Un día demasiado bello para morir[3]

La joven volvió a donde estaban los cojines y se tumbó de forma natural y poco estudiada, apoyando sobre ellos la nuca.

Todavía no sentía síntoma alguno. Para alejar de ello su mente sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió. Luego, como le ocurría siempre que fumaba, no dio más de dos o tres lentas y pensativas chupadas antes de dejarlo en el cenicero para no volver a tocarlo.

Pensó en su casa. «Allá en mi casa» decía siempre que pensaba en ella. Pero ya no había motivo para regresar. Su madre había muerto después que ella se marchara. Su padre y ella no habían estado nunca muy unidos. Tenía entendido que ahora le cuidaba un ama de llaves. En todo caso, sabía que prefería con mucho la libre compañía de sus amigotes, a que volviera ella con él. Su hermana estaba casada y tenía la casa llena de críos (tres para ser exactos, pero parecían llenar el lugar hasta hacerlo rebosar). Su hermano estaba haciendo el servicio militar en Alemania Federal y, de todas formas, todavía era casi un niño.

No, no tenía a nadie a quien recurrir en ningún sitio.

Ahora estaba empezando. Ya lo sentía. Todavía no tenía sueño, pero había entrado en ese estado de calma que precede a la somnolencia. Sentía un ligero zumbido en los oídos, como si un diminuto mosquito estuviera bailoteando junto a su cabeza. Suponía demasiado esfuerzo continuar pensando. Ya no suplicaría más a las caras impasibles de la multitud una mirada de simpatía. Ya no tendría que esperar que la ranura del buzón apareciera de color blanco. No desearía que el teléfono sonara. Que el mundo siguiera despierto… ella iba a dormir. Volvió el rostro hacia un lado y apretó la mejilla contra los cojines. Los ojos se le cerraron. Buscó el trapo mojado para ponérselo encima de los ojos y que éstos permanecieran cerrados.

Entonces oyó el sonido del timbre. Primero pensó que formaba parte de los síntomas. Era como la campana de aviso en un cruce del ferrocarril, que advertía a lo lejos la llegada de un tren. Contorsionó el cuerpo para intentar alejarse de él y se encontró sentada, aturdida, apoyada en las manos hacia atrás. La conciencia se le desprendió hasta sus límites extremos como el desgarrado papel de un aro de circo que acabara de ser atravesado.

Luego estalló en una repentina y estrepitosa claridad. Estaba en la misma habitación que ella. En aquella esquina. Era el timbre del teléfono.

Logró ponerse de pie. La habitación giró a su alrededor y luego se inmovilizó. Por un momento creyó que iba a devolver. Quería respirar, incluso más de lo que deseaba vivir, como si se tratara de dos procesos distintos y uno pudiera existir sin el otro. Abrió las dos ventanas una después de la otra. El aire fresco barrió repentinamente su mente embotada, pinchando como agujas de pino en un lugar poco ventilado. Se acordó de cerrar la llave bajo el quemador de gas de la cocinita.

Durante todo ese tiempo el teléfono no había dejado de sonar. Permaneció junto a él mirándolo. Finalmente, para acabar con el nerviosismo que suponía esperar que se parara solo, lo cogió.

La voz era de mujer. Sonaba ligeramente extranjera, pero más por la disposición de la frase que por la pronunciación misma.

—¿Oiga? ¿Es la Mantequería Schultz?, ¿sí?

Con monotonía carente de toda vida, Laurel Hammond repitió la pregunta palabra por palabra, limitándose a ponerla en forma negativa.

—No es la Mantequería Schultz, no.

Difícil de convencer, la voz repitió a su vez la pregunta.

—¿No es la Mantequería Schultz?

—Le he dicho que no, no es.

La voz hizo un último intento, como esperando que la persistencia fuera capaz de corregir el error.

—¿No es Exmount 3-8448?

—No, es Exmount 3-8844 —dijo Laurel con un poco de irritación porque le hiciera perder tanto tiempo.

La voz, rechazada por fin de forma irrefutable, se mostró convenientemente contrita.

—Debo de haber marcado mal. Lo siento, espero que no estuviera dormida.

—No lo estaba todavía —repuso Laurel brevemente. Pero de haberlo estado, pensó, no habría sido la clase de sueño del que una puede despertarse.

Cuando colgó, tosía todavía un poco, pero más por un reflejo previo que por un impulso del momento.

Tardó un rato en calmarse. Luego se echó a reír. Al principio en voz baja, lentamente. Salvada por la Mantequería Schultz. Se preguntó qué tenía de divertido que se hubiera tratado de una mantequería. Si hubiera sido el número equivocado en una llamada personal, o una llamada a cualquier otro tipo de establecimiento, no habría tenido nada de divertido. ¿Qué tenía de cómico una mantequería? No podía decirlo. Probablemente tenía algo que ver con la clase de comida que vendían. Comida que parecía de comedia: mortadela de Bolonia, salamis y codillos de cerdo.

Ahora se reía de forma incontrolable, casi con una histeria total. Se tambaleaba con los ojos llenos de lágrimas; tan pronto se llevaba la mano a la frente como a las costillas para soportar la tensión de la risa. No había existido jamás un chiste tan divertido como aquel; ninguna tragedia terminó jamás con tanta hilaridad. Finalmente se detuvo a causa del agotamiento físico, porque estaba a punto de quedar postrada.

No podía volver atrás y continuar una cosa semejante, especialmente después de una interrupción tan ridícula. Sólo por sentido de la conveniencia, de la proporción… cualquier vida, incluso la más despreciable, se merecía un final más digno. Volvió a hacer girar la llave bajo el hornillo, pero esta vez le aplicó una cerilla. Puso agua para hacerse té. (El consuelo de una solterona, pensó torvamente: cambiar las esperanzas de evasión por una taza de té.)

Aguantaré un día más, se dijo. Es todo lo que puedo soportar. Sólo uno más. Quizá ocurra algo que no ha ocurrido en todos los días vacíos y estériles que han pasado hasta ahora (pero sabía que no sería así). Quizá será distinto (pero sabía que no). Pero si no es así, entonces mañana por la noche… —se encogió de hombros y el fantasma de una sonrisa retrospectiva revoloteó por su cara— y esta vez no habrá Mantequería Schultz que valga.

Pasó las horas de noche que quedaban acurrucada en un gran sillón de alto respaldo donde parecía muy pequeña, con su diminuta radio de transistores del tamaño de una armónica zumbando junto a su hombro. Escuchaba la emisora Paterson, WPAT, que transmitía toda la noche. Había otras que también lo hacían, pero estaban llenas de anuncios y ésta no. Esta dejó de murmurar las canciones de Roberta, Can-Can y My Fair Lady, mientras la noche pasaba y el mundo, allá fuera, tras su transistor, pasaba con ella. Finalmente se adormeció con la cabeza colgando como la de una niña dormida en el sillón de una persona adulta.

Cuando finalmente el sol le hizo abrir los ojos, al principio se irguió llena de culpabilidad, creyendo que ese era un día como los demás y que tenía que ir a la oficina. Pero no era así. Era el día de gracia que se había concedido a sí misma.

Cuando estuvo dispuesta, y no antes, llamó al despacho y le dijo a Hattie, de recepción:

—Dile al señor Barnes que hoy no voy a ir.

Para entonces eran más de las diez.

Al principio Hattie tuvo una actitud comprensiva.

—No te encuentras muy bien, ¿verdad?

—A decir verdad —repuso Laurel Hammond—, no me encuentro muy mal. Me encuentro mejor que ayer.

En realidad, así era.

La empleada de la recepción siguió intentando ser leal con una compañera.

—Pero quieres que le diga que no te encuentras bien, ¿verdad? —preguntó con ansiedad.

—No —repuso Laurel—. No quiero. No me importa lo que le digas.

La joven de recepción dejó de ser comprensiva. Se enfrentaba con algo que no podía entender. Se sintió ofendida.

—Ya —exclamó—. ¿Te tomas un día libre porque sí?

—Me tomo el día libre sin más ni más —repuso Laurel y colgó.

Un día de vacación, una vida de vacación, una vacación para siempre ¿qué más daba?

Poco antes del mediodía, con un diminuto sombrero estival en la cabeza y un ligero vestido veraniego flotando a su alrededor, cerró la puerta tras de sí, metió la llave en el bolso y salió para encontrarse con el nuevo día. Era un día magnífico, todo amarillo y azul. El cielo era azul, las fachadas de los edificios eran amarillas a la luz del sol, y los lados sombreados de las calles resultaban, por contraste, de color añil. Incluso los coches que pasaban parecían centellear, con sus parabrisas lanzando cegadores destellos al reflejar el sol.

¿A dónde podía uno ir el último día que pasaba en Nueva York? Es decir, su último día en Nueva York: Desde luego, no se va uno a ver escaparates, ni a caminar por la Quinta Avenida. Ir a ver escaparates es una forma de calibrar el futuro para un mañana en que se pueda comprar de verdad. Ni va uno a ver una película. Una película es una valoración del pasado, de las vidas de otras gentes en el pasado, dramatizada. ¿Un paseo por el parque? Resultaría agradable, bucólico. Los árboles con hojas, la hierba, los senderos tortuosos, los niños jugando. Pero sin saber por qué aquello tampoco le iba a un día como aquel. Tenía la sensación de que su tranquilidad misma, su aislamiento, su lejanía en el centro de la zumbante y vibrante ciudad, la haría sentirse aún más alejada, más perdida de lo que ya estaba, y no quería. Necesitaba gente a su alrededor; tenía miedo de la noche.

Finalmente tomó un autobús, al azar, y dejó que la llevara, en su trayecto de ida y vuelta, a través de la ciudad; primero hacia el oeste por la calle Setenta y dos, luego hacia el este por la Cincuenta y siete. Después, cuando llegó a la Quinta Avenida y giró otra vez hacia el norte para empezar de nuevo el recorrido, se bajó y recorrió unas cuantas manzanas en la otra dirección hasta que de pronto surgieron a su lado la fuente y los macizos de flores del Centro Rockefeller. Entonces supo que era allí adonde había querido ir todo el tiempo y se preguntó por qué no había pensado en ello desde un principio.

Era como un pequeño oasis, una tregua en el apresuramiento de la ciudad, y sin embargo estaba animado, no era un sitio solitario como lo habría sido el parque. Estaba lleno de una multitud alegremente vestida, que pasaba allí su hora del almuerzo, una multitud tan densa que parecían un enjambre de abejas, y que sin embargo, a pesar de todo, resultaba apacible, casi adormecedora.

Se dirigió hacia la calle particular que cruza por detrás y que, por alguna razón sumamente técnica, se cierra al tráfico un día al año para mantener su condición de no pública, y se sentó, igual que habían hecho varias docenas de personas, en el borde de la barandilla bañada por el sol que rodea la plaza hundida. Había estado allí una o dos veces en el invierno para ver a los patinadores abajo, pero ahora no había hielo y la gente comía en las mesas colocadas bajo alegres sombrillas de jardín. Arriba, una larga fila de banderas nacionales se agitaban vacilantes en una brisa suave como dorada miel caliente. Intentó descubrir a qué países pertenecían algunas de ellas, pero sólo estaba segura de dos, la Unión Jack y la Tricolor. Las demás le eran desconocidas; había ya tantos países en el mundo…

Y quizás en todos ellos, en aquel preciso momento, había alguna joven como ella, pensando hacer lo que ella proyectaba. En París, y en Londres, sí, e incluso en Tokio. La soledad es la misma en el mundo entero.

Su bolso era de plástico, y, al parecer, no muy bueno. La luz directa del sol empezó a calentarlo hasta el punto que resultaba molesto tener la mano encima; incluso podía sentirlo contra el muslo a través del ligero vestido de verano que llevaba. Lo colocó en la barandilla junto a ella. O más bien un poco hacia atrás, puesto que estaba sentada ligeramente de costado para poder observar la escena de abajo. Más tarde, al volverse inconscientemente aún más, le dio completamente la espalda, sin darse cuenta de ello.

Poco tiempo después, oyó tras ella un brusco grito de alerta. Se volvió para mirar, como todos los demás. Un hombre que hasta aquel momento parecía caminar más deprisa que los que le rodeaban, echó entonces a correr a toda velocidad. Un segundo hombre, que había estado sentado tres o cuatro personas más atrás de donde ella estaba, salió disparado de la barandilla y se lanzó tras el individuo. En un momento, a causa de la gente que se paraba y se volvía a mirar, la visión quedó obstruida y ambos desaparecieron.

Fue entonces cuando descubrió que su bolso había desaparecido.

Mientras permanecía allí de pie intentando decidir qué hacer, los dos hombres volvieron hacia donde ella estaba. Uno de ellos, el que había salido en persecución del primero, llevaba su bolso bajo un brazo y sujetaba con el otro al segundo individuo por el cuello de la chaqueta. Lo que hacía que esto resultara más factible de lo que pudo haber sido en otras circunstancias, era que el cautivo apenas ofrecía resistencia, quizá por su propia conciencia culpable.

—¿Qué pretende hacer? Quíteme las manos de encima. ¿Quién se cree que es? —farfullaba con ofendida virtud mientras avanzaba hasta detenerse ante Laurel.

—¿Es esto suyo? —le preguntó el salvador, mostrándole el bolso.

—Sí, sí, es mío —repuso ella cogiéndolo.

—Debería tener más cuidado —le amonestó en tono protector—. Dejarlo así es una clara invitación para que alguien venga y se lo lleve.

El individuo ligero de dedos captó rápidamente la sugerencia.

—Creí que alguien lo había perdido —dijo cándidamente—. Sólo trataba de encontrar a la dueña para poder devolvérselo.

—Seguro —repuso su captor con sequedad.

Un policía hizo acto de presencia, contradiciendo el tradicional proverbio neoyorquino de que «nunca están cerca cuando se les necesita». Se trataba de un agente joven que, al parecer, tenía todavía intactos los ideales de la escuela de adiestramiento. Lo justo era justo, lo blanco, blanco, y no había nada intermedio.

—Su nombre y dirección, por favor —le dijo a Laurel cuando le contaron lo que había sucedido.

—¿Para qué? —repuso ella.

—Va a presentar una denuncia contra este hombre, ¿no?

—No —repuso ella con gravedad—. En absoluto.

El lápiz que sostenía en alto el policía cayó sobre su mano. Él la miró primero con sorpresa y luego con severidad.

—¿Le quitó el bolso y no va a presentar una denuncia?

—No —dijo ella tranquilamente—. En absoluto.

—Se dará usted cuenta —le dijo el policía severamente—, de que con ello sólo conseguirá animar a esa gente. Si cree que puede salir impune volverá a repetirlo más veces. Antes de que nos demos cuenta será imposible vivir en esta ciudad.

—No debería ser tan buena, señorita —le reprochó otra mujer que estaba entre la multitud—. Créame, yo en su lugar le daría una buena lección.

Ya me lo imagino, pensó Laurel. Pero usted tiene toda una vida por delante para mostrar su rencor. A mí no me queda tiempo para eso.

El detenido había empezado a reaccionar cautelosamente al ver que se le concedía aquella inesperada tregua.

—Si la señora no quiere presentar una denuncia, ¿por qué me retiene? —se lamentó quejumbroso—. No tiene ningún motivo.

El quijotesco policía se volvió hacia él con ferocidad.

—¿No? ¡Entonces encontraré alguno, aunque tenga que ser por vagancia!

—¿Cómo puede acusarme de vagancia si iba corriendo a todo gas…? —empezó a decir el culpable, no carente de lógica. Luego se calló repentinamente como dándose cuenta de que admitir aquello no iba a beneficiar mucho a su caso.

—¿Es que nadie me va a sacar de esto? —se oyó decir Laurel a sí misma repentinamente, a causa de su paciencia agotada y de su rebelde desagrado, mitad y mitad. No quería perder el poco tiempo que le quedaba en medio de una multitud inamovible y de ojos intimidantes. Por encima de todo, no deseaba perder ese tiempo haciendo arreglos para que metieran a un sujeto semejante en una celda, durante la noche, hasta que pudiera ser llevado ante un magistrado por la mañana. No había querido que nadie oyera su observación; iba dirigida a sí misma. Era un ruego a su destino particular de aquel día y de aquel momento.

Pero el hombre que había recuperado su bolso debió de oírlo y creyó que iba dirigido a él. Le colocó suavemente una mano bajo el codo para guiarla y le abrió paso a través de la multitud que era cada vez más densa.

—¿Está segura de que no cambiará de opinión, señora? —le gritó el policía mientras ella se alejaba.

—Segura —le respondió sin volver la cabeza.

Una vez alejada del foco de atención, siguieron caminando, paralelos el uno al otro, a lo largo del paseo o pasaje, tachonado de flores y de gentes, que conducía a la Avenida. Avanzaron más y más.

—Le dejó escapar muy fácilmente —observó el hombre—. Ni siquiera le echó un sermón.

Ella asintió pensativa, sin contestar. Es tan fácil ser severo, pensó, cuando se está a salvo e intacto y seguro de sí mismo, como le ocurre probablemente a usted. Pero yo siento hoy pena por el mundo entero y por la gente que hay en él, incluso por ese hombre tunante de ahí atrás.

—Recuerdo una vez en Chicago —empezó a decir él—. Me quitaron la cartera del bolsillo de atrás justo cuando estaba en la cola de la taquilla de la Union Station…

Habían llegado a la Avenida. De común acuerdo, sin una fracción de duda o ruptura del paso que llevaban, dieron la vuelta y siguieron hacia el norte, tomando el camino por el que había venido ella. Lo hicieron de un modo tan inconsciente como si se conocieran desde hacía mucho tiempo y pasearan por allí con frecuencia. Con la misma naturalidad como si se dirigieran a un destino común acordado previamente.

La joven lo advirtió pasado un momento, pero no hizo nada por impedirlo. Se dio cuenta de que cualquier otro día habría estado alerta, lista para alejarse de él. Aquel día no. A menos que el hombre dijera o hiciera algo incorrecto… aquel día no. Era mejor pasear con alguien que absolutamente sola.

—… cosas así suceden en todas las grandes ciudades con más frecuencia que en los lugares pequeños. Supongo que las grandes multitudes les proporcionan mayor protección.

—¿No es usted de una ciudad grande?

—Nos gusta considerarnos como una ciudad de tamaño mediano, pero no tenemos inconveniente en admitir que no somos Chicago ni Nueva York. Indianápolis.

—¡Ah, donde se celebran las carreras de coches!

—Son nuestro único timbre de gloria —repuso él tristemente.

—Supongo que usted asistiría con regularidad.

—No me he perdido un año hasta éste, en que no he podido ir por encontrarme aquí. Lo vi en la televisión pero no es lo mismo. Parecía una carrera de enanos alrededor de un circuito rectangular de veintiuna pulgadas.

De pronto y bastante tardíamente —porque si ella hubiera tenido alguna objeción lo habría manifestado mucho antes— se volvió para preguntarle:

—No la molesta que la acompañe ¿verdad? No me he dado cuenta hasta este mismo…

—No se preocupe —repuso ella con sencillez—. No ha sido un ligue. Y aunque lo hubiera sido, yo habría sido la responsable.

—Nada de eso —repuso él con energía.

Esa era la respuesta convencional, esperada, admitió ella. Pero en aquel caso además era cierta. Un ligue es una selección planeada. Ese no era el caso; no había sido planeado ni buscado por ninguno de los dos.

—¿Lleva aquí mucho tiempo? —le preguntó para dejar el espinoso tema.

—Unos seis meses. Me destinaron aquí, a las oficinas de la Compañía en Nueva York.

Le hizo una pregunta motivada por su propia y triste experiencia.

—¿Le costó mucho trabajo adaptarse?

—Mucho. Allá en casa yo era el rey. El único varón en una casa llena de mujeres. Me trataban a cuerpo de rey. Me tenían muy mimado.

No se notaba mucho, pensó, al menos en apariencia.

—Mi madre me mimaba porque yo era el único varón en una familia de chicas. (Mi hermana mayor está casada y vive en el Japón.) Mi otra hermana me mimaba porque me trataba como al hermano pequeño, y la menor porque me consideraba su hermano mayor. No podía perder.

—¿Y qué hacía para merecer todo eso?

—Llevaba dinero a casa y siempre se podía contar conmigo para reparar el coche o la televisión sin tener que llamar a un mecánico.

—Es una buena compensación —dijo riéndose.

Llegaron a la calle Cincuenta y siete. Esta vez se pararon, pero no piara separarse, sino para decidir qué hacer a continuación, a dónde dirigirse juntos. Ambos parecían haber acordado tácitamente no separarse durante el resto de la tarde.

—Coma conmigo —le sugirió—. No he comido todavía ¿y usted?

—Es tarde; ¿no tiene que volver a la oficina?

—Tengo el día libre. Ha muerto el fundador de la Compañía, un viejo de ochenta años. Hace mucho que no estaba en activo, pero por respeto a su memoria todas nuestras oficinas han cerrado por un día.

Repitió la invitación.

—No tengo hambre —repuso ella—. Pero tengo sed después de este paseo bajo el sol. Le aceptaré un helado con soda.

Avanzaron un corto trecho hacia el oeste y entraron en Hicks a sugerencia de la joven. Ella rechazó una mesa y se sentaron en la barra.

—Siempre vengo aquí en Navidad, o al menos el día antes, y me compro una caja de dulces —le dijo.

Él alzó ligeramente las cejas pero no dijo nada.

—Tengo que hacerlo —añadió con sencillez—, porque si no lo hago yo, no lo hace nadie.

—Quizá la próxima vez no será necesario —comentó él suavemente.

La joven tomó un chocolate malteado y él un sandwich de jamón y un café.

Siguieron caminando y entraron en el parque por la puerta de la Sexta Avenida; avanzaron a un paso casi de sonámbulos por el sendero de suaves curvas, que pasa junto a la calzada principal y que finalmente se endereza y se dirige directamente hacia el centro del parque, hacia el Malí, el lago y los caminos transversales.

Iban intimando más. Hablaban menos de cosas exteriores, de las cosas que los rodeaban y de las superficies de sus vidas y más de las que había por debajo, en su interior. No regularmente, en un flujo continuo, sino permitiendo que se produjeran penetraciones ocasionales, como grietas en la armadura hecha a base de la vida privada y el aislamiento de cada uno. Así se enteró de muchas de las cosas que a él le gustaban y de unas pocas que le desagradaban y él supo de lo mismo acerca de ella. Sorprendentemente coincidían en muchas de las cosas que les gustaban y también en no pocas de las que les disgustaban. Se le ocurrió pensar que eran asombrosamente compatibles. Qué pena que se hubieran conocido… tan tarde.

No es tan tarde, se dijo a sí misma, a menos que yo lo quiera. Un atrevido pensamiento se arriesgó a asomar por una esquina de su mente y volvió a desvanecerse rápidamente: no tiene por qué ser tarde, puede ser pronto, si tú quieres. Amor temprano, amor primero.

—¿Qué estaba haciendo tal día como hoy hace exactamente seis meses? —le preguntó ella repentinamente.

—Es difícil saberlo con tanta exactitud, Veamos, hace seis meses yo estaba todavía en Indianápolis. Si era un día de diario, estuve trabajando como un esclavo sobre el tablero de dibujo hasta las cinco; después volví en el coche al harem. Si era un domingo, probablemente estuve pilotando el avión con alguna persona.

¿Alguna en especial?, se preguntó ella pero no lo dijo.

—¿Por qué lo pregunta?

Alzó ligeramente un hombro.

—No lo sé.

Sin embargo, sí lo sabía. Qué diferente habría sido mi vida, no pudo dejar de pensar, si te hubiera conocido, tal como pareces ser, hace seis meses en vez de hoy.

—¿Se siente solo a veces, desde que está en Nueva York?

—Claro que sí. Por supuesto. A todo el mundo le ocurre.

—Sin embargo para un hombre es más fácil ¿no?

—No, no lo es —repuso en voz baja—. Ah, ya sé, las chicas creen que un hombre puede ir a muchos sitios a donde ellas no pueden acudir solas. Y ellos sí. Pero ¿qué se encuentra cuando se va a uno de esos sitios? Compañía ruidosa y alegre durante una hora… o toda la noche. ¿Sabe que uno puede sentirse solo con la risa ruidosa de alguien resonando en el oído? ¿Lo sabe?

Ahora ella tenía un cuadro completo —un bosquejo— de su vida, de un aspecto de ella, sin que él tuviera que decirle nada más.

—No —siguió diciendo él—, todos estamos en el mismo barco.

Se sentaron en un banco junto al lago. Durante un rato no hablaron más. Poco después una ardilla les descubrió, avanzó hacia ellos con saltos y carreritas, les observó desde una propicia posición erecta y luego trepó hasta la tablilla superior del respaldó del banco y corrió ágilmente por ella. Se detuvo junto al hombro del hombre y lo olisqueó inquisitivamente.

—Lo siento, amiguita —dijo él.

Ambos la miraron y sonrieron; luego se sonrieron el uno al otro. La ardilla, llena de sentido práctico, y demasiado venal para permitir que la acariciaran con las manos vacías, volvió a saltar al suelo y se alejó pesadamente con su cola peluda a través de la hierba.

El irregular contorno de los altos edificios que los rodeaban en la distancia por tres lados parecía recortado, pulido e impecable como pintura reciente bajo la luz del sol. Mucho mejor que cuando se estaba cerca de ellos. Era una ciudad esforzada, pensó ella, la que les contemplaba. Esforzada en su otro sentido; no valiente, sino sobresaliente, imponente. Era una ciudad demasiado hermosa para morir en ella. Aunque no tenía madreselvas, ni balcones, ni guitarras, estaba pensada para el amor. Para vivir y amar, pues ambas cosas eran inseparables; lo uno no existía sin lo otro.

A eso de las cuatro de la tarde ya se decían «Laurel» y «Duane» cuando se hablaban. Al principio pocas veces, afectadamente. Como si no quisieran abusar del privilegio que se habían concedido mutuamente. La primera vez que ella se lo oyó decir la inundó una cálida y alegre sensación que no pudo evitar ni negar. Era como pertenecerle un poco a alguien, pertenecer por fin a otra persona. Mientras que, al mismo tiempo, había alguien que le pertenecía también un poco.

No se puede dibujar una línea determinada y exacta que diga: hasta aquí no había amor; a partir de aquí, sí lo hay. El amor es algo gradual, puede tardar un momento, un mes o un año en aparecer, y en cada pareja, sus gradaciones son diferentes. Para algunos llega rápidamente, para otros con lentitud. A veces uno se inflama a causa del otro; a veces prende en ambos espontáneamente. Y alguna vez uno se inflama trágicamente cuando el otro ya se ha apagado, se ha extinguido, y tiene que quemarse solo y olvidado.

Cuando dejaron aquel significativo banco, que miraba al tranquilo lago escondido dentro del parque, y empezaron a caminar lentamente en dirección a la casa de la joven, ésta se encontraba ya a punto de enamorarse de él. Y notaba que a él le ocurría lo mismo. No podía haber error. Había ahora una especie de timidez, como un impedimento, que notaba detrás de su voz cada vez que hablaba con ella. Era la etapa intermedia, la vacilación entre la seguridad de la camaradería y la certeza del amor abiertamente declarado. Cuando sus manos se rozaron accidentalmente una o dos veces mientras caminaban lentamente uno junto al otro, él no tuvo que volver la cabeza para mirarla, ni ella tampoco, para que ambos fueran conscientes de ello. Era como un beso de las manos, su primer beso. El corazón sabe de esas cosas. El corazón es inteligente. Incluso el que carece de experiencia.

Estaban empezando a enamorarse. El aire mismo lo transmitía, lo llevaba de acá para allá, del uno al otro y viceversa. La joven estaba dispuesta a admitir que quizá les había ocurrido tan deprisa porque ambos llegaban a ello puros, con sinceridad, sin haberlo conocido nunca antes.

El día de junio iba terminándose por fin lentamente, con aterciopelada belleza. Las torres gemelas de los Apartamentos Majestic eran ahora de dos tonos, coral en la parte que daba al resplandeciente cielo del río y de una especie de brumoso color heliotropo por donde daban al inminente comienzo de la noche. La primera estrella ya había aparecido en el cielo. Era como el diamante del anillo de esponsales de una joven pareja. Muy pequeño, pero brillante y claro, lleno de promesa y esperanza.

Nueva York. Aquello era Nueva York en la tarde de lo que debía haber sido el último día en el mundo… pero ya no ocurriría así. Había sido un día maravilloso, un día bello, demasiado bello para morir.

Emergieron por la salida para peatones de la calle Setenta y dos y caminaron lentamente unas cuantas manzanas más hacia el norte, a lo largo de Central Park West, hasta que llegaron frente a la calle donde estaba el apartamento de ella. Esperaron la luz verde del semáforo y cruzaron hacia la parte residencial de la gran arteria, en la que los faros de los automóviles, en la creciente oscuridad, eran como un continuo fluir de balas trazantes disparadas contra cualquiera que tuviera temeridad suficiente para cruzar su trayectoria. Se detuvieron allí y se quedaron quietos, un poco alejados de la esquina —en la que esperaban que fuera una despedida para poco tiempo— porque ella tenía que cruzar una vez más, hacia el lado norte de la calle, para llegar a su puerta.

Por un momento, pareció que él no sabía qué decir, y por un momento ella no pudo ayudarle. Ambos volvieron la cabeza y miraron juntos en una dirección. Luego la volvieron hacia el otro lado y miraron juntos hacia allá. Luego se miraron el uno al otro y sonrieron. El mutismo se rompió con demasiada brusquedad y ambos hablaron a la vez.

—Bueno, aquí es donde…

—Bueno, supongo que aquí es donde…

Se echaron a reír y desapareció la tensión.

La joven sabía que él iba a invitarla a cenar —la primera de las cenas que probablemente iban a compartir— y así fue. Estuvo a punto de aceptar con rapidez, pero se acordó de todas las cosas que le esperaban arriba. Esperaban tal como las había dejado la noche anterior. Habían estado esperando, oscuras y melancólicas, todo aquel día soleado y glorioso… a que llegara la noche. La almohada tirada en el suelo, el cenicero. El cacharrito lleno de agua con el pañuelo todavía metido dentro, la venda que iba a impedirle que viera a la muerte. Ahora se estremecía al pensar en ello. Pero, sobre todo, no quería que estuvieran todavía allí si él subía después con ella. Quería subir primero y hacerlas desaparecer rápidamente, acabar con ellas.

—Escucha una cosa —le dijo con animación—, la próxima vez, la siguiente, iremos a un restaurante, si quieres. Pero hoy vamos a hacer esto: comeremos en casa. Es una noche estupenda para una cena fría.

Sabía que él no interpretaría mal que le llevara a su casa cuando hacía tan poco que se habían encontrado; le conocía ya lo bastante bien como para saberlo.

—Quiero que vayas a la mantequería Schultz y escojas lo que te apetezca. Lo dejo a tu elección. Y súbelo a mi apartamento. Yo prepararé el café.

—Schultz —repitió obedientemente—. ¿Dónde está eso?

—No lo sé —contestó ella riendo y haciendo un gesto con la mano—. Pero sé que lo encontrarás en la guía. Puedo darte el número. Es Exmount 3-8448. Tiene los mismos números que el mío, pero en otro orden. Prométeme que no irás a otro sitio. Sólo a Schultz. Tengo una razón muy especial para ello. No quiero decírtela esta misma noche, pero algún día te la contaré.

—Lo prometo, Schultz y nada más que Schultz.

Se separaron. Ella empezó a cruzar la calle en una gran diagonal. Se volvió y le gritó:

—No tardes mucho.

—No —contestó él.

Luego se volvió inesperadamente una segunda vez.

—Olvidé decirte el número del apartamento. Es tres…

Era una gran sombra negra. Parecía menos un coche que un animal saltando sobre su presa. Era felino en su cautela y lupino en su ferocidad, con grandes ojos malévolos que fulguraban cegadores. Quizá porque sus ocupantes fueran bebidos, o enloquecidos por su propia velocidad, o huyendo de alguna fechoría, ella no recibió ningún aviso. Surgió disparado de la esquina, como el curvado golpe de una cimitarra.

La pilló justo en el centro. Si ella hubiera estado un poco a un lado, podría haber saltado hacia delante, a la seguridad de la calle vacía que quedaba al costado. Lo intentó, pero en el mismo momento el coche giró en esa dirección, al intentar esquivarla, y siguieron colocados directamente frente a frente. Luego ya no hubo tiempo para un segundo intento.

La joven no cayó debajo. Fue lanzada hacia un lado describiendo una larga parábola baja. Luego el coche redujo la marcha y paró con un chirrido enloquecido que sonaba a remordimiento. Era demasiado tarde.

Yacía tumbada sobre el suelo, pero con la cabeza levantada por el afilado bordillo contra el que se había estrellado. El ruido que había hecho al chocar era definitivo. No había posibilidad de vida después de un impacto semejante.

Y había sido un día demasiado bello para morir.

Durante los últimos diez años de su vida, Woolrich publicó un promedio de menos de tres relatos al año, la mayoría de ellos sin forma, sumamente introspectivos y sentimentales; algunos resultaron bien, la mayoría no. Esta es una de las mejores obras de su último período: un cuentecito obsesivo de un mundo que recuerda la cantinela de Slaughter-house-Five de Kurt Vonnegut, Jr.: así ocurre, así ocurre.