13
Me despierto con la humedad del sudor pegada a la nuca y las sienes. Oigo un repiqueteo en el alféizar y los cristales y, aún sin abrir los ojos, percibo el olor metálico de la lluvia. Las gotas son grandes y pesadas, por el sonido que hacen al romperse. La lona de los estores se eleva ingrávida para desinflarse al instante y golpear el marco de la ventana. Flop. Una corriente de aire me enfría el sudor. Flop. Flop. Cada vez con más violencia. Siento a la casa respirar. El aire de la tormenta recorriendo las habitaciones, el pasillo, saliendo y entrando rítmicamente. Acompaso mi respiración con la suya y, entonces, en el instante exacto, suena el estruendo de una puerta al cerrarse. Pero no me asusto. Porque ya lo esperaba.
—Blanca.
Me incorporo y veo a Carlos de pie, vestido, bajo el marco de la puerta. La madera, la pared, su cara, todo parece hecho de los mismos materiales duros. ¿Qué hace aquí? ¿Compartimos todavía una casa? Cuando llegué después de la fiesta no estaba y me es imposible saber si hemos dormido juntos o no. Me mira como si llevara horas ahí de pie, esperando a que despertara.
Lo mismo podría estar a mil kilómetros de distancia.
Recuerdo cuando nos conocimos. No puedo creer que fuera gracias al exmarido de Jana y actual pareja de Gala, Roberto Miralles. Era un crítico literario que había escrito un par de libros indescifrables, llenos de frases intencionadamente largas. Muchos otros críticos sospechaban que se trataba de un farsante, pero desenmascararle habría sido un trabajo muy laborioso, por lo que gozaba de buena reputación.
Me parecía un tipo aburrido en persona, y sus gestos y su voz me daban mucho sueño.
Conocí a Carlos en una presentación de su libro. Creo que se enamoró de mí porque me vio bostezar y en general porque me burlaba del hombre por el que su relación se había roto. Se hubiera roto de todas formas, porque Gala y Carlos vivieron un gran amor, se casaron muy jóvenes, tuvieron a Gonzalo, y después sus personalidades evolucionaron de maneras distintas. Carlos desarrolló su carácter eminentemente práctico y Gala su carácter eminentemente insoportable. La odié y la odio de una manera justificada, como se odian los herpes labiales, que el autobús se acabe de marchar o el impuesto sobre los libros. Su odiosidad es intrínseca a la propia esencia de su ser y está presente en todo lo que hace. Carlos asegura que no siempre fue así, pero yo solo la he conocido en su papel de talibana de la corrección política. Es la típica persona que puede ponerse tibia de jamón mientras expresa su simpatía hacia el veganismo, puede llevar un bolso de Prada mientras habla de comercio justo o puede mostrar su preocupación por la falta de vivienda mientras recibe una transferencia de su padre millonario. Es una pija con principios. Una excentricidad que adquirió en su breve paso profesional por la administración de la oenegé donde conoció a Carlos. Un activismo equivalente a cocinar cupcakes, que le permite irse a dormir cada noche con esa seguridad tan suya, tan Gala, de estar haciéndolo todo bien.
Pero reconozco que también la he odiado sin razón. Por celos. Por envidia. Porque es alta, rubia y de genética elegante, como una elfa de Serrano, y porque fue y siempre será el gran amor de Carlos. Porque, a su edad, se permite seguir teniendo pecas adorables sobre la nariz y porque Carlos tiene una G tatuada en la parte interior del brazo. Cuando le pregunté por ella me dijo que era por Gonzalo, pero Gala tiene en el mismo sitio una C que, con un par de estrellas, reconvirtió en una luna. Y cuando el niño trajo un día un libro de cuentos antiguo que había sido de su madre, vi la misma G de Gala, no de Gonzalo, estampada como exlibris en la primera página. ¿Por qué has tenido que poner tu sellito de niña caprichosa sobre mi novio antes de cansarte de él y abandonarlo como un juguete ya muy visto?... Cuánta pena para nada. Ahora Carlos ya no es de Gala ni mío. Es de otra.
—Tengo que ir a la oficina. Lo siento mucho, pero te tienes que quedar con Gonzalo. Lo he dejado jugando en su cuarto. Volveré lo antes posible.
—Vale.
Hasta que no suena el portazo no me doy cuenta de que tengo una resaca enorme. Se ha precipitado sobre mí, de improviso e injustamente, porque no bebí más de tres copas, ¿o fueron cuatro? En cualquier caso, no me la merezco, como tampoco merezco las mentiras de Carlos. He tenido siempre la teoría de que los domingos por la mañana hay un reparto de resacas masivo, donde una especie de Santa Claus maligno y algo negligente asigna a cada uno un castigo proporcional a sus excesos. Pero como en todo sistema de mensajería, el reparto es a veces caótico y, al igual que algunas mañanas es inexplicable el estado perfecto y sano del cuerpo, otros días estoy segura de haberme levantado con una resaca que no es la mía.
Arrastro mis miserias físicas y espirituales por el pasillo, cubiertas con una bata, y voy en busca de Gonzalo.
Entro en su cuarto y lo encuentro atareado en la elaboración de un muñeco de plastilina al que ha vestido con un trapo y decorado con una pluma y dos botones.
—¿Qué haces? Qué bonito...
—Es un muñeco vudú como el tuyo. Por si alguien se mete en el colegio conmigo...
—¡Ah...! Claro, qué idea tan buena..., pero ¿está terminado ya? Dame, dame, que te lo guarde yo en mi cajón secreto —alias cubo de la basura—, no vaya a ser que alguien lo vea y te lo quiera robar.
—¿Está bien hecho? ¿Crees que sirve?
—Sí, si no se lo dices a nadie, sí. Si alguien más sabe que existe este muñeco, entonces pierde su poder. Funciona así.
—Voy a hacer otro.
—¡No! No puedes, porque si haces más de uno, también pierde su poder. No hagas más.
—Pero es que es mi hobby.
—¿Qué dices? ¿Cómo que un hobby? Eso es una tontería, los niños no tenéis hobbies.
—¿Por qué no?
—Porque los niños tenéis juegos. Los hobbies son las cosas que hacemos los mayores para entretenernos porque ya no nos acordamos de cómo se jugaba.
Gonzalo me mira con incredulidad.
—No se te puede olvidar jugar. —Se echa a reír—. Es imposible.
—Uy, ¡cosas peores te pasan cuando te haces mayor! No tienes ni idea... Anda, ven, que tengo que trabajar. Vente a dibujar al despacho. —Cojo el bote con «sus colores» (me encanta esa manera de llamar al batiburrillo de lápices, ceras y rotuladores) y le acerco uno de sus enormes cuadernos de dibujo—. Puedes ponerte en la alfombra.
—Pero si siempre me echas de tu despacho, si siempre me dices que si estoy yo no puedes trabajar.
—Pues hoy sí. —Básicamente porque sé que en el fondo no tengo la menor intención de escribir—. No me digas que ahora no quieres, con lo brasas que te pones siempre.
—Sí quiero, sí, sí, sí...
Gonzalo entra en el despacho, con el cuaderno apretado contra el pecho, y el paso lento y silencioso, casi como si entrara en un templo.
Voy a la cocina a hacerme un café. Cuando vuelvo, Gonzalo está frente a los cajones abiertos del aparador observando algo que ha sacado de uno de ellos. Estoy a punto de gritarle furiosa cuando se vuelve y veo su expresión. Hay tanto miedo en su cara que me da pena. En la mano tiene la cruz africana de mi madre y, en un instante, como se rompe la cerámica, los ojos se me llenan de lágrimas. Me llevo la taza a la boca para taparme el rostro. Gonzalo deja delicadamente el colgante en su sitio y cierra los cajones sin hacer ruido. Ninguno de los dos dice nada.
Mientras él dibuja tirado sobre la alfombra, yo me siento frente al ordenador, con la mirada perdida, concentrándome solo en el ruido que hacen los colores al chocar entre sí y golpear el recipiente de plástico cuando Gonzalo los agita a un lado y a otro, hasta dar con su elección. Suena a colegio, a seguridad, a aburrimiento, a infancia.
Tengo un correo de Jorge, mi editor, mandándome más información sobre la propuesta de la productora y pidiéndome que cerremos una reunión para hablar con ellos. Sé lo que vendrá después. Negociarán una oferta económica que les convenza y entonces procederán a lavarme el cerebro para que acepte, porque sin mi firma tienen las manos atadas. Utilizarán una y otra vez expresiones como «ejercicio comercial óptimo» y me dibujarán un futuro en el que la saga de mis libros se hace mundialmente famosa, como Crepúsculo o Millenium. Pero en el mejor de los casos, si eso ocurre, si la película tiene éxito, si llega a producirse el imprescindible remake americano, yo ganaré mucho más dinero pero mi nombre estará asociado para siempre a un producto que hace tiempo que dejó de ser mío para convertirse en una franquicia de clientela tan selecta como el 100 Montaditos.
Qué vergüenza me da en el fondo todo este proceso en el que me veo envuelta. Cómo esta actividad tan íntima que es escribir puede convertirse en un fenómeno circense absurdo y disparatado. Cómo es posible que algo que hago sentada aquí, envuelta en mi bata, acabe provocando que una manada de adolescentes enfebrecidos me asalte en el metro, y me exijan, casi por la fuerza, una foto con ellos. Que me quieran atrapar en sus móviles y exhibirme en sus redes, como si hubieran cazado un Pokémon. Supongo que me lo merezco, por haber encarnado a Fluffy.
Fue esa experiencia engañosa, de haber escrito un libro con el nombre de otro, lo que me hizo concebir la publicación casi como un juego. Supongo que debería haberme parado a pensar cómo quería que fuese mi carrera literaria y cuál la primera obra publicada con mi nombre. Pero en ese momento, los sintagmas «carrera literaria» y «obra publicada» me provocaban risa. No iba a ser más que una novelita juvenil, dentro de la colección de una editorial modesta. Ese nicho me resultaba cómodo y acogedor, el lugar perfecto para divertirme a mis anchas. Paralela a la fiebre por la novela vampírica, se había vivido el boom de la novela negra nórdica. ¿Por qué no combinar las dos cosas?, se me ocurrió. Hacía poco que había visto 30 días de oscuridad y, aunque la acción de la película se desarrollaba en Alaska, no podía imaginar un hábitat mejor para esa especie cruel que las regiones heladas del viejo continente. No conocía aún la existencia de la novela Déjame entrar ni de su adaptación al cine, pero, cuando las vi, tras escribir mi novela, supe que había dado con la ambientación idónea. Me puse manos a la obra. Con mi poca experiencia definiendo estructuras narrativas, el género negro, lleno de fórmulas, parecía la escuela adecuada. Trabajé horrores para elaborar una trama decente y, sin embargo, los personajes se gestaron sin esfuerzo, como si ellos mismos tuvieran que ir definiendo su voz sobre la marcha.
La novela funcionó modestamente al principio. Nadie esperaba, incluida yo, mucho más de ella. La editorial y yo nos olvidamos del asunto, hasta que un sorprendente efecto de boca a boca la convirtió meses después en un éxito entre el público juvenil.
Supongo que, por la lógica falta de objetividad, no soy yo la mejor para tratar de aislar las variables que hicieron de aquella novela un éxito, y si acierto a adivinarlas es ahora a posteriori. Cuando en una entrevista me preguntan cuál fue la inspiración o la estrategia para tocar esa sinfonía de éxito comercial, lo que me gustaría poder decirles es que yo simplemente tropecé. Que soy el Pepe Viyuela de la literatura, que tengo una flor en el culo, que fue la suerte del principiante y que me dejen en paz de una puta vez.
Pero en el fondo sospecho las razones. No sé si porque la novela nunca estuvo pensada para ser leída en institutos, o por simple falta de atención por su parte, nadie en la editorial me puso pegas para explayarme con los detalles escabrosos. Escribí una novela negra, oscura, violenta y bastante morbosa que los adolescentes españoles celebraron con la emoción de un botellón en un cementerio. Pero quien de verdad los sedujo fue Fredrik, el personaje secundario sobre el que apenas reflexioné. Me preguntan a menudo si trataba de reivindicar algo cuando decidí que fuera bisexual, pero no recuerdo haberlo hecho. Fredrik fue desde el principio un personaje reservado, ambiguo y misterioso, ya que de otra manera no hubiera podido ser compatible con el carácter de la protagonista. Es bisexual porque, al hacer referencia, de pasada, a sus intereses en ese aspecto, me pareció natural que lo fuera. Cuando un personaje crece y toma forma en tu imaginario, ya no lo inventas, simplemente lo describes y cuentas su vida tal y como crees que ha sido siempre.
Y el público juvenil supo verlo. Los adolescentes, tan sensibles a la cuestión de la identidad sexual y tan acostumbrados a ser manipulados por las artimañas publicitarias, adivinaron al instante que la sexualidad de aquel personaje, como otros elementos de la novela, no eran reclamos en forma de provocación ni ocultaban enseñanzas, moralinas o técnicas pedagógicas. Supieron por instinto que ni la editorial ni yo queríamos educarles, que sus vidas, sus problemas, su delicada etapa de tránsito a la madurez nos importaban una mierda. Y lo celebraron encantados.
Y más tarde la novela pasó de ser una novela juvenil a una novela adulta. ¿Cómo? ¿Se reescribió? ¿Se reeditó? No. Ni siquiera hizo falta cambiarle la portada. Solo hubo que mover los ejemplares un par de metros. De una estantería a otra. Y mágicamente una lectura destinada a lectores adolescentes se convierte en un best seller generalista. O en el nuevo clásico de la novela negra. Cuestión de estantes.
Por enésima vez esta semana entro a un foro de terror y fantasía donde hay un hilo sobre mi saga. Los casi trescientos miembros intercambian hipótesis respecto al tema de la cuarta entrega o lo que ocurrirá entre los protagonistas. Además de la trama autoconclusiva de cada novela, hay un arco argumental, y cualquiera de las ideas que barajan —¿qué se desvelará sobre el pasado de Sasja?, ¿cómo evolucionará su relación con Fredrik?— es mejor que todo lo que se me ha ocurrido hasta ahora.
—Blanca, te he pintado, ¿quieres verlo?
Me levanto y me arrodillo en la alfombra junto a Gonzalo, para observar su dibujo.
—¿Esta soy yo? ¿Por qué no tengo cara?
—Tu cara está detrás. Es que es tu pelo. Estás al revés, mirando para allá —me indica con la mano.
—¿Y que son estas rayas?
—La persiana. Estás mirando por la ventana. Ese es tu hobby.
Hoy ha ocurrido algo sensacional, Mary Ann. Parece que después de todo no voy a morir de aburrimiento en este viaje. Sé que desde luego no he estado poniendo de mi parte porque apenas salgo de mi camarote, y cuando lo hago es a horas y por lugares en los que no me cruzo con nadie. La ocupación este año en primera clase ha sido más escasa de lo habitual, y ya conoces mi habilidad para hacerme invisible, que he perfeccionado durante años en la terrorífica escena social de Nueva York. Sin embargo, esta noche me apetecía tanto una buena copa de vino que he salido como una sombra y he ocupado una mesa, algo apartada, como mi personaje, el infeliz Sir Pitcking. Sin embargo, ni su columna ni mi sombra pueden evitar que quien te quiere ver te vea. Como una pareja de terriers flanqueando la puerta, allí estaban los Novak. Iban acompañados de una joven muy delgada, que, sin embargo, no parecía de manera alguna emparentada con ellos, puesto que lucía cabello oscuro y una vestimenta muy elegante.
Si no supiera que es imposible, Mary Ann, diría que la primera en verme fue la señora Novak. Posó sobre mí la oscuridad de sus lentes y el señor Novak, siguiendo su ciega mirada, me localizó. Acudieron raudos hasta mi mesa. La joven de cabello oscuro quedó algo más rezagada, mostrando un visible azoramiento.
—¡Señorita King! ¡Mi esposa segura estaba de que usted cenaría hoy con nosotros! ¡Fantástico! Permítanos, por favor, presentarle a la señora Bloom.
La señora Bloom me tendió su mano enfundada en un guante negro idéntico al mío y pareció que eran dos brazos del mismo cuerpo los que se saludaban.
—¡Dos gotas de agua! —exclamó el señor Novak, mientras ayudaba a su esposa a sentarse—. Karla..., la señora Novak dice que opuestas por completo, como tinta y papel, pero ella no ve sus caras. Insistió en presentarlas a ustedes dos.
Aun así, no creas que nos parecemos tanto, Mary Ann, ella tiene unos preciosos ojos verdes que convierten esa «tristeza borrosa» que según tú destilan mis ojos castaños en una «tristeza enigmática». Porque si algo creí en ese momento que nos asemejaba era cierto aire de desconsuelo en los gestos, o tal vez se debía solo a la proximidad de los Novak.
—Con la señora Bloom hablo siempre en alemán —comentó el señor Novak mientras tomábamos asiento.
—Oh, pues me parece que mi alemán anda algo oxidado —me lamenté.
—No es problema, yo soy inglesa. Solo lo hacía por practicar —repuso la señora Bloom con un acento que, si bien parecía británico en la base, me pareció lleno de matices que no supe reconocer.
—Lo mismo por mí. Inglés y alemán igual me dan. Karla no maneja ninguno de los dos. ¡Irrelevante!
De alguna manera logramos desarrollar el principio de una agradable velada entre la efusividad incoherente del señor Novak, que hacía también de intérprete de su esposa, y el laconismo de la señora Bloom, que fue en extremo parca en palabras.
Pero cuando nos estaban sirviendo el segundo plato, la señora Novak se dirigió a su marido en su idioma y ambos se pusieron de pie, de repente, dejándonos a la señora Bloom y a mí desconcertadas.
—Mi esposa indispuesta. Nos retiramos ahora.
Ambas nos pusimos también en pie.
—No, no, quédense ustedes. La cena deliciosa. No se pierdan postre.
—Pero...
—No, no se muevan un centímetro.
Como dos muñequitas, nos volvimos a sentar ante la mesa, aún presas del asombro.
—Por favor, pasen estupenda velada —se despidió el señor Novak. La señora Novak, que no parecía indispuesta en absoluto, nos dedicó otra de sus escalofriantes sonrisas de invidente. Y sin más, abandonaron el salón.
—Oh, vaya. Qué situación tan... irregular —dijo la señora Bloom cuando hubimos vuelto a nuestros platos—. ¿Frecuenta usted mucho la compañía de los Novak?
—Apenas crucé ayer un par de palabras con ellos en cubierta.
—¡Ah! Entonces los conoce aún menos que yo... —El semblante de la señora Bloom se iluminó. Parecía haber recobrado el gusto por conversar—. Y dígame, ¿no le parece absolutamente aterradora la señora Novak?
Dejé los cubiertos sobre mi plato y la miré a los ojos.
—Me da pánico. ¿Cree usted que de verdad es ciega?
—Oh, ¡eso es lo mejor! Resulta que en la primera conversación que tuve con ellos, el señor Novak me soltó, así de sopetón, que su mujer era ciega, pero clarividente. Es decir, que no ve los cuerpos, sino las almas. ¿Qué le parece? ¡Yo que no consiento ni que me vean con traje de baño! Desde entonces, los he intentado evitar tanto como he podido pero me los encuentro por todas partes. Hablaba con ellos en alemán, aunque prácticamente no recuerdo ni una palabra de ese idioma, solo porque me parecía una forma de contacto más aséptica. Como decía mi padre, no todas las barreras idiomáticas están mal puestas...
—Nunca he creído en videntes, pero lo cierto es que hay algo inquietante en ella y yo tampoco me siento muy cómoda en su compañía. De todas formas, me alegro de haber salido de mi camarote para cenar y estar charlando con usted, porque necesito airearme un poco si quiero trabajar.
—¿Trabajar? Qué excentricidad. ¿Y a qué se dedica usted, señorita King, que puede o debe trabajar mientras está de crucero?
—Oh, soy escritora. Escritora de novelas de misterio. Precisamente acabo de publicar mi último libro. Se llama Muerte en alta mar.
—¡Muerte en alta mar! —La señora Bloom abrió mucho los ojos—. No he oído hablar de ella en toda mi vida. Pero supongo que la muerte del título hace referencia a una muerte violenta.
—Por supuesto, se trata de un asesinato durante un crucero.
—¡Un asesinato! Me chiflan los asesinatos.
—¿Todos en general?
—¡Sí!, bueno, no. No me gustan los asesinatos con robo. Me refiero a ir por la calle y que alguien te apuñale para llevarse tus pertenencias. Me parece una grosería.
—Desde luego que lo es. ¿Le gustan entonces las novelas de misterio?
—¡No! ¡Las detesto! No comprendo qué gracia tienen. Durante la historia, alguien se dedica a elaborar un crimen ingenioso, cuidando todos los detalles, algo verdaderamente brillante. Y entonces, el detective de turno, que suele ser un tipo presuntuoso o una anciana anodina, aparece para husmear y meter sus narices en los asuntos de otras personas y echarlo todo por tierra. Y no me mire con esa cara, ¡yo también tengo moral! Es solo que normalmente las víctimas de esos casos suelen ser personas odiosas, con muchos enemigos que engrosan la lista de sospechosos, así que bien están muertos, ¿no le parece? Pero al final la persona brillante que ha cometido el crimen, y que básicamente ha hecho un favor a la sociedad, acaba con sus huesos en la cárcel. En fin, es frustrante... Pero, dígame, ¿es la suya una de esas novelas? ¿Es odioso su detective? ¡No, no me lo diga, me estaba usted cayendo fenomenal! Bueno, sí, dígamelo.
—Oh, sí, sí, mi protagonista..., bueno, el de las dos últimas novelas, es odioso, pero más porque se trata de una persona apocada y cobarde. No es un detective pedante, sino un joven viudo al que persiguen las calamidades... y un fantasma.
—¿Un fantasma? Eso suena... muy victoriano —comentó con recelo.
—No, no, no se trata de ese tipo de fantasma... Verá, el personaje protagonista está basado en mi exprometido y el fantasma soy yo.
El semblante de la señora Bloom volvió a iluminarse.
—Querida, eso suena fascinante. Pidamos otro té y cuéntemelo todo.
Le relaté a la señora Bloom los avatares de mi desafortunada vida sentimental, el ridículo social al que me sometió Victor y mi plan de escribir una novela en aras de la venganza, que resultó todo un éxito y que dio lugar a una secuela. La señorita Bloom acogió cada dato con tanto júbilo que hubo de sacar un pañuelo de su pequeño bolso para enjugarse las lágrimas de lo que había reído.
—Querida, esta historia es tan maravillosa..., es usted simplemente mi persona favorita en el mundo en estos momentos. Qué felicidad haberla encontrado en este viaje. Nos lo vamos a pasar estupendamente juntas. Tal vez podamos incluso planear un asesinato.
—Para asesinar a alguien tendríamos que conocer a esa persona y odiarla en primer lugar. Y no sé usted, pero no me encuentro en este viaje con ánimo de relacionarme demasiado y hacer amistades, o, en este caso, enemistades. Ha sido un golpe de suerte conocerla a usted. Sin embargo, tal vez podría ayudarme con el argumento de mi nueva novela.
—Oh, eso sería magnífico. Me parece muy divertido. ¿Tiene alguna idea ya?
—Ni la más remota —me lamenté—. La editorial me ha pagado un adelanto y me presiona para que tarde lo menos posible en escribirla, pero estoy en blanco. Parodiar a mi exprometido tuvo su gracia en la primera novela, y un poco también en la segunda, pero no me apetece utilizar al mismo personaje, ya no le veo sentido.
—Lo entiendo perfectamente. Me he vengado muy pocas veces en mi vida, porque no soy una persona rencorosa (no es tanto mérito de mi bondad sino de mi mala memoria), pero recuerdo que a la satisfacción de ver cumplida una venganza, le sucede un vacío espantoso.
—A eso me refiero. No le encuentro sentido a nada. Y ni siquiera sé si me gustan este tipo de novelas. Imagínese, si tomo como profesión ser escritora de novelas de misterio, lo normal es que escriba una o dos cada año. Debería estar llena de ideas y, sin embargo, no doy con el argumento para una cuarta.
—Pero ¿por qué debería tomar esa profesión? ¿Es decir, necesita el dinero?
Me mordí el labio.
—¡Oh! —La señora Bloom se levantó de golpe, sobresaltada, y se volvió a sentar—. ¡Cómo he podido decir semejante cosa! ¡Qué ha sido de mis modales! Le ruego que me disculpe, señorita King, por haberle preguntado una grosería como esa.
—Por favor, no se preocupe. No me ha molestado.
—Es increíble..., totalmente impropio de mí. No sé qué me ha pasado. Llevo tanto tiempo relacionándome con norteamericanos que de repente me parece normal hablar de dinero... —Se llevó las manos a la boca con espanto renovado—. ¡La he vuelto a ofender!
—No, por favor, cálmese. Ya sé la imagen que ustedes los ingleses tienen de la burguesía americana, y no están del todo equivocados —dije con una sonrisa—. Además, mi madre era francesa, ¿sabe? No me siento del todo americana. Pero tranquilícese, respire hondo, se ha puesto usted blanca...
La señora Bloom levantó su taza con la mano algo temblorosa y tomó un sorbo de té. Tras depositar la taza sobre la mesa, volvió a sonreír compuesta por completo.
—Hábleme de usted —le dije—, ¿viaja sola? ¿Sin el señor Bloom?
—Oh, sí, soy viuda. Mi marido, pobrecito, murió en un accidente. Aunque espero que él no se me aparezca durante el crucero como la difunta de su novela, porque era una compañía terrible para los viajes. Era un hombre de negocios estadounidense bastante pelmazo cuando hablaba de su trabajo. Se le daba fatal estar de vacaciones. Pero, en fin, yo lo quería mucho. Me casé con él porque era muy guapo, muy bueno y una oportunidad fantástica para dejar atrás Inglaterra y viajar por el mundo. Allí en Londres..., en fin, le juro que llegó un punto en que pensé que si jugaba una partida de bridge más me iba a tirar por la ventana. Mi marido tenía negocios en muchos países de Centroamérica y a mí eso me parecía de lo más exótico. Hemos vivido a caballo por el continente todos estos años hasta que él murió. Ahora pienso en mi isla natal, con su campiña húmeda, sus tardes aburridas e interminables, su clima deprimente..., y lo echo todo horriblemente de menos.
—¿Entonces por qué está aquí en el Caribe? ¿Por qué no vuelve?
La mirada de la señora Bloom, posada sobre su taza, se tornó melancólica.
—Oh, no merece la pena —dijo. Y mientras sonreía, agitó el líquido con su cucharilla. Tras unos segundos callada, sacudió la cabeza, como si tratara de ahuyentar algún pensamiento, y cambió de tema—: Si es usted escritora, habrá traído algún buen libro en su equipaje que pueda prestarme.
—Lo cierto es que no sé si le interesarán porque casi todos son novelas de misterio... —La señora Bloom hizo un pequeño mohín con la boca—. Ah, y un ejemplar de Ana Karenina que le robé a mi hermana, Mary Ann. Leí la novela hace tanto que casi no me acuerdo.
La señora Bloom abrió de tal forma los ojos que creí que se le iban a caer sobre la mesa.
—¿Cómo puede alguien olvidarse de una novela así, tan terrible? Ana Karenina es seguramente el mejor libro que he leído en toda mi vida. Pero es terrible. ¡Pero fantástico! ¡Pero terrible!
—Sí, bueno, es una gran obra...
—No solo es una gran obra, ¡es la vida! Mire, tampoco voy a dármelas ahora de entendida de la literatura, pero la leí de jovencita y creo que por mucho tiempo que pasara jamás podría olvidarme de la escena del tren...
—Ah, sí, la escena del tren...
—No, no, no esa escena del tren que está usted pensando. Sino la otra, la de la primera parte del libro. No, no, esa del principio tampoco. Un poco más adelante. Cuando Ana acaba de conocer a Vronsky y vuelve en el tren a San Petersburgo. Se encuentra sentada en el vagón, intentando calmarse y continuar con el libro que está leyendo, pero es tan intensa la emoción que la embarga..., hay tanta pasión en el momento vital que está experimentando que de ninguna manera puede concentrarse en otra vida que no sea la suya. ¿Ha disfrutado usted alguna vez de ese instante, en el que cada fibra se su ser sabe que está a punto de comenzar una gran historia y que usted, solo usted, va a ser la protagonista? ¡Oh, es una de las mejores cosas que se pueden sentir en este mundo! Y está tan bien descrito en esa escena... No puedo entender cómo un hombre ruso, completamente muerto, como Tolstói, pudo escribir una cosa así, tan llena de vida en su más pura esencia...
—Bueno, creo que cuando lo escribió estaba vivo.
—Oh, claro, claro. Es bastante probable que lo estuviera. Pero no me refiero a eso. Lo que quiero decir es que Tolstói ahora mismo está muerto y es probable que cuando yo leí esa novela, de jovencita, ya lo estuviera. El hombre será ya, ¿qué?, polvo y más que polvo. Y, sin embargo, ahí sigue Ana, en esa escena, rebosante de vida. Más viva que cualquiera de nosotros. ¿No es increíble? ¿No es prácticamente un milagro?
Me eché a reír.
—Bueno, salvo por el pequeño detalle de que Ana Karenina es un personaje de ficción y nosotros —abarqué con mi mano el salón comedor— somos reales.
—¿Reales? ¿Quién dice qué es real? No, no, no. Eso son detalles formales, minucias. Pocas veces me he sentido más viva, por puro contagio, que cuando he leído esa escena. Y he tenido la suerte, varias veces, de experimentar lo mismo que Ana en ese momento. Si pudiera elegir, me quedaría a vivir para siempre en ese instante. En el vagón de un tren. Sin poder concentrarme en mi libro. Con todas las posibilidades de lo que está por ocurrir suspendidas delante de mis ojos.
La señora Bloom, en su apasionado discurso, estrangulaba una servilleta con sus dedos finos y blancos, ya libres de sus guantes. Del mismo modo que el pobre trapo, yo también recibía, pasiva y entregada, aquel estallido de vehemencia, bebiendo de cada palabra, tratando, a mi vez, de contagiarme.
En aquel momento, la banda en el salón de baile comenzó a tocar un vals. En la cara de la señora Bloom se dibujó una sonrisa. Cerró los ojos y comenzó a tararear.
—¿Qué vals es ese? Es muy conocido, pero soy malísima para recordar los nombres.
—¡Oh, pues cuál va a ser! —contestó risueña—. ¡Es mi canción! ¡La viuda alegre!