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Más tarde, nos sentamos en una terraza, algo deshidratadas por el paseo en el laberinto de los muertos al sol. Me pedí un limón granizado, porque solo me apetecen los productos veraniegos cuando ya es comienzo del otoño y están a punto de marcharse.

Mientras Laia hablaba de algo que me requería poca atención, no dejaba de pensar en la escultura del ángel. Ahora que la había visto podía imaginármela mejor en esa escena que mi hermana había descrito. La jaula de madera donde lo habían transportado hasta el taller balanceándose en el aire y en su interior el ángel imperturbable, manteniendo a salvo bajo sus alas al niño. Me acordé entonces del principio de la película Ghost, cuando, en los primeros minutos, Patrick Swayze y Demi Moore se están mudando a su nuevo apartamento y unos transportistas tratan de subir la estatua de un ángel con una polea y hacerla pasar a través de la ventana. Entonces, el personaje de Swayze, con una camisa estampada que bien merece una caída al vacío, se cuelga del dintel para empujar la estatua con los pies y que el vaivén la acerque hasta donde los operarios puedan alcanzarla. En ese momento, el ángel balanceándose, la imprudencia del protagonista y un espejo en el que se refleja la estatua definen el tono de la película y hacen presagiar lo peor al espectador. Porque ninguna pareja puede quererse tanto sin que suceda algo horrible, y porque los ángeles no se balancean en el aire sin que haya consecuencias.

Crecer intoxicado desde la cuna por la narrativa audiovisual occidental no ayuda a adoptar una perspectiva razonable, desde luego, pero, en primer lugar, hace muchos siglos, alguien debió de concebir la disparatada idea de tallar esculturas de ángeles. ¿A quién se le ocurre algo así? Es la voluntad de alguien la que da a un material sólido y perdurable la forma de un ser humano con alas. Como si la locura de un individuo tropezara con las circunstancias que engendran el objeto, y esta locura materializada queda en el mundo y pervive mucho después de que aquellos que le dieron forma se hayan convertido en polvo. Y es normal que otras personas se encuentren con estas estatuas y la locura se les contagie en forma de extraños sentimientos y presagios, como los del guionista que decide incluir ese objeto en una película y los de la niña espectadora que recuerda la escena aún de adulta.

Esperé educadamente a que el relato de lo que quisiera que me estuviera contando Laia se extinguiera y le pregunté:

—Oye, la estatua del ángel..., la copia que tú estás restaurando, ¿está muy estropeada?

—Bastante —contestó Laia, removiendo su batido—. La estatua está pintada de manera realista encima de una capa de barniz y eso hace que la pintura se esté cayendo. Es como si la hubieran pintado y después de barnizarla hubiesen cambiado de idea y la hubieran vuelto a pintar distinta. Aparte de eso, los ojos del niño están rayados, como si estuviera ciego, y el ángel tiene una esvástica en la frente.

—¿En serio? ¿Quién ha podido hacerle eso? ¿Y por qué?

—A saber. Igual la tuvieron expuesta en la iglesia. ¿Vas a usar esta historia en tu novela?

—Es interesante como punto de partida. Un misterio en torno a la escultura.

—Un poco El código Da Vinci —se burló Laia. No es el libro preferido de los restauradores de obras de arte.

—Ya —admití—, es lo que le faltaba ya a mis novelas... De todas formas, así, ubicado en Zaragoza, no me encaja, pero si colocas al ángel en la Suecia de Sasja, en una iglesia de un pueblo perdido, con todo nevado, pega bastante más, ¿no?

—¿Qué pensaría Sasja de la estatua del ángel? No creo que estuviera muy impresionada.

Laia sacó su mechero. A pesar de haber dejado de fumar hacía años, aún llevaba siempre en el bolso un Zippo metálico muy antiguo con el que entretenía las manos. Era un objeto fascinante que a mí también me hubiera gustado llevar en el bolso, pero tanto ella como Carlos me lo tenían prohibido.

—No, Sasja nunca está impresionada —admití. Pero tal vez sería gracioso escribir sobre lo que una vampira de casi mil años de edad puede pensar sobre las estatuas de ángeles construidas por humanos, sobre la idea de un ángel en sí...

Dejé la frase en el aire. La verdad es que me aburría con solo pensarlo. Llevar a mi vampira a un mundo de iglesias, cementerios y estatuas de ángeles parecía devolverla al mundo de clichés de donde había salido.

—¿Qué pasa? ¿Te parece un cliché? —adivinó Laia—. Lo que nos ha pasado en el cementerio sí que es un cliché y ha ocurrido de verdad —dijo riendo, con una risa que solo trataba de animarme. Yo ya me estaba hundiendo en el proceso de autodestrucción al que era adicta. Y Laia era capaz de observar mi pensamiento tan claramente como si fuera un paisaje por el que paseáramos juntas—. Oye, Blanca, que si quieres escribir un libro sobre un tío de cuarenta y ocho años francés, en plena crisis vital, que cuenta su sórdida experiencia con varias prostitutas, no te cortes.

Me eché a reír y me salió una risa débil y aguada.

—No, mejor sobre la miseria de una familia judía en el exilio por la Segunda Guerra Mundial —propuse.

—Sí, sí, mejor en el exilio, porque los campos de concentración están ya muy trillados. O mejor, tira de la Guerra Civil.

—No, mejor algo con droga y con mucho sida —dije tratando de seguir la broma, pero sin mucho entusiasmo.

—¿Blanca, te acuerdas de cuando sale Kate Winslet en la serie de Extras y su personaje dice que no puedes ganar un Óscar hasta que interpretes a alguien en la Segunda Guerra Mundial y salgas sin maquillaje y fea?

Asentí.

—¿Y te acuerdas de que Kate Winslet ganó su primer Óscar un poco después por El lector haciendo justamente eso?

Volví a asentir.

El lector, que es una adaptación de una novela que la crítica puso por las nubes... Pues eso, Blanca. ¿No te alegras de estar forrándote escribiendo novelas sobre una vampira sueca detective?

—Me alegro muchísimo —contesté. Pero en el fondo no me alegraba nada y Laia lo sabía, así que carraspeó, preparándose para continuar con su discurso.

—Mira, Blanca, no eres una ingeniera de Apple, no vas a inventar nada nuevo. Eres escritora, que es un oficio muy muy antiguo. Todas las grandes obras de la literatura ya están escritas por alguien que llegó antes que tú, lo cual es cojonudo, porque por mucho que te esforzases, y te lo digo con todo el cariño, no ibas a ser nunca Dostoievski, así que es genial, porque, en vez de vivir frustrada, como sus contemporáneos, puedes dedicarte simplemente a divertirte escribiendo sobre lo que te dé la gana. Y encima sacarle pasta, hasta que el negocio editorial se hunda del todo, cuando la gente sea ya completamente analfabeta. —Sacó su pajita del batido y me apunto con ella—. Así que deja de comerte la olla y escribe sobre el ángel de piedra y sobre Sasja quejándose de todo, escríbelo para mí y haz que sea gracioso para que me lo pase bien leyéndolo.

—No entiendo, con lo que tú eres, que te caiga tan bien el personaje de Sasja. No te creerás que está basado en ti o algo —la ataqué de la manera gratuita en que me gustaba atacarla a veces—. Lo único que tenéis en común es el color del pelo, y ella es rubia natural.

Laia soltó una carcajada.

—Perdona, siempre he sido la rubia de la familia. Solo me lo he matizado un poco.

—Sí, castaño claro con un matizado albino... Seguro que lo llevas así por ella. Siempre me preguntas qué pensaría: «¿Qué diría Sasja si viera esto?» —la imité poniendo voz de tonta y ella se rio aún más fuerte—. Preferirías tenerla a ella como hermana, y no a mí, porque secretamente crees que sois iguales y sería como poder hablar contigo misma.

—No, no —se opuso Laia, después de apurar su batido—, la crueldad de Sasja es toda tuya. Sale de ese resentimiento y de ese complejo de inferioridad que yo no tengo. Yo fui una niña feliz, tú eres la que creció con traumas raros.

Sonreí y me callé porque tenía razón, y además gracias a su discurso se me había pasado el malestar. No es que yo hubiera albergado nunca la pretensión de escribir «una gran obra», pero tenía un enorme sentido del ridículo y una extraordinaria capacidad para identificar con perspectiva cualquier aportación innecesaria que se hiciera al mundo, lo cual me hacía sentir culpable no solo cada vez que escribía, sino, la mayor parte del tiempo, simplemente por existir.

 

 

Acerqué la cara al cristal de la ventanilla del tren, enfurruñada. A medida que el tren avanzaba, envejecía. Cada kilómetro que me separaba de Laia, mi edad aumentaba en dieciséis días, quince horas, cuatro minutos, ocho segundos. Y teniendo en cuenta que el tren recorría la distancia desde el punto A al punto B a una velocidad media de 240 km/h, en tan solo dos horas y dieciséis minutos alcanzaría la edad de treinta y tres años, tres meses y cinco días. Tan solo dos días mayor que cuando el viernes me subí al tren en dirección opuesta. Perfecto. Nadie notaría nada.

Me recosté en mi butaca con algo de fastidio porque quién no odia hacerse mayor, e intenté anestesiarlo volviendo a concentrarme en la sensación de viajar en tren.

Como esta parecía haber perdido algo de su magia, me encaminé en dirección al vagón cafetería en busca de una cerveza que prolongara químicamente el lirismo becqueriano. Caminé con lentitud, entre los asientos, disfrutando de lo que observaba. El AVE en funcionamiento es sin duda un lugar fantástico, con esa velocidad silenciosa, apenas un ronroneo perceptible, y el sonido futurista de sus puertas al abrirse y cerrarse y el mundo deslizándose frenéticamente por las ventanillas. El resto de los viajeros tiene que esforzarse mucho para arruinar la experiencia, tal vez tomando la forma de varios niños con ataque de llanto.

Cuando volví a mi asiento ya rondaba los veintinueve. Suficientemente madura para sentirme culpable por no haber trabajado nada en todo el fin de semana. No me apetecía en absoluto abrir de nuevo el portátil y seguir documentándome para ambientar la novela, lo cual era una pésima señal, puesto que si algo me gustaba de escribir era la fase previa de estudio. Las horas frente al ordenador y en la biblioteca buscando información de cosas tan dispares como historia de los vikingos, física cuántica o anatomía. Cerré los ojos tratando de apartar la culpabilidad de mi mente y disfrutar de los últimos minutos de juventud subjetiva. «A los veintinueve conocí a Carlos», pensé. Y el mundo se me vino encima.

Fue como si todo el fin de semana mi mente hubiera estado edificando un débil muro, mal construido, en un desesperado intento por bloquear la pena que crecía en mí como una mala hierba. Había estado con Carlos unos tres años, dos de ellos viviendo juntos, y supongo que podría haber seguido con él toda la vida si en las últimas semanas no hubiera tenido cada vez más evidencias de que me estaba engañando.