02
—¿Dónde has estado?
Cierro la puerta a mis espaldas. Es una de esas puertas típicas de Corfú, con las dos hojas de madera barnizada y las rejas de metal esmaltadas de blanco, tras las cuales pueden quedar abiertas las dos ventanillas de cristal biselado. Aquí, están cerradas. Tal vez la incrustación de las capas de pintura bloquea las bisagras. Tendré que echarle un vistazo. Mientras tanto, noto un fortísimo olor de sofrito de ajo y arrugo la nariz. La escalera es de madera pintada de blanco, empinada como el Cervino, y está a oscuras por el momento. Me meto a la izquierda, en la cocina. Una sartén chirría en la cocinilla, la mesa está puesta para dos con vajilla desparejada. Arrugo de nuevo la nariz.
—¿Qué es? —y aludo a lo del fuego.
—¿Se puede saber dónde has estado?
—Pues en Pélekas, ¿no?
Me siento en la silla más cercana y pruebo a estirar la pierna izquierda. Error y horror, porque así me provoco una punzada tremenda que me hace soltar un juramento, rigurosamente en italiano.
Alza los ojos al cielo.
—Menos mal que vuelves del cementerio... ¿Pero hasta estas horas?
—Son solo las ocho y media. —Empiezo a mosquearme; los interrogatorios normalmente los hago yo.
—¿Entonces?
—Entonces, ¿qué? Me he parado arriba a tomarme un café, visto que ya estaba. Panorama fantástico. Si lo llego a saber que me encontraba esta peste, comía allí sin más.
Me vuelve la espalda como el que se pica y le da la vuelta a algo en la sartén.
—Mira que el ajo sienta bien.
—Ni que estuviera enfermo del corazón —le digo.
Tassos es primo mío. He venido a quedarme con él, en la vieja casa de mi madre y de la suya, en Corfú capital, detrás de la plaza de San Roque, entre las prisiones, el cementerio inglés y el manicomio. Ni que lo digas, una buena zona. En cualquier caso es céntrica, con bastante tráfico y está llena de tiendas y talleres, de viviendas construidas deprisa en los años ochenta y ya viejas, o ruinas de antiguas casas ‘aristocráticas’, derrumbadas, destartaladas, plagadas de ratas y de perros vagabundos. Las cloacas funcionan poco y mal, y las alcantarillas atufan de la mañana a la noche con un olor inconfundible.
Es lo primero que me ha impresionado a mi llegada aquí. También de chaval era así, cuando llegábamos de Italia. Del profundo norte, donde las cloacas no se ven y sobre todo no se perciben, y donde las alcantarillas no las cubren con alfombrillas mugrientas y tablas para cortarles el paso a las ratas. Una tufarada de un olor que se parezca a este, cuando me ocurre olerla en algún sitio, me trae derecho hasta aquí en un pispás. Es incluso más característico que el perfume de los jazmines, que se esparce de noche desde casi todos los jardines por las aceras.
Él también se sienta mientras alarga una mano para apagar la cocinilla.
—¿No se papea? Para mi estómago son todavía las siete y media, vale, pero tampoco es que pueda esperar hasta las tantas de la noche.
Hace un gesto con la mano que me recuerda un montón a aquellos actores afeminados en ciertas películas viejas. No sé por qué pero, cuando lo miro, me hierve la sangre. Consigue despertar al ‘policía malo’ que hay en mí. Si no fuera primo mío, le partiría la cara; mejor dicho, es al revés: desde el momento que es primo mío, esto es un motivo más para partirle la cara. Desde críos ha sido así, me sulfuraba. Bastaba con que abriera la boca y empezaba yo a insultarlo y perseguirlo para soltarle algún sopapo o puntapié o, aún mejor, para arrancarle el pelo. Eso me divertía la tira; él siempre ha tenido en gran estima los bucles rubitos de su pelo. Al final le han quedado unos pocos, patéticos mechones alrededor de las orejas y en lo alto del cráneo, que, junto a todo el resto de su figura larguirucha, le dan el aire de un pavo adolescente.
Una vez casi lo ahogué en el mar manteniéndole la cabeza bajo el agua. Lloró durante una hora y ya no se me acercó en una semana. Mi padre en esa ocasión no estaba, pero en todo caso era demasiado bueno para pegarle a nadie, y mi madre y mi tía tomaron cartas en el asunto. Pintaron bastos. Al final tenía yo la cara inflada como una sandía, pero eso no me impidió seguir haciéndole perrerías al pobre Tassos.
—¿Te apetecen dos souvlakis?
—Si los comimos ayer...
—No es culpa mía si tienes aborrecido el ajo.
Será una convivencia difícil, me lo huelo. En teoría, debería quedarme un mes. Pero no tengo aún el billete de vuelta. Las fechas eran un lío y, encima, costaba demasiado. El billete de ida ha sido un sablazo. Para ahorrar, podría coger el ferri hasta Bari o Ancona, pero hay dos inconvenientes: odio los viajes en ferri y, además, tendría que coger un tren para ir al menos hasta Milán. Solo de pensarlo, se me ponen los pelos como escarpias.
—Venga, vale, los souvlakis —le digo, y corre a encargarlos por teléfono.