Capítulo 21
Mi transición de bibliotecaria a profesora fue paulatina y casi accidental. Comenzó con un impulso que tuve a los dos años de estar trabajando allí.
A veces, los profesores faltaban, y si el motivo era repentino y no habían podido avisar a sus estudiantes con la debida antelación, estos se presentaban en el centro. Por aquella época, todavía no existían todos los servicios de mensajería instantánea que existen ahora, de modo que los alumnos se enteraban de que no tenían clase cuando llegaban al centro. Era educación de adultos, no había guardias ni vigilancias, si un profesor faltaba, los alumnos o bien se quedaban estudiando en la biblioteca, o con la misma se iban. La mayoría se marchaba, con la irritación que eso conllevaba.
La idea se me ocurrió después de estar escuchando las quejas de un alumno que había acudido en balde mientras se me formaba una cola de usuarios de la biblioteca que querían registrar un préstamo.
Me planté delante de la jefa de estudios, una catalana muy pija y bastante estirada que estaba en disputa constante con el director, fui sin darle muchas vueltas porque, de haberlo reflexionado, no habría encontrado el coraje suficiente para ofrecerme a dar las clases del profesor cuya baja ya se alargaba demasiado y para quien no acababan de enviar sustituto.
Me puso mala cara, y yo me precipité a enumerarle las ventajas del arreglo y a recordarle que tenía la formación adecuada. Dijo que sería algo «totalmente irregular». Yo empezaba a vislumbrar como en sus labios se formaba la negativa, pero creo que le di tanta pena que lo dejó todo en un «lo consideraré».
Dos semanas después, estaba enseñando la diferencia entre ser y estar a un grupo de veinte turcos de edades comprendidas entre los dieciocho y los sesenta años.
La muy orgullosa no soltó prenda, pero no me hizo falta oírlo de su boca para saber que la labia de Macarena estaba detrás de ese pequeño milagro.
Mi contrato y mi nómina siguieron siendo las de una auxiliar de biblioteca, y una de las sesiones semanales con ese grupo ni siquiera entraba dentro de mi horario laboral, pero no me importaba. Estaba en mi salsa.
Acabé ese curso llevando a ese grupo; por supuesto, a mí no me estaba permitido examinarlos porque mi labor docente no quedaba reflejada en ningún documento oficial ni era remunerada, era técnicamente voluntariado.
Mi clase terminó con un seis por ciento más de aprobados que los grupos del mismo nivel de otros profesores, y eso no le pasó desapercibido a nadie y tuve mi recompensa. La vuelta al cole del siguiente curso fue la mejor de mi vida. Me asignaron dos grupos de dos niveles diferentes y ya era oficialmente profesora. No cabía en mí. El resto de horas seguía trabajando en la biblioteca, aunque siempre que tenía un rato libre lo dedicaba a formarme para conseguir llegar a ser la dueña de mi puesto de trabajo. El director me lo advirtió: «cualquier año de estos habrá convocatoria de plazas y te queremos aquí, así que empieza a estudiar».
Todo marchaba a pedir de boca. Mi trabajo, el trabajo de Yusuf, nuestra relación. Nos respetábamos, conocíamos los límites, no en vano los habíamos aprendido a base de discusiones.
La religión no se interpuso demasiado entre nosotros. Llegamos a encajarla en nuestra rutina de forma que él cumplía con sus deberes y yo lo toleraba y respetaba sin que me crispase la moral. Aprendí a comer sola un mes al año, aunque sufría viéndolo ayunar, especialmente en lo referente a líquidos y en los días de calor.
Hice mis tentativas de disuasión, tuvimos nuestros debates al respecto, nada acalorados porque me sabía vencida antes de empezar, así que no ponía todo mi empeño en hacerlo cambiar de opinión. Simplemente, lo hacía porque no podía quedarme tranquila conmigo misma si al menos no lo intentaba.
Me acostumbré a que no se acercase a un metro a la redonda de mí cuando tenía la menstruación. El alcohol dejó de formar parte de mi vida. No cocinaba con carne de cerdo, nunca la compraba ni la llevaba a casa porque a Yusuf le resultaba repulsivo el simple hecho de verla u olerla, así que solo la comía en el Instituto o cuando salía con compañeros.
Mi yo inconsciente aprendió a ignorar el sonido del despertador a las cinco de la mañana, pero no a Yusuf cuando hacía demasiado ruido al levantarse. En esas ocasiones, yo me quedaba a mi marido para mí. Hacíamos el amor sin mediar palabra y volvíamos a dormir, él ya no podía rezar porque estaba sucio. Era mi pequeña victoria sobre su fe en la nada y me encantaba.
Era tan idílico que saltaba a la vista y empezamos a escuchar los oportunos comentarios sobre cuándo vendrían los niños. Respondíamos tomándonoslo a broma, diciendo que aún era pronto y que cuando tuviesen que llegar, llegarían, pero lo cierto era que nosotros no habíamos encarado esa conversación.
Y no lo habíamos hecho por el simple motivo de que teníamos miedo sobre la respuesta del otro. Os lo he dicho, yo estaba en un momento muy feliz, me encantaba mi trabajo, la relación con Yusuf iba perfectamente y no quería que nada cambiase. Además, ya consideraba que me había casado muy joven y pensaba que era pronto para tener niños. Pero desde luego, esa no era la mentalidad turca. Me aterraba saber qué pensaba Yusuf sobre esto.
Cuando hubo una noticia de embarazo, no la di yo. Fue mi cuñada, más joven que yo y ya traía una segunda criatura al mundo. Un hermanito para Sahra, quien ya tenía casi tres años. Un niño, como quería su padre, como había querido con el primer embarazo.
El primer sábado después de que a Fatma le dieran el alta, fuimos a visitar a la familia y a su nuevo miembro a su casa, como si fuera una especie de presentación oficial del bebé, aunque, por supuesto, habíamos ido al hospital a conocerlo.
El niño era tranquilo, estuvo casi toda la visita durmiendo. Decían que se parecía a su padre, aunque yo era incapaz de ver en qué, y le pusieron su mismo nombre, Mehmet. Se me empezó a revolver el estómago cuando hablaron de la ceremonia de circuncisión. A veces me lamentaba de mis progresos aprendiendo turco. ¿Debería asistir yo a tal evento? Esperaba que no, en cualquier caso, aún faltaban cuatro o cinco años para eso.
El bebé era la novedad y atraía toda la atención, sin embargo, lo que yo intentaba averiguar era cómo lo estaba encajando Sahra. El niño acababa de llegar hacía muy pocos días y aún ni siquiera ella sabía cómo tomárselo. La veía dudar. En ocasiones, se acercaba al moisés, le daba un beso vergonzoso en la frente a su hermano y le acariciaba la manita para después sonreír a los adultos y obtener los elogios de aprobación por lo que había hecho. Y, acto seguido, se iba a un rincón y empezaba a tirar cosas de las baldas más bajas de la estantería en un acto puro de reclamar su cuota de protagonismo.
Lo cierto es que es normal que cuando llega un recién nacido acapare todos los cuidados y que los hermanos mayores se sientan desplazados. Mi sobrina buscó la atención perdida en mí y la encontró, por supuesto.
Aquella misma noche, cuando volvimos a nuestra casa, encontré un biberón entre el sofá y la pared. Supe quién había sido la responsable. Sahra había pasado con nosotros más tiempo del habitual durante los días en los que su madre estuvo ingresada. Le dije a Yusuf que llamara a su hermana para que viniese a recogerlo porque quizá iba a necesitarlo. Me pidió que lo llevara yo. Le contesté que no podía, tenía que corregir veinte redacciones de primer curso en las que los alumnos tenían que describir a un miembro de su familia.
—Ella no puede salir de casa, ya es de noche —me explicó desde la habitación.
—¿Y qué? —¿De qué iba eso?
—Está en el periodo de lohusa, ni ella ni el bebé pueden salir de casa por la noche durante cuarenta días.
Me dirigí a la habitación despacio mientras asimilaba esa nueva información. Llevaba más de tres años viviendo en Turquía y aún me sorprendía enterándome de cosas como aquella.
Vi que la cama estaba cubierta de pilas de cedés.
—Ya. ¿Y por qué no pueden salir? —le pregunté, apoyándome en el marco de la puerta y cruzando los brazos.
—Es una tradición religiosa. Para evitar que les afecten los malos espíritus —me explicó mientras su atención seguía puesta principalmente en clasificar discos.
¿Nos habíamos pasado a la brujería ahora? Solté una risa sarcástica.
—Y solo vale para la madre y el niño, el padre puede salir libremente. —Me empezaba a consumir por dentro.
—Exacto —me confirmó tranquilamente sin percatarse de cómo me estaba sentando esta nueva información.
—Genial —dije con un punto de ironía que él no captó—. Entonces puede venir Mehmet a recoger el biberón —respondí, marchándome de allí.
Entonces se olvidó de su colección de música, dedicando toda su atención a la conversación, y salió detrás de mí.
—No lo vamos a molestar solo por esa tontería. Acércaselo.
Respiré hondo, conté hasta diez y me contuve.
—Te he dicho que tengo cosas que hacer —le dije como si le estuviera explicando una lección muy difícil a un niño pequeño.
Ya no se trataba solo de eso, evidentemente. Ya no lo llevaría ni aunque tuviera todo el tiempo del mundo. Se trataba de que me repateaban las malditas tradiciones machistas. Y no solo estaba siendo machista la tradición. ¿No había que molestar a Mehmet por esa tontería, pero yo sí debía llevárselo? Me estaba diciendo que mi tiempo no valía nada en comparación con el de su cuñado y estaba usando tontería como sinónimo de cosas de mujeres, motivo por el cual no se había considerado a sí mismo para hacerlo, ni se le ocurriría.
No dije nada más. Cogí el taco de redacciones, mi bolígrafo rojo y me senté en la butaca de la salita a trabajar.
Quince minutos después, Mehmet llamaba al timbre, y oí como Yusuf le entregaba el biberón mientras se deshacía en disculpas. ¿Disculpas por qué? Volví a contar hasta diez y empecé a poner tildes.