17
Hoy estoy cansado. Mejor dicho, me siento cansado. O por hilar más fino: tengo ganas de sentirme cansado. Ya desde esta mañana. Desde que he abierto el primer ojo, apenas una ranura toda apretujada, y luego el segundo. Cuando hago eso y no los abro de par en par juntos y no me incorporo en la cama y no echo pie al suelo como si me quemaran las sábanas, entonces quiere decir que el cansancio se me ha apoderado, a pesar de la roncada, y me quiere tener con él un rato todavía.
Antes no le podía hacer nada. Y entonces había quina que tragar para todos. Como si fuera culpa de los demás. Pero es que encima me lo pasaba bien. Podía desahogar mi humor ‘cordial’ con cualquiera que se me pusiera a tiro, desde el quiosquero hincha del Juventus —un chepudo cabroncete—, hasta el de puertas en la Jefatura, pasando por el primer delincuente del día.
Pero aquí y ahora es distinto. ¿Cómo se dice? ¿Inédito? Venga, ‘inédito’, al menos para mí. Estoy de vacaciones. Hoy me lo he repetido tres veces, pero al final me ha entrado en la mollera. No tengo que limitarme a agarrar por el cuello a Tassos, como ya hago todos los días; no me tengo que limitar a arrastrarme de una habitación a otra o de una acera a la otra mirando torcido las caras y los pies de los demás.
Así que he cogido el autocar. Porque, si uno está cansado, no tiene ningunas ganas de conducir. He vuelto a la parada de costumbre y me he apalancado en un asiento, después de hacer la cola entre las viejecillas con las bolsas de la compra y las turistas con la sombrilla al hombro y el muslamen aún blanco.
Cuando ha llegado el momento de bajar el empinadísimo camino que lleva hacia la playa de Glyfada, me he dicho que yo era un imbécil. «Aquí te quiero ver luego, renqueando cuesta arriba con el solazo de las dos. ¿O es que piensas seguir achicharrándote hasta la noche?». «¿Y por qué no?», me he contestado. «Hay bar; sombrilla con tumbona, también; algo de sombra, la ducha y el mar a un metro de mí; y si la arena está que arde, me quedo ahí debajo durmiendo, así que una de dos: o el cansancio se redobla o bien pasa».
Y me quedo aquí, tumbado a la bartola, más playero que la vez anterior, más mentalizado. Me he metido en el agua de inmediato. Cosa como de corte de digestión a las diez de la mañana, cuando el sol aquí no ha asomado aún por la cresta a mis espaldas y las olas son témpanos de hielo. Pero ha estado bien. Un hormigueo, un calor por todo el cuerpo. Hace tanto frío que ni te entra la tiritera, y andas y nadas y te meneas como si de goma blanda estuvieras hecho; ya no notas ni piernas ni brazos ni vientre ni nada; tu cuerpo hace fiesta, está pletórico de champán, chupinazo de burbujas a todo gas y más, como la botella de podio en los grandes premios de Fórmula 1. Y te miras los eucaliptos, los pinos, la esquina blanca del enésimo chalé que no se sabe cómo hacen para llegar allí, la espadaña de una ermita aún más blanca, a plomo sobre el agua. Un perro nada junto a ti. No hay nadie. Sale y corre un poco cargado por la orilla; luego, se vuelve a chapuzar; lo llaman, pero ya no quiere salir: es perezoso, le gusta estar dentro. Otro, vagabundo, lo mira desde lejos; ha dejado de olisquear la chatarra de una barcaza, roja por la herrumbre, el orín; levanta la pata para marcar algún territorio que se sabe solo él, y se va, haciendo como si nada y manteniéndose a distancia de la gente. Es un cruzado que se parece algo a un perro de caza, pero de pura hambre. Está flaco y escarmentado. A las dos horas lo he visto que volvía. Evita las toallas extendidas al sol, pero se mete debajo de las tumbonas para tener un poco de sombra y dormitar en paz. Ahora está debajo de la que hay pegada a la mía, que está libre. Si se acerca, puedo amagar con darle un puntapié. ¿Llevará pulgas? Tiene un aire chusco este chucho. De vez en cuando mueve la cola justo para hacer algo. Cuando se tiene que despertar, él también abre un ojo solo. Estará cansado. ¿De dónde leches vendrá? ¿Adónde va? Es como el vendedor ambulante, que se patea toda la costa, playa tras playa, promontorio tras promontorio, desde el amanecer hasta la puesta del sol. Solo ve tetas y culos, culos y tetas. De vez en cuando se detiene para mear, para sentarse en un rincón, bajo alguna mata, para tomar una bebida fresca. ¿Venderá algún cedé, algún sombrero de paja? Los italianos siempre compran alguna chorrada. Los ferris están llenos de mozalbetes con el sombrero de charro; ni que estuviéramos en México. Está todavía el tailandés, esta vez en mujer, dando masajes. Ya no a aquel grupo de paquistaníes, sino a dos tetonas teutonas, cincuentonas, que se han quitado las bragas y se han puesto el bañador en la playa como si tal cosa, con un par, sin un pareo en la cintura ni nada, en pelota cruda la una delante de la otra. Serán lesbianas... Hago como que duermo y mientras tanto miro. Miro y olvido. Olvido y olvido. Olvido todo lo que no sean las posaderas rosa, chamuscadillas y flácidas del señor que tengo delante de mí. La esposa parece un hombre —me huelo un par de bigotes de aquí te espero—, y unta al marido inútilmente como a una salchicha con mostaza ya para el chucrut. Luego, se tumba otra vez leyendo un libro. No, no es un libro sobre nazis o jardinería, sino una novela rosa: hay algo fucsia en la tapa y dos besándose, me parece. Siempre he tenido una vista estupenda. Diez décimas ahora mismo. El papeleo me procura bostezos; el ordenador, otro tanto; me mantengo entrenado mirando a la gente en los ojirris, o en los huevetes si es que los sacan a relucir.
Me acuerdo de un juego que hacíamos. Cuando salían o llegaban los transbordadores, ganaba el primero que conseguía adivinar la compañía. Había que tener la vista aguda, aun a los catorce años, y pillarlos en el límite, allá lejotas, cuando todavía no sabes, en medio del sol y el mar que relumbra, si es rojo o blanco o azul, y no te digo el letrero en el flanco, por no hablar ya de la bandera. Allá abajo, cuando todavía tiembla, recién aparecido por el horizonte o desde detrás del Frourio. O tienes chorra y entonces, aunque no veas ni pijo, adivinas lo mismo, o eres un lince y te desafías a ti mismo. Para presumir ante los ojos de ella, eso está claro. Desde luego, no para ti o estos otros botarates que tienes a tu lado. Para ella, que se encuentra ahí, que hace como si nada mientras vosotros lanzáis el desafío, pero se la ve en vilo; te mira con el rabillo del ojo y al final está encantada, ya lo creo que está encantada. Y te sonríe cuando se descubre que tenías razón, que has acertado esta vez también. Te sonríe y se entiende que está contenta. Y tú también te contentas con poco.
Hay una tía con una bolsa de plástico en la mano escarbando en la arena. La miro un poco: parece francesa. No sé por qué pero se me mete entre ceja y ceja que es francesa. Tendrá sobre los cuarenta y los cincuenta años, y sigue escarbando en el agua y en la arena y poniendo algo en la bolsa con el nombre del supermercado. En la práctica, está saqueando el borde mojado de la playa. Es meticulosa. En esta playa toda de arena morena, conchas no las hay; como mucho, algún guijarro. Los pilla, los mira y, hala, a todo meter a la bolsa. ¿Dónde los pondrá luego en casa? A buen seguro, en algún jarrón cerrado o en una bandeja cogiendo polvo.
—Pues mira —dirá orgullosa a las amigas envidiosas—, estos son los guijarros de Corfú; y estos, los de Santorini; y estos, los de Ibiza; y estos, los de Saint Tropez... —y suma y sigue, mientras ellas se reconcomen de envidia.
Sin embargo, cuando los recogía yo...
Me digo que ya está bien de recuerdos. Quia, qué más da, es un lujo que me puedo permitir; total, estoy de vacaciones. De baja. De permiso. De vacación. Y me vienen a la mente los cristales, cuando excavaba entre las piedras: estaba horas con el lomo plegado para encontrar alguno; blancos, marrones, verdes, relimados y relamidos por el agua, por las olas. No parecían ya cristales, casi mate, aunque aún algo transparentes; pero fuera del agua no eran gran cosa, y entonces volvía a sumergir la mano para mojarlos, y a lo mejor se me perdía alguno y me enfadaba. Sí, porque desde luego no eran para mí. O sea, sí y no. Iba corriendo a llevárselos a ella, que era todavía una niña, y se los enseñaba; y ella, con esas manitas, tan seria, los ponía todos en fila por color y por tamaño. Una vez encontré uno azul. Fantástico. No me lo podía creer; estaba contentísimo. Me lo quería quedar, pero al final se lo llevé también y ella se quedó mirándolo un rato como hechizada. Luego, va y llega el tontolhaba de Tassos, lo coge y se lo mete en una nariz, el muy zote. Pero vaya, fue una buena excusa para emprenderla a collejas con él, no se fuera a ahogar.
«¿Qué hago?, ¿la llamo?».
El señor se está asando a fuego lento, la mujer lee, la francesa escarba, las boyas teutonas flotan y el perro duerme. En un determinado momento suena el teléfono y me entra una extraña inquietud. Rebusco en los bolsillos de los pantalones jurando entre dientes por ese politono que rompe el silencio. Al final lo miro, y me relajo y me cabreo a un tiempo, no sé por qué. Es el número de la Central.
—Hola, Chiozzi. —No puede ser más que él.
—Alura, Garra, me ca ta stet? [1] —me grita al oído ese viejo ganso de Chiozzi.
—Estoy bien, estoy bien; ¿y ahí?
Me siento o como un abuelete en el asilo hablándoles a los nietos, o como un chavalín de campamento hablando con los padres. O como uno hablando con un abuelete en el asilo.
—Aquí, lo de costumbre —dice él, que tiene por costumbre llevar el teléfono encolado en la oreja y los trámites de algún pasaporte por despachar, pero con calma.
Espera la jubilación desde el primer año que entró en servicio y ya casi estamos: se le abre una ‘ventana’ dentro de siete meses. Está más contento que unas pascuas. Siempre ha estado más contento que unas pascuas. Uno de Pavía DOC, de varias generaciones, que entra en la policía en Pavía, y no se ha movido nunca de ahí; solo un par de años de patrulla y, luego, al despacho. Rara avis autóctona rodeada por los que él, cuando tiene el día torcido, llama “los charnegos del carajo”; se ha adecuado casándose con una. Habla solo en dialecto local, pero sabe hacerse entender hasta por los albaneses. No es capaz siquiera de empuñar una pistola.
—Dì, ma s’lè sucess? Uma savù c’lè mort un pret. [2]
—Anda, ¿las noticias vuelan hasta allá? —le tomo el pelo.
—Diamine! Guarda che l’è grosa, eh? [3]
—Sí, bueno... —No sé qué contar.
—Va no a cacià ‘l nas int’i facend d’i altar, m’racumandi.[4] —Se despide sin preguntarme cuándo vuelvo y cuelga.
Increíble, me ha llamado solo para decirme que no me inmiscuya en casos policiacos de los demás. Conoce a sus polluelos el viejo Chiozzi; me ha visto crecer, envejecer y empeorar, naturalmente. “Tal lì!” [5], me dice de vez en cuando, “el Serpico de los pobres”. Otra de sus sentencias sobre el menda es: “Sempar incasà! L’è no pusibil!” [6]; y suele añadir en un esfuerzo lingüístico: “A ti, si no arrestas a nadie en 48 horas, se te va la olla”.
No va nada descaminado. Ya es hora de disfrutar de la vida.
Respiro a pleno pulmón y me incorporo sentado y luego de pie, con esfuerzo. El perro abre un ojo y me mira; quizás se teme que le largue una patada, pero no le doy ni el tiempo de pensar: salgo disparado por la arena, que está incandescente, y me derrumbo en lo mojado con el riesgo de destrozarme definitivamente la rodilla. Sin embargo, hago como si nada y, visto que aún aguanto de pie, me echo adelante haciéndome el desenvuelto, para tirarme a los cuatro pasos de cabeza como un cachalote en medio metro de agua. Fresca. Braceo, sacudo fuera la cabeza, la vuelvo a meter, sigo braceando y arrastrando las piernas, que bato un poco, hasta que por fin llego donde no toco. Tengo el resuello, hay todo ese muro verde de hojas delante y, detrás, el mar, que parece no tener fin aunque al otro lado está Apulia. Hago el muerto a flor de agua al cabo de quince años desde la última vez que lo hice. Cruzo las manos por detrás de la nuca para estar más cómodo. Sonrío como un ababol aunque la pierna me duele un poco.
«Sí, hombre; en cuanto salga, la llamo».