11: Noche y fuego

11

Noche y fuego

Shevael se llevó un largo cuerno curvo a los labios al oír la orden de Malus, y tocó una salvaje, aullante nota que fue respondida por toda la formación. La caballería real le rugió a los cielos su sed de sangre e irrumpió en el campamento del Caos a modo de una tormenta de acero y roja destrucción.

Malus gritó como una sombra atormentada, con el rostro encendido de cólera demoníaca mientras hacía correr a Rencor por una estrecha calle sembrada de inmundicias que mediaban entre inclinadas tiendas de pieles sin curtir. Los vientos de las tiendas se rompían como hilos, y los puntales se partían como ramitas secas cuando los gélidos se lanzaron de cabeza a través del apiñamiento. Gritos y alaridos resonaban dentro de las tiendas mientras los nauglirs aplastaban con las patas a los hombres bestia que quedaban atrapados dentro, y les lanzaban dentelladas a las figuras que manoteaban para intentar escapar de sus derrumbados refugios. Hacia el cielo salían disparados géiseres rojos cuando los fuegos eran esparcidos o pisoteados por patas escamosas que corrían, y se alzaban brillantes llamas anaranjadas allá donde las brasas caían sobre cuero reseco o lechos aceitados.

Una forma oscura y enorme salió precipitadamente de una tienda, justo delante y a la derecha de Malus. El noble soltó las riendas para alzar el hacha sujeta con ambas manos, y la estrelló contra un costado de la cabeza del hombre bestia; el cruel tajo asestado por sorpresa le destrozó el cráneo. Otro hombre bestia salió de repente de las sombras que le procuraba su tienda, situada enfrente y un poco a la izquierda del noble, blandiendo una larga espada herrumbrosa. El carnoso monstruo dirigió un tajo hacia el dentudo hocico de Rencor, pero el nauglir agachó la huesuda cabeza y cercenó de una dentellada la pierna izquierda del atacante a la altura de la rodilla. El lamento de dolor del hombre bestia envolvió al noble por un momento pero, lanzado a la carga, rápidamente se perdió a su espalda mientras se adentraba cada vez más profundamente en el campamento enemigo.

Los sonidos de la batalla y el tronar de los cascos se mezclaban para formar un estruendo que se parecía a la pedregosa furia de una avalancha. El campamento del Caos era un pandemónium; algunos hombres bestia huían para salvar la vida mientras que otros arremetían contra cualquier cosa que se moviera. Enjambres de ardientes luces trazaban arcos en lo alto cuando los druchii de los carros disparaban flechas en llamas hacia el interior del campamento. Sonaban cuernos, relinchaban caballos, y los bárbaros gritaban roncas maldiciones blasfemas al cielo.

Más adelante, el sendero maloliente giraba bruscamente hacia la derecha para rodear una tienda festoneada de cráneos y ensangrentados cueros cabelludos de druchii recién desollados. Gruñendo, Malus clavó las espuelas en los flancos de Rencor y pasó directamente por encima del refugio de piel sin curtir. Algo soltó un lamento y barboteó en el interior, y sus gritos fueron interrumpidos en seco por una de las patas del nauglir. Por el lado opuesto de la tienda salió, con paso tambaleante, una forma oscura que aferraba un retorcido báculo de madera gris. Malus vio fugazmente cómo el chamán de manada giraba sobre sus patas con pezuñas y alzaba una mano provista de garras para lanzar un hechizo terrible, justo antes de que Rencor se precipitara sobre él y lo decapitara de un mordisco.

El noble se echó hacia atrás en la silla de montar cuando el nauglir se apartó de un salto de la tienda desplomada. Malus miró frenéticamente hacia la derecha, intentando determinar dónde estaban los caballeros, pero sólo vio costados tambaleantes de tiendas que se hundían y atisbó algunas cabezas cubiertas por yelmos, además de espadas manchadas de sangre, que se alzaban por encima de las tiendas más bajas y descargaban golpes. ¿Adonde había ido su subalterno?

—¡Shevael! —gritó, y su voz fue inmediatamente arrastrada por el torbellino de la batalla.

—¡Aquí, mi señor! —La débil réplica le llegó desde el otro lado de las tiendas situadas a la derecha de Malus. Una de ellas se desgarró en medio de una nube de pieles rasgadas y agitadas cuerdas cuando el joven noble hizo que su nauglir la atravesara. El pálido semblante del caballero estaba salpicado de sangre y en sus ojos había un brillo sanguinario.

—¡Los estamos haciendo huir! —dijo a gritos para hacerse oír, aunque él y Malus estaban a pocos metros de distancia—. ¡Nunca había visto una carnicería semejante!

—¡Mantente cerca de mí, muchacho! —le gritó Malus, a su vez—. ¡Haz sonar el toque de reagrupamiento para los caballeros! ¡Estas condenadas tiendas están dispersándonos!

El noble sabía que el tiempo no estaba de su parte. Por el momento, contaban con la ventaja de la sorpresa, pero una vez superada la primera conmoción, la horda del Caos podría abrumar a los atacantes druchii con su descomunal superioridad numérica.

Shevael, que luchaba con las riendas del agitado gélido, miró a Malus con expresión interrogativa.

—¿Qué has dicho de las tiendas? —gritó, y luego, de repente, se le salieron los ojos de las órbitas—. ¡Cuidado, mi señor!

Malus se volvió, pero Rencor había visto antes al hombre bestia que iba lanzado hacia ellos. El gélido giró hacia la izquierda con tal brusquedad que casi tiró a Malus, y el tajo de hacha que iba dirigido al cuello del noble resbaló, en cambio, en su hombrera izquierda. Malus maldijo mientras luchaba por recuperar el equilibrio, y dirigió hacia el hocico alzado del hombre bestia un barrido que le cercenó el deforme cuerno izquierdo.

Cuatro de aquellas monstruosidades con cabeza de macho cabrío se habían lanzado hacia Malus desde la oscuridad, y ahora se agrupaban en torno a los flancos del gélido y dirigían golpes tanto contra Malus como contra Rencor. Uno de los hombres bestia arrojó hacia el hocico del gélido una lanza que abrió un profundo tajo justo por encima de los colmillos superiores de la bestia de guerra, mientras otro dirigía hacia el cuello de Rencor un tajo con una pesada espada de ancha hoja. El que blandía el hacha bramó una maldición blasfema y dirigió otro tajo hacia el pecho de Malus. El noble previo el ataque e intentó echarse hacia atrás para esquivarlo, pero el cuarto hombre bestia saltó y le aferró el brazo izquierdo con el propósito de derribarlo de la silla.

Ya fuera por accidente o intencionadamente, el caso fue que Malus fue arrastrado hasta quedar en el camino del hacha, que lo golpeó en el pecho, justo sobre el corazón. Un peto de acero normal se habría hundido bajo el salvaje golpe, pero los sigilos de protección incluidos en la armadura resistieron y desviaron el arma a un lado con un discordante sonido de campana y una lluvia de chispas azules. Antes de que el hombre bestia pudiera recobrarse y asestarle otro golpe, Malus gritó una maldición y descargó sobre la cabeza del guerrero el hacha, que lo hirió entre los ojos. El guerrero cayó, derramando sangre y sesos a través del tajo abierto en su cráneo, y el noble clavó el tacón derecho en el flanco de Rencor antes de que la criatura que le sujetaba el brazo pudiera arrastrarlo al suelo. La bestia de guerra obedeció la orden y, apoyándose en el lado derecho, lanzó la poderosa cola en arco hacia la izquierda. El apéndice impactó de lleno en la espalda del desprevenido hombre bestia con una fuerza demoledora, hizo que soltara al noble y arrojó su cuerpo roto volando por los aires.

El hombre bestia de la espada, al que le goteaba espuma del colmilludo hocico, cambió de objetivo y cargó contra Malus, pero Rencor se lanzó hacia delante, atrapó al guerrero con los dientes cuando corría, y lo sacudió como lo habría hecho un perro con un conejo. Se oyeron crujidos de huesos que se partían, y la espada salió dando vueltas de las manos sin vida del hombre bestia. El nauglir apretó convulsivamente las mandíbulas, y el guerrero cayó dividido en dos ensangrentados trozos. Eso dejó solo al lancero, que se volvió y salió corriendo, balando de terror mientras se adentraba en el campamento.

Malus volvió a acomodarse sobre la silla y cogió las riendas con la mano izquierda.

—¡Da el toque para que los caballeros se reagrupen, y sígueme! —le gritó a Shevael, tras lo cual taconeó a Rencor para que echara a correr.

El cielo que cubría el campamento del Caos relumbraba con mortecina luz anaranjada a causa de las tiendas incendiadas. Por todas partes resonaba el estruendo de la batalla. Malus se preguntó qué tal le irían las cosas a la caballería ligera que flanqueaba a sus caballeros por ambos lados, pero no tenía manera de saberlo desde donde estaba. Atravesó el campamento más o menos en línea recta, haciendo que Rencor atropellara y pasara por encima de cualquier tienda que se interpusiera en su camino. A su espalda oyó que Shevael tocaba el cuerno de guerra, y luego llegaron hasta él gritos lejanos y carreras cuando los caballeros reales respondieron a la llamada.

Confiando en que los caballeros estaban justo detrás de él, Malus continuó a la carrera, buscando desesperadamente cualquier señal que le indicara que estaba acercándose a la tienda de Nagaira. ¿Hasta dónde se había adentrado en el campamento? ¿Un kilómetro y medio, dos kilómetros? No había manera de saberlo con seguridad. «Los exploradores han dicho que había cinco kilómetros hasta el centro del campamento», pensó, ceñudo, mientras observaba cómo los encorvados hombres bestia se apartaban precipitadamente del camino del gélido, que cargaba. Una de las criaturas tropezó con una cuerda, y antes de que pudiera recuperarse él le cortó la cabeza al pasar de largo, salpicando de sangre negra el costado de una tienda cercana.

Sin previo aviso, Rencor llegó a una amplia área despejada, rodeada de tiendas. Malus echó una rápida mirada hacia atrás para ver si Shevael y los caballeros lo seguían, y aquella breve distracción estuvo muy a punto de costarle la vida.

De repente, el aire resonó con el agudo relincho de los caballos y las amargas maldiciones de los hombres. Dos objetos pequeños impactaron contra Malus en rápida sucesión: uno rebotó contra su peto y el otro contra una de sus hombreras, para luego dejarle una rozadura sangrante en la mejilla. Sobresaltado, el noble volvió la cabeza justo cuando pasaba girando otra hacha de mano que le erró a su nariz por pocos centímetros.

Había tropezado de lleno con una línea de estacas donde los bárbaros habían atado los caballos para pasar la noche. El pequeño espacio herboso estaba ocupado por una docena de animales que relinchaban y se alzaban de manos, y sus jinetes se volvían ahora hacia el noble y lo atacaban con cualquier arma que tuvieran a mano.

Rencor, al oler la carne de caballo, bramó vorazmente y saltó hacia el animal más cercano. El caballo relinchó y se alzó de manos, batiendo el aire con los cascos mientras el jinete gritaba viles juramentos y luchaba para que no lo tirara. Malus se encontraba en un apuro similar; gritaba a la bestia de guerra y la maldecía, mientras esta cerraba los dientes en torno al cuello del caballo y empujaba hacia delante con las poderosas patas posteriores para derribar al animal.

Otra hacha pasó silbando junto a la cabeza de Malus. Tatuados guerreros que gritaban se abalanzaron contra él por la derecha y por la izquierda, blandiendo espadas y lanzas cortas. El noble tiró de las riendas para lograr que Rencor soltara al caballo, que relinchaba, pero el nauglir se negaba a renunciar a su presa. Se lanzó hacia delante y derribó al animal de costado. El jinete logró saltar lejos, pero Malus, pillado por sorpresa, fue catapultado fuera de la silla. Voló por encima de la ensangrentada cabeza de Rencor y aterrizó justo al otro lado del agonizante caballo, que pataleaba a poca distancia del enfurecido dueño del animal.

El jinete cayó sobre él al instante, bramando un grito de guerra en su bárbaro idioma. Una mano áspera aferró el oscuro cabello del noble y le levantó la cabeza para dejarle el cuello expuesto a la espada que el bárbaro tenía en alto. Malus paró con un costado del hacha la espada que descendía, y luego golpeó con el extremo del mango una pierna del bárbaro, justo por encima de la rodilla. El romo mango rebotó contra los gruesos músculos del humano, pero el dolor causado hizo que se tambaleara durante un momento. Malus le asestó otro golpe, esa vez en la entrepierna, y el bárbaro aflojó la presa de la mano con que lo sujetaba por el pelo. El noble se soltó y se alejó rodando con rapidez, para ponerse de pie cerca del caballo agonizante y recibir la carga del bárbaro…, y un hacha salió volando de la oscuridad y golpeó a Malus en un costado de la cabeza.

El arma había sido arrojada con poca destreza, y golpeó a Malus con el borde superior en lugar de hacerlo con el filo. No obstante, el mundo se disolvió en un destello de dolor lacerante, y sintió vagamente el impacto cuando su cuerpo cayó al suelo una vez más. Los sonidos iban y venían, y aunque aún podía ver, su mente no era capaz de dar sentido a lo que sucedía. Notó, de modo inconfundible, que un reguero de icor le bajaba lentamente por un costado de la cabeza y comenzaba a formar un charco en la depresión de su garganta.

Percibió que el suelo se estremecía debajo de él, y un espantoso gemido grave reverberó en el aire. El mundo pareció oscurecerse, y por un momento, lo galvanizó una gélida cólera al pensar que estaba a punto de morir.

En ese instante, todo volvió a encajar en su sitio, y vio que la oscuridad era la sombra del bárbaro que aullaba, con la espada alzada por encima de él.

Con un grito, Malus intentó rodar para apartarse, pero lo detuvo el convulso cuerpo del caballo. La espada descendió formando un arco y el noble paró el tajo con el mango del hacha. Más golpes llovieron sobre él en medio de una sarta de coléricas maldiciones, y varios atravesaron su guardia y rebotaron sobre la armadura encantada. Malus apretó los dientes y levantó el brazo izquierdo para parar el siguiente golpe con el antebrazo, y luego sujetar el hacha con una sola mano y dirigir un tajo a la rodilla derecha del humano. Sintió que la afilada hoja hendía la rótula, y el hombre cayó sobre la parte inferior del cuerpo del noble, bramando de cólera y dolor.

Malus no perdió el tiempo en aprovechar el éxito, y se sentó para descargar un fuerte golpe sobre la peluda cabeza del bárbaro, pero el hombre atrapó el mango del hacha con la mano izquierda y la detuvo en seco. Mirándolo funestamente desde debajo de sus hirsutas cejas, el bárbaro soltó una lunática risilla entre dientes y flexionó los poderosos hombros y brazos para hacer retroceder el arma. Malus maldijo y escupió, con el hacha temblando entre las manos, pero la temible fuerza del humano era mucho mayor que la suya. Lentamente pero con firmeza, el noble fue empujado hacia atrás, y el guerrero del Caos se arrastró hacia arriba del cuerpo del noble al mismo tiempo que desenvainaba una daga serrada que llevaba en el cinturón.

El hacha de Malus fue empujada más atrás de su cabeza, y la curva hoja se clavó en el suelo empapado en sangre. El bárbaro se situó por encima de él, y sus labios marcados por cicatrices se tensaron para enseñar unos dientes toscamente limados. Un caliente aliento fétido bañó la cara del noble. El bárbaro susurró algo en su idioma bestial, y alzó la daga para clavársela.

De repente, el cuerpo del noble sufrió un espasmo y un hielo lacerante corrió por sus venas. Gritó de conmoción cuando sus ojos fueron atravesados por agujas de dolor. El bárbaro, al ver lo que había grabado en ellos, retrocedió con un alarido de terror inarticulado, que acabó en un crujido demoledor cuando Rencor adelantó la cabeza por encima del destrozado cuerpo del caballo y cortó al hombre limpiamente por la mitad. Malus fue empapado por una lluvia de sangre y entrañas cuando la parte inferior del torso se vació sobre su pecho.

—¡Madre de la Noche! —maldijo Malus, furioso, mientras apartaba de sí los humeantes restos y se ponía de pie.

Rencor había vuelto a su festín de entrañas de caballo, y el noble le dio un golpe en el ensangrentado hocico con el plano del hacha.

—¡Deja de pensar con el maldito estómago, enorme montón de escamas! —le gritó con voz ronca.

El nauglir retrocedió de un respingo ante el golpe, sacudió el hocico manchado de sangre como si fuera un perro grande y se sentó obedientemente.

Los caballeros druchii atravesaron en masa la zona despejada, y por todo el claro quedaron tendidos cuerpos mutilados de caballos y bárbaros en ensangrentados montones. Malus avanzó con paso tambaleante hasta el nauglir y apoyó la dolorida cabeza contra la silla de montar durante un momento, antes de meter un pie en un estribo y volver a montar.

—¡Mi señor! —gritó Shevael desde el otro lado del claro. Tiró de las riendas y trotó rápidamente hasta llegar junto a su señor, con la espada manchada de sangre apoyada contra un hombro—. Te vi caer, y luego los bárbaros se me echaron encima y… ¡Bendito Asesino! ¡Estás herido!

El noble se pasó una mano por la pegajosa suciedad que le cubría la cara y el cuello.

—La mayor parte no me pertenece —gruñó mientras recorría la zona con una rápida mirada.

Contó alrededor de cincuenta caballeros que daban vueltas por la zona donde habían estado estacados los caballos, con la armadura salpicada por regueros de sangre. En lo alto el cielo brillaba con un resplandor anaranjado encendido, y el hedor a pelo quemado flotaba como un palio sobre el campo de batalla. Se oían débiles gritos hacia el nordeste, pero los ruidos de la lucha prácticamente se habían extinguido.

—¿Dónde están los carros? —quiso saber, escupiendo pequeños fragmentos de carne humana que tenía en la boca.

Shevael le dedicó a Malus una mirada de incomprensión.

—No…, no lo sé —respondió humildemente—. Los perdimos de vista justo después de que yo tocara a repliegue. Debemos habernos separado en medio de la confusión.

Malus maldijo en voz baja. El plan que había trazado dependía de los carros para que cubrieran la retirada de la caballería después de que mataran a Nagaira. El noble se sentó tan erguido como pudo en la silla, e intentó ver por encima de las tiendas arrasadas, pero entre la oscuridad y las columnas de humo que se alzaban desde casi todas partes, resultaba imposible saber dónde estaban los soldados. Ahora, el mar de toscas tiendas estaba actuando en contra de los druchii, porque conducía a los jinetes al interior de un complicado laberinto oscuro que separaba a unos estandartes de otros.

—Hay demasiado silencio —dijo, inquieto.

—Desde hace varios minutos —replicó Shevael—. La horda del Caos está en plena huida. ¡El ataque los ha colmado de pánico! —declaró, emocionado.

Pero Malus negó con la cabeza, preocupado.

—Algo no va bien —dijo—. Tenemos que ponernos en marcha, Shevael. ¿Dónde está el señor Suheir?

Shevael señaló hacia el norte.

—Continuó hacia el norte con la mayoría de los caballeros hace un rato —replicó el joven—. Dijo que había avistado un grupo de tiendas situadas en una colina cercana, donde podría estar el pabellón del jefe de guerra.

Malus recogió las riendas de Rencor.

—Allí es donde necesitamos estar —dijo bruscamente—. ¡Caballería real! —gritó, alzando la ensangrentada hacha—. ¡Conmigo!

Los caballeros del señor Suheir habían abierto anchas sendas a través del desorden de tiendas, pisoteando todo lo que se había interpuesto en su paso mientras cabalgaban incansablemente hacia el norte. Malus escogió la del centro y condujo por ella a los caballeros al trote ligero, examinando al pasar los sinuosos caminos laterales en busca de actividad enemiga. ¿Era posible que el enemigo hubiese sido presa del pánico hasta ese extremo? De ser así, ¿Nagaira continuaría en su tienda? Intentó calcular cuánto tiempo había pasado desde el comienzo del ataque: ¿cinco minutos, tal vez?, ¿diez? Resultaba difícil estar seguro. Él tiempo se volvía elástico en el calor de la batalla, y parecía correr a toda prisa en algunos momentos, para luego enlentecerse hasta la velocidad de un caracol.

Se lanzaron adelante, oscuridad adentro, mientras oía cómo el rugido de las llamas aumentaba a su alrededor y por delante de ellos. Los fuegos se habían descontrolado entre las mugrientas tiendas, y el cielo nocturno se nublaba de humo maloliente. Los ojos de Malus se esforzaban por distinguir la colina cercana que había mencionado Shevael, pero no podía ver nada en la móvil oscuridad. La preocupación comenzó a roerle los nervios; el ejército ya no estaba bajo su control, lo cual significaba que casi no tenía manera de retirarlo en caso de que algo saliera desastrosamente mal. Para el caso de que acabaran separados, todos los regimientos y sus oficiales conocían una serie de emplazamientos de repliegue a lo largo de la ruta de regreso a la Torre Negra, pero ¿retrocederían a tiempo? Un momento de indecisión podía costar miles de vidas. Por un instante, se sintió tentado de ordenarle a Shevael que tocara a repliegue general, para luego conducir personalmente a la caballería real hasta encontrar la tienda de Nagaira. Pero la horda del Caos también oiría el toque de cuerno, y perseguirían a las fuerzas druchii cuando vieran que se retiraban, lo que supondría que Malus y sus hombres avanzarían de cabeza hacia los dientes del enemigo. Dio un golpe a causa de la frustración sobre el borrén de la silla con una mano enfundada en guantelete. No había ninguna opción que le pareciera buena.

De repente, un grito salvaje y el entrechocar de armas resonaron en la oscuridad, a poca distancia. Como si reaccionara ante eso, el viento cambió y alzó el velo de humo para dejar a la vista un grupo de tiendas bajas de color añil que cubrían un montículo situado a menos de cuatrocientos metros de distancia. Una feroz refriega había estallado al pie del montículo; Malus veía a los caballeros del señor Suheir que descargaban tajos sobre una numerosa fuerza de hombres bestia que luchaban con feroz celo contra sus enemigos mejor armados. El destacamento más grande de Suheir se apresuraba a rodear completamente la base del montículo para aislarlo del resto del campamento. Estaba claro que el capitán de caballería creía haber encontrado el objetivo, y al mirar el apiñamiento de tiendas, Malus estuvo de acuerdo con él.

—¡Allí lo tenemos! —les gritó a los caballeros que lo seguían—. ¡Adelante, montículo arriba, y matad todo lo que se interponga en vuestro camino!

Con un grito, los caballeros de la Torre Negra espolearon las monturas y entraron en una formación de cuña tan compacta y poderosa como una punta de lanza.

—¡Shevael, toca a carga!

El joven noble tocó una larga y aullante nota con su cuerno, y la cuña de caballeros salió disparada hacia la colina como sale una saeta de una ballesta. Los caballeros del señor Suheir oyeron el toque de cuerno y vieron que Malus se acercaba, y se apresuraron a abrir una brecha en sus filas para dejar que pasara la formación de cuña. Los hombres bestia se lanzaron hacia el interior de la brecha entre aullidos y rugidos, sin darse cuenta de que la perdición se cernía sobre ellos.

En la punta de la cuña, Malus alzó el hacha por encima de la cabeza y les dedicó a los enemigos una salvaje sonrisa de dientes enrojecidos. Las cornudas cabezas se volvieron al oír la atronadora carga de los caballeros. De la apretada masa de hombres bestia salieron llamadas como balidos, y las enormes criaturas alzaron garrotes, azadones y hachas para recibir la carga del noble.

Este calculó cuidadosamente la distancia, mirando de manera funesta la masa de hombres bestia que enseñaban los dientes. En el último momento, justo antes de que Rencor chocara contra sus filas, clavó los tacones en los flancos del nauglir y tiró de las riendas.

—¡Arriba, Rencor! —gritó—. ¡Arriba!

Con un rugido atronador, el gélido se agachó y saltó hacia la masa de soldados enemigos. La bestia de guerra de una tonelada cayó sobre ellos como un martillo, y los dispersó y aplastó con una fuerza demoledora. Malus descargaba tajos a diestra y siniestra sobre pechos y hocicos alzados, e infligía horrendas heridas a los enemigos aturdidos. Una sangre espesa y amarga manaba con fuerza de las arterias seccionadas de los cráneos partidos.

Pero las filas posteriores de los hombres bestia se negaban a dejarlo pasar; en todo caso, redoblaron sus ataques ante la carga de Malus. Una bestia aullante acometió al noble por la derecha, y le dio un garrotazo en la cadera. La armadura absorbió gran parte del golpe, pero él rugió de dolor y clavó el hacha en un hombro del enemigo. Rencor acometió y cortó la cabeza de una dentellada a otro hombre bestia, cuyo cráneo y cuernos se partieron entre las fauces del nauglir como si fueran madera seca. Sobre la pierna izquierda del noble rebotó un hachazo. Malus arrancó su arma del hombro de la última víctima y la descargó sobre la cabeza del que tenía a la izquierda. Los sesos salpicaron la cara del noble. Y luego una ola de figuras acorazadas apareció a los lados de Malus cuando el resto de los caballeros se abrió paso hasta él.

—¡Otra vez, Rencor! ¡Arriba! —gritó, pateando al nauglir con los tacones.

El gélido obedeció; se encogió y saltó a través de la fina hilera de hombres bestia que le cerraban el paso. Al caer, Malus hizo que el nauglir descansara su paso bruscamente en el lado derecho, con el fin de usar su poderosa cola para apartar de un golpe a dos hombres bestia que habían escapado de la acometida de Rencor. Al haber sido dispersados por la fuerza brutal de la maniobra de Malus, los hombres bestia se convirtieron en presa fácil para los caballeros que lo seguían, y los restantes guerreros que luchaban contra los soldados del señor Suheir comenzaron a retroceder colina arriba. Malus se volvió hacia sus hombres y señaló a los enemigos con el hacha.

—¡A por ellos! ¡Contra sus flancos!

Malus clavó las espuelas en los costados de Rencor, y condujo a los caballeros pendiente arriba en ángulo abierto, para interceptar a los hombres bestia que retrocedían. Acometida con fuerza por delante y atacada ahora por el flanco, la retaguardia de los hombres bestia se desmoronó.

Malus hizo que Rencor continuara subiendo por la cuesta y atropellara a un hombre bestia fugitivo al que le clavó el hacha en la espalda. Rencor acometió y atrapó a otro con las fauces; lo cortó en dos a la altura del abdomen y dejó que piernas y torso cayeran rodando por la pendiente. La poderosa cola del nauglir acabó con otro enemigo, al que le partió las piernas con un golpe brutal, y lo dejó tendido para que lo pisotearan los caballeros que lo seguían.

Ante ellos, un solo hombre bestia superviviente desapareció dentro de la umbría abertura de la primera tienda. Malus hizo que Rencor se detuviera ante ella, y saltó al suelo, con el hacha preparada. Unos momentos después estaba rodeado por media docena de caballeros, incluidos Shevael y el señor Suheir.

—Bien hecho, Suheir —dijo Malus, que saludó al capitán de caballería, para luego dirigirles la palabra a los druchii reunidos—. Recordad que vamos tras una poderosa hechicera. Sin duda, está defendida por toda clase de trampas mágicas y bestias que ha invocado. Cuando lleguemos a donde está, mantened abierta nuestra línea de retirada y dejad que yo me encargue de ella.

Suheir y los caballeros asintieron con las cabezas protegidas por los yelmos, y ahorraron el aliento para la dura lucha que tenían por delante. Malus cogió mejor el mango del hacha, que estaba resbaladizo a causa de la sangre. «Esta vez no te me escaparás, hermana —pensó, ceñudo—. Deberías haber huido cuando tuviste la oportunidad de hacerlo».

—Muy bien —dijo—. Vamos.

Con las armas preparadas, los druchii entraron en los oscuros confines de la primera tienda. Unas cuantas lámparas de aceite de llama chisporroteante iluminaban mortecinamente el interior, y el aire estaba cargado de un incienso almizcleño. Había pilas de metal que destellaban en la débil luz: buenas espadas y armaduras abolladas, muchas aún sucias de sangre seca y restos de carne, además de platos y copas de plata, así como otros valiosos productos de saqueo de las atalayas arrasadas. El señor Suheir observó los montones con perplejidad.

—Extraño lugar para guardar un tesoro —murmuró.

—Son ofrendas para la hechicera —aclaró Malus—. Los hombres bestia y los bárbaros le entregan sus mejores despojos como señal de subordinación. Es una declaración de poder; no es avaricia.

—Da la impresión de que conoces bien a esa hechicera —comentó Suheir.

—Más de lo que me gustaría —replicó el noble, mientras atravesaba la amplia tienda con cautela.

Al otro lado había una pesada cortina de lona teñida de rojo. Malus se detuvo delante, pues no sabía qué había al otro lado. Suheir se abrió paso con un hombro a través del grupo, y alzó el escudo.

—Iré yo delante —dijo en voz baja, avanzando con prudencia hacia la abertura.

Suheir estudió atentamente la tela y sus bordes, y, al no encontrar ninguna marca extraña, le abrió un tajo con la espada y dejó a la vista al hombre bestia que aguardaba, emboscado, al otro lado.

Con un bramido, el cornudo guerrero acometió a Suheir con un golpe dirigido a la cabeza protegida por el yelmo. Suheir lo absorbió con el escudo, y lo hirió en el vientre con una estocada baja de la espada. El guerrero dio un traspié, bramando de rabia y dolor, y el capitán de caballería le abrió un tajo de través en el abdomen y derramó sus entrañas sobre el herboso suelo. El hombre bestia se desplomó con un gemido, y Suheir lo apartó a un lado con un golpe del escudo, para luego avanzar cautelosamente hacia el espacio que había más allá de la lona, con Malus siguiéndolo de cerca.

El segundo ambiente era aún más oscuro y humoso que el primero. En cada uno de los rincones había grupos de ocho figuras apiñadas, con la cabeza inclinada en súplica, encaradas con cuatro senderos que atravesaban el espacio cuadrado. Cada senda iba hasta otra cortina de tela, incluida la que habían atravesado los druchii. Suheir se sobresaltó al ver las figuras silueteadas, y luego se inclinó y punzó a una con la punta de la espada.

—Muerto —gruñó—. Parecen hombres bestia momificados. El incienso disimula el hedor, supongo.

Malus asintió con la cabeza mientras se le erizaba la piel de la espalda al recordar una cámara similar que había en el templo del demonio, situado en el remoto norte.

—Estamos en el lugar correcto —susurró—. Atravesemos la abertura del otro lado de la tienda.

Suheir pasó con cautela entre los cuerpos momificados y cortó la tela de la cortina. Más allá había una larga tienda rectangular cuyo extremo opuesto estaba iluminado por dos pequeñas lámparas de luz bruja. A lo largo había triples hileras de figuras arrodilladas que flanqueaban una estrecha nave.

—Bendito Asesino —maldijo Suheir en voz baja, estudiando las momias.

Esa vez no eran hombres bestia sino nobles druchii, cubiertos por armaduras vapuleadas y kheitanes andrajosos. A algunos les habían cosido cruelmente la cabeza o alguna extremidad. Les habían quitado los yelmos para dejar a la vista, aquí y allá, heridas abiertas en la cabeza y la expresión de miedo y sufrimiento que había quedado petrificada en sus pálidos semblantes.

—Más tributos para el jefe de guerra —gruñó Malus—. Ya estamos cerca. Continuemos.

Suheir inspiró profundamente y asintió con gravedad, para luego avanzar con cautela por la larga nave. Al otro extremo había dos cortinas, esa vez, de color añil y con sigilos arcanos bordados en oro y plata. En torno al portal flotaba un invisible nimbo de magia que a Malus le ponía el pelo de punta.

El noble se volvió a mirar a los caballeros que lo seguían.

—Esperad aquí —dijo—. Suheir y Shevael, venid conmigo.

Tras haberse preparado, empujó a un lado al capitán de caballería con un hombro y atravesó las pesadas cortinas. Todo aquello estaba mal. ¿Adonde habían ido los servidores? ¿Y los guardias? Temía que el pabellón hubiera sido abandonado cuando comenzó el ataque, y que la temeraria maniobra no sirviera de nada.

Malus atravesó las cortinas y entró en una espaciosa tienda amueblada con mesas, pequeñas librerías y sillas; todos los muebles estaban cubiertos por pilas de libros, papeles y rollos de pergamino amarillentos. Sobre varias mesas había velas encendidas, y un par de braseros situados en el centro bañaban el ambiente con luz rojiza.

Al otro lado, sobre una pequeña plataforma provista de una silla de respaldo bajo, había una figura solitaria que llevaba un oscuro ropón con capucha.

Por un momento, Malus quedó demasiado pasmado como para reaccionar. Sentía la intensidad de la mirada de la figura que ardía de odio entre las sombras de la amplia capucha.

—Es una trampa —declaró, y supo, con espantosa certidumbre, que su intuición era cierta. No podía imaginar cómo Nagaira podía haber previsto su ataque, pero había esperado allí, en su tienda, segura de que él iría a buscarla.

Malus apretó el hacha con fuerza y cargó hacia el otro lado de la tienda.

—¡Óyeme, Tz’Arkan! —siseó—. ¡Concédeme tus dones!

Era la única ventaja que poseía, y había planeado usarla cuando se encontrara cara a cara con su hermana. Ahora rezaba para que, si atacaba con la presteza suficiente, desbarataría cualquier emboscada que ella hubiese preparado.

La negra corrupción hirvió en las venas de Malus y se propagó como hielo negro por debajo de su piel. Atravesó la tienda en un abrir y cerrar de ojos, impulsado por un viento demoníaco. Con una maldición salvaje que le quemó los labios, acometió a la figura encapuchada con todas sus fuerzas.

El hacha se convirtió en una especie de borrón que atravesó el aire directamente hacia la cabeza de la figura. Con tal rapidez que el ojo no pudo captarlo, un par de espadas ascendieron desde debajo de los ropones y bloquearon el tajo descendente del noble en medio de una lluvia de chispas y un estruendo de acero. El holgado ropón cayó y la figura se levantó y empujó a Malus fuera de la plataforma, sin esfuerzo.

En lugar de Nagaira, Malus se encontró cara a cara con un caballero del Caos, ataviado con una armadura similar a la que habría llevado un caballero druchii, pero cubierta con dibujos de runas blasfemas pintadas con sangre. Por las rendijas de la armadura bruja manaba una luz roja que también brillaba en los orificios oculares del ornamentado casco cornudo del paladín. Espadones gemelos mantenían el hacha de Malus a distancia con una fuerza temible. En torno al cuello del paladín había una pesada gargantilla de oro rojo.

—¡El Amuleto de Vaurog! —siseó Tz’Arkan, removiéndose dentro de Malus.

Y con esto, la trampa se disparó.