más paseos nocturnos en el confortable descapotable de su anfitrión. Al día siguiente un empleado del consulado le pondría al corriente de un rumor que corría por toda la ciudad: «El presidente de la Comisión de la Virtud había ordenado a dos personas que montasen guardia ante la puerta del consulado para azotar a Zainab con su hasa [látigo], si ésta intentaba salir sin velo a la calle». Maigret, al escuchar la noticia, le pidió a Marga prudencia y que renunciara a sus salidas.
En los días siguientes Marga se recuperaría con asombrosa rapidez de su terrible experiencia. Huésped de honor del cónsul, volvería a disfrutar de la vida mundana que tanto amaba: agradables comidas con diplomáticos y residentes europeos, interminables veladas jugando al bridge o al póquer… Lejos de mostrarse discreta como el cónsul le había pedido, disfrutaba contando detalles de su cautiverio a un público entregado que por las noches acudía a la residencia de Maigret a conocer a la famosa madame d'Andurain. «Hay una broma que se está poniendo de moda. A las personas cansadas se les ofrece "una pastilla de Kalmine"», contaría Marga con su habitual ironía. Pronto descubriría con sorpresa que se había convertido en una celebridad en todo Oriente Próximo y que su caso había causado gran interés en Europa. Maigret le permitió leer los artículos sobre su aventura aparecidos en la prensa «francesa, inglesa, italiana, alemana, americana y hasta en la de Estonia hablan de mi muerte». En la mayoría de ellos -y para su malestar, pues imaginaba el dolor que la noticia habría causado a los suyos- la daban por muerta: en unos casos había sido ahorcada en La Meca, en otros se decía que había sufrido el castigo de la lapidación. De entre todos los recortes de prensa le molestaron especialmente las calumnias publicadas en el periódico de Beirut L'Orient, el primero que anunció en portada su muerte. Para este periódico Marga era a todas luces culpable y lejos de retractarse publicaron la siguiente tesis sobre su liberación: «Parece que los hechos ocurrieron de la manera siguiente: la policía wahabí habría matado al beduino y hecho caer la responsabilidad de este crimen sobre la audaz espía extranjera, para luego poder desembarazarse de ella legalmente».
Tras su inesperada liberación, Marga sólo pensaba «en regresar a Palmira, ver a Pierre, mi marido; a mis hijos; a mis amigos». No imaginaba entonces que se había librado de morir lapidada pero que todavía tendría que afrontar una dolorosa prueba que la obligaría a separarse de los suyos. Fue Maigret el encargado de darle la fatal noticia. «Me informa de una decisión indigna, horrible y absurda. Con toda la delicadeza posible, el cónsul, que comprende el dolor que va a producirme, me dice que ha recibido un telegrama de Beirut, en respuesta al que les comunicaba mi liberación. En él se le ordena visar mi pasaporte sólo para Francia, sin autorización para desembarcar en Siria… El Alto Comisionado añade que he perdido mi nacionalidad francesa.» Era, sin duda, una noticia que no esperaba y que le cayó como un jarro de agua fría. No sólo la obligaban a abandonar a su esposo y a su hijo, impidiéndole regresar a Siria, sino que además su ausencia supondría la ruina económica de su hotel. El cónsul le prometió que hablaría con las autoridades en Beirut e intentaría aclarar este asunto. Sin embargo, Maigret no tenía mucho tiempo por delante; en dos días llegaba el barco en el que Marga tenía que partir a Suez.
Para ella sólo había una explicación a la prohibición de regresar junto a su familia en Palmira: «Mis enemigos de Siria, contra los que tanto he luchado, han aprovechado mi ausencia y han utilizado el argumento de mi terrible aventura para convencer al Alto Comisionado [en el Líbano] de que me he convertido en una persona non grata. En efecto, al día siguiente Beirut responde negativamente a mi petición. Y lo hace, claro está, por deferencia y afecto hacia mí, con el fin de evitar los peligros a los que me vería expuesta si vuelvo a Siria». Los problemas no acababan aquí y pronto descubriría que se había convertido también en un estorbo para las autoridades saudíes. El ministro de Asuntos Exteriores de Ibn Saud le confirmaría a Maigret que se le había retirado a Marga su pasaporte nayadí -que al menos le hubiera permitido moverse libremente en los Estados Árabes- porque «la mujer Zainab ya nos ha causado suficientes problemas».
A los ocho días de su liberación Marga abandonaba con enorme pesar el consulado francés para embarcar en el navío inglés Taif. Su despedida, al igual que su llegada a Yidda, no iba a ser discreta. El cónsul Maigret la acompañó en su coche oficial por las callejuelas desiertas de la ciudad hasta llegar al muelle donde los esperaba «una multitud encolerizada y llena de odio» que la policía armada trataba de controlar. «Me miran con rabia. Paso entre ellos, oculta bajo mi velo. En la lancha tenemos que izar rápido la bandera francesa para impedir que unos fanáticos que se han lanzado al agua hagan zozobrar la embarcación.» Los miembros del consulado que la acompañaban explicaron al capitán del barco su delicada situación. «Hay nayadíes a bordo y me indican que debo permanecer encerrada en mi camarote. Hay que evitar también los incidentes que podrían ocurrir si desembarco en los dos puertos del Hiyaz donde haremos escala: Uech y Bembo. Allí no habría nadie para ayudarme.»
«El adiós del cónsul es simple y lacónico. Él sabe que toda su vida le voy a guardar respeto, agradecimiento y afecto.» Marga se despedía con tristeza del hombre que la había salvado de morir lapidada. Trece años más tarde le dedicaría su libro autobiográfico Le Mari-Passeport con estas emotivas palabras: «A monsieur Roger Maigret, ministro de Francia en el reino de Neyed, del Hiyaz y del Yemen, a quien debo la vida». Por su parte, el cónsul nunca olvidaría a la encantadora y loca «aventurera» que durante dos meses le mantuvo en vilo. Ya instalada en su camarote, madame d'Andurain divisó por el ojo de buey cómo el barco se alejaba de la costa y dejaba atrás las fachadas de coral de la ciudad vieja de Yidda. La travesía no sería tan aburrida como imaginaba pues entre los pasajeros se encontraba un viejo amigo, el delegado de Irak Naser Bey, con quien había compartido más de una divertida velada en la residencia del cónsul francés. «Un hombre encantador que me cogió bajo su protección y me aconsejó que en las escalas no saliera de mi camarote.»
Naser Bey, descendiente de la familia hachemí, que había sido jefe de protocolo del emir Faisal, rey de Irak, era un gran conocedor de las costumbres árabes. Fue él quien le explicó con detalle las formalidades que debía cumplir con los hermanos de Soleiman a su regreso a Siria. «Hasta que esta cuestión no se resuelva -me aseguró el delegado-, yo misma y los de mi sangre, es decir mis hijos, estaremos en peligro de muerte […] también me comenta que el beduino siempre hace pagar, en caso de asesinato de un familiar, la diya, es decir el "precio de sangre".» A Marga le preocupaba la seguridad de su marido y la de su hijo; al no poder regresar de inmediato a Palmira, tendría que esperar un tiempo para poder pagar a la familia de Soleiman la indemnización acordada. Nunca olvidaría las premonitorias palabras de Naser Bey: «El beduino difícilmente perdona, pero jamás olvida».
En el barco Marga coincidió con otro personaje que le trajo a la memoria funestos recuerdos: era el famoso Maadi Bey, el gran torturador de La Meca en persona. Durante la travesía este hombre de cuarenta años, «delgado y seco, con una mirada penetrante y un prestigio indiscutible», se mostró amable con ella; incluso se atrevió a opinar sobre las causas de la muerte de Soleiman el Dekmari. Para Maadi Bey, su esposo se habría suicidado al notar «su frialdad y su desdén». Para desagrado de Marga, el célebre torturador del reino saudí no dudó en contarle, con morboso detalle, algunas de sus más célebres «hazañas». Con humor, la condesa escribiría: «El gran Maadi Bey sigue aquí, sentado a mi lado, como si nada. Este hombre, que hubiera deseado aumentar mi agonía con todas las torturas imaginables, es capaz de hablar de cualquier asunto con extrema delicadeza y parece olvidar su monstruoso oficio».
La travesía pasó sin incidentes hasta llegar al bullicioso puerto egipcio de Port-Said. En el muelle la esperaba ansioso su esposo Pierre quien, «en el colmo de la ironía», la recibió con estas palabras:
– Debes de estar muy cansada. Toma una pastilla de Kalmine.
Marga enseñó a Naser Bey y a Maadi Bey las famosas pastillas de Kalmine que su esposo guardaba en una cajita. Todos se echaron a reír ante su ocurrencia. La felicidad del encuentro con su esposo se vio truncada por una noticia que había conocido antes de abandonar Yidda. La condesa había sido informada de que el Alto Comisionado había pedido al Gobierno británico que anulara la validez de un año de su pasaporte obtenido en Jerusalén. Sólo se le permitía pasar cinco días en Palestina para ver a su hijo. «Son probablemente los informes desfavorables del Gobierno francés los causantes de esta medida extraordinaria. En efecto, al llegar a la frontera de al-Qantara (donde se visan los pasaportes para Palestina), tachan de mi pasaporte la autorización de estancia de un año y la reemplazan por la mención "cinco días". Pregunto a mi marido qué razones puede alegar el Alto Comisionado para prohibirme entrar en Siria.»
– Temen -le dijo Pierre- que tu vuelta pueda provocar disturbios entre los árabes después de todo lo ocurrido. Por este motivo te prohíben regresar a Palmira…
La excusa que le habían dado a Pierre las autoridades del Alto Comisionado no tenía fundamento. La realidad era que Marga d'Andurain se había convertido en un «problema» para las autoridades francesas en Siria, que sólo deseaban expulsarla cuanto antes de la región. Ignoraban los que firmaron su marcha forzosa que a su llegada a Francia emprendería una auténtica cruzada contra los funcionarios y políticos franceses a los que culpaba de todas sus desgracias. En una carta al Alto Comisionado de Beirut, que escribiría durante su breve estancia en Haifa, les diría entre otras cosas: «[…] encuentro inadmisible la medida tomada contra mí y es lamentable constatar que, tras diez años de política en Siria, tengan miedo de una simple mujer y sus amigos árabes […]. Considero que todo esto es culpa de las autoridades francesas en Siria, que han debido de acusarme de espía ante el jeque Abd al-Rauf, cónsul del Neyed en Damasco».
Cuando Marga llegó con su marido a Haifa el 15 de julio de 1933 pudo abrazar de nuevo a su hijo menor al que pensó que no volvería a ver. Fue Jacques d'Andurain quien tomó en la terraza del hotel Carlton las famosas fotografías que servirían para ilustrar los reportajes que la prensa francesa publicaría sobre su extraordinaria aventura en Arabia. Marga aparece en ellas muy delgada, maquillada y con el cabello recogido; su rostro, sonriente y relajado, no refleja la pesadilla que había vivido en Yidda ni el inmenso dolor por tener que separarse de su familia. Posó para la sesión fotográfica como una artista, con distintos modelos de inspiración oriental -un favorecedor conjunto de pantalón bombacho y corpiño ceñido que dejaba al descubierto su vientre y una larga túnica recogida con un cinturón- confeccionados por ella misma durante su reclusión en el harén del vicegobernador.
El viaje de regreso a Francia sería más duro y triste de lo que imaginaba. Dejaba atrás a su familia, el hotel Zenobia en el que había puesto todas sus ilusiones y a sus amigos beduinos. Tras su largo cautiverio y el vivir con la incertidumbre de ser condenada a muerte, ahora se enfrentaba a un nuevo castigo: «No me imaginaba entonces lo que me esperaba. No es una condena a muerte, pero es como una muerte civil, sin motivo comprensible, y que sólo se puede explicar por el miedo que les entra, a veces, a los "chupatintas" que dictan la ley en la Administración francesa. Ley que se puede resumir, siempre, en la fórmula: "Sobre todo, nada de problemas"». Marga regresaba a casa dispuesta a contar su historia, a reclamar justicia y a señalar con el dedo a los instigadores del complot que, según ella, la había llevado al exilio.