El número de la suerte[2]

Era un modelo de automóvil que parecía tener la facultad de moverse con una absoluta ausencia de ruido. Probablemente eso era algo ilusorio; tenía que serlo siendo como son los motores de combustión interna, los neumáticos, los frenos y las marchas e, incluso, siendo como es la áspera superficie de la calle. Sin embargo, la ilusión, delante de la puerta del hotel, fue completa. Al igual que existen silenciadores que, aplicados a las armas automáticas, amortiguan sus estampidos, así toda la estructura de aquel enorme coche parecía encajada en algo parecido. Porque primero no había nada allá afuera, nada a la vista. Luego, como si la calzada fuera de agua y la voluminosa forma negra una grotesca góndola, surgió flotando de la oscuridad, desde la nada. Y después, repentinamente, todavía sin sonido alguno, quedo parada, a la espera.

Era como un automóvil fantasma en todos sus atributos, excepto el visual. Por la manera como se había acercado y parado, en una especie de estado hipnótico, por su ligereza, por su interior velado, que hacía imposible determinar (al menos sin agachar la cabeza directamente ante sus ventanillas y mirar adentro pegando la nariz al cristal) si estaba ocupado o no y, si era así, por quién y por cuántos.

Se lo podía uno imaginar avanzando velozmente por algún oscuro camino rural, en plena noche, sin luces, inescrutable, inidentificable, hasta detenerse quizás junto a algún oscuro bosquecillo, permanecer allí un rato sin que nadie lo descubriera, y luego, una vez cumplida su inexplicable misión sin testigos, deslizarse otra vez sin consecuencias. Un automóvil fantasmal que en época más antigua habría alimentado el folklore y la leyenda local. O podía uno imaginárselo en la ciudad, deslizándose disimuladamente por algún oscuro callejón trasero lleno de almacenes, tomando las curvas y serpenteando en un terrible silencio; luego, cuando llegara a la boca del callejón y estuviera a punto de emerger, se pararía silenciosamente y quedaría allí esperando, sin que nadie se fijara en él, en la oscuridad. Se quedaría esperando durante largas horas, como una especie de enorme animal predatorio cubierto de metal, esperando para abalanzarse sobre su presa.

Le aparecerían unos repentinos y agudos colmillos amarillos y luego daría la vuelta y huiría en el anonimato, igual que vino, dejando allí tirado el esqueleto de su presa muerta.

¿Quién iba a saberlo? ¿Quién iba a decirlo?

E incluso ahora, ante la entrada de este hotel, ocurriría lo mismo. Ya estaba en posición, ya se había parado.

No pasó nada.

Generalmente, cuando los coches se detienen alguien se baja de ellos. Para eso se paran. En aquel caso se limitó a quedarse allí, como si no hubiera nadie dentro y no hubiera habido nadie en todo el tiempo.

Después, la forma pálida y borrosa de una mano humana, como vista a través de un grueso cristal oscuro, apareció por detrás de la ventanilla y descendió lentamente hasta abajo, como un pálido mejillón cayendo al fondo de un oscuro tanque de agua. Y con ella iba la invisible línea de una sombra. La mano se detuvo un poco por encima del borde inferior y desapareció otra vez de la vista. La línea de sombra permaneció donde estaba.

La vigilancia había comenzado. La vigilancia mortal.

Al cabo de un rato un joven llegó caminando por la calle, con paso tranquilo, sin fijarse en el coche. El hotel que el coche fantasma había elegido como lugar de cita tenía una marquesina de cristal esmerilado que sobresalía sobre la acera con bombillas desnudas colocadas alrededor de la parte interior. Pero sólo brillaban hacia dentro porque el borde exterior era opaco. Por tanto, cuando el joven pasó de la oscuridad del fondo de la calle al rectángulo de luz, fue como si hubieran levantado una cortina de su cara y quedó, de repente, iluminado de la cabeza a los pies, como bajo un proyector.

En el automóvil la oscuridad adquirió aliento y susurró:

—¿Es ése?

Y la oscuridad contestó en un susurro a la oscuridad.

—Sí, la misma corpulencia. El mismo pelo claro. Viste mucho de gris. Y este es el hotel que nos indicaron.

Entonces la oscuridad se agitó rápidamente, pero la otra sombra la apaciguó con un siseo:

—Espera, él quiere también a la chica. Dijo que la chica también. Deja que suba primero donde ella está.

El joven había dado media vuelta y entrado. Las cuatro hojas de cristal de la puerta giratoria emborronaron su figura y la hicieron desaparecer.

Durante un momento más la maligna oscuridad retuvo su aliento colectivo. Luego habló, no ya en un suspiro sino aguda, como el filo de un estilete.

—Ahora. Entra y averigua el número de la habitación. Hazlo con habilidad.

El hombre que estaba tras el mostrador de recepción levantó la vista del boletín de apuestas de caballos y se encontró frente a un joven garboso con un sombrero de fieltro de ala flexible, apoyado sobre un codo en el mostrador. Era imposible determinar cuánto tiempo llevaba allí. Podía haber acabado de llegar. Podía llevar allí ya tres o cuatro minutos. Coches fantasmas, llegadas fantasmas, manchas fantasmas.

—¿Puedo servirle en algo? —dijo el hombre de detrás del mostrador.

El que estaba inclinado sobre el codo asintió lánguidamente con la cabeza, pero no habló.

—¿En qué?

El hombre, se miró las uñas de sus dedos doblados, sopló sobre ellas y se las frotó un poco contra la solapa.

—El individuo que acaba de entrar. ¿Tiene idea de cuál es el número de su habitación?

—¿Le está esperando?

—No.

Abrió la mano y un apretado billete de cinco dólares se deslizó sobre el mostrador y empezó a expandirse lentamente.

—Se le cayó esto frente a la puerta. Yo lo vi. Pensé que querría recuperarlo.

—¿Se lo va a subir usted?

—No. Ocúpese usted de eso. Me da igual.

El hombre que estaba apoyado sobre un codo jugueteaba ahora con uno de sus gemelos.

Una mirada de complicidad apareció en el rostro del empleado que parecía hecho de pasta de levadura. A través de unos labios inmóviles que hacían que sus palabras sonaran furtivas, dijo:

—Lo subiré en seguida a la ciento dieciséis.

—Apueste mañana a Streakaway, en la tercera carrera.

El billete de cinco dólares había desaparecido ya.

Igual que el elegante joven del sombrero de fieltro de ala flexible.

Llamó a la puerta porque sólo tenían una llave para los dos. Los enmohecidos números 1-1-6 se inclinaron hacia dentro cuando ella le abrió la puerta. Primero se besaron y luego dijo:

—¡Dios mío, qué miedo he pasado esperando aquí sola! ¡Creí que no ibas a volver nunca!

Llevaba el pelo liso y brillante cortado muy corto, con la raya a un lado, y un vestido suelto que le llegaba a la rodilla. La cintura estaba abajo del todo.

—Me he ocupado de todo —dijo él tranquilizador—. Están hechas las reservas…

—No crees que vaya a pasar nada esta noche, ¿verdad? —balbuceó—. ¿Crees que ocurrirá algo esta noche?

—No ocurrirá nada. No tengas miedo. Estoy aquí contigo.

—Debimos irnos a casa de mi madre. Me habría sentido más segura allí. Cuando llega un momento como éste, una mujer necesita el apoyo de otra mujer, de alguien como ella. Un hombre no puede comprenderlo.

—No tengas miedo —era lo único que repetía él—. No tengas miedo.

El golpe en la puerta fue cuidadosamente casual Ni demasiado fuerte, ni largo, ni rápido. Era como debía ser cualquier llamada a una puerta.

Su abrazo quedó partido por la mitad y ambos volvieron las cabezas para mirar en aquella dirección.

—¿Quién podrá ser? —dijo él con tranquilidad.

—No tengo ni idea —repuso ella plácidamente.

Él se dirigió a la puerta y la abrió y de pronto dos hombres irrumpieron en la habitación y la puerta se cerró de nuevo. Todo ello sin ruido.

—Vamos, amigo —dijo uno—. ¡Tranquilo ahora!

—Tranquilo —dijo el otro.

—Deben de haberse equivocado de persona.

—No, no nos hemos equivocado. Nos hemos asegurado bien.

—Nos aseguramos —repitió el otro.

—Pues yo no les conozco. No les he visto jamás en mi vida.

—Igual nos ocurre a nosotros. Tampoco te habíamos visto hasta ahora. Pero conocemos a alguien que te conoce.

—¿Quién?

—Te lo diremos abajo. Vamos, coge el sombrero. Parecerá mejor así.

La cabeza de la joven iba continuamente de uno a otro, como un asustado espectador viendo pasar la pelota de un lado a otro en un mortífero partido de tenis que no se jugara por simple deporte.

—Están asustando a mi esposa. ¿No nos van a decir lo que…?

—Su esposa. ¿Has oído eso? La llamaban «la putilla nacional», y ahora este individuo dice que es su esposa. Como dice siempre esa tal Guinam: «Menudo capullo».

La joven sujetó rápidamente al hombre, a su hombre.

—No… No me gusta el aspecto que tienen. Por favor, por mí, no lo hagas.

—Tienes sentido común, mujer —le dijo uno de ellos.

—Escuchen, si es dinero lo que quieren… no tenemos mucho, pero… tengan. Ahora, por favor, márchense y déjennos en paz.

Uno de ellos golpeo malignamente con la mano extendida, y los billetes se diseminaron como un ramo de flores que hubiera explotado. Su voz se espesó hasta convertirse en un confuso gruñido.

—¡Vamo-ooos! —dijo amenazadoramente—. ¡Afuera!

Levantó el antebrazo sobre su propio hombro en un gesto amenazador.

—Camina —dijo—. ¿No me has oído?

—¿No has oído? —dijo el otro.

—Esto dice que sí.

Y mostró una pistola. No la enseñó mucho, sólo un trocito del extremo inofensivo que asomaba por el borde del bolsillo. Pero con un dedo encorvado justo debajo, en posición.

—No grite —advirtió el otro a la joven—. No grite o se arrepentirá.

Ella se estremeció como si bailara.

—No gritaré.

—Ahora vamos —le dijo el primero al hombre—. Vas a andar conmigo así. Junto a mí, muy cerca, como amigos. Como buenos amigos.

Salieron de dos en dos. Recostados amigablemente uno contra el otro, de los hombros a la cadera, como un cuarteto de borrachos saliendo de una taberna clandestina a las siete de la mañana.

—¿A dónde nos llevan? —preguntó en el ascensor, mientras bajaban.

—A dar un paseíto. —La expresión no tenía todavía ningún significado siniestro en 1929. Sólo significaba lo que parecía decir.

—Pero ¿por qué a esta hora?

—No hable.

Mientras recorrieron el breve tramo que separaba el ascensor de la calle, llamando lo menos posible la atención, el hombre de la recepción evitó cuidadosamente levantar la mirada. Estaba ocupado, extremadamente ocupado, con la vista fija en ese momento en el boleto de las carreras.

Hicieron que la joven diera la vuelta al coche hasta la parte de afuera y la colocaron delante, junto a un hombre que ya estaba sentado al volante. A él le hicieron entrar por el lado más cercano y luego cada uno de ellos se situó a un lado de él inmovilizándole en el asiento de atrás. Todo se hizo con una suavidad casi fluida, sin un tropiezo, ni un impedimento, ni una interrupción del ritmo.

De pronto, como en un sueño, la calle, delante de aquella determinada puerta de hotel, quedó vacía otra vez, tan vacía como había estado antes. El coche se había marchado. Se fue tan silencioso y fantasmal como había aparecido. Un auténtico espectro de la noche.

Pero había estado allí. Había traído a tres personas y se había llevado a cinco. Aquello no era una ilusión.

El viaje había empezado.

Los anuncios de los teatros y clubs parecían alzarse hacia el cielo en toda clase de ángulos extraños, probablemente porque la mayoría estaban colocados diagonalmente en los tejados. Sígame, Yupi, Show Boat, El Fay Club, Club Richman, Texas Guinan’s. Daban la impresión de que la ciudad estuviera torcida.

El automóvil se deslizó a través de filas dé edificios de piedra arenisca (cada uno de ellos alojaba una taberna clandestina en los pisos bajos) hasta la Once, que todavía no tenía semáforos. El único tráfico era algún ocasional camión de leche o del ferrocarril, ya que no había ninguna carretera que conectara con ella y terminaba en un callejón sin salida en la Setenta y dos sin una rampa siquiera. La recorrieron en la otra dirección, hacia la calle Canal y el túnel Hollan, edificado dos años atrás, la maravilla de la ingeniería de aquella década.

La joven habló de repente, mientras se deslizaban junto a interminables filas de furgones de carga aparcados, pertenecientes a la estación Central de Nueva York.

—No. Por favor, no lo haga. Por favor, déjeme tranquila.

—¿Qué te está haciendo? —se oyó decir rápidamente en el asiento de atrás.

El hombre que iba al volante contestó por ella.

—Sólo le estoy estirando un poco la falda.

Los otros dos se rieron. Pero no era ni siquiera una risa obscena. Era demasiado fría y cruel.

Cuando llegaron a la boca del túnel, el conductor aminoró la marcha. Cuando bajó la ventanilla para pagar el peaje, ella se quitó de pronto el reloj de pulsera y lo lanzó directamente contra el pecho del policía del túnel.

Este le cogió fácilmente con una mano, de manera que no tuvo ni oportunidad de caer.

—Oiga, ¿para qué ha hecho eso? —preguntó, pero riéndose con buen humor.

—Mi novia acaba de decir que de ahora en adelante no quiere saber la hora que es, y supongo que ésta es la forma de demostrarlo.

La joven se retorció un poco, como si le tuvieran el brazo cogido en la espalda, pero no dijo nada.

El policía volvió a echar el reloj despreocupadamente al interior del coche.

—¿Vienen de alguna fiesta, amigos?

—No venimos. Vamos.

—Que se diviertan.

—Eso pretendemos.

Cuando volvieron a coger velocidad y los azulejos blancos pasaban cegadoramente a su lado, el conductor la dio a la chica un salvaje revés en la boca con los nudillos.

Ella lanzó un grito agudo pero éste se perdió en el estruendo del comienzo del túnel. El hombre que pretendía ser su marido hizo una especie de movimiento espasmódico en el asiento de atrás, pero las dos pistolas que le presionaban los intestinos desde lados opuestos casi llegaron a juntarse en su interior de tanto como le apretaban.

Salieron al aire libre y se encontraron en los sucios arrabales de Jersey City; altas chimeneas de fábrica, fuegos ardiendo y extensiones de pestilente agua estancada.

El viaje siguió y siguió. Siguió, siguió y siguió. Pronto doblaron hacia el norte, y dejaron la gran ciudad y todos los pequeños satélites que venían después; pasado un rato disminuyó incluso el resplandor rojizo del horizonte hasta desaparecer. Empezaron a surgir los árboles y las pequeñas colinas aterronadas, y no quedó nada más que la oscuridad, la noche y el miedo.

—Don —llamó ella temblorosa, y de pronto echó una mano por encima de su hombro intentando encontrar la suya.

—Por favor, déjeme que le coja la mano —suplicó él—. Está asustada.

—Dejadles que se cojan las manos —se burló uno de ellos.

Fueron así cogidos de la mano en un vínculo de miedo; dos contra la noche.

—Me ha llamado Don —dijo—. ¿No lo han oído? Ese es mi nombre, Don Ackerman.

—Sí y yo soy Ricardo Cortez —repuso uno de ellos con la ligereza tan característica de aquella época que incluso aparecía en un paseo hacia la muerte.

El viaje continuó.

En una ocasión, él perdió el control por un momento.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Hasta dónde van a llevarnos?

—No tengas prisa por llegar —le aconsejó secamente el que estaba a su izquierda—. En tu caso yo no la tendría.

Un poco más tarde, volvió a insistir.

—¿No quiere decirme el nombre de la persona que cree que soy? ¿Cómo puedo convencerles…?

—¿Qué le pasa, no sabe ni cómo se llama?

—¿Qué es lo que he hecho?

—No sabemos nada de nada. Está marcado como miserable, eso es todo. Nosotros sólo cumplimos órdenes.

—Sí, pero ¿qué órdenes? —exclamó lleno de inocencia.

La torva y agorera respuesta fue:

—¡No te digo…!

Sin aviso alguno el coche se detuvo. Habían llegado.

—El viaje ha terminado —dijo alguien—. Fin del trayecto.

Por un momento nadie se movió. Se quedaron sentados. El conductor cortó el contacto y se hizo el silencio. Un silencio absoluto y pavoroso, más terrorífico que el ruido o violencia más amenazadores que pueda existir. El silencio de la noche. Un silencio que llevaba dentro la muerte.

Uno de ellos abrió la puerta, se bajó y empezó a alejarse lentamente del coche, a través de la hierba que le llegaba a los tobillos y que siseaba y crujía mientras se abría paso por ella. Los otros permanecieron donde estaban.

A lo lejos se veía un viejo edificio, una especie de granja en ruinas con un tejado inclinado. Era evidente que estaba abandonada porque sus ventanas eran agujeros negros sin cristales. Detrás había una casucha más pequeña que parecía un cobertizo para las herramientas con el tejado saledizo, tan a punto de derrumbarse que estaba casi caído. El hombre no se acercó a ninguno de los dos, sino que se dirigió a la parte de atrás describiendo un amplio círculo.

Los cuatro que quedaban en el coche permanecieron sentados en silencio. Sonó un solo bocinazo aislado, gutural, más breve que una interrogación lanzada al aire, incisivo como la duración de un segundo dividido en dos, y que, sin embargo, expresaba un caudal de significado a través del aire nocturno: vamos, por qué tardas tanto, nos estamos cansando de esperar.

El que caminaba por la hierba volvió otra vez al coche.

—Sí, es aquí —dijo brevemente.

—Tal como él nos dijo —fue la sardónica respuesta—. ¿No le creíste?

Hubo un rebullir de actividad cuando los otros dos se bajaron cada uno con un prisionero.

—Muy bien, tú y yo nos vamos en esta dirección —dijo el que llevaba a la joven.

—¡No! ¡Don! —empezó a gritar ella desgarradoramente—. ¡Don-n-n-n!

La sonrisa del hombre era delgada como una cuchillada a través de la cara.

—Nos ocuparemos de Don. No te preocupes por él.

La agarró brutalmente por los antebrazos, apretó su brazo con una trituradora presión y contrajo los labios como si su fuerza constrictiva viniera de ellos y no de sus manos. La empujó delante de él haciéndola tambalearse de un lado a otro como si estuviera bebida. El pelo de la mujer se agitaba y bailaba con la lucha, como si tuviera vida propia. La oscuridad se los tragó muy pronto, pero no los ruidos que hacían.

Don empezó entonces a gritar aterrorizado, enloquecido, lanzándose hacia delante como un poseso.

—¡Dejadla ir! ¡Dejadla ir! ¡Si hay un Dios allá arriba, por qué no mira hacia abajo e impide que ocurra esto!

Su voz temblaba debido a su excesiva vibración. En su rostro aparecieron los movimientos del llanto, la distorsión sin la descarga. Lloraba pero sin lágrimas.

Cuando regresó el hombre que se la había llevado, se iba sacudiendo ramitas y hojas de la ropa, casi con indiferencia.

—¿Dónde está la chica? —le preguntaron.

—Donde la dejé. —Luego añadió—: ¿Quieres echarle una mirada?

—Creo que sí —asintió el otro, sonriendo de un modo significativo.

Pero regresó casi inmediatamente, y ahora sus modales habían cambiado. Parecía enfadado como alguien a quien le han engañado y ha ido a un lugar equivocado.

—¿Dónde está ahora?

—Sigue allí.

—¿Qué pasa?

Dijo algo en voz baja que el hombre al que la joven había llamado Don no pudo captar. Sus sentidos, ahogados de terror, lo dejaron pasar flotando en la ola de terror que le sumergía.

—¡Un niño! —exclamó el otro claramente a causa de la sorpresa. Volvió el rostro por un instante hacia el prisionero y luego lo apartó de nuevo.

—Oye, a lo mejor nos estaba diciendo la verdad. Quizá fuera su…

—¿No lo notaste? —le preguntó el tercer hombre al que había escoltado a la joven, con un matiz de desprecio en la voz.

—¿Qué querías que hiciera, tomarle el pulso en la oscuridad?

—¿Está muerta o no? —quiso saber bruscamente, sin pensar en los sentimientos del prisionero.

—Claro. ¿Qué entiendo yo de eso? Sólo sé que tiene los ojos abiertos, pero no miran.

El hombre al que sujetaban se agitó ferozmente hasta que casi pareció oscilar como el aspa doblada de un ventilador eléctrico cuando deja de dar vueltas.

—¡Déjenme ir con ella! ¡Déjenme ir con ella!

—Tranquilo, hombre —le reprendió uno de ellos, dándole un descuidado puñetazo de refilón en la barbilla, pero sin auténtico interés—. Ya no hay a dónde ir.

Echó la cabeza hacia atrás y miró sin ver, directamente hacia arriba, y desde su piel arrugada, la masa congestionada en que se había convertido su rostro, lanzó un grito ensordecedor, agudo como el de una mujer, irracional como el de un animal herido.

Luego alzó las manos, con los dedos curvados como garfios, y se las clavó a ambos lados arañándose sus propias mejillas, hundiéndolas en ellas como si intentara arrancárselas, tirar de ellas por sus propios ligamentos.

—¡No! —chilló—. ¡No! —gritó—. ¡No! —gimió, en escala tonal descendente.

Habían apartado sus manos, sabiendo que ya no era capaz de mucho movimiento.

Su cabeza volvió a caer hacia delante como algo que intentara desprenderse de sus hombros y quedó mirando al suelo ciegamente, respirando con ruido, como si buscara detenidamente algo que se le hubiera caído allí. Sus pies le hicieron dar una pequeña media vuelta como si estuviera borracho, bamboleante, y se desplomó dando con el pecho contra el guardabarros del coche, con la cabeza agachada contra el capó y las manos juntas agarradas con fuerza sobre la nuca como para impedir que le estallara el cráneo. Sus piernas, extendidas por el suelo de forma inerte hacia afuera detrás de él, temblaron espasmódicamente de vez en cuando, como si intentaran seguir al resto de su cuerpo, y volvían a escurrirse.

A través de su desconsuelo se filtraban palabras de dolor sofocadas por la presión que ejercía el capó sobre su nariz y su boca.

—¡Mía! ¡Era mía! ¡Mía! ¡Mía! —repetía incansable una y otra vez—. Mi esposa. Era mi esposa. Ese iba a ser mi hijito. Estaba esperando un hijo. Todas mis esperanzas y sueños han desaparecido… ¡Quiero irme de este podrido mundo! ¡Quiero abandonar este mundo maldito!

—Lo harás. Puedes estar seguro.

Los ojos que le observaban no mostraban piedad, ni dulzura, ni sentimiento alguno. Eran ojos de piedra.

—No me importa lo que hagan ahora conmigo —dijo—. Quiero morir.

—Está bien —contestaron—. Te complaceremos.

—Mátenme deprisa. Cuanto antes mejor.

—Lo haremos a nuestro gusto, no al tuyo.

No quería andar, o no podía. Probablemente no podía a causa del choque emocional… Cada uno de ellos le cogió de un hombro y le arrastraron, con las piernas extendidas cuan largas eran detrás de él, dando pequeños tirones y sacudidas cuando tropezaban con piedras u otros obstáculos.

Le llevaron hasta el borde de un agujero abierto en el suelo y le dejaron caer boca abajo y yacer así un momento. Era un pozo seco.

—Empieza tú a cavar, Playback.

Era la primera vez que se intercambiaban un nombre.

—Claro, siempre me toca a mí el trabajo duro.

Playback trajo una pala del cobertizo de herramientas con tejado en declive, marcó un rectángulo en el suelo y empezó a romperlo en terrones listos para lanzarlos al pozo.

El otro hombre le dijo al tercero:

—Estas linternas de bolsillo no van a ser suficientes para poder ver hasta el fondo. ¿Qué te parece si utilizamos un faro del coche?

—¿Y para qué quieres luz?

—Quieres verle morir, ¿no? Esa es la mitad de la diversión. Además, puede quedar espacio entre esos terrones y entrar aire por ahí.

—Tengo un poco de cable con el que hacer una extensión.

—No me importa lo que hagan —murmuraba el hombre tirado en el suelo—. Quiero morir.

—Siempre me toca a mí el trabajo duro —rezongaba Playback.

Colocaron el faro suelto al borde del pozo. El hombre que lo había traído volvió al coche para controlarlo desde el salpicadero.

—¿Por qué no se dan prisa? —decía el hombre del suelo—. Por amor de Dios, ¿por qué no se dan prisa? ¿Por qué no puedo morir si tanto lo deseo?

El que estaba más cerca amagó una patada.

—Morirás —prometió.

Inclinaron el faro hacia abajo, hacia el interior de la abertura.

—Enciéndelo —gritó con cautela, en dirección al coche, el que estaba junto a la abertura.

Desde abajo surgió una fantasmal palidez que hizo que la oscuridad de la superficie pareciera aún más impenetrable. Sin embargo, sus rostros quedaron bañados en su reflejo como horribles máscaras demoníacas provistas de ranuras en vez de ojos y boca.

El otro volvió del coche.

—Necesitamos bastante más relleno que éste —criticó insatisfecho el que estaba junto a Playback, midiendo los resultados de los esfuerzos de éste.

—Siempre me toca a mí el trabajo duro.

El otro le arrancó la pala de las manos y se puso a trabajar en su lugar.

—Si hay algo que me fastidia —murmuró con disgusto—, es que en una cosa como ésta haya un individuo que esté siempre quejándose como tú. Un tipo así basta para aguarle la fiesta a todos los demás.

El hombre tirado en el suelo había agarrado una piedra pequeña que tenía al lado. Cerró la mano sobre ella, levantó el brazo e intentó aplastarla contra su propio cráneo.

El que estaba más cerca de los tres lo vio justo a tiempo y le lanzó una rápida patada para impedirlo. La piedra salió rodando y la mano cayó fláccida. Y allí quedó, torcida de forma extraña hacia afuera, como si estuviera rota la muñeca.

Después de aquello reinó el silencio un rato; sólo se oía el ruido de la pala mordiendo la tierra y el siseo de las salpicaduras de arena.

Le pusieron de pie, de espaldas al pozo.

En el cielo oscuro y desesperado, justo por encima de la línea festoneada que formaban las copas de los árboles, tres estrellas formaban una pequeña constelación suplicante. Nadie las miraba, a nadie le importaban. Aquella era la hora de la muerte, no la hora de la misericordia.

Lo último que dijo fue:

—Helen, amor mío. Espérame. Voy contigo.

Eso fue lo último.

Luego le echaron abajo de un empujón. Más bien apartaron las manos de él y cayó por sí solo, porque ya no podía permanecer en pie.

Cayó de espaldas hacia abajo. El sonido del golpe no fue muy grande. El fondo estaba todavía mojado por el agua que hubo allí en un tiempo. Probablemente él tampoco lo notó mucho. De todas formas estaba completamente inerte por falta de ganas de vivir.

Yació allí encogido, como en un ataúd arcilloso, cuadrangular.

Se estiró un poco, suspiró, como quien trata de acomodarse en la cama.

Playback volcó encima la pala y una lluvia de granos de tierra cayó encima de él.

Una pierna doblada quedó totalmente cubierta. Pero su rostro arrostró la ola de tierra, como un nadador inmóvil sorprendido en el movimiento hacia arriba del crawl australiano y que se hubiera quedado así, con el rostro vuelto hacia el hombro.

Playback lanzó otra paletada y el rostro desapareció.

Una mano se abrió paso entre la tierra, cautelosamente, como buscando el camino en la oscuridad.

Playback tiró otra paletada y borró la mano.

Esta vez tres dedos se abrieron paso como gusanos, como un insecto tambaleante al que alguien hubiera pisado. Sólo lograron surgir hasta el segundo nudillo.

—Si dice que quiere morir, ¿por qué sigue intentando salir y respirar? —preguntó Playback absorto.

—Es la naturaleza —le contestó doctamente el que estaba a su lado—. Su mente quiere morir, pero su cuerpo no es tan tonto; quiere vivir a pesar de todo.

El agitado relleno quedó finalmente inmóvil.

—Ya está, ya se ha rendido —decidió tras un momento más de sesuda observación—. Echa a la mujer encima de él, rellena el resto hasta arriba, y vámonos de aquí. No había tomado tanto el aire desde…

Una joven abrió primero la puerta y miró cautelosamente a un lado y a otro del solitario pasillo del hotel. Luego hizo un gesto con la cabeza a alguien que estaba detrás de ella, cogió una pequeña maleta del suelo y salió.

Era rubia y atractiva y vulgar al mismo tiempo.

—Vamos —dijo roncamente—. Vámonos de aquí ahora que podemos.

Un hombre salió detrás de ella. Sus ojos eran los de un jugador de póker. Un jugador en una partida en que la apuesta es la vida y la muerte. Era de cierta complexión y tenía cierta forma de andar. Iba vestido de gris.

Cerró la puerta tras sí con experta cautela. Luego se detuvo y alzó la mano hacia ella.

La joven le dirigió una mirada impaciente.

—Deja eso, ¿quieres? —dijo con brusquedad—. No es momento para juegos. Cada vez que sales o entras pierdes el tiempo entreteniéndote con eso.

—Soy un jugador, ¿recuerdas?

—Eres un jugador, desde luego —asintió ella con acritud—. Por eso te persiguen ahora. Deberías pagar cuando pierdes…

—Soy supersticioso y este numerito ha sido muy bueno conmigo. Siempre que he ganado mucho ha tenido algo que ver el número 6.

Al final del número 119 se había caído el remache del nueve; sólo quedaba el de arriba. Hizo girar el número suavemente hacia arriba, lo convirtió en un seis y le dio un afectuoso golpecito.

—Sigue trayéndome buena suerte como hasta ahora —le dijo en voz baja.

—¿No me oíste pedir la 116 cuando llegamos aquí? —añadió—. Sólo que ya estaba ocupada por alguien…

La brutal insensatez de la condición humana fue siempre el tema central de la obra de Woolrich, pero hacia el final de su vida llegó a convertirse en el tema único, como en esta historia de un hombre que muere sin razón alguna. Woolrich utilizó el truco del número suelto de la habitación de hotel en otro relato mucho más antiguo, «Wake Up with Death» (Detective Fiction Weekly, 6/5/37), pero sólo como un claro efecto del argumento; en este relato posterior lo incorpora además al tema.