Capítulo 31

Nunca me olvidaré de las palabras que dijo mi sobrina siendo una niña sobre que ella no llevaría velo cuando fuera mayor, y, aparentemente, ella tampoco las había olvidado.

No existe una edad ni un momento concreto estipulado en el que las chicas deban empezar a cubrirse la cabeza; va ligado a la pubertad, pero esto denota cierta ambigüedad temporal.

Hubo una primera tentativa de instar a Sahra a que lo empezara a llevar cuando tenía unos once años y medio. Algunas de sus amigas y compañeras del colegio comenzaban a lucirlo y ya le sugerían que empezase a cumplir con las otras obligaciones religiosas, como el ayuno del mes del ramadán y los rezos diarios. Sin embargo, se negó en redondo y decidieron dejarla unos meses más.

Yo desconocía los motivos por los que la niña era reacia. No sabía si era la simple idea de cubrirse la que no le gustaba o si la razón era mucho más profunda y lo que sucedía era que no tenía interés por cuestiones religiosas a pesar de haber sido educada bajo el paraguas de la fe.

Me habría encantado preguntárselo y tener una conversación con ella sobre el tema. Es evidente que no habría podido disimular mi orgullo si hubiera escuchado de su boca que no quería seguir los preceptos de la religión. Si ese era el caso, yo la habría apoyado, desde luego, pero si tenía alguna duda, yo no quería influenciarla. Por ello, decidí no mantener esa charla con ella, al menos, hasta que no fuera más mayor y ya tuviera una opinión formada.

Yo no era ajena a la ironía que suponía mi decisión de mantenerme al margen para no influenciarla. Como si el resto no lo estuviera haciendo en la dirección opuesta. De hecho, un mínimo intento por mi parte para sembrar dudas sobre la existencia de dios sería más que justo, ya que serviría para equilibrar la balanza de los mensajes que le llegaban. Pero de igual modo, tampoco ignoraba que las cosas serían mucho más fáciles para ella si no se salía del camino marcado y yo no quería causarle ningún tipo de problema, de manera que me mantuve al margen.

En cualquier caso, respecto al hecho de cubrirse la cabeza, fue algo que ya no pudo posponer más cuando cumplió los trece años. Ya tenía la menstruación, se consideraba que había dejado atrás definitivamente la infancia y no se podía estar con contemplaciones sobre si quería o no quería llevar pañuelo. Debía llevarlo y punto.

Lo odiaba, no había más que verla para darse cuenta.

Lo llevaba de una forma un tanto negligente; es decir, nada prieto para que se le resbalara por el pelo y nada ajustado a la barbilla. Se lo quitaba mientras entraba por la puerta de casa. Y supe que se lo quitaba cuando salía sola, nada más alejarse unos metros del vecindario y pensaba que ya no la veían. Era ese tipo de chica, de las que buscan su modo de ser libres evitando el enfrentamiento directo. Yo solo temía por lo que podría ocurrirle si un día sus padres o abuelos la vieran.

Y algo de eso hubo, pero no llegué a enterarme por ella.

Sahra y yo éramos, cada una a nuestra manera, las ovejas negras de la familia. Yo, la extranjera que nunca llegaría a encajar ni a ser aceptada, y ella, la hija rebelde. Y a pesar de que estábamos muy unidas, intentábamos no refugiarnos la una en la otra para no perjudicarnos cuando había problemas. Por eso no quería hablar de religión con ella, por eso no me contó qué fue lo que ocurrió aquel día en el que sospeché que la habían sorprendido sin pañuelo en la cabeza.

Estuvo aporreando a dos manos mi puerta hasta que, alarmada, pensando ya que se trataba de algún vecino alertando de fuego o pidiendo auxilio (en el fondo no estaba muy desencaminada), fui a abrir.

Al otro lado estaba Sahra, con el rostro desencajado y una urgencia alarmante. Llevaba dos mochilas y tres o cuatro bolsas repletas de libros. Libros de divulgación científica, muchas novelas en español que yo le había regalado y otras en turco. Me pidió atropelladamente que se lo guardara todo y, cuando lo hubo puesto con premura a mis pies y en mis manos paralizadas, huyó escaleras abajo sin darme tiempo ni a reaccionar.

Me asomé al hueco de la escalera y acerté a verla saltar de dos en dos y de tres en tres los peldaños y conseguí gritarle si estaba bien. Me respondió que sí sin detenerse y desapareció de mi vista.

Yusuf me preguntó que hacía todo eso allí cuando volvió. Le relaté la escena y decidió llamar a su hermana para saber qué había pasado. Yo también tenía curiosidad por saberlo, pero algo me decía que era mejor ser prudente y esperar.

Lo primero que escuchó Yusuf de su hermana fue la pregunta relativa a por qué sabía que había pasado algo. Entonces los dos nos dimos cuenta de que desconocía que Sahra había venido a dejarnos sus libros y de que todavía no habían puesto en conocimiento de nadie el incidente, cualquiera que fuese.

Yusuf tuvo el acierto de contestar con vaguedades para no comprometer a su sobrina y apremió a Fatma a que le contara lo sucedido.

Sahra tenía la mala fortuna de vivir en Sariyer que, a fin de cuentas, no era Estambul, sino un barrio donde toda la gente se conocía y hacía vida comunitaria. A lo que tenía que añadir que su padre era el dueño de dos carnicerías, lo que significaba que se relacionaba con todos los vecinos y todo el mundo lo conocía. A lo que tenía que añadir que vivía en un país donde era deporte nacional meterse en la vida de los demás hasta límites insanos.

Las consecuencias prácticas que resultaban de meter todo esto en una coctelera eran que cualquier pequeño desliz, tontería, chiquillada o gamberrada que hiciera iba a estar en conocimiento de su familia en menos de veinticuatro horas.

Eso era exactamente lo que había ocurrido.

Alguien había visto a Sahra en un parque cercano a su instituto con un grupo de compañeros. La chica no tenía la cabeza cubierta, llevaba algo de maquillaje y su actitud no era, digamos, la más recatada. En resumidas cuentas, lo que cualquier chica de su edad haría en cualquier parte del planeta.

La habían castigado. Le pregunté a Yusuf en qué consistía el castigo, no lo sabía, Fatma no se lo había dicho en la conversación telefónica ni él lo había preguntado. Me quedé con la duda. Me pregunté si el castigo consistía en prohibirle que leyera libros, cosa que me parecía absurda y, por ende, improbable, pero era la única explicación que encontraba al episodio que se había producido horas antes.

Tuve que esperar semanas para salir de dudas, hasta el día que vino a recogerlos.

—Sabía que me esperaba una bronca cuando llegara mi padre y temí que la emprendiera con mis libros porque es mi bien más preciado y él lo sabe. Me tiró a la basura un cuento una vez cuando era pequeña, estuve llorando todo el día. Pero, al final, solo me castigaron sin salir —me explicaba mientras recogía sus libros, que yo había colocado en una mesa—. Pero, en cualquier caso, quiero que me guardes estas novelas de aquí —dijo apartando un montón—. Total, ya las he leído y…

Perdí el hilo de lo que Sahra estaba diciendo mientras su historia hacía conexión con algo en mi mente.

—Sahra… —la interrumpí—. ¿Me dejas que te recomiende un libro?

—Claro, siempre.

—Es para niños, pero, aun así, creo que te gustará. Debe de estar por aquí…

Rescaté la pequeña joya de Roald Dahl en lo alto de la estantería. Le quité el polvo y se lo extendí.

Matilda —leyó Sahra en la cubierta.

Exacto. Sahra era mi ya no tan pequeña Matilda, el problema era que yo me creía Miss Honey cuando en realidad estaba muy lejos de poder hacer nada por rescatarla de su propia vida.