Capítulo 30
Seguí a Tom subiendo por los peldaños de piedra desgastados hasta el último piso. A pesar de mi pose de fría audacia, temía el momento que se acercaba más de lo que habría admitido.
Llegamos a una puerta estrecha. Cuando Tom se puso a hablar con los guardias allí, estuve a punto de dar media vuelta e irme. Aún podía alcanzar a Cecil, que era otro tipo de monstruo, sí, pero uno con el que prefería tratar todos los días. Podía reunirme con Peregrine en el campo, y esa noche podría estar con Kate e Isabel a salvo en la finca de la princesa. Podría seguir viviendo el resto de mis días en la ignorancia, y con toda probabilidad sería lo mejor. No sabía lo que me esperaba al otro lado de la puerta, pero con certeza solo me traería más sufrimiento.
Incluso mientras lo pensaba, mis dedos se acercaron al bolsillo interior de mi capa, buscando el objeto casi intangible que guardaba en secreto. Al tocarlo, mi resolución vacilante se fortaleció. Podía tener muchos motivos, pero sobre todo debía hacerlo por la señora Alice.
—Cinco minutos. —Tom me entregó su arma—. Ten cuidado. Esa es un perro rabioso.
Descorrió el cerrojo y empujó la puerta. Metiéndome la pistola en el cinturón, entré.
En medio de la habitación, había un gran baúl de cuero del que sobresalía un montón de ropa. En el suelo, había papeles y libros apilados. Dos figuras se afanaban en una esquina, arrastrando un cofre de madera desde la pared. Sus cabellos, húmedos y enmarañados, eran de una tonalidad rubia casi idéntica, y los cuerpos delgados bajo la ropa manchada de sudor estaban moldeados con los mismos huesos y costillas.
Al oír la puerta abrirse, ella se volvió para plantar cara al intruso. A su lado, Guilford alzó también la mirada. Me quedé helado.
—Ya era hora de que te dignaras… —empezó a decir ella, antes de quedarse rígida—. ¿Quién eres? ¡Cómo te atreves a importunarnos!
Pretendía resultar avasalladora, pero su voz sonaba forzada. De hecho, ya no era la impecable matrona que siempre había conocido. Estaba tan cambiada que no pude formular palabra.
Entonces, me di cuenta: llevaba barba y un gorro. Me lo quité y dije:
—Pensé que vos mejor que nadie me reconoceríais, milady.
Guilford se sobresaltó.
Soltando el aliento a través de los dientes en un siseo, lady Dudley se acercó hacia mí amenazante. Su cabellera despeinada, salpicada de mechones plateados, enmarcaba sus rasgos demacrados y enfurecidos.
—Tú. Se suponía que estabas muerto.
La miré directamente a los ojos vacíos. Entonces me di cuenta de lo enferma que estaba. Tanto su mente como su alma llevaban años trastornadas. Había conseguido ocultarlo bajo una fachada glacial, que, por muy impenetrable que pareciera, había acabado consumiéndola. Al final, la traición de su marido después de tantos años de matrimonio sumiso había dejado al descubierto a la criatura desesperada y salvaje en la que se había convertido. Cuando se había encontrado abandonada después de una vida de sacrificios, había arremetido con toda la malicia que albergaba. Aquella mujer letal había actuado guiada por un dolor insoportable en el momento final. Y el dolor era algo que podía comprender, aunque su comprensión no me proporcionara ningún alivio.
—Me alegra poder decepcionaros —dije.
Su boca se retorció.
—Siempre disfrutaste siendo un estorbo. —Levantó una mano en un gesto que era un eco fantasmal de su elegancia anterior, y se apartó unos cuantos mechones de pelo de la frente—. Qué aburrimiento. Pensaba que a estas alturas me habría librado de ti.
—Oh, y enseguida será así, en cuanto respondáis a mis preguntas.
Ella guardó silencio. Detrás de su madre, Guilford gritó:
—Tú…, tú… ¡Aléjate de nosotros!
—Cállate. —No apartó la mirada de mí—. Déjale que pregunte lo que quiera. No nos cuesta nada verlo malgastar su aliento.
Me eché la capa hacia atrás, para que vieran la pistola de Tom. Abrieron los ojos de par en par.
—Tal vez no sea el mejor tirador —dije—, pero en una habitación tan pequeña como esta creo que conseguiría dar a algo. O a alguien.
Se puso delante de mí.
—Deja a mi hijo tranquilo. No sabe nada. Haz tus miserables preguntas y vete. Tengo asuntos más urgentes a los que atender.
Por una vez, decía la verdad. El tañido de las campanas la había pillado empaquetando sus bienes. Como Juana, había entendido lo que significaban: sabía que su fin estaba cerca.
Ella y Guilford habían empezado a arrastrar ese cofre hasta la puerta en un intento inútil de bloquearla, para ganar tiempo antes de ser oficialmente declarados prisioneros. Sabía que el consejo pronto pondría bajo arresto a Guilford, su hijo más amado, el único que le importaba. Sus ansias de venganza podían compararse a la devoción salvaje que sentía por la única alma que había modelado totalmente a su voluntad.
Después de todo, era humana. Podía amar. Y odiar.
—No podéis salvarlo —le dije—. Esas campanas tocan por la reina María. Habéis perdido. Guilford Dudley nunca llevará una corona. De hecho, tendrá suerte si conserva la cabeza.
—Te despedazaré, maldito perro —resopló Guilford.
La risa de lady Dudley era como una cuchilla que me rasgaba la piel.
—No eres tan listo como crees. Nunca quise la corona para él. Y será mi marido quien pierda la cabeza por esto, no Guilford. Lo salvaré aunque tenga que suplicar por su vida de rodillas. María es una mujer, sabe lo que es perder a alguien. Comprenderá que ningún hijo debe pagar por los crímenes de su padre.
Dio un paso más hacia mí, su aliento era acre.
—Pero tú…, tú lo has perdido todo. Alice ha muerto y no conseguirás nada más de mí. No existes. Nunca has existido.
Sabía de lo que era capaz.
—Sé lo de Shelton. —Ella se quedó totalmente quieta—. Archibald Shelton —proseguí—, vuestro devoto mayordomo. Sé que era uno de los que me disparó esa noche en Greenwich. Pensé que hizo gala de una puntería bastante pobre para ser un hombre al que se consideraba un experto tirador durante las guerras de Escocia. Pero ahora sé que no intentaba matarme. Intentaba esquivarme cuando apuntó al muro. El proyectil simplemente rebotó.
—Estúpido —soltó ella—. Shelton cogió la pistola, sí, pero estaba oscuro. No veía bien. Si hubiera habido mejor luz, te habría matado. Te desprecia por todo lo que has hecho.
—Eso lo dudo mucho —dije, e hice una pausa, al darme cuenta de lo que se me había escapado—. Pero vos no lo sabíais, ¿verdad? Nunca os lo dijo. Nunca supisteis que era la persona en la que confió la señora Alice. Solo sabíais que se lo había dicho a alguien más, alguien que podía revelar quién era yo si alguna vez me hacíais daño a mí o se lo hacíais a ella, como hicisteis finalmente cuando matasteis a la señora Alice. Shelton pensó que había muerto de camino a la feria; creyó la mentira que le contasteis, igual que yo, pero entonces, aquella noche en la habitación del rey con vuestros hijos, la vio. Sabía lo lejos que habíais llegado. Pensasteis que haría cualquier cosa por serviros, pero en realidad, en último término, me era leal a mí: el hijo de su antiguo señor, Charles de Suffolk.
Se abalanzó sobre mí, hecha una fiera. Su ataque me hizo perder el equilibrio. Cuando me clavaba las uñas en la cara, la puerta se abrió y los guardias cargaron contra ella. La agarraron y la apartaron de mí mientras agitaba los brazos y gritaba obscenidades.
—¡No! —grité—. Esperad. Dejadla. Tengo que…
Era demasiado tarde. Dos de los guardias se la llevaron a rastras, mientras sus gritos rebotaban contra las paredes. Entonces supe, como pocas cosas había sabido antes, que no tardaría mucho en dejar de oír ese sonido sobrenatural en mis pesadillas.
El eco se extinguió y todo se quedó en silencio. Tom permanecía de pie en el umbral.
—Es hora de que te vayas. Van a cerrar las puertas por orden del consejo. No creo que quieras pasar la noche aquí.
Asentí aturdido, y me dirigía a la puerta cuando oí un sollozo ahogado. Miré por encima del hombro. Guilford estaba sentado encogido sobre el suelo, tapándose la cara con las manos. Intenté sentir alguna compasión. Me entristeció ver que solo me inspiraba asco.
—¿Dónde está? —pregunté.
Guilford alzó los ojos llenos de lágrimas.
—¿Quién? —dijo él temblando.
—Shelton, ¿dónde está?
La voz de Guilford se entrecortaba por las lágrimas.
—Fu… Fue a buscar nuestros caballos.
Me di media vuelta y salí corriendo de la habitación.
La noche había caído. En el patio de armas, las antorchas que ribeteaban los muros de piedras desprendían una luz ahumada. Las campanas tañían con una espontaneidad discordante. Más de un pastor parecía haber subido a su campanario con un exceso de alegría. En el exterior de los muros de la Torre, todo Londres se había lanzado a la calle para celebrar la victoria de su reina legítima. Sin embargo, dentro se había formado un gran alboroto, puesto que quienes seguían siendo leales al duque se daban cuenta de su error e intentaban escapar, a pesar de que las murallas estuvieran custodiadas y las puertas, cerradas a cal y canto.
Cuando bajaba por las escaleras de la torre, me detuve. Sentía
los latidos del corazón en los oídos. Apenas podía respirar
mientras buscaba en el abarrotado patio la figura que había visto
antes, y que ahora sabía que no era fruto de mi imaginación
alterada.
Era el señor Shelton vestido con una capa negra. Shelton, el cómplice de lady Dudley y Guilford en su huida, nos había visto a Cecil y a mí entrando en la Torre.
Tenía que estar cerca. Lady Dudley lo esperaba, y él no la abandonaría hasta estar seguro de haber hecho todo lo que estaba en su mano. Si por algo se caracterizaba Shelton, era por su fidelidad. Cumplía con su obligación por encima de todo.
Sin embargo, ahora sabía que había hecho algo más. Había servido a Charles de Suffolk antes de llegar a casa de los Dudley, y la señora Alice debía de conocerlo de esa época. A espaldas de lady Dudley, le había confiado la verdad de mi nacimiento. Sabía que había llorado la muerte de mi madre, y que le había llevado el trozo de su joya rota a María Tudor. Sabía que me había perdonado la vida en Greenwich. Lo que todavía no llegaba a comprender era qué vínculo lo unía a mi madre o, incluso, si él era en realidad la razón de que escondiera su embarazo. Había dicho que era hijo de Suffolk para desarmar a lady Dudley, pero en mi interior algo me decía que faltaba una pieza, que me faltaba una llave huidiza que me permitiría alcanzar el secreto final.
Y él tenía esa llave. Era el único que podía decirme si yo era su hijo.
Solté un juramento mientras escrutaba la oscuridad trémula en la que figuras con capa corrían como sombras. Nunca lo encontraría con tanto alboroto.
Debía rendirme y escapar mientras aún pudiera, antes de que cerraran las puertas y me quedara atrapado dentro.
Empecé a caminar hacia donde iban la mayoría de las personas del patio. Mientras lo hacía, atisbé una sombra en la pared de enfrente, que la noche había cubierto como si fuera tinta.
Una capucha le ocultaba la cara. Estaba de pie, tan quieto como una columna. Me detuve, con todos los sentidos en alerta. El hombre levantó la cabeza. Durante un instante de tensión, nuestras miradas se cruzaron. Salté hacia él, justo cuando Shelton daba media vuelta y se echaba a correr con sus poderosas piernas hacia la multitud, que corría en estampida como un rebaño de reses.
Me lancé precipitadamente hacia la avalancha, abriéndome paso a duras penas. El señor Shelton estaba delante de mí; podía distinguirlo por sus hombros anchos e imponentes. El paso elevado de adoquines se estrechaba, y los oficiales y plebeyos que huían se quedaban atrapados en un cuello de botella. La reja estaba cerrada y unas fauces dentadas impedían la salida. A nuestra espalda, un estruendo de cascos señaló la llegada de los guardias a caballo, acompañados por batallones de guardias con cascos y corazas en el pecho.
Vi con horror cómo los soldados empezaban a coger a hombres de la multitud aparentemente al azar. Acompañaban sus abruptas preguntas («¿A quién sirves? ¿A la reina o al duque?») de escalofriantes empujones con las picas, desgarrando la carne de los presentes. En pocos segundos, el olor a orina y sangre inundó el ambiente.
En la reja, los hombres se empujaban unos a otros con frenesí, trepando sobre cabezas, hombros y costillas, rompiendo y aplastando carne y huesos.
El señor Shelton intentaba retroceder, luchando por salir del pánico que se había desencadenado. Si un guardia o alguna otra persona lo identificaba como criado de los Dudley, acabaría muerto en aquella locura.
Un guardia salpicado de sangre sobre un enorme caballo se acercó, obligando a la muchedumbre a hacerle sitio. Varios desgraciados cayeron del paso elevador al foso agitado, donde otras personas intentaban mantenerse a flote o se habían ahogado. Me lancé hacia delante con toda la fuerza que pude, empujando a los que estaban detrás del señor Shelton. El mayordomo levantó la cabeza, y la cicatriz de su cara quedó crudamente a la vista.
Sus ojos brillaron de odio cuando vio al guardia acercarse a él. Empecé a gritar para avisarlo, cuando la multitud se precipitó y lo engulló haciéndole desaparecer.
Habían conseguido abrir la reja a la fuerza. Reinaba el caos. Los hombres se desgarraban las manos y las rodillas intentando reptar por debajo de ella, desesperados por escapar de un arresto seguro o de la muerte.
Shelton se había desvanecido. Empecé a dar manotazos y codazos, luchando por mantenerme de pie. Trepé sobre los cuerpos inertes de quienes habían caído al suelo y habían muerto aplastados. Mientras me arrastraban junto con el resto de la turba hacia un muelle, miré alrededor.
No había ni rastro de él en ninguna parte.
Detrás de mí, podía oír la carga de los guardias a caballo, seguidos por los que empuñaban picas. Presas del pánico, muchos de los hombres empezaron a saltar al río: preferían enfrentarse a la marea a que los atraparan y los empalaran vivos.
—¡No! —grité mientras también corría hacia delante—. ¡Noooo!
Seguí gritando mientras me hundía en el Támesis, crecido por la marea. Horas después, empapado y maloliente, alcancé los campos a las afueras de la ciudad.
Sobre mi cabeza resplandecía un cielo encendido. Detrás de mí, en Londres resonaban las campanas.
Había conseguido llegar nadando hasta una serie de escalones de agua en ruinas en el lado sur, evitando las partes profundas del río, donde remolinos agitaban la superficie. También procuré no mirar a aquellos absorbidos por los torbellinos y a los que conseguían trepar de nuevo al muelle como gatos y se encontraban a los soldados esperando. Me preguntaba cuántos morirían esa noche por haber colaborado con el duque, aunque fuera mínimamente, y si Cecil habría conseguido salir.
Aunque no me cabía ninguna duda de que así había sido. El señor secretario conocía todos los trucos de la supervivencia.
Intenté no pensar en Shelton, aunque dudaba de que supiera nadar.
Todavía más doloroso era pensar en Juana Grey, quien a esas horas debía de haberse convertido ya en una prisionera de la corona, que dependía de la compasión de la reina. Procuré centrarme en poner un pie chorreante delante del otro y en arrastrar la capa empapada detrás de mí, mientras caminaba trabajosamente hacia la carretera. No tenía ni idea de a cuánta distancia estaba Hatfield. Quizás pudiera conseguir que me recogiera un coche que pasara por allí cuando estuviera lo suficientemente seco para no parecer un vagabundo.
Cuando creí que estaba a una distancia prudencial, me senté en el suelo y rebusqué en mi capa. Saqué la hoja de oro de su cobertura empapada y me la guardé en el jubón. Intentaba escurrir la capa y enrolarla para seguir andando, cuando oí un ruido de cascos que galopaban hacia mí. Me agazapé detrás de un arbusto de espinos, que, por supuesto, apenas me ocultaba. Por suerte, la noche era cerrada, sin luna. Tal vez quienquiera que fuera estaría demasiado ocupado en su propia huida para fijarse en mí. Me aplasté contra el suelo tanto como pude y contuve el aliento mientras dos hombres se acercaban, ambos con gorro y capa.
Cuando uno se detuvo, maldije mi suerte.
—Ya era hora —dijo una voz familiar.
Con una fina sonrisa, me puse de pie.
Cecil me miró de arriba abajo. Cabalgaba sobre Deacon. A su lado, sobre Cinnabar, estaba Peregrine. El chico exclamó:
—¡Por fin! Llevamos buscándote más de una hora, preguntándome en qué problemas te habías metido esta vez. —Soltó una risa burlona—. Parece que te has dado otra zambullida en el río. ¿Estás seguro de que no eres medio pez?
Le lancé una mirada hosca.
Cecil dijo en silencio:
—¿Conseguiste lo que buscabas?
—Casi. —Después de atar la capa enrolada a la silla, me subí delante de Peregrine—. No fue una experiencia agradable.
—Nunca pensé que lo fuera. —Cecil desvió, como yo, su mirada a la Torre—. La muchedumbre ha enloquecido —dijo él.
—Exigen en las calles la sangre de Northumberland. Recemos por que la reina María resulte digna de ese apoyo.
Él se giró hacia mí e intercambiamos una mirada de tácita comprensión. Habíamos sido enemigos y, desde luego, podíamos seguir siéndolo. Pero los tiempos nos exigían algo más.
—A Hatfield, entonces —dijo Cecil.
Nos separamos muchas horas después, cuando los rayos del sol apuntaban ya en el horizonte. La mansión de Cecil estaba a unas pocas millas. Me dio indicaciones precisas para llegar a Hatfield. Se produjo un momento incómodo cuando le expresé mi agradecimiento por que se hubiera quedado a ayudar a Peregrine.
—Aunque le dije al granuja que no me esperara —dije en un tono de amonestación.
Cecil inclinó la cabeza.
—Fue un placer poder hacerlo. Es un alivio saber que todavía hay algo en mi interior que valga la pena. Por favor, presenta mis saludos a Su Alteza y a la señora Stafford, por supuesto.
Se despidió de mí con un brillo cómplice en sus fríos ojos antes de alejarse a medio galope.
Lo miré alejarse. Habían pasado demasiadas cosas entre nosotros para que pudiera desarrollarse una amistad, pero si Isabel debía tener un paladín amoral, no encontraría a nadie mejor que a William Cecil.
Peregrine andaba encorvado detrás de mí, medio dormido.
—Agárrate bien —dije—. No pararemos hasta llegar.
Espoleé a mi caballo bajo un cielo luminoso, a lo largo de prados de verano y bosquecillos de hayas, hasta que llegamos a la mansión de ladrillo rojo entre robles altísimos. El aroma harinoso de pan recién horneado se elevaba cálido en el aire de la mañana.
Aminoré la marcha de Cinnabar. Conforme nos acercábamos, vi que Hatfield era una hacienda de trabajo, con cercados de pasto para el ganado, árboles frutales, huertos, lecherías y otras construcciones anexas. Sabía, sin verlos, que los jardines serían preciosos, aunque ligeramente salvajes, como la señora del lugar.
Me embargó un sentimiento de consuelo. Parecía un sitio en el que pudiera curarme. Cuando vi a la figura que corría desde la casa hacia el camino, con el pelo rojizo cayéndole sobre los hombros, levanté la mano para saludarla, con alegría y alivio.
Por fin estaba en casa.