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Drama podría considerarse también lo que había estado a punto de ocurrir la misma noche que conocí a Jana, cuando decidí aceptar su invitación y presentarme en aquellas charlas feministas.
No había encontrado el programa por ningún sitio, así que me planté allí a la hora que ella me dijo. Las charlas se celebraban en el salón de actos de un instituto del barrio de Chamberí y, cuando crucé el umbral de la entrada, supe que había vuelto a acertar.
He desarrollado una especie de algoritmo mental inconsciente por el que puedo determinar cuál es el momento exacto en el que dará comienzo un acto público (siempre algo o mucho más tarde que la hora que consta en su programa), por lo que me ahorro esperar sola o tener que saludar a conocidos, y no llego tan tarde como para interrumpir o llamar la atención. Tímidos de todo el mundo me arrojarían billetes de quinientos si pudiera transmitirles este talento de algún modo.
El público, bastante escaso, estaba ya distribuido por las sillas y una mujer de unos treinta y tantos, vestida con falda por debajo de la rodilla y zapatos Camper —ese eterno combo de la estética intelectual femenina—, se preparaba para hablar.
No sé cuánto tiempo pude seguir consciente la charla, pero no fue mucho porque apenas recuerdo de qué iba. Sé que no tenía nada que ver con lo que Jana me había avanzado en su correo y que se hablaba de algún tipo concreto de subtexto en la poesía de una autora de la que jamás había oído hablar. Recuerdo, sin embargo, con total nitidez la mancha de humedad que se insinuaba en una de las esquinas del techo y que el fondo del escenario tenía una cortina de color crema cuya visión inspiró en mí el fuerte deseo de provocar un incendio. A veces me pasaba.
También recuerdo con detalle el olor de la sala. Era un olor ligeramente desagradable, pero muy sutil e imposible de identificar. El típico olor que yo incluía en las escenas de mis novelas.
Y finalmente recuerdo cuando la charla consiguió de nuevo atraer mi atención. La mujer del escenario decía:
—Apenas mil palabras a las que Margot Lucas dedicó diez años de su vida. Podemos imaginarnos el cuidado, el amor, el esmero que puso en elaborar estos poemas. Al leerlos podemos apreciar la minuciosidad con la que están engarzadas unas palabras a otras, la fluidez de la composición, bien lubricada. Es una labor de artista en el diseño pero una labor casi de artesanía en su confección... En fin, una rara maravilla muy escasa en este tiempo donde digamos que las palabras se compran y venden al peso... —La mujer se quedó mirando una puerta cercana al escenario que permanecía abierta y que, por las estanterías repletas de libros que se veían tras ella, debía dar a una biblioteca o una sala de lectura. Pero la mirada de la mujer no atravesaba el umbral, sino que se había posado en dos libros de ancho lomo que, colocados uno sobre otro, hacían de tope para mantener abierta la puerta.
La mujer subrayó aquel comentario mudo, extendiendo el brazo hacia ellos, y la concurrencia soltó algunas risitas.
A mí me pareció que gracia tenía bastante poca y eché de menos mis anteojos para poder atisbar a cuál de mis colegas de los quioscos de aeropuerto se le había faltado al respeto de aquella manera tan cruel, así que tuve que conformarme con estirar el cuello como una tortuga.
Esa afirmación tan repetida de que los esquimales tienen más de cien palabras para referirse a distintos tipos de nieve puede ser un mito, pero que yo soy capaz de reconocer y distinguir, aun a gran distancia, la amalgama de tonos rojos y negros de las portadas de decenas de libros sobre vampiros es un hecho científico y comprobado. Con más exactitud aún si el libro que trato de reconocer resulta ser el mío.
Me colgué el bolso y me puse en pie. Tan alterada como estaba, empecé a planear de inmediato cómo haría para borrar la huella emocional de aquel disgusto. Aquella ofensa, aquella herida en mi orgullo, requería un plan de contingencia. Elegiría la terraza más agradable de Madrid aunque fuera la más cara y me pediría un limón granizado que tomaría mientras leía la novela de Raymond Chandler que siempre llevaba en el bolso por si las cosas se ponían feas. Y en unos minutos mi sistema mental se habría restaurado, habría recuperado la paz, como si nunca hubiera aceptado aquella invitación ridícula, aquella emboscada mezquina.
Me hubiera gustado que, al levantarme de la silla, se hubiera formado cierto revuelo, o la oradora hubiese detenido su discurso, distraída al menos un segundo. Pero es que me había sentado en la última fila al lado del pasillo. Así que dejé que mis tacones repicaran indignados en los apenas tres pasos que me separaban de la puerta. De haber tenido valor, hubiera salido por la que daba a la biblioteca, justo después de recoger mis novelas del suelo y tirárselas a la cabeza a la humorista del escenario, para que si se quejaba de su peso y volumen lo hiciera con el sólido argumento de un ojo morado.
Abrí la puerta de salida hasta su punto máximo y la solté de golpe y con rencor, solo para escuchar cómo su mecanismo absorbía el impacto y la encajaba en el marco amorosamente, en un susurro. Me di al menos el consuelo de caminar airada por el hall hasta que oí cómo la puerta se abría de nuevo.
—¡Blanca! ¡Blanca, espera! ¡No te vayas!...
Me detuve y me di la vuelta. Jana atravesaba el hall y venía a mi encuentro. Me sorprendió su altura. Aun con unas sencillas sandalias planas debía de sacarme cabeza y media. Llevaba además el cabello, de un rojo natural e intenso, recogido en una cola alta, anudada con un mechón de su propio pelo, a la manera de una diosa helénica. Jana siempre llevaba peinados inspirados en otras épocas, como una antología de Grandes mujeres de la Historia, en versión capilar.
—¡Perdona por esa tontería de la puerta! Alguien del instituto..., bueno, no fue intencionado para nada... Han cambiado todo el programa de las charlas y..., oh, vaya..., vaya... —Llegó apresuradamente hasta mí y entonces ambas pudimos comprobar con incomodidad que no solo había una diferencia de altura, sino de tamaño, de perspectiva, del propio tejido del que estaba hecha nuestra realidad. Como si un personaje modelado en 3D entrara en contacto con un muppet de felpa.
—¿Qué?
—Nada, nada, que no sé, no te imaginaba así por las fotos..., es decir..., no, bueno, que me alegro mucho de conocerte en persona. Perdona por esa tontería. Anda, dame dos besos.
Se agachó menos de lo necesario y, como yo no estaba dispuesta a estirarme, nuestros besos quedaron absurdamente en el aire, a centímetros de las mejillas de la otra.
—Encantada de conocerte, Jana, pero, de verdad, creo que es mejor que me vaya.
—Ayyyy..., no, por favor, por favor, quédate. Te lo ruego —dijo. Creo que era la primera vez que escuchaba esa expresión en vez de leerla, y, lejos de parecer ridícula o exagerada, supo entonarla de la manera perfecta.
Quizá por eso, y tal vez también porque Jana me aferró el brazo con la delicadeza de un guardia civil, decidí quedarme y no perderme su recital. Leyó algunos poemas escogidos de aquellas poetas de las que habían hablado en las charlas y los interpretó con una gran emoción. Versos que sobre el papel me hubieran resultado ridículos o ajenos cobraron entonces sentido. Me impresionó la tarea titánica del poeta que lograba encontrar palabras ambivalentes sobre el papel y en la lengua.
El recital de Jana dio fin al evento. Me levanté dispuesta a marcharme de inmediato, pero, con una habilidad felina, Jana se deslizó entre la gente y me atrapó de nuevo.
—Por favor, espérame un momento, solo será un minuto —me pidió. Y desapareció otra vez sin esperar a que contestara.
Soy de ese tipo de personas que, por no pasar el apuro de contradecir a alguien con quien no se tiene mucha confianza o alargar la conversación, son capaces de verse en las situaciones más absurdas, como la que implicaba obedecer esa orden y quedarme allí plantada, sin nadie con quien hablar, en un lugar donde se usaban mis libros como tope para las puertas. Mi primer impulso fue aprovechar para rescatar aquel par de ejemplares, pero, aunque seguía ofendida, la sorpresa del desaire se había esfumado y con ella cualquier tipo de coraje. No me apetecía llamar la atención, así que opté por una táctica sucia y cobarde, pero, después de todo, justificada. Me acerqué disimuladamente a la escena del crimen e hice una foto con mi móvil, geolocalizada y asociada al nombre del instituto. Entonces la publiqué en Twitter acompañada del texto «Bonito detalle :(». En menos de diez segundos, tenía más de veinte respuestas de fans enloquecidos dispuestos a prender fuego a la biblioteca. Pensé que eso me haría sentir mejor, pero no fue así. Arrojé el móvil a las profundidades de mi bolso con un mohín y esperé pacientemente a que Jana terminara de despedirse de la enésima persona calzada con Campers.
—Ya estoy —dijo por fin—. Muchísimas gracias por haberte quedado y haberme esperado. Esto te lo tengo que pagar con un buen cóctel. Vamos aquí al lado, que hay un sitio divino. —Jana: la única persona capaz de decir «divino» sin sonar imbécil.
Entramos en uno de esos bares que se rigen por su propio huso horario, y de repente eran las tres de la mañana. Jana se puso a flirtear con el camarero de manera escandalosa y antes de que pudiera replantearme qué estaba haciendo allí, tenía una piña colada del tamaño de República Dominicana ante mis narices. Considero la piña colada un cóctel geriátrico-infantil. Un cóctel sin ningún tipo de dignidad propio de personas sin dientes, pero al mismo tiempo su sabor es tan delicioso que rechazarlo iría contra las normas del sentido común. Y aferrada a este argumento, dejé que me sirvieran tres.
Mientras tanto, Jana charlaba con el camarero y yo añadía comentarios absolutamente vacíos y mecánicos que mantenían ociosas a todas mis neuronas, pero que, sin embargo, me hacían parecer simpática y participativa. Es otro talento que, si supiera comercializar, tímidos de todo el mundo me lo quitarían de las manos.
Jana decidió al fin que nos moviéramos a otra zona del bar. Eso significaba que deberíamos tener una conversación entre dos, de verdad, por lo que puse mis neuronas en funcionamiento de nuevo. Comencé a sospechar que tal vez fueran las tres de la mañana realmente.
Nos sentamos en una especie de reservado, donde la música sonaba todavía si cabe más alta.
—Siento lo de antes, lo de los libros..., bueno, en fin, ojalá me hubiera dado cuenta...
—Lo de los libros en el suelo, la verdad es que no tiene importancia. Podrían haber usado igualmente un María Moliner. Lo feo ha sido lo del comentario —le dije.
—Ah, pero bueno, no te lo tomes a mal...
Sentí que la sangre me hervía. ¿Qué estaba haciendo yo allí? ¿Qué sentido tenía todo aquello? Mis neuronas se habían convertido en rehenes de la piña colada.
—¿Por qué me has invitado, Jana? —estallé—. ¿Qué?... ¿Por qué?... —Jana me observaba perpleja—. Mira, sinceramente, me parece mezquino que me hayáis invitado si consideráis que lo que escribo es basura.
Jana echó el cuerpo hacia atrás de forma tan exagerada que tuve que cerciorarme de que no le había tirado la copa encima.
—Pero, pero... ¿Quién...? ¿Cómo...? ¿Por qué piensas que yo pienso que...? —Sus neuronas eran también ya ciudadanas del Caribe—. ¡Yo no creo que escribas basura! ¿Quién ha dicho eso? Yo..., bueno, yo..., tus libros..., en fin, yo no me he leído tus libros.
Pestañeé perpleja. Aquella declaración que debía haberme ofendido me supuso un profundo alivio.
—Y ese comentario que ha hecho Beatriz..., bueno, tienes que entender que la literatura comercial no es precisamente...
—Pero ¿se ha leído ella mis libros?
—Pues no sé...
—Mira, es que estoy harta. Por un lado, supongo que en parte es mi propia inseguridad la que crea estas tensiones. Pero, por vuestro lado, creo que esa típica condescendencia que exhibe un escritor, digamos, minoritario hacia el mundo del best seller generalizando, metiendo a todos en el mismo saco, es una forma de consuelo. Creo que, de alguna forma, tú y yo nos envidiamos. Yo envidio tu mundillo literario porque es un mundo donde una persona le dedica a un libro diez años de su vida, donde existe verdadero amor por las palabras y el lenguaje. Y vosotras me envidiáis a mí y menospreciáis mi trabajo, sin ni siquiera haberlo leído, solo porque vendo. Pero es una envidia totalmente profesional —me apresuré en aclarar—. Nada personal aquí —añadí, haciendo grandes aspavientos con las manos, como un guardia de tráfico beodo.
Jana estaba sonriendo, como quien sonríe a un discapacitado que le trae un ramo de flores. Durante la eternidad de unos segundos, permaneció así, observándome con esa expresión inquietante. Entonces, rompió a reír.
—¡Pero Blanca! Esa idea de que las mujeres nos envidiamos unas a otras es una cosa tan absurda que nos ha inculcado el patriarcado, para entretenernos, para inmovilizarnos... ¿No te das cuenta? Ay, pero no es culpa tuya...
Y sin previo aviso la tenía encima. Aquellas tetas gloriosas que ilustraban sus poemas estaban ahora aplastándome la mejilla y me vi envuelta por una nube de alcohol distinto al mío.
Mi perplejidad fue en aumento durante los minutos siguientes, y era la curiosidad lo único que me mantenía sentada allí. Si, como había quedado claro, éramos de naturaleza alienígena la una para la otra, ¿por qué me retenía junto a ella? ¿Por qué insistía en darme conversación? Saltó de un tema a otro sin que yo apenas tuviera que darle réplica, hasta que por fin cantaron bingo:
—Y como decía mi ex..., por cierto, creo que conoces a mi ex. Es Roberto Miralles, que está casado ahora con una tal Gala... A ella también la conoces, ¿no? Tu novio es su exmarido, ¿puede ser?
Intenté que la expresión no me delatara y le dije que sí. Cinco minutos después, tras varios comentarios ácidos que supongo que, de haber estado sobria, hubieran resultado algo más sutiles, quedaba claro que lo único que quería Jana de mí era combustible para odiar aún más a Gala.
Quise entonces levantarme, tirarle una copa a la cara y decirle lo lamentable que me parecía que me hubiera arrastrado hasta allí, hablándome de feminismo, de compañerismo entre mujeres, con el único propósito de criticar a una tercera. Pero, por otro lado, ¿no era ese un planteamiento machista? ¿Era realmente relevante el género de Gala o estaba yo siendo sexista al desmerecer su odiosidad? Dos hombres conspiran contra un tercero y Shakespeare lo convierte en un drama inmortal. Dos mujeres hacen lo mismo y es cosa «de porteras». No, estaba claro, no quedarme a criticar a Gala habría sido injusto hacia mi propio género.
Y así fue como nos hicimos amigas.