Capítulo 3
Cuando entregas la hoja del último examen de junio, te invade una sensación maravillosa. Efímera, pero maravillosa. Es un microsegundo en el que te da igual haber aprobado o suspendido, en el que te sientes más ligero que el aire. Solo ves delante de ti todo ese tiempo libre para el que tenías pensadas decenas de ideas productivas e ingeniosas sobre cómo llenar y ya no se te ocurre nada.
Ana todavía no había terminado su particular vía crucis y fui a verla a la biblioteca, ya a medio gas. Me sorprendió ver a Yusuf sentado a su lado. Llevaba unos días sin reunirse con nosotros porque había tenido prácticas en el laboratorio. Les pregunté que si les apetecía salir un rato, y la negativa de Ana me dio que pensar. Era bastante evidente que quería dejarnos solos, pero mi duda era si ellos dos habían hablado a mis espaldas sobre los sentimientos de Yusuf hacia mí. Si fuera así, Ana podría irse preparando para una buena bronca por no haberme informado al detalle de cada palabra de esa conversación.
Nos sentamos en las escaleras que daban acceso a la delegación de alumnos, y Yusuf me preguntó cómo me había ido en mi último examen. Estuvimos hablando de nuestros estudios, aunque esquivé diplomáticamente su tentativa de preguntar sobre mis planes de futuro porque la total ausencia de estos me resultaba vergonzante.
Fue el primer momento que yo llamaría íntimo que tuvimos. Solos los dos, hablando en confianza. Hubo un punto de inflexión. Lo supe porque no podía haber otra explicación para el nerviosismo que sentía en el estómago ni para el ligero y bochornoso temblor de voz que experimentaba cada vez que decía algo. Tampoco entendía por qué le estaba hablando a mis sandalias en lugar de al chico que estaba sentado en un escalón por debajo y que no apartaba los ojos de mí.
Me había liberado de la presión de los exámenes finales y ya tenía de nuevo total libertad para centrarme en aspectos triviales como, por ejemplo, atender a lo que me estaba sucediendo a nivel emocional.
Llevaba días viendo a Yusuf y, por supuesto, me había percatado de que era atractivo, de que tenía una sonrisa cautivadora, unos ojos oscuros enormes y una espalda de atleta; de que era muy atento, amable, detallista, inteligente y con un sentido del humor muy agudo, y, por qué no decirlo también, era médico. Pero, de algún modo, yo había sido inmune a todo esto y fui consciente de que acababa de perder esa inmunidad.
A Yusuf le quedaban tres días en Madrid. Me contó que había empezado a recoger sus cosas, que eran tantas que no podía llevarlas todas consigo, debía empaquetarlas y enviarlas por mensajería. Me sorprendí a mí misma ofreciéndome a ayudarlo. No sé de dónde salió aquel impulso para decir «si quieres, puedo ayudarte. Ahora estoy completamente libre». Pero os aseguro que por mi córtex no pasó. Creo que él también se asombró por la propuesta, pero aceptó en cualquier caso.
Vivía en un piso compartido con otros estudiantes, en un barrio cercano al campus. Al atravesar el pasillo, vi que algunos estaban en el salón y oí que hablaban en alemán, pero no me los presentó. Fuimos directamente a su habitación, que ya estaba prácticamente desmantelada.
No vi ningún toque personal. Ni fotos en la pared, sin adornos, figuras ni muñecos. Nada. Simplemente una cama arrinconada, pulcramente hecha, junto a una mesilla con un reloj-despertador. Un escritorio bajo la ventana y, sobre este, un portátil encendido emitiendo una música que me sonaba de lo más extraña. No supe en qué género clasificarla. Un armario de un cuerpo y una estantería repleta de libros completaban el mobiliario. En el suelo, había varias cajas de cartón de tamaño medio. Un par de ellas, apilada la una sobre la otra, cerradas y apartadas, pero el resto abiertas y vacías.
Me ofreció tomar algo, cosa que rechacé, y nos quedamos de pie en medio de aquella habitación sin saber muy bien qué decir, sintiéndonos un poco estúpidos. Miré hacia los libros y los señalé, preguntando si era aquello de lo que debíamos ocuparnos. La respuesta era bastante evidente, pero se trataba de romper el hielo, y funcionó.
Nos pusimos manos a la obra y no nos llevó mucho tiempo dejar la estantería vacía y precintar las cajas. Me ofrecí a ayudarle a llevarlas, aceptó, pero no nos movimos. Nos quedamos sentados en el suelo, las espaldas contra la pared, uno al lado del otro, tan cerca que nos rozábamos. La ventana estaba abierta, pero eso no ayudaba en nada a que entrase brisa fresca, solo más calor pastoso. Eso, y el ruido amortiguado del tráfico.
Estuvimos así, sumidos en una quietud y en un silencio relajante bastante rato. No tengo ni idea de qué pasaba por mi cabeza, mucho menos por la suya.
Cuando rompió el silencio, tuve una ligera idea de lo que me iba a decir, capté algunas palabras clave como distancia y contacto. Deduje que aquello iba de intercambiar teléfonos o promesas de escribir un correo electrónico semanal. Pero ciertamente, todo ese asunto del futuro me interesaba muy poco, de modo que lo interrumpí.
Lo hice acercando mi cara lentamente a la suya y mirándolo a los ojos. Se calló de golpe. Incluso me atrevería a decir que por un segundo vi una expresión de terror. No pude comprobar si estaba en lo cierto porque ya estaba demasiado cerca. Lo suficiente como para cerrar los ojos y dejarme llevar.
Si hubo o no expresión de pánico por su parte, ya nunca lo sabré. Lo que sí sé es que me besaron los labios más dulces que he probado en mi vida. Un beso muy tierno que fue como a cámara lenta, con timidez y algo de torpeza mientras nos íbamos aprendiendo.
Si aquello tenía ese principio, quería conocer el resto de la historia. Por lo pronto, quería saber qué iba a hacer con sus manos, quizá ponérmelas detrás de la cabeza o tal vez acariciarme, pero no estaban conmigo, y yo no entendía por qué, cuando las mías hacía rato que ya adivinaban unos brazos musculosos bajo su camiseta.
Era la primera vez que me pasaba algo así. Normalmente, me ocurría al contrario. Lo achaqué a la timidez, sin darle mayor importancia, asumiendo que antes o después entraría en acción. Sin dejar de besarnos, mis manos saltaron de los brazos al pecho, y de ahí fueron descendiendo hasta que la diestra agarró con firmeza la cintura de sus vaqueros.
Si yo estaba deseosa de que sus manos entraran en juego, lo conseguí en ese momento. Aunque no de la forma que yo esperaba. Su mano llegó apresurada hasta la mía para detenerme. La acción no dejaba lugar a dudas. Tomé un poco de distancia, y su expresión me confirmó lo que yo ya sabía, me estaba rechazando.
Me puse de pie precipitadamente, buscando mi bolso con la mirada. Lo localicé encima de la cama. Él se levantó torpemente a mi espalda. Empezó a deshacerse en disculpas, pero yo no quería oír ni una palabra, solo quería desparecer de su vista.
—Si esperas un momento, por favor…
—No me tienes que dar explicaciones —le dije bruscamente mientras ponía tierra de por medio.
Salí de aquel piso intentando mantener la dignidad que me quedaba y con la firme determinación de borrar el breve paso que Yusuf había tenido por mi vida.