15
He soñado que iba a toda pastilla en bicicleta por la playa. Era yo pero no era yo, como suele ocurrir en los sueños. Sientes que eres tú, pero tienes siempre otro cuerpo y otra cara. No te das cuenta de inmediato, claro, todo es normal, pero a la mañana, cuando despiertas y te lo piensas, dices: «¿Pero era yo ese melenas juncal y fornido que pedaleaba como un descosido por el borde mojado de la playa?».
Los otros también cambian, eso sí, en los sueños. Por ejemplo, en un determinado momento, viene a mi encuentro una chica. Era Vassilikí. No la Vassilikí de ahora, sino como la recuerdo si cierro los ojos, con el pelo menos oscuro, sin maquillaje y con una sonrisa entre lo tímido y lo seguro, algo indecisa. En realidad, en el sueño parece que casi no nos conocemos. Me paro al instante y ella me dice que si quiero una mano con la rueda, que está algo desinflada. Le digo que sí, como si tal cosa, y nos encaminamos no se sabe bien hacia dónde, pero al momento estamos sentados a la mesa de un bar, bajo una sombrilla de colores, en medio de otra gente. Se ve el mar y hay un enorme sol; charlamos de esto y aquello, de cosas que no recuerdo y que no deben de haber tenido nada que ver con ninguna de nuestras vidas. Nos apetece pedir dos tés fríos. La bici no sé dónde la he dejado. Se acerca un tío a la mesa, sonríe también, pero no es el camarero. Es el padre Yoakim. Lo sé como se saben, claro, las cosas en los sueños, es él aunque no se le parece en nada. Es incluso algo rubio. En cualquier caso, no lleva el gorro de cura, no tiene barba, va en mangas de camisa y vaqueros descoloridos.
—¿Puedo juntarme con vosotros? —pregunta, y nosotros, encantados y a coro:
—¡Pues claro!
Somos todos jóvenes y demasiado sonrientes para mis gustos.
—Vale —dice él, se aleja un momento de la mesa y luego vuelve con un helado gigantesco y la larga sotana negra desabotonada por delante.
Me despierto.
Y llueve. A cántaros y sin parar. Me acerco a la ventana y aparto las persianas de madera descascarillada. Sopla el aire, el cielo está bajo y plomizo y lleno de nubarrones enormes por lo que puedo ver entre los otros tejados. La lluvia debe de haber empezado ya hace rato, pero sin truenos y rayos, porque no me he despertado. La franja de jardín ya se ha quedado reducida a un charco de barro rojo. Son las ocho y media. Nada mal. Duermo, duermo un montón. Esto empieza a gustarme. Tengo tantos años de sueño atrasado como para poder permitirme el lujo de descartar un sentimiento de culpabilidad. Empiezo de verdad a pensar que estoy de vacaciones. Menuda baja. Unas vacaciones merecidas, después de todo. No llego a pensar que ese traspié haya venido por mi bien, pero no es tampoco el peor de los males. Voy al baño y me miro en el espejo. Estoy en calzoncillos y camiseta de tirantes como un griego cualquiera y llevo la barba larga de dos días. Decido no afeitarme hoy tampoco. Me lavo con abundantes chapoteos de esta agua toda cal que no le deja hacer espuma al jabón. Me lavo los dientes sin sacar la cuenta de los picados. Me atuso el pelo con las manos húmedas y, en eso, me viene a la cabeza el sueño. Empiezo con un fragmento y luego va viniendo detrás, un poco cada vez, todo el resto. El fragmento soy yo melenas en bicicleta: una absurdidad tan absurda que pienso en lo extraño que es el cerebro de los hombres. «¿Me veo de verdad así? ¿O era solo el intérprete de una película surrealista?». Dejo a Freud la respuesta porque lo que me interesa es otra cosa: «¡Cómo cojones he hecho para olvidarme de él?».
—Empiezas a perder comba, Antony —me digo en voz alta.
De hecho, ayer me olvidé de hablarle a Kostas del otro cura, el que conocí yo.
Sin cuidado, algo que hacer para hoy. Me estiro, renqueo hasta el cuarto, Tassos no habrá bajado aún. Bien, me beberé un café en santa paz delante de la puertaventana abierta de atrás, respirando rachas de aire mezclado con agua. Ya me paladeo el fresco, el olor de las plantas mojadas y de la tierra empapada. Llevo una camiseta y miro desconsolado el cúmulo de pantalones abrumadoramente largos y serios que he traído y que me toca ponerme hoy también.
Ya está, ha llegado el momento. Quizás me veo un pelín talludito para hacer de crisálida, pero empiezo a estar hasta allá de mi ropa de magno-griego provinciano. Hoy es el día en que la mitad helénica de mi sangre ha decidido tomar la delantera. O por lo menos lo intenta. Empezaré por comprarme un par de bermudas, un par de camisetas, tal vez una camisa más veraniega y calzado ligero. La compra del varón no es desde luego tan diferente de la de la hembra. Es algo así como la muda de piel de las culebras, solo que las mujeres mudan demasiado a menudo.
Me meto en los vaqueros de mala gana, pero es que no me apetece deambular por la casa en calzoncillos, aunque cedo en lo de las chancletas. Me las compró Tassos el primer día porque se me había olvidado traerlas. Son unas sandalias de goma turquesa, y parecen dos balsas para náufragos a la desesperada. Cuando me las dio, las miré fatal.
—De tu número he encontrado solo estas —se justificó—, y, además, van bien para la playa.
Pobre Tassos, no tuvo una mala ocurrencia.
Bajo a prepararme el café. Hay un estupendo silencio aparte del gorgoteo de la lluvia por el sumidero. El tráfico está más allá de esta calle y de las casas. También las mujeres están mudas hoy; hasta la vieja chiflada y la otra cotilla del tercer piso en el edificio de enfrente. No está la radio de Tassos, con los noticiarios y el horóscopo y las recetas de cocina. No están los periódicos sobre la mesa. Podría estar en cualquier momento del tiempo, podría olvidarme de qué día es hoy; es más, ya lo he olvidado. ¿Será miércoles o jueves? ¿Y el número? Las cosas que tengo alrededor, incluida la cafetera en el gas, la silla que cojo bajo el brazo y me llevo al final del pasillo, los cuatro marcos con flores a punto de cruz a lo largo de la pared, la puerta de hierro y cristal, pesada, que se abre rechinando, los tres escalones de mármol, brillantes por la lluvia, que acaban en la tierra rojiza, el muro que da a la parte de atrás de la casa, esa tinaja mellada en un rincón, pintada de verde y con geranios rojos dentro —«¿son los mismos geranios?», me llego a preguntar—, todas están aquí desde hace tanto tiempo que ya no tienen una edad. Yo tampoco, en este momento, tengo una edad precisa: oscilo entre los cincuenta años y los diez, entre los dieciséis y los treinta, sin quedarme en ningún lado. Respiro a pleno pulmón, y ahí está el olor dulzón de la lluvia que lo impregna todo. Me quedaría en el umbral horas y horas oyéndola caer y respirando, y al mismo tiempo me entran ganas de salir y correr por el paseo marítimo y pillarme la llovizna como cuando era un crío. Agua arriba, agua alrededor, el mar gris mate y agitado, las barquitas amarradas, alguna hundida, poca gente por ahí, andando con cautela porque sobre esas losas de mármol liso y mojado te resbalas de malas maneras. Y el Paleó Frourio, el Viejo Fuerte, como un barco de piedra, listo para hacerse a la mar entre las olas. Y la cebolla roja del campanario del Santo, contra un cielo casi negro como el carbón.
Y entonces me vuelve a la mente el tercer fragmento del sueño. Y algo más. Porque nos las vimos negras una vez Vasso —la llamaba así por entonces, era más corto y más fácil— y yo. Nos habíamos encontrado a escondidas de los demás dándoles el esquinazo por las callejuelas del Campielo para estar solos un rato. Corriendo como locos, bajamos de la Muralla hasta abajo, no por la parte del Faliraki, sino por el otro lado, pasados los escollos, hacia la capilla de Nuestra Señora Megalomata. No había nadie bañándose, aunque fueran las cinco de la tarde, porque se estaba poniendo feo y la gente prefería quedarse más a cubierto en el otro lado, hacia el Viejo Fuerte o en el Faro, al final del paseo marítimo. Se levantó un ventarrón, pero nosotros estábamos acurrucados y quietos, abrazados como dos monitos para calentarnos un poco —por lo menos, esa era la excusa—, con las espaldas contra el muro de piedra y los ojos fijos hacia delante, en el mar y en la isla del Vido. Me acuerdo de que no hablábamos. El aire silbaba cada vez más fuerte. Sin embargo, éramos felices; lo sé, aun ahora, por cómo estábamos allí, tortolitos inmóviles, sin osar cantearnos ni un milímetro. Tan sumamente felices —e incrédulos— como para quedarnos mudos. El caso es que, entretanto, las olas crecían, se alargaban sobre las piedras delante de nuestros pies, comiéndose poco a poco esa franja de tierra bajo la muralla. El agua ya había subido sobre las rocas que nos separaban del Faliraki. Pero nosotros, nada, inmóviles y sonrientes, pasmados y encandilados. Cuando una lengua de espuma se abalanzó más acá mojándonos el trasero, por fin nos sobresaltamos. Vasso lanzó un pequeño grito y yo miré a mi alrededor sin saber si reír o preocuparme. Una de tres: o continuábamos por la izquierda a lo largo del murallón, esperando que el margen de tierra no estuviera ya sumido, para subir por una escalerilla más allá de la curva; o nos empapábamos encaramándonos por las rocas de la derecha y subiendo rápidamente —que era el camino más corto—; o nos quedábamos guarecidos allí, dentro de la gruta de Nuestra Señora, corriendo el riesgo de acabar a remojo con la alta marea. Mi romanticismo inconsciente me hacía más proclive a la tercera hipótesis; la idea de soltar el abrazo alrededor de los hombros de Vasso me parecía un precio demasiado alto a pagar por una tormenta. No obstante, su repentino miedo me había devuelto a la cordura, así que cogimos el camino más corto y más mojado, aunque quizás el más seguro. Me acuerdo de que al final temblábamos como pajaritos, pero es que nos daba vergüenza ir por ahí abrazados. A los catorce años se tiene vergüenza de todo o de nada. Y entonces nos hicimos el camino entero separados, gachos y a contraviento, con el riesgo de pillarnos una pulmonía veraniega. Pero, cuando nos dejamos delante de la puerta de su casa, no nos importaban nada los silencios, los sermones que nos esperaban o las trolas que contaríamos. Teníamos los ojos más felices que yo he visto nunca más desde entonces.