Capítulo 13
Descubrí que mi nuevo amigo también estaba extraordinariamente bien enterado de la distribución de Greenwich, porque había estado allí en varias ocasiones realizando diversos trabajos, incluido el de pinche. Había transportado barcas con animales desde Londres, había llevado las criaturas a sus diversos dueños y, por tanto, fue capaz de responder a mis diversas preguntas sobre el palacio, incluido el hecho de que Greenwich, como la mayoría de las moradas embellecidas por los Tudor, se había construido sobre los restos de un viejo edificio medieval. Le pregunté sobre los aposentos secretos y cómo podía acceder a ellos.
—Los caballeros de la cámara privada vigilan esas habitaciones —explicó Peregrine mientras entrábamos en un patio interior—. Se encargan de vigilar la galería que lleva a las estancias reales y de impedir que entre alguien. Por supuesto, puedes darles esquinazo, pero es arriesgado. Un caballero de la cámara privada que traiciona la confianza del rey puede perder su puesto y su cabeza, si Su Majestad se enfada lo suficiente.
—¿Conoces a alguno de esos caballeros de Eduardo?
—Tú, sí. Lord Robert es uno de ellos.
—Me refiero a uno en el que podamos confiar.
Se tomó unos minutos para pensar.
—Quizás Barnaby Fitzpatrick. Es un amigo de la infancia del rey. A veces acompañaba a Eduardo a los establos. Nunca hablaba mucho, solo se quedaba allí de pie mirando a Eduardo, fornido como un toro. Aunque no sé si está aquí. Oí que echaron a la mayoría de los miembros del séquito de Eduardo cuando cayó enfermo. Decían que no había que exponer a Su Majestad al contagio, aunque yo lo veía bien hasta que el duque empezó a controlarlo.
—Peregrine, eres una auténtica mina de información. —Me puse el gorro—. Si alguna vez decides traicionarme, no tendré ni una oportunidad.
Me echó una mirada amarga.
—¿Quieres que vaya a buscar a Barnaby? Tal vez sepa cómo entrar en los aposentos secretos, si eso es lo que quieres.
Eché una mirada de reojo por encima del hombro. Mientras lo hacía, me di cuenta de que vigilar los alrededores se estaba convirtiendo en mi segunda naturaleza.
—No hables tan alto. Sí, puede sernos útil. Búscalo, pero no le digas nada. No sé dónde estaré, pero…
—Te encontraré. Ya lo he hecho antes. Greenwich no es tan grande.
Asentí.
—Buena suerte, entonces. Hagas lo que hagas, por favor, no te metas en problemas.
Ataviado con sus ropas de mozo de establo, después de quitarse la chaqueta de mozo de cuadra, Peregrine cruzó la sala disparado y subió por una escalera. Tras susurrar una plegaria por su seguridad, me fui por el lado contrario, hacia el ala en la que se alojaba la nobleza. Decidí dejar mi bolsa escondida en el heno cerca de Cinnabar, donde nadie podría robarla sin recibir una coz en las tripas. Mi caballo era tolerante, pero difícilmente aceptaría que unos extraños rebuscaran en su casilla.
Solo saqué la daga y me la guardé en la bota. Así, podía moverme fácilmente, sin ninguna carga visible.
Los pasillos estaban tranquilos. Me encontré ante un pasillo con puertas idénticas alineadas, algunas cerradas, otras entreabiertas, todas ellas indistinguibles. Mientras empezaba a probar cerraduras y a asomarme a las habitaciones, pensé que debería haber preguntado a Robert cuál era su habitación exactamente. Su decoración era similar, pues contenían una cortina de piel o de tela desgastada que separaba una pequeña habitación de un dormitorio mucho mayor, algunos de los cuales tenían retretes primitivos. Como en Whitehall, las paredes blancas encaladas eran uniformes y los suelos de madera estaban desnudos. Los pocos muebles que tenían las habitaciones (un taburete blanco, una mesa, una cama maltrecha o un camastro con las patas desvencijadas) eran estrictamente utilitarios. No eran lujosos para los parámetros de la corte, pero, al menos, parecían libres de moscas, de roedores y de los omnipresentes juncos apestosos.
Tras varios intentos, localicé la habitación de Robert en el extremo más alejado: podías reconocerla por las alforjas tiradas al lado de un cofre de piel traído de Whitehall. Su capa de montar, con salpicaduras de barro, estaba tirada sobre una silla, como si se la hubiera quitado a toda prisa.
Se había ido, presumiblemente a informar a su padre. Pensé qué podía hacer ahora. Quizás podía aprovechar ese tiempo libre para buscar alguna pista en sus bolsas.
Me quedé helado en el sitio. Unos pasos se acercaban. Crucé la cortina y entré en la alcoba; conteniendo la respiración, me agaché y encontré un agujero de polilla en el tejido deshilachado. Esperé. Una figura envuelta en una capa apareció en el umbral. Durante un segundo aterrador temí que mi sombra me hubiera encontrado.
Me obligué a mirar, y sentí un alivio abrumador al comprobar que, a pesar de la capa con capucha y las botas raspadas, aquella persona era más bajita que yo, y de complexión más débil. A menos que Peregrine hubiera cometido un error, no podía ser nuestro hombre misterioso.
La figura miró alrededor de la habitación. Entonces, se sacó un pergamino doblado de debajo de la túnica y lo dejó en la mesa, moviendo de sitio los candelabros de estaño para llamar la atención de quien entrara. Después no se entretuvo y desapareció tan rápido como había llegado. Conté hasta diez mentalmente antes de salir de mi escondite. El pergamino era fino y su textura indicaba que era caro. Pero lo que llamó mi atención fue el sello. Esa «I» de cera afiligranada y rodeada de zarcillos no podía pertenecer a nadie más. Tuve que controlar mi impulso de rasgarlo y abrirlo. Quizás se dijera en él algo que debiera saber, algo que afectara al curso de mi investigación, pero no podía romper el sello de una carta de la princesa dirigida a Robert. A menos que…
Rasgué el borde del sello con la uña. Todavía estaba pegajoso y se levantaba con facilidad. Con el corazón latiéndome en los oídos, desdoblé el pergamino. Habían escrito dos breves líneas con una letra aristocrática, seguidas por una inconfundible inicial.
Milord, parece que hay un asunto bastante urgente que debemos discutir. Si estáis de acuerdo, ruego respuesta por los cauces establecidos. Nos reuniremos esta noche, después de que den las doce, en el pabellón.
I.
Me quedé de pie, sin aliento. Casi no oí las pisadas entrecortadas que sonaban en el pasillo, fuera de la habitación, hasta que llegaron delante de la puerta y tuve que volver corriendo a mi escondite.
Entonces, Robert entró a grandes zancadas todavía vestido con la ropa de montar y con la cara desencajada.
—¿Por qué tengo que ser siempre el que haga el trabajo sucio? —Se arrancó los guantes y los tiró a un lado.
Tras él, segura e inmaculada, apareció su madre, lady Dudley.
Sentí un nudo en la garganta, mientras volvía a cerrar los dedos alrededor de la nota. Ella cerró la puerta.
—Robert, ya basta. No eres ningún niño. No pienso aguantar una rabieta. Tu padre te pide obediencia, pero yo te la exijo.
—¡Y la tenéis! Siempre la habéis tenido. Incluso me casé con esa estúpida Robsart porque vos y padre pensabais que era lo mejor. He hecho todo lo que me habéis pedido.
—Nadie ha dicho que no seas un hijo ejemplar.
Él se rio con dureza.
—Disculpadme, pero lamento discrepar. Según mi experiencia, no se envía a los hijos ejemplares a encargarse de estupideces.
Había algo inquietante en el tono insípido de la voz de lady Dudley.
—Al contrario, te encargamos esta misión porque tenemos una gran confianza en tus capacidades.
—¿Capacidad para qué? ¿Para salir corriendo a arrestar a una solterona? Cualquier idiota con la mitad de mi escolta podría hacerlo. Esa mujer no va a plantar cara. Apuesto a que no tiene más de una docena de criados con ella, como mucho.
—Desde luego. —Me sentí aliviado al oír que la voz de lady Dudley volvía a su fría gravedad habitual—. Pero esa solterona podría ser nuestra perdición. —Clavó los ojos en él—. María ha exigido un informe completo de la salud de su hermano el rey. Si no se lo damos, amenaza con coger ella misma las riendas del asunto. No necesito decirte que eso solo puede significar que alguien de la corte le suministra información.
—Sí, está claro. María no es ninguna idiota. Y todavía hay bastantes papistas que la apoyan.
—Sí —replicó ella—, y lo último que necesitamos es que alguno de esos papistas la ayude a salir del país para buscar el apoyo de su primo el emperador. Hay que capturar y silenciar a María. Y tú eres el único al que nos atrevemos a enviar. Ninguno de tus hermanos tiene tu entrenamiento. Estás bregado en la batalla, sabes cómo dirigir a tus hombres para que cumplan tu voluntad. Los soldados no cuestionarán tus órdenes cuando llegue el momento de apresarla.
Apreté los dientes. Hablaban de la princesa María, la hermana mayor del rey. Recordé lo que Cecil había dicho sobre ella, sobre su acérrimo catolicismo y sobre la amenaza que suponía para el duque. Me acerqué más a la cortina y me guardé la carta dentro del jubón. No me pasó por alto que, en ese momento, y por segunda vez, estaba cayendo en el mismo rito de paso de la corte que Cecil había mencionado. Solo que, si me cogían, podía olvidarme de salir de allí con vida.
—Todo eso lo entiendo. —Cuando Robert se pasó una mano por el pelo enmarañado, pareció un joven inseguro, atrapado entre sus propios deseos compulsivos y la voluntad de hierro de sus padres—. Sé lo mucho que podemos perder. Pero padre y yo habíamos llegado a la conclusión de que, por el momento, María no supone una amenaza inmediata. No tiene ejército, ni nobles dispuestos a apoyarla, ni dinero. Es posible que sospeche algo, pero no está en posición de hacer nada al respecto. Isabel, por otro lado, está aquí, en Greenwich. Y, por encima de todo, es una superviviente. Sé que sabrá reconocer las ventajas de nuestra propuesta. Cuando haya aceptado mi proposición, ya habrá tiempo de atrapar a su entrometida hermana.
No moví un músculo. Apenas respiré mientras esperaba la respuesta de lady Dudley.
—Hijo mío —dijo ella, con un sutil temblor en su voz, como si intentara reprimir una emoción que parecía superarla—, tu padre ya no confía en mí, pero sé que se enfrenta a tremendos obstáculos. Lleva las riendas del reino desde que el lord protector Seymour murió en el patíbulo, y eso no ha mejorado su popularidad. Si antes lo consideraban como la mano derecha del lord protector, ahora lo consideran la mano que le cortó la cabeza. Aunque estoy de acuerdo en que tu proposición es firme, seguimos teniendo que lidiar con los Suffolk y el consejo. Por ahora, solo hacen preguntas, pero pronto exigirán respuestas.
—Una vez que tengamos a Isabel, podremos dárselas. Eso es lo que intentaba decir a padre, pero no ha querido escucharme. Ella es la clave de todo. Conseguirá todo lo que necesitemos.
—Eres impaciente —le reprochó ella—. Sin la aprobación del consejo, tu matrimonio con Amy Robsart no se anulará. Y hasta que te libres de ella, no podemos esperar nada más que amistad de Isabel Tudor.
La cara de Robert se quedó lívida.
—Padre me lo prometió —dijo con un murmullo furioso—. Me prometió que ni los Suffolk ni el consejo se pondrían en mi camino. Dijo que la anulación no sería un problema, que los obligaría a firmar a punta de espada si era necesario.
—Las circunstancias cambian. —Ella suspiró—. En la coyuntura actual, tu padre no puede obligarlos a más concesiones. Hay demasiado en juego. Isabel no debería haber venido a Londres. Al hacerlo, nos ha puesto contra la pared. Si se le mete en la cabeza pedir al consejo ver a su hermano o, Dios no lo quiera, nos los pide en público… —Lady Dudley hizo una pausa que permitía sobreentender las consecuencias de esa terrible posibilidad. Entonces, continuó—: Tu padre necesita tiempo, Robert; si ha decidido que es mejor no acercarse a ella todavía, debemos confiar en su juicio. Todo lo que hace tiene una razón.
Mientras hablaba, vi que levantaba la mirada durante una fracción de segundo y que la desviaba de Robert a la cortina. Se me heló la sangre en las venas cuando atisbé la malicia que se escondía en su mirada. Me trajo a la memoria cómo me miraba cuando me llevó ante la duquesa de Suffolk, y supe en ese instante que mentía.
Estaba engañando a su propio hijo.
—No pienses que tu padre te ha abandonado —continuó, más suavemente—. Simplemente cree que es más prudente ocuparse primero de María. Al fin y al cabo, ¿quién puede predecir qué va a hacer? Dices que no tiene ni dinero ni apoyo, pero es obvio que alguien de la corte le proporciona información, y el embajador de España tiene dinero, si lo necesita. La situación es demasiado precaria. Hay que librarse de ella, antes de que nos cause algún daño irreparable.
Noté un nudo en el estómago. ¿Por qué mezclaba mentiras con verdades? ¿Por qué querría enviar a Robert lejos de allí, lejos de Isabel? ¿Qué beneficio pensaba obtener alejando a su hijo más capaz, al que tenía una relación íntima con la princesa, en un momento tan peligroso para la familia?
Robert miraba estupefacto a su madre, como si la viera por primera vez. Era evidente que él también notaba el engaño, pero no sabía cómo descifrarlo. Su vacilación era tan hiriente como el filo de una cuchilla. Entonces, soltó una de sus risitas burlonas.
—El único daño que María puede hacer es comportarse como una estúpida. Debería haberse casado hace años, y, por supuesto, con un luterano que infundiera un poco de sentido común en esa obstinada cabezota católica suya.
—Sea como sea —continuó lady Dudley—, tienes que admitir que no es más que un estorbo. Y puede deambular en libertad por el campo y ganarse sus simpatías. A la plebe le encantan las causas perdidas. Yo, desde luego, dormiría más tranquila si supiera que está encerrada en la Torre. Un día o dos de dura cabalgata, unas cuantas horas de incomodidad, y habrás cumplido. Después podrás volver a la corte con Isabel. No se echará a perder mientras tanto.
Observé las emociones contradictorias que se reflejaban en la cara Robert mientras escuchaba a su madre. Cuando su hijo acabó aceptando a regañadientes, su madre no se sorprendió.
—Por supuesto que no —murmuró Robert—. Es tan terca como una mula, igual que su hermana. Se quedará hasta obtener respuesta a todas sus preguntas. Supongo que si tengo que ver a María en la prisión para que ese estúpido consejo entre en razón, tendré que hacerlo. La traeré encadenada a Londres.
Lady Dudley inclinó la cabeza.
—Es un alivio oír eso. Iré a decírselo a tu padre. Está deliberando con lord Arundel. Querrán enviar a unos cuantos hombres de confianza contigo, naturalmente. Cuando esté todo preparado, te informarán. ¿Por qué no descansas hasta entonces? Pareces cansado. —La mano que le puso en la mejilla debería haber sido un gesto tierno, pero no lo fue.
—Eres nuestro hijo más capaz —murmuró ella—, sé paciente, tu momento llegará.
Entonces se volvió y, con un crujido de la falda, salió de la habitación.
Tan pronto como la puerta se cerró, Robert cogió el candelabro y lo arrojó contra la pared, haciendo saltar el yeso. En el silencio de la habitación, sus jadeos recordaban a los de una bestia arrinconada. Luchando contra el desasosiego del estómago, me pasé la mano rápidamente por el pelo para alborotármelo, me deshice los lazos del jubón y salí parpadeando de detrás de la cortina.
Él se giró.
—¡Tú! ¿Estabas aquí? ¿Lo…, lo has oído todo?
—Dada la situación —dije—, pensé que sería mejor seguir escondido, señor.
Entrecerró los ojos.
—Que te jodan, maldito perro fisgón.
Bajé la mirada al suelo.
—Disculpadme, señor, pero estaba muy cansado. Todo ese vino gratis de anoche, la cabalgata hasta aquí… Me quedé dormido en vuestra cama. Os pido perdón. No volverá a pasar.
Me miró. Entonces, avanzó hasta mí, me golpeó con fuerza en la cara e hizo que me tambaleara hacia atrás. Se quedó mirándome durante un buen rato y, entonces, dijo lacónicamente:
—¿Dices que estabas dormido? Pues más te vale aprender a aguantar mejor el vino. O a beber menos.
Volvió a quedarse en silencio. Yo aguanté la respiración, mientras sentía que la cara me escocía. Era una excusa plausible, aunque no demasiado convincente, pero ciertamente le ahorraba un problema, y quizás fuera lo suficientemente arrogante como para asumir que no habría comprendido su conversación. Después de todo, nunca había valorado demasiado mi inteligencia, y yo nunca había demostrado ninguna ambición más allá de servir a su familia. Pero existía la posibilidad de que decidiera que yo era un obstáculo y acabara matándome. Solo podía rezar para que realmente me considerara un perro que nunca mordería la mano que lo alimentaba.
Fue un alivio ver a Robert apartar el candelabro de una patada y acercarse con calma a la mesa.
—Al diablo con mi padre. Justo ahora que lo tenía todo controlado. Empiezo a pensar que quiere desbaratar mis planes deliberadamente. Primero me envía a la Torre para hacer algún estúpido recado mientras ella está en la corte, y ahora, vuelve a buscarse una excusa para incumplir su promesa.
Hice un sonido para mostrarle mi comprensión, mientras intentaba ordenar lo que había averiguado. En primer lugar, la tan pregonada unidad familiar de los Dudley parecía estar derrumbándose. Lady Dudley había dicho que su marido ya no confiaba en ella, aunque siempre había sido su sostén, el hierro detrás de su seda. Fueran cuales fueran los planes que tenía el duque en la recámara para Isabel, ahora excluían a Robert, a pesar de la promesa que parecía haberle hecho. No me costó imaginar en qué consistía.
Además, lady Dudley había mencionado a los Suffolk, la nueva familia política de los Dudley. ¿Era posible que, como parientes del rey, se opusieran a ese matrimonio de Guilford con un miembro de la realeza? Juana Grey era sobrina de Enrique VIII, así que por sus venas corría sangre Tudor, la sangre de la hija de la hermana menor del rey Enrique. Eso podría explicar por qué el duque había decidido enviar a Robert tras María. Encerrar a la heredera al trono en la Torre podía ser una buena manera de vencer las objeciones de los Suffolk. ¿O tendrían esas maquinaciones algún motivo más siniestro? Quería profundizar más, sobre todo en lo relacionado con los Suffolk. Estaba seguro de que tenían un papel importante, pero, sobre todo, necesitaba descubrir las intenciones de la duquesa. La seguridad de Isabel y la mía propia podían depender de ello. No obstante, un criado que no había oído nada que no le incumbiera no podía ir haciendo preguntas reveladoras.
Finalmente, me atreví a decir:
—Deberían apreciar una iniciativa como la vuestra, milord.
Fue un intento poco entusiasta, pero, como la mayoría de las personas con una herida que vengar, Robert se agarró a él.
—Sí, así debería ser, pero al parecer mi padre piensa de otro modo. Además, sé muy bien que a mi madre solo le importa Guilford. ¡Maldita sea! Le daría igual que muriéramos todos si tuviera que decidir entre su vida y la nuestra.
Esperé un momento antes de replicar:
—Pero yo había oído decir que las madres aman a sus hijos por igual.
—¿Sí? —replicó él—. ¿Te quería la tuya cuando te dejó para que murieras en aquella casita en nuestra finca? —La pregunta era retórica; no esperaba una respuesta. Así que me quedé en silencio mientras él continuaba—. No le importo un comino. Guilford siempre ha sido su favorito porque es el único al que puede controlar. Lo persuadió para que se casara con Juana Grey. Padre dijo que incluso se enfrentó a la madre de Juana cuando la duquesa se negaba a considerarlo porque decía que por las venas de su hija corría sangre de reyes, mientras que nosotros solo éramos unos advenedizos que han usado el favor del rey para medrar. De algún modo, consiguió que la duquesa cambiara de opinión. Conociendo a mi madre, probablemente le puso un cuchillo en el cuello a esa vieja zorra.
Sus palabras me pusieron los nervios de punta. Un cuchillo en el cuello de la duquesa. De repente, me sentí como si estuviera atrapado en una oscura tela de araña de la que no tenía ninguna oportunidad de escapar. Robert se desabrochó el jubón y lo tiró encima del banco.
—¡Bueno, pues mi madre se puede ir al diablo! ¡Al diablo con todos ellos! Ahora tengo mis propios planes y no voy a renunciar solo porque diga que debo hacerlo. Que vaya ella misma a buscar a María si cree que esa papista es una amenaza. No soy un lacayo al que pueda dar órdenes a su antojo. —Registró la habitación—. ¿No hay nada que beber en este maldito agujero?
—Iré a buscar vino, milord.
Fui inmediatamente a la puerta. No tenía ni idea de dónde encontrarlo, pero al menos tendría algo de tiempo para ordenar mis confusos pensamientos.
Robert me detuvo.
—No, olvídate del vino. Ayúdame a desvestirme. Ahora no puedo atontarme. Debo buscar una manera de ver a Isabel, tanto si mi padre lo aprueba como si no. La veré y conseguiré que me acepte, y, una vez que lo haga, tendrá que dar su consentimiento. No tendrá más opción.
Ayudé a Robert a quitarse los bombachos, la camisa y las botas. De su bolsa saqué un trapo y sequé el sudor de su torso.
—Ni siquiera lo verá venir —explicó él—. Y mucho menos Guilford y mi madre: estoy impaciente por ver las caras que pondrán cuando les dé la noticia. —Soltó una risotada y extendió las piernas para desatarse las agujetas y quitarse las calzas—. ¿Y bien? ¿No tienes nada que decir?
Mientras doblaba su ropa interior y la guardaba en el cofre, dije:
—Estaré contento de servir a milord como mejor considere.
Él se rio.
—Valor y descaro, Prescott, eso es lo que se necesita para sobrevivir en este pozo negro que llamamos vida. Aunque, claro, tú no puedes entenderlo. —Se volvió desnudo hacia la alcoba—. Haz lo que quieras esta tarde. Solo asegúrate de volver a tiempo para vestirme esta noche. Y no te pierdas esta vez. Necesito tener el mejor aspecto posible.
—Mi señor —en un impulso repentino, metí la mano en el jubón. La suerte estaba echada. No podía esperar a que el mensajero de Isabel volviera a preguntar por qué lord Robert no había respondido—, encontré esto en la mesa cuando entré. —Le tendí el papel—. Disculpadme. Olvidé que lo tenía.
Robert me lo arrancó de los dedos.
—Chico listo. No era conveniente que mi madre lo viera. Esa siesta fue muy oportuna. —Rasgó el sobre de la carta. Y el triunfo se reflejó en su rostro—. ¿Qué te dije? ¡No puede resistirse a mí! Dice que me verá esta noche, y en el viejo pabellón ni más ni menos. Tiene un macabro sentido del humor, nuestra Bess. Se dice que su madre pasó su última noche de libertad en ese pabellón, esperando en vano a que Enrique fuera a buscarla.
—¿Entonces, son buenas noticias? —Noté un sabor repugnante en la boca.
—¿Buenas noticias? Son las mejores jodidas noticias que he tenido nunca. No te quedes ahí como un bobalicón. Coge tinta y papel de mi bolsa. Tengo que enviar una respuesta antes de que cambie de opinión.
Garabateó su respuesta, la secó y selló el papel.
—Ve a llevárselo. Llegó hace horas, exigiendo habitaciones con vistas al jardín. Ve por el pasillo que lleva al patio de armas, cruza hasta las escaleras y súbelas hasta llegar a la galería. No la verás en persona. Tiene cierta afición a dormir siesta por la tarde. Alguna de sus damas tendrá que estar allí, incluida esa morsa de Kate Stafford, en la que tanto confía. —Soltó una carcajada—. Eso sí, bajo ninguna circunstancia se la des al dragón Ashley. Me odia como si yo fuera la encarnación de Lucifer.
Me guardé el papel en el jubón.
—Haré lo que pueda, milord.
Con una sonrisa cruel, me respondió:
—Procura que así sea, porque, si todo va según lo planeado, muy pronto podrías ser el escudero del próximo rey de Inglaterra.