12
Ahí está el viento maestral. También ha llegado, justo para que no me falte nada de los viejos recuerdos. Se abren de uno en uno como huevos.
Y Vasso es otro recuerdo. No me lo esperaba en absoluto verla. No lo había pensado. Pero quizás no es ni siquiera verdad. He fingido no pensar en ello hasta hoy, a lo mejor durante años, durante siglos, y luego, casi me doy de bruces con ella en medio de la aglomeración. Han llegado de toda Grecia; qué digo, de todo el mundo. Como por Pascua, como cuando se tiran tinajas enteras de agua desde los balcones en Sábado Santo. Están los yates en fila, pegados uno al lado del otro como sardinas de lujo, en el pequeño puerto deportivo del NAOK, a la sombra del Viejo Fuerte veneciano. Alguno, demasiado grande, se ha plantado en medio del golfo y se balancea apenas. Transbordadores que van de un lado a otro por la costa cargados de bombillas y turistas atracan en los escalones de la Garitsa, justo delante del Corfu Palace. Los municipales paran los coches en el aeropuerto; total, ya no se sabría ni dónde ponerlos. Filas de autocares descargan gente. Manadas humanas corren cuesta arriba aupando carritos y abueletes en volandas. Por suerte no hace un calor infernal. El santo ha hecho medio milagro hoy que es su fiesta: poco sol, dosificado bien; pero, como contrapartida, un ventarrón despótico que sacude los árboles, levanta las faldas, hace despotricar a las mujeres por los dineros gastados en la peluquería, y atropella de lleno a las bandas de música y a los curas en fila de a dos. Hay que esperar que no vuelque las andas y la urna con el pobre cuerpo llevado de pie entre las músicas, los cirios y los rezos. La Espianada está llena de gitanos. Están acampados en el prado desde hace dos noches para verse bien la procesión. Los cafés del Listón están de bote en bote; la caja de hoy vale como mínimo por dos semanas de trabajo.
Yo renqueo hacia el palacio Real. Quiero pillarme un hueco para ver pasar a los curas y luego oír lo que diga el obispo. No es una ceremonia en tono menor como me pensaba. He escuchado toda la liturgia en la basílica del Santo. Me he despertado al amanecer. Me he bebido un vaso de agua y he atravesado el centro para meterme entre los fieles. Todo parecía normal. Nadie decía ni mu o gimoteaba, si acaso sudaba un poco en medio del incienso. Las bandas han salido; las trece. Por último, el buen taumaturgo: el Obispo de Trebisonda, con su cabeza de mueca melancólica reclinada de lado sobre un hombro. «Hacía años que no nos veíamos, viejo mío», le he susurrado desde lejos, y me ha dado la impresión de que ha suspirado. O hubiera querido hacerlo. Luego, lo han levantado en andas y lo han sacado afuera.
Hay santos que no se están en santa paz ni después de muertos, y este es uno de esos. Todos los años lo sacan en procesión, tres veces al año, pero se dice que, cuando abren el sarcófago para mostrarlo a la gente, encuentran las alpargatas todo desgastadas, porque él, también, se va por ahí solo. Anda de noche por los caminos de la isla y, luego, vuelve al amanecer a la tumba para escuchar nuevos rezos y recibir más besos. Las andas de plata repujada son el donativo de una dama veneciana. —Otra...—. Siluetas de barcos y de barcas, de oro y de plata, se cuelgan como exvotos en todas las lámparas de la iglesia. Su cara nos mira desde cientos de iconos. Las pinturas en los muros de su capilla están todas ahumadas por las velas, pero a él se le reconoce de inmediato: está recubierto de plata por entero. Los plateros también se forran en Corfú. Por lo demás, es un santo con grandes poderes: el salvador de la isla. Casi nada.
Pues, ya puestos, podría hacerme otro milagro y susurrarme al oído algún buen indicio. Pero no puedo pedirle demasiado. De chaval le pedía un montón de cosas, pero ahora es otro cantar. Sin embargo, a lo mejor ha visto en algún recoveco de las entrañas un deseo más inocente y ha decidido atenderlo. Los santos, ya se sabe, tienen más largueza de miras que los demás.
Lo cierto es que, en vez de concentrarme sobre los curas en fila de a dos, con sus barbas, las casullas de colores, los gorros bordados, las cruces con gemas, en vez de escrutar sus expresiones, en vez de verificar si también mi joven cura está entre ellos, dado que en la iglesia no lo he visto, en vez de escuchar con atención la voz del obispo difundida por la megafonía, aquí me tienes, a por lo menos dos kilómetros de distancia, sentado a una mesa del café Nautilus, casi en el faro del paseo marítimo, detrás de una cortina de plástico transparente que repara de las salpicaduras de agua salada. Entre la bulla de las mesas abarrotadas y el soplido continuo del viento no me entero casi de nada, pero mientras tanto me atiborro de frito mixto de pescado congelado y bebo un vaso de cerveza mirando a los ojos de una mujer que recordaba chiquilla. Vasso, Vassilikí.
Hemos recorrido el aluvión a contracorriente, diciéndole hasta otra al viejo Espiridión y a las más fervorosas, que se tiran al suelo a sus pies para pedirle la gracia. Le he guiñado el ojo. Ha sido ella la que me ha traído aquí. Tiene algo de tripita, un pecho venturoso, la falda tirando a estrecha, una camiseta holgada y el pelo teñido de un color a medias entre negro y rojo. Para mí, que soy hincha del Milan, va que ni pintado. Quizás ella haya pensado que el total black, como dicen los seguidores de la moda, o te adelgaza o te enviuda. No sabría decir pero, con el maquillaje de la cara y con las uñas pintadas de morado, no me inclinaría por la segunda hipótesis. Y además, ¿hay todavía viudas que se vistan de negro integral, al menos durante un año —cuando no para todo el resto de la vida—, por debajo de los setenta años como mínimo? Me viene a la cabeza mi madre. Pero ella era distinta, también en eso, de la media de su tiempo. Optó por marrones y grises discretos, pero tres veces a la semana cogía el correo por la mañana para llevar ramos de claveles y rosas bajo los cipreses de Pélekas, que llovieran chuzos o que abrasara el sol.
Tiene aún una cara bonita. Tiene aún esos ojos que parecen de pega, de tan claros como son. En medio de todo ese rímel me miran con una mezcla de incredulidad y dulzura. Hay un pliegue marcado entre el pómulo y la boca, pero cuando sonríe le veo los dientes bonitos de una no fumadora. Y eso no deja de sorprenderme.
—¿No fumas? —le pregunto justo para verificarlo.
—No, lo dejé en el embarazo.
Primer golpe. Que además ‘golpe’ no es la palabra justa. ¿Por qué habría de ser un golpe? No la veo desde hace treinta años o más, desde que nos perseguíamos por la calle e íbamos a comernos un helado al puerto, o jugábamos a besarnos bajo la Espiliá o entre los cachos de botella de la Fortaleza Nueva, arriba en lo alto, con las piernas colgando en algún parapeto, después de haber visto la puesta del sol, rojo sobre la ciudad entera, sobre la isla de Vido, sobre los barcos atracados en el puerto, a nuestros pies. Recuerdo una excursión con las familias al Pontikonissi, la Isla del Ratón. La barquilla se separa de la iglesia blanca de la Virgen de las Blajernas hacia esa loma cubierta de árboles y con una minúscula ermita del Salvador, blanca también, plantada en lo alto de una escalera blanca. Los hatillos, llenos de cosas de comer en sus fiambreras todavía. Huevos duros, tomates, uva, queso, trozos de pollo del día anterior, pan con sésamo y loukoumias transparentes y rosa cubiertos de azúcar de flor. Recorrimos toda la isla —no costaba mucho— encaramándonos por cada senda, encendimos las velas, comimos a la sombra de un pino marítimo y esperamos la salida de una nueva barquilla, después de zambullirnos en el agua límpida. Pero a mí se me había metido en la cabeza volver a nado, y voy y me tiro. Al final consigo llegar, aunque me gritan de todo desde la barca. Me llevé también un par de bofetones en cuanto estuve fuera del agua. Y estaba yo como un tomate delante de ella, si bien me miraba como si fuera un héroe. Y se me acercó para rozarme la mano, pero yo ni la miré por la rabia y la humillación. Un héroe un poco cenizo.
Ahora, en cambio, la puedo mirar todo lo que quiera, entre un bocado y un sorbo. Ella también tiene buen saque, y la cosa no me desagrada. Su mirada no ha cambiado.
—¿Recuerdas cuando me llamabas Reina?
Le sonrío desde detrás del vaso. Lo poso y me limpio los labios con la servilleta de papel. Es verdad. Jugaba con su nombre, Vassilikí, y con el hecho de que para mí era una especie de princesa. Llevaba el pelo cortado como una pequeña Cleopatra por entonces, y el flequillo le acababa en los ojos o se le pegaba en la frente cuando nadaba en el agua y reafloraba después de una zambullida. Alguna que otra vez le aparté esos pelos de las pestañas con un gesto algo hierático y delicado de la mano, o se los soplaba con un silbido.
Ahora, la permanente le riza el pelo, mucho más largo, desparramado entre los hombros y la espalda. La frente queda descubierta a medias con alguna arruga sobre las cejas afinadas.
En el recorrido hasta aquí, tras la sorpresa inicial, nos hemos quedado curiosamente callados. Algo cortados tal vez, y vete tú a saber por qué, después de tantísimo tiempo. Y sin embargo lo hemos dejado plantado todo allí, al santo, a los curas y las bandas, para refugiarnos en un bar abarrotado y con los silencios más normales de una comida improvisada. Ni que hubiéramos tenido una cita. Pocas preguntas caminando, “por qué estás aquí, cómo estás, me enteré de lo de tu padre, de tu madre”; lo de costumbre que también me ha dicho Kostas. Pero ella se quedó aquí. Nunca se marchó. ¿Y entonces? ¿Por qué toda esta ausencia? ¿Por qué este vacío de años? Y me doy cuenta solo ahora que ya han pasado, y no mientras pasaban.
—Háblame de ti —le digo—. ¿Te has casado? ¿Trabajas? ¿Cuántos hijos?
—¿Qué haces?, ¿un interrogatorio? —Me sonríe.
Pienso que es curioso que me vea policía ahora que estoy casi jubilado. Bueno... no exactamente.
—¿Cuándo te enteraste de que trabajaba en la policía?
—De inmediato. ¿No hiciste ahí también la mili?
Dieciocho años, veinte, veinticinco, treinta... Yo haciendo prácticas, estudiando para aprobar los exámenes, jugándomela en las primeras misiones, y ella aquí. A lo mejor le pedía noticias a mi madre, a algún conocido. O tal vez no. Dos años menos que yo. Cuando la dejé, todavía iba al instituto. ¿Y luego? ¿Dónde se metió?
Me mira y parece que ha entendido. Apoya la espalda en la silla y pone las manos en la mesa. Ahora le miro los dedos con más atención. Ella tampoco lleva alianza, como Kostas. Como yo.
—Volvías cada vez menos a la isla. Al final, dejaste de volver. ¿Por qué? ¿Demasiado trabajo?
—Bastante. —Así que la ausencia es mía, y no suya—. En cualquier caso, algo sí que he vuelto.
De repente, empiezo a sentirme como un adolescente al que le han dado un plantón el día de san Valentín, y eso me cabrea y me da repeluznos al mismo tiempo.
¿Quién es esta mujer que tengo delante? ¿Y de verdad me interesa saberlo?
Ella me hace un cuadro rápido. Cuatro pinceladas para darme una idea general, sin entrar en detalles. Sospecho que no le hace demasiada gracia airear el pasado, pero a lo mejor me equivoco.
—Es que tuve un hijo bastante pronto. Mejor dicho, una hija, Marta. Pero no estaba casada. Tenía que prepararme para el Panelinies, habría querido seguir estudiando, entrar en la universidad. Pero no lo conseguí. La verdad es que me sentí una tonta. Quedarse encinta a los dieciocho años de un imbécil de paso, que luego pone pies en polvorosa y no lo vuelves a ver, no es el no va más de la vida.
—¿Un universitario?
—¿Cómo has hecho para entenderlo? —Parece asombrada.
—Soy un genio de las asociaciones de ideas y de las deducciones de salón —le digo; no sé si entiende mi ironía de lombardo.
Entretanto, he encajado el segundo golpecillo. Falto dos veranos; luego, vuelvo, pregunto por ella y me dicen que está en Patras con parientes o algo parecido, y ahora descubro que había quemado su amor adolescente deprisa. Demasiada prisa. Pero ¡quién fue a hablar! Los amores de la edad del pavo no cuentan nada. Solo en perspectiva.
—¿Te enseñó también a fumar?
El asombro aumenta, pero de pronto una sombra pasa y se va. Lo sé yo también. Ahora se ha acordado de quién es. Ya no es la chiquilla que tiene que sentir vergüenza o excusarse porque se ha enamorado de uno mayor, uno que sabía tocar bien el bouzouki, en todos los sentidos, y fumaba cigarrillos sin filtro; uno que estaba todo el año, no solo en verano, y que no veía la hora de probar el fruto de las famosas corfiotas. Un griego auténtico, tal vez de Atenas, Tesalónica o Patras. Se ha acordado de ser la madre de una hija de casi treinta años que ha criado por sí sola, y que no le debe demasiadas explicaciones a un policía italiano que conocía cuando aún no se afeitaba.
Me siento un idiota. ¿Qué es lo que hacemos aquí con una fuente a medio comer de gambas y calamares descongelados y fritos? Escurro la cerveza del fondo del vaso. Está tibia. Me siento peor que idiota, me siento viejo. Querría irme a escape, o volver atrás, tan atrás como para no tener que sentirme ya un idiota, simpática prerrogativa de los mayores. Pero no es posible ni lo uno ni lo otro. Hay de por medio leyes físicas y metafísicas y hasta los buenos modales. Por eso, me quedo y la miro con esa cara que adopto poco: la del policía amable, benévolo y magnánimo. Del policía bueno.
—Marta, un bonito nombre.
Se empieza a arrepentir de haberse venido conmigo. Y yo empiezo a pensar que san Espiridión me ha querido gastar una bromita. Pero los ojos, a fin de cuentas, esos ojos valen la comida, los relatos, los silencios, los recuerdos, casi todo. Así que, para evitar el estancamiento final, saco mi as de la manga:
—¿Y bien? Desaparezco durante años y me encuentro un cura asesinado en una iglesia. ¿De qué va esta historia? ¿Qué pasa en la vieja Corfú? ¿Están de verdad todos locos?
Y volvemos a hablar.