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Jana llegó al restaurante bajo el inquietante augurio de un peinado vikingo. Sobre la frente llevaba una especie de tupé alborotado, el pelo recogido en las sienes y pequeñas trenzas entre los cabellos que caían largos y sueltos sobre sus hombros. Supe que iba a ser una noche larga.

Se abrió paso entre las mesas, como un mascarón de proa entre placas de hielo, para finalmente derrumbarse en la silla frente a mí. Alzó uno de sus brazos blancos, marmóreos, y lo tendió sobre el mantel, en un gesto dramático y decimonónico.

—¿No te parece a veces, Blanca, que todo esto de escribir, el lenguaje..., no tiene ningún sentido? Creo que voy a dedicarme a la pintura.

Me giré y llamé al camarero.

Pronto perdí mi gin-tonic de ventaja sobre Jana. Entre estrato y estrato etílico fue destilando su estado de humor. Yo no sabía hasta qué punto estaría afectada por el desplante de Roca, porque, desde que se divorció de Roberto Miralles, Jana había mantenido numerosas relaciones abiertas con personas de ambos géneros, y era una fiel activista antimonogamia. Pero, por otro lado, no era una persona insensible a la traición y yo desconocía qué tipo de acuerdo mantenía con Roca. Él era el escritor de moda, había ganado un par de premios prestigiosos y era tan aclamado por la crítica como por el público. Era atractivo de esa manera eslava e inquietante que a mí me recordaba a menudo a un Raskólnikov enfebrecido y criminal. Guapo, brillante, famoso y heterosexual..., era una especie de versión moderna de un joven Javier Marías, o, al menos —apuesto cualquier cosa—, esa era la comparación que secretamente más le halagaba.

Abandonamos el restaurante y nos fuimos a un bar cercano. Jana conocía al camarero y ni siquiera tuvimos que pagar. Salir con ella era toda una experiencia, era como el ama de llaves de la noche. Siempre sabía de un bar clandestino de moda, o el local que continuaba abierto. Y en cada sitio la recibían como si llegara la primavera. No me hubiera extrañado escuchar a Vivaldi. Todo el mundo quería a Jana. Todo el mundo menos Roca.

Yo no tenía suficiente experiencia como amiga de Jana para saber si había recurrido a mí con la intención de desahogarse o evadirse, y no sabía si estaba ejerciendo bien mi cometido, así que al cuarto gin-tonic, en el tercer local que visitábamos (Jana no parecía satisfecha con ningún sitio), me atreví a preguntar:

—Oye, ¿tú cómo estás?

Jana hizo un gesto vago con la mano, como si quisiera apartar de sí la pregunta por innecesaria. Giró la cabeza y se quedó mirando un punto fijo en el vacío. Tras unos segundos, los ojos se le empañaron y se llevó las manos a la cara.

Fue, para mí, como si la venus de Willendorf estallara en mil pedazos, la diosa de las serpientes de Cnosos, la dama de Elche, todas rotas, vejadas, pisoteadas por las testosterónicas botas del patriarcado.

—¡Jana! —La agarré del brazo y le acaricié el hombro—. Dime que estás llorando porque te han puesto Pulco en la copa en vez de zumo de limón.

Se le atragantó la risa en un nuevo ataque de llanto.

—Deja de llorar, que se me está cayendo un mito..., ¡con lo que tú eres!

Jana, la deseada, la mujer de todos y de nadie, la que asistía a recitales poéticos que acababan en orgía y orgías que acababan en recitales poéticos.

—Es solo que... —gimoteó—, que..., bueno..., yo pensaba que con Roca era distinto. Menuda imbécil soy, Blanca.

—Pero ¿te habías enamorado?

—Sí.

No supe qué decir. Se me daba muy mal consolar a los demás. Un «no te merece, hay muchos peces en el mar» iba a quedar un poco flojo refiriéndome a la joven promesa de las letras españolas.

—¿Estás bien? ¿Quieres que salgamos fuera?

Jana asintió y saltó del taburete. La horizontalidad del suelo y su propia percepción del espacio tuvieron un desencuentro. La sujeté del brazo y tomándola de la mano la saqué a la calle. Parecíamos una infanta y su menina.

Una vez fuera, Jana respiró hondo y se apoyó entre dos coches aparcados. Se dobló un poco y pensé que iba a vomitar, pero se llevó la mano al pecho y volvió a llorar desconsolada.

—Es que me duele tanto... —dijo entre lágrimas.

Me acerqué a ella y, sobreponiéndome al ridículo de nuestra diferencia de altura, la abracé evitando hundir la cara en sus tetas.

—No tenía ni idea de que fuera una relación tan seria —le dije.

—Ni yo —contestó—. Pero es que es tan brillante, Blanca, lo admiro tanto. Y como una tonta, creí que conmigo sería distinto porque yo era distinta a las demás. Porque conmigo él podía compartir cosas que con las otras no. Yo creyendo todo eso...

—Ay, Jana, no, con lo posmoderna que tú eres y vas y caes en ese rollo de escritora groupie, a lo Sylvia Plath. Ni brillante ni brillanto. Mira, me alegro de que se haya acabado, porque esa admiración es insana, te iba a anular como escritora.

Jana asintió, dándome la razón, pero la boca volvió a arrugársele en un puchero.

—Ya lo sé, pero es que me da igual, Blanca, me da igual todo. Daría cualquier cosa por que siguiera conmigo, por que no se hubiera cansado de mí y hubiera pasado a la siguiente.

—¿Quieres que vayamos a otro sitio?

—No..., ahora mismo no.

—¿Quieres ir a casa?

—No, por favor, a casa no.

Nos encaminamos en dirección a un parque. Antes de que me diera cuenta, Jana había comprado unas latas de cerveza a uno de esos ninjas con carrito que aparecen de madrugada en las calles de Madrid. Divisé a lo lejos manadas de adolescentes y se me puso la carne de gallina. A Jana no le importaba, pero a mí podían reconocerme y, si lo hacían, estaba perdida. Desde aquella firma de ejemplares que tuve la feliz idea de improvisar en un vagón de metro, había generado una fobia atroz a los adolescentes en plural. Por separado, no tenía en cuenta su edad, pero en masa me aterrorizaban.

Jana se sentó en un columpio y yo ocupé el de al lado. A ella casi no le cabían las caderas en el asiento y a mí casi me colgaban los pies. Igual estábamos un poco mayores para eso, pero no era el mejor momento para sacar el tema.

—¿Cómo he podido caer en esto, Blanca?

—¿Que cómo has podido caer en qué? Media España está enamorada de Roca. Hasta los que no han leído sus libros. Aparece en entrevistas por todos lados y posa en las fotos como una estrella del rock. Digamos que lo normal es estar enamorada de él.

—A ti no te gusta.

Era verdad. Y me sorprendió que lo supiera, porque nunca se lo había insinuado.

—Me gusta como escritor, me parece que escribe como los ángeles, que tiene un don, o la expresión que más te guste..., pero, precisamente porque lo he leído, sé o, bueno, creo saber que es una mierda de persona. Una cosa no quita la otra.

—¿Por qué piensas eso?

—Porque lo veo entre líneas. Se esconde muy poco. Y respecto a su relación con las mujeres, ¿recuerdas su primera novela, La suerte de las flores? ¿Todo ese capítulo dedicado al amor de la infancia del protagonista y cómo describe a esa niña que recuerda hasta el aburrimiento? Te puedes imaginar perfectamente el comentario de su editor sugiriéndole que aligere esa parte, que es la única parte cliché de un libro, cuyo resto es... deslumbrante. —Removí un poco la arena del parque con la punta del pie, como si pudiera esconder la vergüenza que me daba haber usado ese adjetivo—. Pero si él no hace caso y mantiene todo ese capítulo así de largo es porque es algo personal, porque es parte de sí mismo... Jana, los hombres que se enamoraron por primera vez en la infancia y lo recuerdan nunca van a durar mucho con una mujer. Porque están enamorados de la nostalgia. Buscan a esa niña a la que perdieron la pista en cada mujer que conocen y la convierten retroactivamente en su novia de la infancia, como si fueran el príncipe de la cenicienta con un zapato de una talla imposible. Luego se desencantan y se desenamoran y vuelven a la búsqueda. Lo peor es que tal vez tú encajes en ese zapato, pero primero tiene que dejarte, y luego tiene que pasar el tiempo, hasta que su recuerdo de ti se añeje y encaje con su idea de amor. Entonces se pondrá en contacto contigo de nuevo, y vuelta a empezar. Es un círculo vicioso.

—Es exactamente así —dijo Jana con gravedad—. Lo has definido perfectamente.

—Es que desde fuera es muy fácil verlo.

Me quedé callada contemplando mis zapatos, cubiertos de ese polvo caliente y seco sobre el que juegan los niños de Malasaña.

Qué fácil era, en efecto, analizar y solucionar la vida sentimental de los demás, aun cuando la propia fuera un desastre. Mis consejos eran tan buenos como deficiente mi historial amoroso. Antes de conocer a Carlos en aquella presentación de Roberto Miralles, no es que mi autoestima estuviera baja, es que era del todo inexistente. Mi última relación me la había extirpado como quien se despierta en una bañera con hielo y sin un riñón.

Resumo la historia: escalador conoce a saliente rocoso. Escalador, atascado en otra posición durante años, considera que saliente rocoso es lo mejor que le ha pasado en la vida. Escalador contempla a saliente rocoso con impotencia y deseo. Después de varios años de tentativas y ademanes al aire, escalador aferra a saliente rocoso sin dejar su posición anterior. Saliente rocoso aguanta el tirón, soporta el peso y sufre erosión física, sentimental y hasta económica. Escalador abandona la posición anterior y realiza la transición con éxito. Saliente rocoso aguanta a escalador mientras este se recupera del esfuerzo. Escalador contempla una nueva perspectiva llena de salientes rocosos cercanos e incluso cimas apetecibles. Escalador inicia tentativas de tomar nuevas posiciones sin dejar del todo a saliente rocoso. Saliente rocoso soporta de nuevo la presión, mientras escalador lo abandona. Escalador se siente agradecido de por vida a saliente rocoso. Escalador se pierde en el horizonte. Saliente rocoso es consciente de su naturaleza de saliente rocoso. Saliente rocoso ruega por que un rayo se apiade de ella, la haga estallar en mil pedazos y la arroje al vacío para siempre.

—Soy tan imbécil, Blanca... Y además soy un fraude. Eso es lo que peor llevo.

—¿Un fraude? ¿Cómo que un fraude?

—¿Cuántas veces he escuchado una historia como esta y me he sonreído, creyéndome por encima de este juego de roles? ¿Cuántos artículos de mierda he escrito sobre este mismo tema, sobre cómo no ser la Wendy de turno del típico Peter Pan?...

Jana se balanceó en el columpio, con rabia. La cerveza a sus pies se volcó y la arena del parque la absorbió sedienta. Cuánta cerveza habría bebido aquel suelo.

—Ya entiendo —dije—. Lo que más te jode es la narración. Te sientes un fraude porque no era esta la historia de tu vida que querías contar. La mujer independiente, la poeta intelectual y triunfadora que está de vuelta de todos los convencionalismos... Te duele más este desamor a ti que lo que le dolería a una fanática de las telenovelas porque ella sabría encajar ese dolor en su historia, en su drama. Tú te sientes ridícula, porque es una historia que no te apetece contar.

Jana se paró en seco y apoyó la cara en la cadena del columpio.

—Sí, tienes razón. Me gustaría borrarlo por completo. ¿No has tenido nunca la típica amiga con memoria selectiva que se reinventa su pasado y tú te quedas alucinada porque ella sabe que tú lo recuerdas también, pero te lo cuenta de otra forma, sin cortarse un pelo? Pues eso pienso hacer yo. Voy a convencerme a mí misma de que yo dejé a Roca, de que él se tuvo que conformar con una versión más joven y más idiota de mí misma.

—Me parece perfecto. Yo puedo difundir esa versión modificada. Últimamente pienso mucho en lo sobrevalorada que está la realidad. ¿Quién dice lo que es realidad? ¿Nuestra memoria? Mi memoria cada vez está peor. Para la semana que viene podríamos creernos perfectamente que la historia ha sido así y tú has dejado a Roca.

Abrimos otras dos latas de cerveza y brindamos con ellas.

—Pero no puedo deshacerme del dolor —se quejó Jana antes de darle un largo sorbo a su bebida.

—Dímelo a mí —murmuré.

Aunque la ejercitaba poco, Jana tenía una gran capacidad para escuchar y un oído fino. Así que se quedó en silencio, mirándome, esperando a que me explicara.

—Carlos me engaña.

—¿Cómo lo sabes?

—Leí un mensaje en su móvil, por accidente. Era de Diana, una chica de su trabajo que yo ya sabía que le gustaba, mucho más joven que yo. —Hice un gesto con la mano que Jana imitó al instante, como una especie de high five de la desgracia—. El mensaje decía: «Si quieres, podemos pasar esta noche juntos», y adivina qué.

—Que tuvo que trabajar hasta muy tarde ese día.

Repetimos el gesto de la mano otra vez.

—¿Y qué piensas hacer?

—No quiero hacer nada.

—¿Vas a no darte por enterada? ¿Vas a consentir como una mujer de los cincuenta?

De pronto se me vino a la mente mi último recuerdo agradable de Carlos. Yo había vuelto de una fiesta por la presentación de un libro, a la que había ido con Jana, y estaba tan cansada que me había quedado dormida sobre el sofá. Carlos llegó aún más tarde del trabajo, o de donde quiera que hubiera estado, y me encontró allí tendida. Me tomó en brazos, mientras yo, adormilada, me aferraba a su cuello, y me transportó hasta la cama. ¿Me estaría engañando ya? ¿Era de repente más cariñoso conmigo porque se sentía culpable? ¿Era aquella estabilidad la extraña forma de felicidad que se obtenía de un engaño consentido?

—¿Por qué tendría que montar un drama y separarme como una mujer de los noventa?

—Porque te estás muriendo por dentro.

No contesté. Di un trago a mi cerveza, como si el líquido frío pudiera anestesiar aquello que ocurría en mi interior.

—¿Y cómo casa esto con tu historia? ¿Cómo llevas el aspecto narrativo del asunto? —preguntó Jana, sin ironía.

—Ah, no es inconsistente con mi historial de desgracias sentimentales. Es lógico, la verdad, siempre pensé que al final Carlos me dejaría por una nueva Gala. —Jana resopló en cuanto mencioné el nombre—. Aunque te digo que es imposible que esta chica sea tan odiosa... Bueno, el caso es que sí que encaja, pero me resulta insoportable, Jana. Pasar por los reproches, el drama, la ruptura, volver a vivir sola... No solo me duele, como tú dices, el dolor es inevitable, pero la perspectiva me parece tan aburrida, tan tediosa, que me dan ganas de pegarme un tiro.

—Bueno, entonces al menos no hablemos de ello. Cuéntame algo, lo que sea, no vamos a pasarnos toda la noche hablando de hombres, es lo que me faltaba ya —dijo.

Solté lo primero que se me vino a la cabeza:

—He descubierto a una escritora que me gusta mucho. Es una escritora de misterio prácticamente desconocida, no está traducida al español ni nada. Se llama Patricia King y solo tiene tres novelas...

—No me suena.

—Es normal, encontré una mención a ella de pasada, en internet, por puro azar...

—Pues no te creas que es normal que no la conozca. No te puedes imaginar cuánto tiempo de mi vida he dedicado a estudiar la literatura escrita por mujeres y cuántos cursos y másteres he hecho sobre el tema... Pásame lo que tengas de ella, porque me interesa mucho.

—Claro, claro, te lo pasaré.

De ninguna manera pensaba pasarle nada. El comentario de Jana había hecho que mi vínculo con Patricia (¿A.?) King se reforzara de una manera que, sin duda, Laia hubiera calificado de demente, aunque quizá solo fuera un poco de euforia etílica. De pronto, me sentía la persona más afortunada del mundo por conocer la existencia de aquella escritora y sus novelas, de las que ni siquiera Jana, la sabelotododelaliteratura, tenía noticia. Ahora me parecía un tesoro, un fantástico secreto que seguiría siéndolo porque estaba segura de que Jana no recordaría su nombre al día siguiente. Me sentí algo mezquina y egoísta también, pero en una época donde parece imposible encontrar nada que millones de internautas no hayan destripado ya, no podía culpárseme de albergar aquella ilusión.

 

 

Del cubilete cósmico que son las calles de Malasaña vino a salir una combinación peculiar: Javier Seseña, crítico literario, apareció en aquel momento, torciendo la esquina, con el paso de apresurado fastidio del que se vuelve a casa sin presa con quien compartir colchón, ni anécdotas memorables con las que paliar la resaca. Su rostro se iluminó nada más vernos. Yo no compartí su entusiasmo.

Mi relación con Javier Seseña se basaba en una cordialidad precaria. Su crítica de mi primera novela había sido despiadada, si bien me cabía el consuelo de su evidente mediocridad al redactarla —crítica de su crítica, por qué no—. Sin embargo, nuestro primer encuentro en persona había sido agradable, casi gracioso. El entramado editorial tan lleno de aristas inaprensibles, de odios, rencores, afrentas y rivalidades, se vuelve, al encenderse las luces de los bares, gomoso e indoloro, lleno de cuerpos calientes borrachos como cubas. Yo por lo menos había bebido de más el día que conocí a Javier Seseña, y apuesto a que él no había dejado pasar la cada vez menos frecuente barra libre de las presentaciones.

Nos topamos, de hecho, en la cola kilométrica de personas en busca de una copa de vino, y respondí a su saludo de una manera inusitadamente jovial para ser alguien que, según su propia manifestación escrita y pública, aborrece tu trabajo. Mientras esperábamos, trabamos conversación sobre algún tema intrascendente, una cosa llevó a la otra y le acabé confesando mis imperiosas ganas de quemar las pilas de libros amontonadas junto a la mesa donde el autor estaba firmando.

—¿Tan malo te parece? —me preguntó.

—No, no, para nada, Jesús Rubira es amigo mío y además me encanta la novela. Es el papel crema de la portada, ¿no me digas que no está como pidiendo a gritos que lo quemen? Pero, siendo completamente sincera, más que fuego, aquí lo que hace falta es una buena explosión. Goma 2 o una cosa así, potente. Lo que daría por verlo. Sin que hubiera víctimas, claro, no hay ninguna necesidad de matar a gente, aunque te digo una cosa, mejor forma de morir no se me ocurre.

No sé por qué tuve aquel arranque de franqueza con él. Mientras hablábamos me pareció que lo entendía. Sin embargo, su crítica de mi segunda novela resultó ser extrañamente positiva, con varias menciones a la «pulsión de muerte» que según Javier está presente en todo lo que escribo. Mira que le dije que no quería que muriera nadie.

Críticas aparte, Javier Seseña no me entusiasmaba como persona. Acababa de abrir su propia editorial independiente y comenzaba así una nueva etapa profesional como editor. Nada que me sorprendiera, dado que, en pleno hundimiento de la industria editorial, a todo el mundo le había dado por abrir su propio chiringo y ya tocábamos en España a una editorial independiente por persona. Más editoriales que bares. Sin embargo, yo sabía que el dueño de esta en concreto no tenía vocación de editor, como no había tenido antes vocación de crítico. En las llamadas profesiones invisibles que rodean el mundo editorial —y yo puedo hablar con conocimiento de causa porque he sido traductora—, entre aquellos que de verdad profesan cierto amor a sus oficios también se encuentran los que en un ataque de pánico escénico siguen deambulando por las bambalinas, sin atreverse a pisar el escenario. Pululan de una posición a otra, mientras secretamente rellenan páginas que luego borran o se convencen a sí mismos de que en realidad nunca han querido escribir. Este tipo de frustración mal curada era lo que hacía de Javier Seseña un crítico sádico y haría de él un editor continuamente insatisfecho. Ni que decir tiene que aquel colectivo y el de los pazguatos que casi por accidente habíamos acabado bajo los focos y recibiendo estupefactos el aplauso del público no estábamos destinados a llevarnos bien.

—¡Pero si son mis dos chicas preferidas! —exclamó Javier, mientras su mirada se extraviaba entre las tetas de Jana.

—¡Javi! —respondió ella, lanzándose a sus brazos.

En ese momento, el crítico y yo nos miramos sabiéndonos enemigos, no con la enemistad entre crítico y criticado, sino con una mucho más ancestral, la que existe entre el depredador oportunista y la amiga guardiana de la guapa borracha.

—¿Qué hacéis aquí?

—¿Qué haces tú? —respondió Jana con ojos de gacela ante los faros de un coche.

—Iba para mi casa, que está aquí al lado. ¿Por qué no os subís y nos tomamos la última?

En el abrazo con Jana, Seseña ya había aprovechado para sacar las garras y aferraba el brazo semiinconsciente de mi amiga. Yo, rápidamente, la tomé del otro brazo.

—Uy, no, si ya hemos bebido por este sábado y el que viene. No podemos beber más, ¿verdad, Jana? Además, es supertarde, no son horas de molestar a tus vecinos. Mejor nos cogemos un taxi.

—Yo no quiero volver a casa —balbuceó Jana.

—Claro, vamos a la mía —dijo Javier, tirando de su brazo.

—No, hombre, no —dije yo, tirando a su vez del otro—, ¿no ves que Jana ahora se sienta en un sofá y se queda inconsciente? —añadí con todo el retintín que pude imprimir al argumento.

Jana acertó a reaccionar y se soltó de nuestro forcejeo, con un gesto de beodez aristocrática.

—Conozco un sitio —anunció, cual Salomón.

Y acabamos en un antro clandestino y repugnante, lleno de un humo que debía de haberse acumulado allí desde antes de que se prohibiera fumar en los bares. Me abstuve de pedir nada y, al poco rato, mi borrachera desapareció ante el despliegue funcional que tuvieron que hacer mis neuronas. Proteger la integridad sexual de mi amiga y neutralizar los acercamientos de Seseña fue como una partida de Risk. No es que tuviera yo un afán puritano en particular, es que, si bien los apetitos sexuales de Jana eran amplios, yo sabía que Seseña no se encontraba entre los afortunados y no quería que mi amiga hiciera nada que lamentara a la mañana siguiente. El crítico-editor, por su parte, parecía no haberse visto en otra y se aferraba a la oportunidad como una hiena. Reconozco que me admiraba cómo era capaz de predecir la trayectoria errática de Jana y ofrecer su cuerpo como apoyo casi antes de que esta perdiera el equilibrio.

Lo que no pude evitar es que a Jana la invitaran a otra copa, y al poco rato la vi salir despedida hacia la calle. Javier y yo la seguimos.

Jana estaba entre dos coches, esta vez sí, vomitando, con esa convulsión del cuerpo tan necesaria para la desintoxicación y que consigue camuflar momentáneamente el dolor espiritual. Le pregunté si necesitaba ayuda y negó con lo que fue más un movimiento de culo que de cabeza, así que Javier y yo nos mantuvimos a una distancia prudente, cruzados de brazos. El cielo comenzaba a clarear, y algo similar debió de ocurrir en mi cabeza, puesto que se me ocurrió preguntarle a Seseña:

—Javier, la web de tu nueva editorial..., muy bonita, por cierto...

—Gracias.

—¿Tú tienes...? Es decir, imagina que quisieras incluir dentro del catálogo un libro falso... Sería fácil, ¿no? Estará automatizado... Para añadir solo tendrás que introducir los datos del libro y la imagen de la portada. Portadas muy bonitas, por cierto...

—Gracias.

—Es decir, que podrías hacerlo en cuestión de cinco minutos, y luego borrarlo, pum, y así de fácil...

—¿Crear una página en mi catálogo para un libro falso? ¿Con un ISBN falso también y todo? No sé ni si será legal, pero ¿por qué querría hacer yo eso?

—Para hacerme un favor a mí, por ejemplo —me atreví decir—. Un favor raro, lo sé, pero que no te costaría apenas nada.

—¿Y cómo me pagarías tú ese favor? —preguntó—. Porque, no sé, no nos conocemos mucho, y en estas fases tempranas de una relación lo lógico es que haya un intercambio recíproco de favores, como muestra de buena voluntad.

Me arrepentí inmediatamente de no haberle ofrecido dinero.

—Pues no sé, ¿qué favor podría hacerte yo a ti?

Seseña no me miraba. Tenía la mirada perdida, concretamente perdida en algún punto del exuberante culo de Jana. Por las cartas de Patricia King le podía entregar a Jana y una docena de camellos si quería.

—Escribe para mi editorial.

—¡Qué!

—Una cosa corta, un relato. Vamos a sacar una antología de autores españoles. Escribe un relato para nosotros y déjanos que lo editemos. No tienes firmada ninguna exclusividad, ¿no?

Una mezcla de estupor e indignación se me agarró a la garganta durante unos segundos. Cuando por fin pude hablar, no dudé en añadir también una mirada de profunda repulsa. Por supuesto que Javier quería que escribiera para ellos. Mi primera y única publicación fuera de la saga. Era un negocio seguro.

—Ni siquiera te gusta lo que escribo —le espeté.

—No, no me gustó tu primera novela, la segunda no estaba mal, tenía cosas interesantes, y la tercera, la verdad es que no la he leído. Puede que no me guste lo que escribes, pero eso no quiere decir que no me guste cómo escribes. Con que no haya vampiros de por medio, ya tienes mucho ganado.

Hubiera querido abofetear a Seseña con un guante. Pero ni tenía guantes ni estaba en posición de abofetear a nadie. Me conformé con mirar el asfalto muy fijamente. ¿Qué estaba dispuesta a hacer por saber más de Patricia King?

Estreché la escamosa mano de Seseña cerrando el trato y, en menos de una semana, las cartas estaban en mi poder.