Capítulo 22

A la mañana siguiente, me desperté en una cama vacía. Me quedé atónito. No pude evitar sonreír mientras me pasaba una mano por el pelo alborotado. Habían desmontado la mesa plegable, los asientos estaban en fila junto a la pared. Dobladas en un montón junto a la cama, estaban las prendas de ropa que ella me había traído. En definitiva, era como si Kate no hubiera estado allí en absoluto.

Empezaba a salir de la cama cuando la puerta se abrió. Kate apareció con una toalla, una palangana y un pequeño cofre; una vez más llevaba su vestido rojizo y el pelo trenzado, arreglada como si hubiera pasado una noche tranquila. La abracé mientras dejaba las cosas, ahogando sus fingidos mohines con la boca. Se aferró a mí durante un momento, y luego me apartó.

—Ya basta. —Fue a retirar la bandeja—. Walsingham está abajo. Quiere verte en cuanto desayunes.

—Eso es lo que intentaba hacer. —Alargué la mano para cogerla de nuevo.

Se alejó de un salto, huidiza como las semillas de un diente de león.

—Tendrás que contentarte con lo de anoche, porque eso es todo lo que pienso darte hasta que pongas un techo sobre mi cabeza. —Me lanzó la toalla, y yo me reí.

—Eso lo dice la licenciosa que me aseguró que ayer por la noche tenía todo lo que quería.

—Una chica siempre puede cambiar de opinión. Ahora, más te vale comportarte mientras te lavo.

Fingí rectificar, aunque tuve que hacer un esfuerzo de concentración mientras me lavaba de la cabeza a los pies, enjabonándome y aclarándome sin discriminación.

Solo cuando me deshizo el vendaje para cambiármelo, se me escapó un gesto de dolor.

—¿Te duele? —preguntó.

—Un poco. —Eché un vistazo a la herida. Era tan fea como esperaba—. ¿Se ha infectado?

—Lo hizo, pero tienes suerte. El proyectil se hizo trizas y se llevó unas cuantas capas de piel, nada más.

Sacó del cofre un tarro y procedió a limpiarme el hombro con salvia verde. Me quede inmóvil. Como Alice, era una herbolaria.

—Es un remedio francés —explicó ella—: romero, trementina y aceite de rosa. Acelera la curación. —Con dedos expertos, me preparó una venda limpia y me la puso debajo de la axila—. Tendrá que bastar. Es incómodo, pero asumo que no te planteas quedarte unos días más en la cama.

Le besé la punta de la nariz.

—Me conoces demasiado bien.

Me ayudó a ponerme la ropa: una camisa, un jubón nuevo de cuero, bombachos y un cinturón con una bolsa. Me sorprendió cuando sacó unas botas blandas de chico, casi de mi tala exacta.

—Peregrine las compró en el mercado local. También se compró para él un gorro y una capa. Dice que será tu criado cuando te hagas rico.

—Pues tendrá que armarse de paciencia. —Me volví—. ¿Estoy presentable?

—Como un príncipe.

Me sirvió pan con queso y cerveza negra, que consumimos en un silencio agradable, aunque podía notar su ansiedad.

—¿Malas noticias? —dije finalmente.

—Normalmente, con Walsingham, siempre lo son. Pero no tengo ni idea de lo que quiere. Solo me ha dicho que viniera a buscarte. —Hizo una mueca—. Ahora que ya no me necesita, vuelve a considerarme otra mujer ignorante. Da igual que sea tan capaz como cualquier vándalo al que pueda contratar, o que pueda abrir cerraduras con ganzúa e intrigar como el mejor de ellos.

—Por no mencionar que eres todo un carácter. Si fuera él, me andaría con cuidado.

—Tú eres el que se tiene que andar con cuidado. —Kate se volvió hacia mí como aquella tarde (parecía que hubieran pasado años) en la galería en Greenwich—. No sé qué querrá de ti, pero puedes tener la certeza de que no será seguro.

—Pensaba que había ayudado a salvar mi vida —le recordé.

—Y así fue, pero eso no significa que debas confiársela. Es una serpiente que solo piensa en sus propios intereses. No creo que ni siquiera Cecil pueda controlarlo. —Y con voz temblorosa añadió—: Prométeme que no aceptarás nada peligroso. Dije que me iría a Hatfield y lo haré, pero no quiero pasarme todo el tiempo muerta de preocupación por ti.

Asentí solemnemente.

—Lo prometo. Ahora, llévame con él.

Señaló hacia la puerta.

—Baja por las escaleras y a la derecha. Está en el estudio que hay al salir del salón. —Se volvió—. Estaré en el jardín, tendiendo sábanas.

Esa imagen me hizo sonreír mientras bajaba por las escaleras al piso inferior y recorría la casa de campo escasamente amueblada, lo que suponía un cambio refrescante después de la opulencia extrema de la corte. Al salir del salón, me detuve un momento ante la puerta y respiré hondo.

La empujé y la abrí. Como a Kate, Walsingham me recordaba a una serpiente. Su supuesta contribución a mi supervivencia no me había hecho cambiar de opinión.

Más bien, me ponía nervioso saber que ese hombre me había estado siguiendo desde Whitehall, observando sin interferir, hasta la noche que nos encontramos en el parapeto. No estaba seguro de sus motivos, pero procuré ocultar mi disgusto al ver su silueta demacrada sentada en el escritorio, y a Urian apoyando la cabeza en su muslo.

—Escudero Prescott. —Con la mano delgada y oscura, acariciaba a Urian con una cadencia hipnótica—. Veo que te has recuperado rápidamente. El vigor de la juventud y los cuidados de una mujer hacen maravillas.

Su tono indicaba que sabía más de esos cuidados de lo que me habría gustado. Tuve que obligarme a no ordenar a Urian que se fuera, consternado por la falta de criterio del perro.

—¿Me dijeron que queríais verme?

—Siempre al grano. —Sus labios lívidos se movieron—. ¿Para qué malgastar tiempo en cosas superficiales?

—Supongo que no esperaríais una charla amistosa.

—Nunca espero nada. —Dejó de acariciar las orejas al perro—. Eso es lo que hace la vida tan interesante. La gente nunca deja de sorprenderte. —Señaló un taburete delante del suyo—. Por favor, siéntate. Solo pido tu atención.

Como empezaba a dolerme el hombro, acepté. Tuve esa vaga sensación de desasosiego que ahora reconocía. Parecía que Cecil y sus hombres la emanaban como una enfermedad.

—Se han llevado a Juana Grey y Guilford Dudley a la Torre —dijo sin avisar.

Pegué un respingo en la silla.

—¿Arrestados?

—No. Es tradición que un soberano se aloje allí antes de la coronación. —Me miró.

—Entiendo. —Mi voz se puso tensa—. Entonces, van a hacerlo. Van a poner la corona a la fuerza en la cabeza de esa chica inocente, cueste lo que cueste.

—Esa chica inocente, como tú la llamas, es una traidora. Usurpa el trono de otra mujer y ahora espera su coronación con todos los dignatarios de la corte a su lado. Hasta ahora, el único reparo que ha mostrado es su continuo rechazo a permitir que su marido sea coronado junto a ella, lo que ha hecho que todos los Dudley monten en cólera.

Contuve mi repugnancia. Por supuesto, Walsingham tacharía a Juana Grey de traidora. Siempre era más fácil ver el mundo según su conveniencia.

—Supongo que cuando habláis de «otra mujer», os referís a lady María.

—Por supuesto. Cualquier cambio en la sucesión requeriría la sanción del Parlamento. Dudo de que nuestro orgulloso duque haya llegado tan lejos como para pedir la aprobación oficial de su traición. Así que por ley, y según la voluntad de sucesión de Enrique VIII, lady María es nuestra reina de pleno derecho.

Me paré a reflexionar.

—¿Pero el consejo ha aceptado apoyar la subida al trono de Juana? ¿Northumberland no actúa solo? —Pensaba en la duquesa, en sus amenazas de acabar con los Dudley. Si protestaba por la usurpación de sus derechos, podría dar a las princesas el tiempo que necesitaban.

De nuevo, clavó sus ojos en mí, sin parpadear.

—¿Qué estás preguntando exactamente, escudero?

—Nada. Solo quiero aclarar la situación.

Dobló las manos bajo su barbilla. Privado de sus caricias, Urian yacía en el suelo soltando algún gemido de tristeza.

—Los miembros del consejo aceptarían lo que fuera para salvar el pellejo —prosiguió Walsingham—. El duque ha estado amenazándolos con que tiene suficiente munición en la Torre para aplastar cualquier revuelta en nombre de María. También acuarteló los castillos circundantes. No obstante, según nuestras fuentes, un número considerable de sus supuestos aliados estarían encantados de verlo colgado en lugar de darle más poder sobre Inglaterra. Ha hecho más enemigos de lo que es seguro para ningún hombre. Pronto también se enfrentará a una oposición significativa de la propia lady María.

Fue el discurso más largo que le había oído nunca, e incluía unas cuantas sorpresas inesperadas.

—¿Significativa? —dije cuidadosamente—. Pensaba que su catolicismo y su legitimidad dudosa no la dejaban en buena posición.

—Sería más prudente no desacreditarla todavía.

—Entiendo. ¿Qué queréis de mí?

—El duque no ha anunciado todavía oficialmente la muerte de Eduardo; no obstante, con Juana Grey en la Torre esperando la coronación, no puede tardar mucho en hacerlo. María ha hecho saber que está en su mansión de Hoddesdon, desde donde sigue exigiendo información. Sospechamos que alguien en la corte la ha avisado de que se mantuviera alejada. Sin embargo, no tiene recursos y muy pocos se arriesgarán por una princesa cuyos padre y hermano declararon bastarda y cuya fe está enfrentada a la suya propia. Cabe la posibilidad de que huya del país, pero creemos que es más probable que se dirija a la frontera norte y a sus feudos de nobles católicos.

Como si fuera la situación más normal entre nosotros, Walsingham se sacó un sobre de la manga.

—Queremos que entregues esto.

No lo cogí.

—Asumo que no es un salvoconducto a España.

—Su contenido —replicó él— no te incumbe.

Me puse de pie.

—Lamento disentir. Su contenido podría suponer mi muerte, a juzgar por los acontecimientos del pasado. Soy tan leal como el que más, pero incluso yo tengo mis límites. Necesito saber qué dice antes de aceptar ninguna misión. Y si no estáis autorizado a decírmelo —añadí deliberadamente—, os sugiero que aviséis a Cecil para que venga en vuestro lugar.

Se tomó un momento para reflexionar.

—Muy bien. —Inclinó ligeramente la cabeza—. La firman unos cuantos lores del consejo. Le explican el aprieto en el que se encuentran, si me permitís decirlo así. Además, ofrecen su apoyo a María si decide luchar por el trono. Preferirían que no abandonara Inglaterra, una reina ausente es incluso peor que una ilegal.

—Se están cubriendo las espaldas, ¿no? Parece que lady María es cada vez más importante.

—Acepta el trabajo o recházalo. A mí me da igual. Tengo a una docena de correos disponibles.

Cecil estaba detrás de aquello, naturalmente. Había adivinado el curso de los acontecimientos. No era tan iluso como para preguntarme si quería a la nuera del duque o a la heredera católica en el trono y, por eso, me tomé mi tiempo, sonriendo, dándome palmaditas en la rodilla y tentando a Urian para que viniera a mi lado.

Los ojos negros de Walsingham se volvieron de piedra. Después de que hubiera pasado el tiempo suficiente para dejar claro que no estaba bajo su poder, dije:

—Desde nuestro último trato, mi tarifa ha subido.

Me alegró ver que parecía aliviado tras introducir el tema del dinero. Así nos metíamos de lleno en su terreno, donde todo estaba abierto a la negociación. Sacó una bolsita de piel del jubón.

—Estamos dispuestos a doblar tu tarifa, la mitad por adelantado. Si no entregas la carta, o María es capturada, perderás la segunda mitad. ¿Quieres que lo ponga por escrito?

Cogí la bolsita y la carta.

—No será necesario. Siempre puedo ocuparme de cualquier malentendido la próxima vez que vea a Cecil. —Me acerqué a la puerta y me detuve—. ¿Algo más?

Él clavó sus ojos en mí.

—Sí. Como debes de saber, el tiempo es esencial. Tienes que llegar hasta ella antes que los hombres del duque. Tampoco creemos que sea prudente usar tu nombre real. Ahora eres Daniel Beecham, hijo de la pequeña nobleza de Lincolnshire. El personaje es totalmente real; Cecil fue el protector de la familia antes de que todos murieran. La madre de Daniel murió en el parto, su padre murió en Escocia. El propio chico estuvo al cuidado de Cecil hasta su muerte hace dos años. Tu barba debería ayudarte con el personaje, así que no te la afeites. El señor Beecham sería dos años mayor que tú si siguiera vivo.

—Así que finalmente soy hombre muerto. Mis enemigos estarán encantados.

—Es por tu propia seguridad —dijo sin una pizca de humor.

Sonreí.

—Sí, ya me han dicho lo protector que sois. Y me han contado vuestra incursión intempestiva en los establos mientras yo estaba ocupado en otra cosa, y la fracasada intervención en el parapeto. No puedo evitar pensar en la vez que estuve atrapado en esa celda subterránea. Fuisteis vos quien encontró mi jubón junto al lago, ¿no? Lo dejasteis en la entrada para alertar a Peregrine y a Barnaby. Una iniciativa algo pasiva, pero supongo que no puedo quejarme. —Alargué el brazo para abrir la puerta, resistiendo el pinchazo de mi hombro—. ¿Puedo irme?

—Dentro de un minuto. —Walsingham desvió la mirada hacia Urian, que permanecía a mi lado atento a todo—. Henry Dudley no disparó el tiro que te hirió. —No me moví—. El mayordomo Shelton empuñaba la pistola. Lo vi apuntar desde la ventana. Pensé que deberías saberlo. Según creo, es alguien en quien confías.

—Ya no —dije y salí con paso decidido.

En la sala principal, una criada limpiaba las cenizas del hogar. Con una sonrisa tímida me señaló el camino hacia el jardín, que estaba cercado por muros y azotado por un viento que traía consigo el aroma de la lavanda.

Kate estaba haciendo lo que me había dicho: tender sábanas en una cuerda. Me acerqué sigilosamente a ella por detrás y la rodeé por la cintura con los brazos.

—¿Las has lavado tú misma? —le susurré al oído.

Con una exclamación, dejó que se la cayera una funda de almohada de las manos. Urian ladró de alegría y saltó a cogerla en el aire. Se fue trotando con su trofeo y la cola en alto.

Kate se volvió hacia mí.

—Que sepas que la ropa de Holanda no es nada barata. A menos que de verdad planees hacerte rico, tenemos que ahorrar para una casa.

—Te compraré un centenar de fundas de almohada de seda egipcia, si quieres.

Le puse la bolsita en la mano. Cuando notó su peso, se le abrieron los ojos como platos. Buscó mi cara. Antes de que pudiera pronunciar la pregunta suspendida entre nosotros, la atraje hacia mí. En mis brazos, susurró:

—¿Cuándo?

Repliqué suavemente:

—En cuanto pueda soltarte.

Esa noche, mientras acababa de preparar mi alforja para el viaje, llamaron a mi puerta. Antes de responder, ya sospechaba quién era; ni Kate ni Peregrine habrían llamado antes de entrar, y Walsingham nunca subiría las escaleras para ver a un asalariado.

Ella estaba de pie en el pasillo, con una capa de terciopelo negro que le cubría de la cabeza a los pies. Kate permanecía inmóvil en el descansillo de la escalera que había tras ella, con una vela titilante en la mano. Cuando me miró a los ojos, asentí. Ella se volvió, pero no pude atisbar su cara de preocupación.

Me aparté. Cuando Isabel entró en la habitación, sentí esa atracción magnética que parecía emanar de ella como un perfume. Se bajó la capucha, que se plegó en suaves arrugas a lo largo de su garganta. No llevaba joyas, y el pelo encendido iba recogido en una redecilla. Observé que había círculos oscuros alrededor de sus ojos expresivos, como si hubiera pasado la noche en vela.

Le hice una profunda reverencia.

—Su Alteza, qué honor más inesperado.

Asintió distraídamente, mirando a su alrededor.

—¿Así que aquí es donde te has recuperado? Confío en que te cuidaran bien.

En su voz no había ningún énfasis escondido, ni señal alguna de que estuviera al tanto de mi relación con Kate. Decidí que sería mejor dejarlo así, al menos por el momento. Kate se lo diría a Isabel a su tiempo.

—Sí, me han cuidado muy bien —repliqué—. Creo que os debo mi gratitud.

—¿Ah, sí? —dijo arqueando una de sus delgadas cejas.

—Sí, esta es vuestra casa, ¿no?

Agitó la mano con displicencia.

—Eso apenas puede ser una razón para estar agradecido. Solo es una casa, al fin y al cabo. Tengo varias, la mayoría de ellas vacías. —Hizo una pausa y me miró a los ojos—. En realidad, soy yo, señor Prescott, quien debería darte las gracias. Nunca olvidaré lo que hiciste por mí en Greenwich.

—Teníais que saber la verdad. Y eso puedo entenderlo.

—Sí, eso parece. Mejor que la mayoría. —Sonrió temblorosa.

Resultaba extraño estar a solas con ella en aquella habitación, donde había sudado mi delirio febril, había averiguado el terrible destino final de la señora Alice y donde también había descubierto mi amor por Kate. Había olvidado la poderosa presencia de Isabel, lo única que resultaba en su propio entorno. No pertenecía a aquella habitación rústica porque su esencia era demasiado grande para un espacio tan reducido.

No me pasó por alto que había asumido un riesgo considerable al acudir allí. Como si leyera mis pensamientos, dijo:

—No te preocupes, Cecil sabe que estoy aquí. Insistí en venir, y envió a algunos hombres para escoltarme. Están abajo, esperando. Me acompañarán de vuelta a Hatfield mañana. —Sus labios se curvaron con desdén—. Parece que, de ahora en adelante, tendré que acostumbrarme a soportar a esos hombres a mi alrededor siempre que me aleje de mi casa de Hatfield, al menos hasta que derroten a Northumberland.

Ahí estaba, por fin hablaba alto y claro.

—¿Esos son los planes de Cecil? —dije tranquilamente.

Me echó una mirada curiosa.

—Por supuesto. ¿Por qué, si no, te enviaría con mi hermana María? Si abandona el país, dejará vía libre al duque para apoderarse de Inglaterra. ¿Y quién sabe qué será de nosotros entonces? Prefieren que suba al trono una católica solterona que un miembro de la familia Dudley. Mi pobre hermana. —Soltó una risa áspera—. A María siempre la han temido o desdeñado. Su papel nunca ha sido fácil. Ahora se enfrenta a la batalla más importante de su vida. Si los esbirros del duque la encuentran primero…

—No lo harán. —Me acerqué a ella—. No se lo permitiré.

Me miró en silencio. De cerca, vi de nuevo las motas ámbar de sus iris, que me habían hipnotizado la primera noche, en la puerta de Whitehall junto al Támesis.

Reconocí una vez más el poder que latía en las profundidades de su mirada y que, como comprendí entonces, muy pocos eran capaces de resistir. Había estado dispuesto a arrojarme a sus pies esa noche, a hacer casi cualquier cosa para asegurarme su favor. Comprobé con asombro que, si bien seguía notando su atracción, ya no me sentía esclavizado por ella. Lo prefería así: me gustaba ser capaz de mirar a la princesa a los ojos y reconocer la humanidad que compartíamos.

—Sí —murmuró ella—, te creo. Cecil tiene razón: harás lo que sea para evitar que los Dudley se salgan con la suya. Pero puedes elegir. En lo que a mí respecta, has pagado tus deudas. Aunque decidieras no cumplir este encargo, tendrías un puesto a mi servicio.

Incliné mi cabeza con una sonrisa y me obligué a dar un pequeño paso atrás.

—¿Qué? —dijo ella—. ¿No te ha gustado la opción? Si no recuerdo mal me lo pediste una vez, en Whitehall: dijiste que querías servirme. ¿Te ha hecho Cecil una oferta mejor, quizás?

—En absoluto. —Alcé la mirada hacia ella—. Me siento honrado y agradecido. Pero esa no es la razón por la que habéis venido hasta aquí, Alteza. Ya sabéis que os serviré, pase lo que pase.

Se quedó en silencio un momento y, por fin, dijo:

—¿Tan obvia soy?

—Solo para aquellos que se toman la molestia de mirar.

Sentí que se abría un hueco en mi interior, mientras consideraba todo lo que era, todo lo que representaba y todo lo que podría perder si alguna vez cedía a su conflictivo corazón, ese magnífico corazón que la había impulsado hasta mí esa noche, a pesar del peligro que corría su integridad.

—No…, no quiero que sufra ningún daño —dijo vacilante—. Robert no tiene la culpa…, hizo lo que le ordenaron, y él… intentó avisarme. Lo conozco desde que éramos niños y sé que hay mucha bondad en él. Solo que, como a muchos de los que nacimos en este mundo, nunca nos enseñaron el valor de la verdad. Pero puede redimirse. Incluso él puede expiar sus pecados.

Permanecí en silencio tras su confesión. No quería denigrarla con mis propias opiniones ni comprometerla con una promesa que ambos sabíamos que quizás yo no sería capaz de mantener.

Se mordió el labio inferior; dio unos golpecitos en su vestido con los dedos, extraordinarios sin necesidad de adornos, y entonces, bruscamente, dijo:

—¿Tendrás la decencia de tener cuidado por el bien de Kate?

Asentí. Así que lo sabía. También teníamos eso en común. Se volvió hacia la puerta y se detuvo con la mano en el cierre.

—Ten cuidado con María —dijo ella—. Quiero a mi hermana, pero no es una mujer confiada. La vida la ha hecho así. Siempre ha pensado lo peor de la gente, nunca lo mejor. Algunos dicen que son sus raíces españolas, pero yo creo que es la herencia de nuestro padre.

Le devolví la mirada que me echaba por encima del hombro.

—¿Os llevaré a Kate con vos? —dije—. Quiero que esté segura, o al menos tan segura como pueda estar en semejantes circunstancias.

—Tienes mi palabra. —Empujó la puerta para abrirla—. Guárdate de los dragones, Brendan Prescott —añadió ella con una nota de júbilo en su voz—. Y hagas lo que hagas, mantente lejos del agua. Está claro que no es tu elemento.

Me quedé escuchando las pisadas que se extinguían escaleras abajo. Supe que no la vería por la mañana, porque debía partir antes del amanecer.

En el vacío que dejó tras marcharse, comprendí finalmente por qué Robert Dudley habría traicionado a su propia familia por su amor.

Si le daban la oportunidad, quizás Isabel haría lo mismo por él.