Capítulo 21
Kate volvió con un montón de ropa y la bandeja cargada de carne sobre un tajadero y verduras en salsa. Peregrine llegó con ella, sonriendo. Traía una mesa plegable.
Después de montarla, volvió con mi alforja y, para mi sorpresa, también con la espada enfundada del rey. No la veía desde que se me había caído en Greenwich. Abrí la alforja y revisé sus contenidos desordenados. Respiré aliviado cuando encontré el libro de salmos robado, todavía envuelto en su funda protectora.
Volví con Kate. Se había puesto un vestido de terciopelo rosa que realzaba el color de oro mate de su pelo. Mientras se apresuraba a encender velas por toda la habitación, sentí el deseo de cogerla entre mis brazos y disipar toda mi desconfianza.
Sin embargo, Peregrine exigía mi atención, bailando alrededor como un diablillo precoz, con el perro gris de Isabel a sus talones.
—Pareces bastante satisfecho contigo mismo —dije mientras me ayudaba a levantarme y a ponerme una bata—. ¿No es ese el perro de la princesa? ¿Has estado robando otra vez?
—Desde luego que no —replicó—. Su Alteza dejó a Urian aquí con nosotros, para que pudiéramos usarlo para rastrearte. Dijo que era el mejor rastreador de su perrera. Conoce a sus animales. Fue el primero que te olió a la orilla del río. —Hizo una pausa y arrugó la nariz—. ¿Qué problema tienes con el agua? No has hecho nada más que mojarte desde que nos encontramos.
Estallé en una carcajada. Me sentía maravillosamente. Le cogí la mano a Peregrine, y me abrí paso lentamente, pero con seguridad, hacia la mesa.
—Incorregible como siempre —dije acomodándome en una silla—. Me alegro por ti, amigo mío. —Miré a Kate—. Y por ti. Y doy gracias a Dios por vosotros dos. Salvasteis mi vida. Es una deuda que nunca podré saldar.
Vi un brillo en los ojos de Kate que podían ser lágrimas. Se las apartó con la mano y Peregrine se inclinó junto mí, mientras ella empezaba a servir la comida.
—No estoy inválido —dije mientras Peregrine me entregaba el plato—. Puedo comer solo.
Kate agitó el dedo.
—No está aquí para darte de comer. Ya has tenido suficientes mimos. Peregrine, o le dices a ese perro que saque las patas de la mesa u os vais los dos a comer a la cocina.
Entre risas y a la luz de las velas, cenamos y hablamos de asuntos banales. Solo después de rebañar hasta el último resto de la salsa con el pan y de que Peregrine acabara de contar por centésima vez cómo él y Barnaby habían usado el olfato de Urian para rastrearme, decidí estropear el buen ambiente de camaradería. Apoyando la espalda en la silla, dije tan inocentemente como pude:
—¿Y dónde está Fitzpatrick?
Kate rompió el silencio con el crujido de sus faldas al levantarse. Empezó a apilar los platos vacíos. Peregrine se agachó para acariciar a Urian.
—El rey ha muerto, ¿verdad? —dije yo.
Kate hizo una pausa. Peregrine asintió con tristeza.
—No se ha anunciado oficialmente, pero el señor Walsingham nos dijo que murió ayer. Barnaby volvió a la corte tan pronto como te encontramos, para estar a su lado. Se dice que, en el momento de la muerte de Eduardo, el cielo lloró.
La lluvia. Recordaba haberla oído.
Cuando el recuerdo del muchacho pudriéndose en aquella habitación tóxica asomó en mi memoria, desvié la mirada a la espada que estaba sobre la cama. Mi voz se tensó:
—¿Y la herbolaria? ¿Walsingham dijo algo sobre ella?
Kate respondió rápidamente:
—Brendan, por favor, déjalo estar. Es demasiado pronto. Aún estás débil.
—No, quiero saber. Necesito saber.
—Entonces, te lo diré. —Se sentó a mi lado—. Está muerta. Sidney se lo dijo a Walsingham. Alguien se llevó el cuerpo, pero nadie sabe adónde. Los Dudley amenazaban con matar a Sidney por ayudarte, pero para entonces se había difundido el rumor de que Isabel había escapado y había un gran alboroto en el palacio. Brendan, no. Siéntate. No puedes…
Me levanté. Resistiendo el mareo que me sobrevino, caminé hacia la ventana para escrutar la noche. Mi fiel señora Alice estaba muerta. Ahora ya se había ido para siempre. Lady Dudley le había cortado la garganta como si fuera un animal de corral, y la dejaron sangrar hasta la muerte. No podía pensar en ello. No podía. Iba a volverme loco.
—¿Y qué hay de Juana Grey? —pregunté mostrando calma—. ¿Ya la han nombrado reina?
—Todavía no. Pero el duque se la ha llevado a ella y a Guilford a Londres. Y hay rumores de que enviarán a unos hombres a buscar a lady María.
—Pensaba que ya lo habían hecho. Creía que había enviado a lord Robert a apresarla.
—Parece que tuvo que retrasarlo. Creemos que después de descubrir que Isabel se había escapado de Greenwich, primero quería llevar a lady Juana a algún sitio seguro. Ahora es todo lo que tiene.
Asentí y repuse:
—Peregrine, ¿puedes dejarnos solos, por favor?
El chico se levantó y se fue, con Urian pisándole los talones y caminando sobre sus almohadillas. Kate y yo nos miramos desde extremos contrarios de la habitación.
Entonces, se levantó y se volvió a recoger la bandeja.
—Podemos hablar mañana.
Me acerqué.
—Estoy de acuerdo, pero… no te vayas. —Mi voz se quebró—. Por favor.
Vino donde yo estaba de pie indefenso y puso su mano sobre mi barbilla cubierta de barba.
—Es tan roja —dijo ella—, y gruesa. No habría imaginado que tuvieras una barba tan gruesa.
—Y yo nunca pensé que te importara —susurré.
Me miró fijamente.
—Tampoco yo, pero ya ves.
La atraje donde yo estaba y la apreté junto a mí, como si fuera a unirla a mí para siempre.
—Nunca he hecho algo así antes —dije.
—¿Nunca? —Levantó las cejas en un gesto de genuina sorpresa.
—No —dije—, solo he amado a una mujer. —Me pegué a su mejilla—. ¿Y tú?
—He tenido pretendientes suplicando mi mano desde que era un bebé, por supuesto —contestó sonriendo.
—Pues añade mi nombre a la lista.
Sus palabras no me desconcertaron tanto como suponía. Nunca había estado enamorado antes, pero en ese momento me parecía lo más natural del mundo.
—¿Tenemos que esperar tanto? —me dijo mirándome a los ojos.
Me cogió las manos, y las guio hasta su corpiño. Deshice los lazos. El corpiño se le cayó sobre los hombros. Momentos después, se libró de su falda, se quitó la camisa y se quedó totalmente desnuda; la luz de las velas y los rayos de la luna arrojaban sombras sobre su cuerpo, deseable como ninguna otra mujer que hubiera visto.
La acerqué y enterré mi cara entre sus pechos. Ella jadeó involuntariamente mientras la llevaba hasta la cama, donde se tumbó y me miró mientras me quitaba la ropa; después se sentó sobre las rodillas para ayudarme a quitarme la saya por encima de la cabeza. Me dolió el hombro. Ella frunció el ceño al ver las manchas frescas de sangre en las vendas.
—Debería cambiarte eso —dijo ella.
—Puede esperar —repliqué contra sus labios.
Cuando me aparté, su mirada bajó por mi torso, y se detuvo un momento sobre la mancha rosa de mi cadera. Entonces, bajó más su mirada.
Me tumbé a su lado. Su aspecto experimentado no me engañó. Bajo mi mano, noté que su pulso se aceleraba, y supe que, por mucho que hubiera explorado los placeres de la carne hasta cierto punto, al final, como muchas chicas de buena cuna, no había llegado a consumar.
Sin embargo, pronto descubrí que yo también era inocente, en todos los modos posibles que un hombre puede serlo. Mientras la apretaba junto a mí y nos probábamos con fervor, me di cuenta de que aquel lujo era incomparable a mis ajetreados encuentros con las doncellas del castillo y las damiselas de las ferias. La veneré como si estuviera en un templo, hasta que el deseo en los ojos de Kate se convirtió en una llama y empezó a estremecerse debajo de mí, alzándose para encontrar mi fervor. Solo gritó una vez, pero suavemente.
Cuando nos quedamos agotados y ella se acurrucó en mis brazos, susurré:
—¿Te he hecho daño?
Ella se rio nerviosa.
—Si eso era dolor, no quiero conocer otra cosa. —Extendió sus manos por encima de mi pecho, descansando sus dedos sobre mi corazón—. Todo lo que quiero está aquí.
Sonreí.
—De todos modos, te convertiré en una mujer honesta.
—Para tu información —dijo ella—, tengo dieciocho años. Puedo tomar mis propias decisiones. Y no estoy segura de querer ser ya una mujer honesta.
Le respondí con una risita.
—Muy bien, cuando tú decidas, házmelo saber. Al menos debería pedir la bendición de Su Alteza; eres su dama. Y a tu madre, estoy seguro de que también querrá que se la pida.
Ella suspiró.
—Mi madre está muerta, pero creo que le habrías gustado.
Detecté un viejo dolor en su voz.
—Lo siento. ¿Cuándo falleció?
—Cuando yo tenía cinco años. —Ella sonrió—. Me alumbró muy joven: solo tenía catorce años.
—¿Y tu padre… también era tan joven?
—Soy una bastarda —dijo mirándome con curiosidad—, y no, no era tan joven como ella.
—Entiendo. —No aparté la mirada—. ¿Y no vas a contármelo?
Se quedó en silencio un momento. Entonces, dijo:
—No fue una historia de amor. Mi madre era hija de criados que servían en la casa Carey; murieron del brote de sudor inglés que mató al primer marido de María Bolena. Cuando esta volvió a casarse y se convirtió en la señora Stafford, mi madre entró a su servicio. La señora Stafford no era rica; su nuevo marido, Wil Stafford, era un soldado raso, pero tenía dos hijos de su primer matrimonio, un estipendio, y su difunto marido le había dejado una casa. Como, además, mi madre le gustaba, le ofreció trabajar como doncella.
—¿Esa María Stafford —dije— es la hermana de Ana Bolena?
—Sí, pero no tenía nada del orgullo de su hermana. Que Dios la tenga en su gloria. Cuando mi madre se quedó embarazada, los vómitos matutinos la delataron. Estaba aterrorizada, pero la señora Stafford no le hizo ni un reproche. Sabía todos los apuros por los que pueden pasar las mujeres, así que protegió a mi madre y la envió a vivir bajo el cuidado de lady Mildred Cecil. Yo nací en la mansión de los Cecil.
Así se explicaba la conexión de Kate y Cecil. Había vivido bajo su techo.
—¿Y la señora Stafford sabía quién era tu padre? —pregunté.
—Debió de sospecharlo. Mi madre nunca dijo su nombre en voz alta, pero no había muchos hombres en edad de merecer en la casa que se hubieran tomado semejante libertad. Supongo que la hirió profundamente. María llevaba casada con él menos de un año, se arriesgó a disgustar a su familia y a aceptar el exilio de la corte para estar con él. —Kate se sentó, apartándose el pelo a un lado—. Sigue vivo. Lo vi en el funeral de la señora Stafford. Tenemos los mismos ojos.
Guardé silencio, conmovido por las similitudes, y diferencias cruciales, entre nosotros.
—Por supuesto, la señora Stafford lo habría entendido —añadió ella—. Después de todo, ella misma había sido la amante de Enrique VIII antes de que él se fijara en su hermana Ana. Sabía que la fidelidad no es el punto fuerte de los hombres, y que ninguna mujer llama a la desgracia voluntariamente. Así que dejó que mi madre se quedara conmigo en secreto y me criara ella misma, sin interferencias. También nos dejó con los Cecil. Creo que quería mantener a mi madre a salvo y lejos de su marido. —Hizo una pausa—. Se lo debo todo. Gracias a su bondad, mi madre no se convirtió en una mendiga. Vivimos bien, tuve una buena infancia. Recibí una educación. Lady Mildred veló porque así fuera, puesto que ella misma era una mujer educada. Yo soy una de las pocas damas al servicio de Su Alteza que sabe leer y escribir. Por eso confía en mí. Si hay que destruir un mensaje, puedo memorizarlo.
—Entiendo por qué confía en ti —dije—. ¿Cómo murió tu madre?
—Cogió una fiebre. Fue rápido y sin dolor. Vi a la señora Stafford unas cuantas veces después de que mi madre falleciera; siempre fue amable. Murió tres años después.
—¿Y el hombre que crees que es tu padre…? —me atreví a preguntar.
—Ha vuelto a casarse. Tiene hijos. No lo culpo. Creo que tomó a mi madre como lo hacen los hombres, en un momento de lujuria, sin pensar en las consecuencias. Si sabe de mi existencia, nunca lo ha demostrado. He vivido toda mi vida sin él. Pero uso su apellido. Es lo menos que puede hacer —dijo ella, con una sonrisa maliciosa—. Además, tampoco hay cientos de personas que se lamen Stafford en Inglaterra. —Me dio unos golpecitos en el pecho con el dedo—. Tu turno. Quiero convertirte en un hombre honesto.
Lo dijo antes de darse cuenta de lo que estaba diciendo. Me miró a la cara y se estremeció.
—Perdóname. A veces hablo sin pensar. Si no quieres hablar, lo comprendo.
Le cogí la barbilla entre los dedos.
—No, no quiero secretos entre nosotros. —Hice una pausa—. La verdad es que no sé quién es mi madre. Me abandonaron siendo un bebé. La señora Alice me crio.
—¿Te abandonaron? —repitió. Yo asentí y esperé a que ordenara sus pensamientos—. ¿Entonces, la señora Alice… era la mujer de la habitación del rey?
—Sí. Ella me salvó. —Mientras pronunciaba estas palabras, sentí una necesidad abrumadora de decírselo a alguien, para que el recuerdo perteneciera a alguien más aparte de a mí mismo, y así no se olvidara—. Me dejaron en la casita del sacerdote cerca del castillo de Dudley, supongo que esperaban que muriera. Después me he enterado de que pasa más de lo que parece: hay personas que dejan a sus bebés en los umbrales de casas nobles, con la esperanza de que los ricos se apiaden y se ocupen de lo que el pobre no puede permitirse. Aunque conmigo no tuvieron ninguna piedad. Según la señora Alice, hice tanto ruido que habría despertado a un muerto. Me oyó berreando durante todo el camino desde el pozo de desperdicios al que había ido a tirar unos restos, así que fue a investigar.
Mi voz se quebró, pero procuré calmarme centrándome en los ojos de Kate para coger fuerza.
—Era como la madre que nunca conocí. Cuando murió (o, más bien, cuando me dijeron que había muerto), no podía perdonarla por dejarme sin despedirse.
—Por eso aceptaste ayudar a la princesa. Sabías que necesitaba despedirse.
—Sí, no podía permitir que sufriera lo mismo que yo. Sé cómo es perder a alguien inesperadamente. Creía que la señora Alice estaba muerta. Peregrine mencionó a una mujer que cuidaba del rey la primera vez que lo conocí, y por un segundo pensé… Pero, en realidad, jamás llegué a creer que pudiera ser ella. No pude. Incluso cuando la vi… —Hice otra pausa. Mi voz temblaba—. Le cortaron la lengua y le hicieron algo en las piernas para impedirle andar bien. El señor Shelton, el mayordomo, al que siempre había admirado, la persona que me dijo que había muerto…, se quedó allí y no hizo nada cuando lady Dudley la apuñaló. Sangró hasta la muerte, y él no hizo nada.
El recuerdo fue como un puñetazo en el estómago. Había sido un tonto al pensar por un momento que Shelton me elegiría por encima de la obligación. No era más que un criado fiel, con todo lo que ello implicaba. Lo habría compadecido por su vida apática y sin sentido si no hubiera tenido tantas ansias de venganza.
Se hizo un largo silencio. El pelo de Kate caía como una cortina a su alrededor. Cuando levantó la cara, vi que sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—Discúlpame por cómo hablé de su muerte. Fui egoísta. No…, no quería hacerte daño.
La besé.
—Mi valiente Kate, no podrías haber evitado mi dolor. Pasó mucho antes de que nos conociéramos. Perdí a la señora Alice el día que me la arrebataron. La mujer a la que me encontré en la habitación del rey no era la mujer a la que conocí. Ahora sé la verdad. Sé que no me abandonó. Lady Dudley debió de ordenar que la atraparan en la carretera y Shelton fue su cómplice.
—Pero ¿por qué harían algo tan terrible? Pasó mucho tiempo antes de que el rey cayera enfermo, ¿no? ¿Por qué querrían que creyeras que estaba muerta?
—Me he preguntado lo mismo. Creo que es por lo que sabía. De hecho, estoy seguro de ello. La señora Alice sabía quién soy —respondí forzando una sonrisa.
Ella me miró de hito en hito.
—¿Tiene algo que ver con esa joya?
Como respuesta, me levanté de la cama y fui descalzo a buscar mi camisa arrugada. Saqué la joya del bolsillo. El rubí brilló con la luz de la luna que se filtraba a través de la ventana cuando se lo di.
—Creo que es la llave a mi pasado —dije. Un estremecimiento me recorrió—. La señora Alice me lo dio cuando me reconoció. No creo que antes supiera quién era yo, había sufrido demasiado. Pero tuvo que conservar ese pétalo de oro por alguna razón. Debe de tener algún significado. Estoy seguro.
Kate lo miró.
—Sí, pero ¿cuál?
Volví a cogerle la joya y recorrí la frágil pieza de oro con la punta de un dedo.
—La señora Alice nunca mostró mucho interés por nada aparte de sus hierbas. No codiciaba cosas materiales. Solía decir que las cosas ocupaban demasiado espacio. Y, sin embargo, guardó este objeto oculto en su baúl de medicinas Dios sabe durante cuántos años. Yo solía fisgar en su maletín a menudo, y ella siempre me regañaba diciéndome que me intoxicaría con alguna hierba. Pero nunca lo encontré. Debía de esconderlo en algún compartimiento. Probablemente, tuvo que hacerlo. Intuyo que ni siquiera lady Dudley sabía que lo tenía. —Desvié la mirada desde ella hacia la ventana—. Lady Dudley es la clave de todo esto. Me usó para obligar a la duquesa a aceptar el matrimonio de Juana Grey con Guilford. Lo admitió la propia duquesa cuando me encerró en esa celda. Sea cual sea el significado de ese pétalo, tiene que ser lo suficientemente poderoso para matarme por ello. Tal vez incluso sea el arma que necesitamos para detener a los Dudley, de una vez por todas.
Cruzó los brazos sobre los pechos, como si tuviera frío.
—Piensas vengarte por lo que hicieron.
Le devolví la mirada.
—¿Cómo no iba a hacerlo? Ella era todo lo que tenía en el mundo, y la destruyeron. Sí, quiero venganza. Pero más que eso, busco la verdad. —Me incliné hacia ella—. Kate, necesito saber quién soy.
—Lo sé, pero tengo miedo por ti. Por nosotros. Si la duquesa de Suffolk quiere matarte para que ese secreto no salga a la luz, no puede tratarse de nada bueno. Y si los Dudley lo usaron contra ella, deben de saber de qué se trata.
—No todos los Dudley. Solo lady Dudley lo sabe. No creo que llegara a decírselo al duque. Debió de sospechar que la traicionaría. Por tanto, no debió de estar dispuesta a confiarle la única arma que tenía: su capacidad de coaccionar a la duquesa. Sin esa coacción, sin ese secreto, creo que la duquesa nunca habría aceptado dar la mano de su hija a…
—Al plebeyo Dudley —concluyó Kate, mirándome pensativa—. ¿Por qué no hablas de esto con el señor Cecil? Conoce a gente importante. Tal vez podría ayudarte.
—No. —Le cogí las manos—. Prométeme que no dirás ni una palabra de esto a nadie, ni siquiera a la princesa, o, más bien, que sobre todo no se lo dirás a la princesa. Northumberland sigue siendo poderoso, quizás ahora más que nunca, y puede que ella necesite todavía nuestra ayuda. Es mejor que, por el momento, cargue yo solo con todo esto.
En silencio, pedí disculpas por mi mentira. No podía arriesgarme a exponerla a ese odio helado que había visto en los ojos de lady Dudley, y tampoco quería que Stokes, el matón de la duquesa de Suffolk, la hostigara. Si descubrían que estaba vivo, volverían a intentar atraparme. Pasara lo que pasara, Kate debía estar a salvo.
Aun así, lo que iba a tener que pedirle le dolería.
—Necesito que hagas algo por mí. Necesito que me prometas que volverás a Hatfield.
Ella se mordió el labio.
—¿Y si me niego?
—Entonces, tendré que recordarte que Isabel aún te necesita. Ninguno de sus criados tiene tus habilidades, y es posible que las necesite en los próximos días. Lo sabes tan bien como yo. Igual que sabes, aunque no lo hayas dicho, que Cecil tiene planes para mí. Por eso Walsingham ha venido a preguntar por mi salud. No es tan solícito.
—No me importa —susurró ella, antes de pegar un puñetazo en el colchón—. Que busque a otro. Ya has arriesgado suficiente. Ni siquiera la princesa te pediría nada más.
—Aun así, estaría dispuesto a hacer más. Igual que tú. ¿Cómo no ibas a hacerlo? La quieres.
—¿Y tú? —preguntó ella, vacilante—. ¿La…, la quieres?
La acerqué hacia mí.
—Solo como a mi princesa. Creo que se lo merece.
Envuelta en mis brazos, Kate murmuró:
—Se dice que su madre estaba maldita. A veces me pregunto si Isabel lo lleva también en la sangre. Robert Dudley se arrojó a sus pies, igual que hizo su padre. Y cuando los rechazó, reaccionaron como lobos. Quizás su embrujo pueda hacer que los hombres la amen y la odien con la misma facilidad.
—Por su bien, espero que no sea así. —Guardó silencio un momento—. ¿Te vas a ir?
Ella suspiró, me cogió y tiró de mí hacia ella.
—Ahora no.