La vida es extraña a veces
¿Han visto alguna vez morir a una mujer? Espero que no y que nunca tengan que verlo. Quiero decir morir violentamente, a sus manos. No resulta agradable. Cuando uno ve morir a un hombre, sólo se ve a sí mismo, no a una persona distinta de él ante quien, tiempo atrás, se arrodilló en su corazón y le ofreció su amor. A quien él reverenció e imaginó en sus sueños. Y si no él, algún otro hombre.
Una mujer cae desde más alto que el hombre, por encima de las cabezas de los hombres, tanto si son amantes, maridos o hermanos. Fuera buena o mala, si es que sabemos lo que es la maldad, cae con un destello y un ardiente rastro, como una estrella que se desintegra hundiéndose en el agua. El hombre cae como un terrón de tierra; el barro vuelve al barro del que procede. Este es el motivo por el que los que administran la justicia rara vez matan a las mujeres con ayuda de la ley, cualquiera que haya sido su crimen.
Y cuando lo hace un hombre solo, de forma personal e individual, actuando en calidad de juez y de verdugo, como en este caso, piensen cuánto más patético e impresionante es.
Ese rostro que ve uno ante sí acabando de morir retornará para aparecerse lleno de palidez en el sueño de cada noche durante el resto de nuestra vida, aunque ella se lo tuviera bien merecido, por fuerte que sea nuestra mente. Uno sabe que será así, lo sabe. Esa escena que uno tiene delante y que acaba de terminar, volverá mezclada con cada sueño que tengamos, de manera que no se la mata sólo una vez, sino una y mil veces y nunca permanece totalmente muerta. Y ni todo el coñac ni todos los barbitúricos del mundo podrán alejarlo de nosotros.
Esos labios que se apretaron contra los nuestros como cálido terciopelo y quedaron allí suavemente adheridos, míralos ahora, torcidos en una elipse, una hendidura para una sorpresa que nunca acaba de salir. Esos ojos que resplandecieron de amor y odio y risa y odio y duda y odio, y odio y odio y odio, ya han dejado de odiar. Esos brazos que se movían tan graciosamente bajo la luz y te rodeaban tan inoportunamente en la oscuridad, están ahora caídos sobre el suelo, flojos y enroscados, como trozos de ancha cinta salidos de sus bobinas. Las uñas pintadas de la mano que ha quedado con la palma hacia abajo, parecen extrañamente cinco semillas rojas que hubieran caído de alguna vaina y yacieran por allí desparramadas. Un esmalte que proclamaba orgullosamente su larga duración. Lo sé; yo solía ver el frasco. Ahora esto lo probará: le sobrevivirá a ella.
El pelo por el que uno ha pasado la mano una y otra vez, encontrándolo siempre tan suave y sensible, yace ahora desplegado como un abanico, flotando como un revoltijo de algas abandonadas en la orilla.
El cuerpo que fue una vez la meta, el esfuerzo y el fuego fatuo del acto del amor…
Todo está ahora deshecho, distorsionado y muerto.
No, no es agradable ver a una mujer…
Hice una serie de cosas banales que me resultaron extrañas, aunque, como era la primera vez que hacía aquello, no podía saber si eran banales o no, si resultaban extrañamente fuera de lugar, o si cabía esperar que siguieran a un hecho semejante.
Lo primero, me bajé las mangas de la camisa. No las tenía arremangadas, pero no dejaba de alisármelas y de estirarlas hacia abajo como si lo hubieran estado. Luego tiré de los puños para colocarlos de una forma más cómoda y palpé para ver si estaban abrochados. Uno se había abierto con la rápida pelea que había tenido lugar y lo volví a abrochar.
Luego miré el reloj de pulsera, no para ver la hora, sino para comprobar si había sufrido algún daño superficial. Le tenía gran aprecio; a algunos hombres nos ocurre eso. No mostraba ningún desperfecto pero para comprobarlo con doble seguridad le di cuerda brevemente, aunque con viveza. No había necesidad, era automático. Pero supuse que el pequeño estímulo adicional le beneficiaría. Lo había comprado en 1957 en Lambert Hermanos por ciento cincuenta dólares y jamás me había arrepentido.
Mientras tanto ella agonizaba en el suelo.
Fui al cuarto de baño, dejé correr un poco el agua caliente y me lavé las manos (como se hace casi siempre después de hacer cualquier cosa). Luego cambié a la fría y me eché un poco en el pelo. No me gusta el agua caliente para el pelo; abre los poros y creo que se puede uno acatarrar con más facilidad.
Iba a utilizar el retrete pero, sin saber por qué, me pareció indecente, irrespetuoso, no sé cómo explicarlo. De todas formas no tenía muchas ganas, así que no lo hice. Solamente había sido un reflejo nervioso causado por la muerte.
Luego me sequé las manos en una de las toallas y volví a salir.
Para entonces se había acabado de morir en el suelo. Ya estaba muerta.
Me agaché y le puse la mano en la frente. Fue la última vez que la toqué entre las muchas veces que la había tocado hasta entonces.
Le puse la mano en la frente y dije en voz alta:
—Ya no puedes pensar más ahí dentro, ¿verdad? Ahora todo está en silencio, ¿no?
Qué misterioso es, pensé. Cómo se pasa. Y cuando eso ocurre nunca vuelve a empezar.
Cuando volví a salir a la habitación de afuera, vi su zapato allí tirado, donde se le había caído en el transcurso de nuestra breve pelea. Parecía tan patético allí solo, sin dueño, parecía tan solitario, tan vacío. Algo me hizo agacharme a cogerlo y llevárselo. Como cuando alguien se va de viaje y se le ayuda a poner el abrigo, o las botas, o lo que necesite para marcharse.
No intenté volver a ponérselo, lo dejé a su lado al alcance de la mano. Vas a necesitarlo, le dije mentalmente. Vas a emprender un largo camino. A partir de ahora no vas a parar de andar, en busca de tu hogar.
Me detuve y por un momento me pregunté si era eso lo que nos ocurría a todos cuando cruzábamos al otro lado. Andar y andar, sin meta ni pasado; vagabundos, eternos errantes. Desaparecida ya nuestra última esperanza y horizonte: la muerte.
En la Edad Media tenían colores muy vivos, un infierno muy rojo, un cielo azul lleno de estrellas de oro. Por lo menos, sabían dónde estaban. Sabían cuál era la diferencia. Nosotros, en el siglo XX, sólo tenemos el largo paseo, el largo camino, a través de las fantasmales nieblas de la eternidad, que se extienden hacia atrás, de ningún sitio a ningún sitio, hasta que uno está tan cansado que casi desearía estar vivo otra vez…
Cogí la pistola y miré a mi alrededor con ella en la mano, sin saber qué hacer; finalmente me la metí en el bolsillo. No sé por qué; ignoro qué me impulsó a ello. En primer lugar había sido de ella. Supongo que sería por un reflejo de orden. De no dejar las cosas tiradas. Eso se aprende de niño.
Luego abrí la puerta y salí. Todo había terminado.
Fuera de la puerta, otra vez cerrada, agaché pensativo la cabeza un momento y escupí en el suelo a mis pies. No como se escupe con ira para ofender, ni siquiera con disgusto. Sino sencillamente como escupe uno para quitarse un mal sabor de boca, para limpiarla.
El aparato de televisión en que había reparado la primera vez, cuando había cruzado el pasillo al llegar, seguía bramando detrás de una puerta situada en el extremo más alejado y colocada en ángulo a la derecha —o la izquierda— del resto de las demás, según el lado en que uno se encontrara. No era de extrañar que no se hubiera oído el disparo. Se habría ahogado en el torrente de ruido como una gota de agua en el océano.
Lo único que se me ocurrió fue que quienes estuvieran allí dentro tenían el aparato vuelto o sesgado de tal forma que el impacto total se alejaba de ellos dirigiéndose hacia la puerta y el pasillo que había detrás sin que ellos mismos se dieran cuenta de lo que ocurría. De todos modos, hay personas que son insensibles al ruido de la televisión; pregunten a unos cuantos vecinos y siempre le señalarán a una.
Azotaba el vestíbulo como un huracán, sólo que sus olas eran auditivas y no de viento y agua. «Lo que me sucedió», rugía el aparato con la máxima potencia de sus atronadores tubos, «fue sencillamente que descubrí una pequeña píldora llamada Compōz. Ahora trabajo relajado y duermo tranquilo…».
Los demás no, pensé distraídamente con un compartimento perdido de mi mente.
Llamé al ascensor —era automático— y en el corto y suave descenso, sentí el impulso momentáneo de ir a ver a Charlie cuando llegara abajo. Era el portero. Ir a ver a Charlie, entregarle la pistola y decir: «Llame a la policía. Acabo de matarla allá arriba. Acabo de matar a la mujer del doce-diez».
Pero esa idea había comenzado a desaparecer aún antes de que acabara de bajar. Luego, cuando salí y no le vi por allí, aquello frustró mi propósito por completo. Uno no se queda esperando para confesar que ha matado a alguien. Lo hace en el impulso del momento o no lo hace.
Cuando salí a la calle vi dónde estaba el portero. Estaba una casa más abajo, ante el siguiente edificio, ayudando a unas personas a subir a un taxi. Este debía de haber dejado allí a unos pasajeros y, al no poder dar marcha atrás al oír su llamada con el silbato a causa del tráfico que venía detrás, él y sus acompañantes habían tenido que bajar hasta allí para cogerlo. Eran personas corpulentas, y las pieles que llevaba la mujer las hacían parecer aún más voluminosas. Costó bastante trabajo acoplarlas en el interior. La atención del portero estaba totalmente ocupada y tenía la espalda hacia mí.
Tampoco me había visto entrar. Debía de haber ido a la vuelta de la esquina a tomarse un café.
Qué extraño, pensé, que no me viera en ninguno de los dos momentos que cuentan. Pero entre tanto, apuesto que estuvo matando el tiempo delante de la puerta sin hacer nada. Así es como ocurren a veces las cosas; basta que trates de que no te vean, para que todo el mundo se fije en ti y cuando te resulta indiferente que te vean o no, todo el mundo mira a través de ti como si no estuvieras allí.
Me alejé de él y seguí mi camino por la calle, absorto en mis asuntos. El pasado estaba muerto. El futuro era resignación y fatalidad y sólo podía acabar de una manera. El presente era una insensibilidad que no podía sentir nada. Como una inyección de Novocaína en el corazón. ¿Qué había para mí en todas las dimensiones del tiempo?
Doblé a la izquierda en la primera transversal que encontré, recorrí una manzana y me detuve a beber algo en un bar. Lo necesitaba; estaba empezando a sentirme tembloroso por dentro. No era la primera vez que entraba en aquel establecimiento. Se llamaba Felix’s (un nombre bastante aproximado, cambiando sólo una letra). Había que bajar tres o cuatro escalones; era lo que se puede llamar un semi-sótano. Permanecía en un estado de oscuridad crónica, en una especie de media luz. Algunos decían que era para que no viéramos lo cortas y aguadas que servían las bebidas.
Sin embargo, era el lugar adecuado para mí. No quería tener una luz brillante enfocada sobre mí. Bastante pronto la tendría en alguna habitación interior de cualquier comisaría de distrito.
No obstante, mi invisibilidad se había acabado. Apenas acababa de sentarme y ni siquiera había habido tiempo de que me pusieran la bebida delante, cuando una joven se acercó a mí. Por detrás, naturalmente; era el único camino libre. Me dio unos golpecitos en el hombro con dos dedos.
Yo no la conocía pero ella a mí sí, por intermedio de alguien, según parecía. Incliné un poco el oído hacia ella, de manera que pudiera oírle si decía algo.
—Su amigo quiere saber por qué ya no le reconoce —fue lo que me dijo, con tono de reproche. Luego añadió, con esa estirada corrección que acompaña a una cierta cantidad de alcohol… e invariablemente cuando se siente, además, una sensación de inseguridad social.
—No debería ser así. El sólo quería que se acercara y se sentara con nosotros.
—¿Qué amigo? ¿Dónde? —pregunté de mala gana.
Señaló con la mano en la que llevaba el dinero de la vuelta de la máquina tocadiscos junto a la que acababa de estar, lo que obstaculizó un poco la exactitud de su gesto, pues tuvo que mantener tres dedos doblados para sujetar las monedas.
—En el reservado. ¿No lo ve?
—¿Cómo quiere que vea a nadie desde aquí? —pregunté malhumorado—. Todos tienen una máscara de sombra hasta la mitad de las caras. Sólo les veo la frente.
(El borde de la barra proyectaba una línea de sombra hasta esa altura aproximadamente alrededor de toda la sala; las luces estaban debajo por la parte interior.)
—Pero él sí le ha visto a usted —insistió la joven—. Y yo también.
—Bueno, él lleva aquí más tiempo. Yo acabo de entrar ahora. —Creí que con eso me libraría de ella y acabaríamos con el tema. En lugar de eso provoqué una discusión.
Hizo esa especie de mueca de niña pequeña que acompaña siempre a la expresión: «Ooh, lo que has dicho», o si no «Ooh, te voy a acusar». Puso la boca redonda como una gran O y los ojos en expresión acorde. Aquello contrastaba extrañamente con su maquillaje chillón y los Martinis o lo que hubiera tomado.
—Usted lleva por aquí casi una hora. Primero se sentó en un sitio, luego en otro y luego se acercó a la máquina de cigarrillos. Después se marchó un rato, supongo que al teléfono o a los lavabos, y luego volvió otra vez. No le perdimos de vista en todo el rato. Cada vez que él le llamaba usted miraba y luego apartaba la vista otra vez. Así que no fue que no nos oyera sino que no quería o…
—¿Cuál es, pues, mi nombre, si me llamó tantas veces?
Casi me caí al suelo. Ella me lo dijo: nombre y apellido. No con mucha exactitud, pero lo bastante parecido.
Todavía no muy convencido, pero dispuesto a estarlo, me acerqué con la joven a echarle una mirada al individuo en cuestión. Para entonces éste estaba de mal humor a causa del supuesto desaire. No quiso levantarse. Ni sonreír. Tampoco estrecharme las manos. Estaba también algo más que bebido. Su cabeza no dejaba de moverse sobre los hombros; los hombros no se movían, sólo la cabeza.
Yo no le conocía bien, desde luego, pero algo sí. Sin embargo, aquella no era la noche ni el momento adecuado para verse atrapado por conocidos o a quienes sólo se ha visto una o dos veces. Lo único que pensaba, alzando mentalmente los ojos, era: ¿Por qué he tenido que escoger precisamente este sitio? Hay una fila de bares a todo lo largo de la avenida. ¿Por qué he tenido que entrar aquí y encontrarme con estos dos?
—Te lo agradezco infinito —me dijo el individuo con sarcasmo.
—Se confunde usted —le dije secamente—. Yo acabo de entrar.
—Díselo tú —le ordenó él a la joven.
—Escuche, nos fijamos en todo lo que llevaba puesto. Era lo mismo que lleva ahora.
(—Pero lo llevaba otra persona —interrumpí.)
—El mismo chaquetón gris claro…
Lo palpó con los dedos.
(—Esta temporada Nueva York ha estado plagado de ellos.)
—¿Y el pelo cortado al rape?
(—¿Quién no lo lleva?)
—¿E incluso un alfiler de corbata brillante que relampagueaba con la luz cada vez que se volvía de cierta manera?
(—Todo el mundo lleva algún adorno metálico en el pecho.)
—Pero las tres cosas coinciden —exclamó ella—. Usted las lleva todas.
—Igual que esa otra persona que hace media hora, o quizás veinte minutos, estuvo sentada en la misma banqueta que yo, eso es todo. Fue una confusión.
Omití añadir: de todos modos, están los dos embotados por la bebida.
El hombre se volvió hacia la joven como para demostrarme lo que sentía por mí.
—Está poniendo una disculpa. Uno se cree que conoce a un tipo y luego resulta que no es lo bastante bueno para él.
—Su relación conmigo acaba de terminar ahora mismo —repuse concisamente.
Adelantó el labio inferior lleno de hostilidad.
—Entonces apártese de mi mesa. No nos moleste.
Se levantó de su asiento y me empujó hacia atrás con el brazo estirado y la mano contra mi pecho.
Yo le empujé a mi vez, también apoyando la mano en su pecho, y le hice sentar de nuevo.
Esta vez se levantó y dio la vuelta a la mesa y me largó un puñetazo. No puedo recordar si acertó o no. Probablemente no, si no me acordaría. Le lancé un golpe a mi vez y noté cómo acertaba, pero él sólo cedió un poco. Dio quizá un solo paso atrás, con un pie.
Un segundo golpe, el tercero de aquella breve pelea, y caí hacia atrás en el suelo, sobre los hombros. Era más resistente de lo que parecía, a pesar de su estado de embriaguez.
Todo el asunto no había durado ni medio minuto, pero todos los que estaban en el establecimiento nos rodeaban ya, formando un apretado círculo, como ocurre siempre en tales casos. El encargado del bar salió corriendo de detrás del mostrador, exclamando: —Muy bien, muy bien —con voz excitada. No especificó qué era lo que estaba bien.
Me ayudó a levantarme y luego continuó el proceso llevándome del brazo hasta la puerta, y un poco más allá, antes de que me diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. No me lanzó afuera; sencillamente me instó a que me fuera agarrándome del brazo. Allí me lo soltó y me dijo:
—Ahora márchese de aquí. Váyase a otro sitio a hacer eso.
Y me cerró la puerta en las narices.
Supongo que fui el elegido para ser expulsado porque el otro individuo iba acompañado por una chica y desde donde estaba el camarero parecía que era yo el que se había acercado a interpelarle y decirle algo incorrecto a la joven. La pantomima de la que acababa de ser testigo ocular habría bastado para sugerirle eso, sin necesitar ninguna banda sonora complementaria.
Me había vuelto y caminaba alejándome de la puerta, cuando la volví a abrir lo bastante para meter la cabeza, un pie y un hombro y protestar con indignación:
—Todavía estoy esperando mi bebida. La pagué y no la he tomado. ¿Dónde está?
—Ya ha bebido demasiado —repuso él arbitrariamente y con bastante inexactitud. Yo no había bebido nada.
—No le serviré nada más.
Tras decir aquello volvió hacia donde yo estaba y esta vez sí me empujó, me dio un fuerte empellón a través de la abertura parcial en la que me encontraba. De hecho llevaba tal ímpetu que me hizo caer hacia atrás, y de nuevo aterricé sobre los omoplatos, deslizándome a través de la acera.
Esa vez cerró la puerta por dentro (evidentemente una medida temporal hasta que yo me fuera) y bajó un estor sobre la sucia parte de cristal como despedida final.
Era la segunda vez que me derribaban en tres minutos y perdí la paciencia.
Me incorporé en posición agazapada, como un corredor en la línea de salida justo antes de iniciarse la carrera, y volví la cabeza a un lado y a otro en busca de algo que arrojar. Había una boca de agua para incendios, pero era inamovible. Había también una de esas papeleras de alambre del Departamento de Sanidad, que tachonan las aceras de Nueva York. Me acerqué a ella todavía agachado y miré adentro en busca de algo pesado. Lo único que vi desde arriba fueron capas de papel de periódico. Por lo tanto en vez de tirar parte de su contenido, tiré el receptáculo entero.
Lo levanté de su sitio, lo alcé por encima de la cabeza, corrí unos cuantos pasos con él dejando escapar fragmentos de basura, y lo lancé.
La puerta respondió con un atronador estampido como la explosión del tubo de escape de un camión pesado.
Pero no fue lo bastante fuerte como para romper el cristal, o mi impulso no tuvo la suficiente potencia, o había un fondo de rejilla protegiendo el cristal. Tan sólo lo rajó y la papelera cayó rodando, dejando detrás una cicatriz en forma de estrella que parecía estar hecha de azúcar en polvo.
El barman salió corriendo y me agarró. Nunca había visto a nadie salir tan rápido de un sitio. Todos los demás salieron también; unos se quedaron y otros se fueron sin pagar sus consumiciones.
Un par de coches patrulla surgieron formando como unas tenazas, uno en la dirección del tráfico y otro en dirección contraria, con las luces del techo apagadas para lograr el factor sorpresa, y quedé cogido en medio de los dos.
Antes de poder reaccionar me encontré de pie frente a la mesa de un sargento de policía.
El barman dijo que su puerta valía cincuenta y cinco dólares. Sentí ganas de decirle que el establecimiento entero no los valía, pero no me encontraba en situación de hacer valoraciones. El sargento le preguntó si aceptaría retirar la denuncia si yo abonaba los cincuenta y cinco dólares. Dijo que sí. El policía me preguntó si yo tenía esa cantidad. Miré y le contesté que no los tenía. Me preguntó si podía conseguir los cincuenta y cinco dólares. Repuse que lo intentaría. El sargento me dijo que podía utilizar el teléfono.
Llamé a Stewart Sutphen, mi abogado. Sabía que era inútil telefonear a su despacho a aquella hora de la noche, así que llamé a su casa. Tampoco se encontraba allí. Estaba en el campo. Reflexioné con mal humor que siempre estaba en el campo cuando intentaba ponerme en contacto con él. Recordé que la última vez había ocurrido lo mismo. No conocía a ningún otro abogado más aficionado a salir de la ciudad. Una vez me dijo que le gustaba estudiar sus expedientes allí donde había silencio, tranquilidad y ninguna distracción, en uno de esos pequeños hoteles del campo o albergues junto a la carretera. Muchas veces me pregunté si alguien le acompañaba para ayudarle a pasar las páginas, pero era una pregunta peliaguda. Y además no era asunto mío. Parecía ser bastante feliz en su matrimonio. Yo conocía a su esposa.
Dejé recado de quién era y dónde me encontraba y pedí que le dijeran que acudiera allí por la mañana con cincuenta y cinco dólares.
Al no pagar los cincuenta y cinco dólares me quitaron lo que llevaba en los bolsillos y lo metieron en un sobre de papel manila rectangular; el policía encargado de las pertenencias, que parecía tener un exceso de saliva lamió el borde, hasta ponerlo húmedo y pegajoso, lo aporreó para que se pegara y lo guardó para que se me devolviera cuando me fuera de allí. Apuntaron mi nombre y otros detalles en el registro, me inscribieron y me enviaron a una celda donde quedaría retenido durante la noche, acusado de embriaguez y conducta escandalosa.
Nunca había estado en una celda. En realidad no resultaba tan malo. Si se cerraban los ojos un momento y no se paraba uno a pensar lo que era, podía haber sido un pequeño cuarto vacío, sólo que la luz estaba fuera y no se apagaba en toda la noche.
Estaba solo. Había dos literas pero la otra estaba vacía. La embriaguez y la conducta escandalosa no debían de haber sido muy abundantes aquella noche. Se dan rachas de diversos tipos de delitos en ciertas épocas; los policías pueden decirlo. La manta olía a creosota, esa es la parte que mejor recuerdo. Podía oír a alguien roncando por allí cerca, pero no me importaba, aquello disminuía un poco la soledad.
Incluso el desayuno no fue demasiado malo. No peor del que se puede tomar de pie en una cafetería corriente. Y, por supuesto, en el centro de la ciudad. Lo pasaron a eso de las seis, un poco antes de lo que yo suelo tomar el mío. Harina de avena, pan blanco y un jarrito de café. Rechacé los dos primeros porque no me gustan las gachas aguadas ni el pan blanco algodonoso, pero pedí otra ración de café y me la dieron no sólo gustosamente sino incluso (creí notar) con un toque de sentimiento amistoso por parte del individuo del pasillo. Supongo que yo no era del tipo de los que solían tener allí dentro.
Mientras tanto no dejaba de pensar. ¿Es que no lo saben todavía? ¿No saben lo que he hecho? ¿Por qué tardan tanto en enterarse? Creía que eran tan rápidos, tan infalibles…
Stephen llegó a eso de las diez de la mañana y pagó los daños; a su debido tiempo abrieron la puerta y me indicaron que me marchara. Mientras bajábamos las escaleras de la comisaría, uno junto al otro, sacudió su cabeza de mechones entrecanos y apretados rizos y me regañó suavemente:
—Un hombre de tu edad, rompiendo ventanas de bares, alborotando… ¿Qué pretendes, portarte como un perpetuo adolescente?
Aparte de eso no tenía mucho más que decir. Supongo que para él aquello era una menudencia, no un caso legal sino un caso de pérdida de paciencia.
Tampoco le dije a él lo que había hecho. No sé por qué; no tuve fuerzas. Él era la persona adecuada para decírselo, más que los policías. Era mi amigo y abogado en una sola pieza. Por lo menos le habría dado una ventaja para pensar cuál era la mejor postura que yo debía adoptar. Pero me sentía cansado y agotado. No había cerrado los ojos en toda la noche pasada en la celda. Sabía que en cuanto hablara ya no me dejarían solo; me arrastrarían aquí, me meterían allá y me empujarían al otro sitio. Quería tiempo para dormir y pensar en ello; tiempo para prepararme para lo que me esperaba.
Me preguntó de forma rutinaria si podía dejarme en algún sitio. Pero yo sabía que estaba ansioso por volver a la rutina de su despacho y no de actuar como chófer de nadie. Además quería estar solo. Tenía muchas cosas en qué pensar. Por tanto, le dije que no y me alejé de él caminando calle abajo, solo y con mi tristeza.
Así llegó la noche a su tardío final, aquella memorable e inolvidable noche.
Me sentía deshecho, por dentro, por fuera y por todas partes. Como cuando a uno le duele un diente, se lo saca y el agujero donde estaba le sigue doliendo casi tanto como antes. No se nota la diferencia.
Pero lo paradójico de todo el asunto fue que la noche en que cometí un asesinato me encerraron solamente acusado de conducta escandalosa.
Como verán en la Sección II de la bibliografía que sigue, uno de los manuscritos que Woolrich dejó inacabados era una novela llamada The Loser. «La vida es extraña a veces» constituye el primer capítulo de esa novela, aunque resulta perfecta como un relato independiente y como excelente ejemplo de la última época de Woolrich, en que el amor, la muerte, la ironía y la amargura se mezclan a partes iguales. El destino final del protagonista del relato puede conocerse en el cuento de Woolrich «The Release», incluido en la antología MWA de Robert L. Fish, titulada With Malice Toward All (Dulton, 1968), porque The Release es el último capítulo de The Loser.