12: Escudos y Lanzas

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Escudos y Lanzas

«Un segundo paladín», comprendió Malus con una sensación de ominoso terror. De repente, el tremendo tamaño de la horda del Caos adquirió un terrible sentido. Nagaira no había reunido la horda en solitario, sino que se había aliado con un poderoso señor de la guerra y lo había ganado para su causa.

En el aire de la tienda de Nagaira se produjo un temblor, como de movimiento de espíritus invisibles, y de repente sonó un coro de alaridos y el estruendo del acero en la antecámara situada detrás del druchii. Luego, a lo lejos, Malus oyó un sonido rugiente, aullante, que se alzaba por todo el invisible horizonte: era el lamento de centenares de cuernos que por fin daban rienda suelta a la horda del Caos.

Con un alarido de rabia, Malus echó atrás el hacha y descargó sobre el paladín del Caos una tormenta de golpes demoledores dirigidos a la cabeza, el cuello, el pecho y los brazos. Volaban chispas y cantaba el templado acero, pero el paladín bloqueaba los furiosos golpes con una velocidad sobrehumana. Un tajo de respuesta atravesó fácilmente la guardia de Malus y rebotó de forma sonora contra su hombrera; otro atacó como una víbora y le rebotó en la muñeca derecha. Las espadas gemelas del paladín impactaban y giraban en una grácil danza mortífera, haciendo retroceder inexorablemente al noble a pesar de los potentes dones de Tz’Arkan.

Malus bloqueó con el mango del hacha una velocísima estocada dirigida a su estómago, y respondió con un tajo ascendente con la esperanza de acertarle al paladín debajo del mentón con el curvo filo del hacha; pero el guerrero detuvo su avance en el último momento y dejó que el hacha pasara de manera inofensiva de largo. Sin detenerse, el noble se apoyó elegantemente sobre un talón y barrió el aire con el hacha, que luego hizo descender para dirigirla hacia la rodilla derecha del paladín; pero este previo el golpe y lo paró fácilmente con la espada de la mano derecha. Al mismo tiempo, el arma de su mano izquierda se dirigió hacia la cabeza de Malus a la velocidad del rayo, y sólo los inhumanos reflejos del demonio lo hicieron retroceder a tiempo. Aun así, la espada abrió un tajo superficial en la frente del noble, e hizo manar gruesos regueros de icor, que bajaron por un lado de su cara.

Había oído relatos sobre el poder y la destreza fenomenales de los guerreros elegidos por los Dioses del Caos, pero la realidad era mucho más aterradora de lo que había imaginado. Ni siquiera los fanáticos del culto de Khaine, que adoraban el arte de matar, podían compararse con la implacable destreza de aquel paladín. Pensando con rapidez, Malus retrocedió ante el guerrero con armadura, mientras buscaba desesperadamente un medio para volver la batalla a su favor.

Esa momentánea distracción casi bastó para sellar su suerte. Una espada saltó a la velocidad del rayo hacia su rostro. Malus se contorsionó en el último momento y esquivó el tajo con un siseo de sorpresa, pero se dio cuenta demasiado tarde de que el ataque era una finta. La segunda espada del paladín descendió en un arco temible y le hirió la extremidad izquierda justo por encima de la rodilla. Un dolor feroz ascendió por la pierna de Malus, que cedió bajo su peso y lo derribó sobre la apisonada tierra. Fue a parar junto a una mesa de roble saqueada de una de las atalayas que habían sido tomadas, mientras el paladín aprovechaba la ventaja obtenida y se cernía sobre el noble como un halcón que se hubiese lanzado en picado.

Malus dirigió un frenético tajo hacia el vientre del enemigo con la esperanza de desbaratar su acometida, pero el ataque careció de equilibrio y sirvió sólo para dejarlo más expuesto que antes. La espada de la mano derecha del paladín se levantó por encima del yelmo que protegía su cabeza y descargó un tajo de revés que impactó contra el mango del hacha de Malus, más arriba de su mano derecha, y lo cortó como si fuera un arbolillo. La espada de la mano izquierda del guerrero se precipitó como un rayo, y el noble alzó el trozo de mango de roble cortado que sujetaba con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos, y paró el terrible tajo. La afilada hoja volvió a cortarlo en dos e impactó contra el peto del noble con la fuerza suficiente como para vaciarle los pulmones de aire.

Entonces, Malus oyó un rugido parecido al de un toro furioso, y una sombra pasó a toda velocidad por encima de él y arremetió. Se oyó un estrépito de acero contra hierro, y pareció que una lluvia de anaranjadas ascuas encendidas atravesaba lentamente el aire cuando el señor Suheir derribó uno de los braseros al cargar de cabeza contra el paladín del Caos. El capitán de caballería, de poderosa constitución, dirigió un terrible tajo hacia el yelmo del paladín, pero el guerrero se echó atrás con la gracilidad de una serpiente y dejó que la espada pasara inofensivamente de largo, para luego responder con un tajo de revés con la espada de la mano derecha, que impactó de soslayo en el antebrazo de Suheir. Malus vio que del punto del impacto manaba un chorro de sangre, y luego observó cómo el paladín estocaba con la espada de la mano izquierda y clavaba la punta reforzada en un costado del capitán de caballería. La hoja atravesó limpiamente el peto de Suheir y se hundió unos dos centímetros y medio, justo por encima de la cintura. Suheir se tambaleó durante un momento, y luego acometió con un tajo de revés que apartó a un lado la espada con que el paladín lo había herido, antes de arremeter contra el guerrero con el escudo ribeteado de acero sujeto ante sí. Por primera vez, pareció que el paladín había sido tomado por sorpresa y reculó furiosamente ante la carga de toro de Suheir.

Unas manos aferraron los hombros de Malus para intentar ponerlo de pie. Al alzar los ojos, el noble vio el pálido semblante aterrorizado de Shevael. Los movimientos del joven caballero parecían torpes y lentos comparación con los demoníacos reflejos del noble.

—¿Cómo lo matamos? —gimió Shevael.

La retirada del paladín del Caos fue veloz, pero no lo bastante. Con un rugido, Suheir estrelló el borde del escudo contra el peto del guerrero, que salió despedido hacia atrás y se estrelló contra una librería que se hizo pedazos. Malus se sujetó a un brazo de Shevael y se levantó con piernas inseguras, al mismo tiempo que reprimía una salvaje maldición por el dolor que sentía en la pierna herida.

A pocos pasos de él, Suheir continuaba atacando, acometiendo al paladín con un temible golpe tras otro con la intención de abrir una brecha en su defensa. El guerrero bloqueaba cada tajo con ágiles movimientos del arma que empuñaba con la mano izquierda. Luego, justo cuando Suheir echaba atrás la espada para descargar otro terrible golpe, el paladín dirigió un tajo al brazo con que el capitán de caballería sujetaba el escudo, y lo apartó a un lado de modo que pudiera estocar con la espada de la mano derecha y herirle la rodilla izquierda por el lado. La armadura del capitán de caballería no llevaba los mismos encantamientos que la de Malus; los remaches de acero se rompieron, se partieron la rodillera y las placas de la articulación, y la espada del paladín se clavó profundamente en la rodilla. El druchii cayó sobre la rodilla sana con un alarido de dolor, y se cubrió la pierna herida con el escudo mientras el guerrero del Caos se levantaba de un salto como un gato montés, y dirigía la espada hacia la cabeza de Suheir.

El paladín estaba tan concentrado en acabar con el capitán de caballería que no vio la mesa que Malus le lanzaba, hasta que ya fue demasiado tarde. Sin tiempo para agacharse o apartarse a un lado con el fin de esquivar el sólido mueble de roble, el paladín sólo pudo alzar las espadas y hacer pedazos con ellas la mesa.

Por encima del estruendo de madera partida se alzó un rugido furioso y el tintineante entrechocar del acero contra el acero. El paladín del Caos retrocedió medio paso, tambaleante, y poco a poco bajó la cabeza hacia la hoja de acero druchii que le sobresalía del vientre. La temible fuerza de Suheir había atravesado limpiamente el torso del guerrero con la espada que ahora asomaba más de treinta centímetros por su espaldar de acero.

Y sin embargo, el paladín no cayó. Durante un instante espantoso los dos guerreros quedaron atónitos, ambos mirando la herida hecha por la espada de Suheir. Un reguero de espeso icor negro caía por la parte posterior de la espada de acero plateado. Luego, acompañadas por un gruñido gutural, las espadas del paladín destellaron y la cabeza de Suheir salió rebotando por la tierra apisonada. El cuerpo del capitán de caballería cayó de costado y derramó un torrente de sangre en el suelo, mientras el paladín clavaba en la tierra la espada de la mano derecha para coger la de Suheir, que aún tenía clavada en el abdomen.

Shevael dejó escapar un lamento de pánico, y Malus lo empujó lejos, con los dientes apretados para resistir el dolor mientras cojeaba hacia el otro lado de la tienda. Las brasas esparcidas al volcarse el brasero habían prendido fuego a la pared posterior de la tienda, por la que ascendían llamas que ya lamían varias librerías.

El joven caballero avanzó dando traspiés, con el rostro transformado en una máscara de terror y furia. Con mano temblorosa desenvainó su segunda espada, y al inspirar profundamente se apoderó de su cara una extraña calma.

—¡Escapa, mi señor! —le gritó a Malus—. Yo te cubriré la retirada.

El severo tono de Shevael hizo que Malus se detuviera en seco.

—¡No, joven necio! —gritó—. No tienes ni la más remota posibilidad…

Pero el joven caballero no lo escuchaba. Con un furioso alarido cargó contra el paladín que forcejeaba, trazando en el aire un mortífero número ocho con las espadas gemelas. El paladín del Caos retrocedió bruscamente como consecuencia del repentino ataque, tropezó con una pila del libros caídos, y las espadas de Shevael lo golpearon múltiples veces en la cabeza, el pecho y una pierna. Pero los golpes del joven caballero eran precipitados y mal dirigidos, y no podían atravesar la pesada armadura del paladín. El guerrero del Caos se irguió y, con un movimiento convulsivo, se arrancó del cuerpo la espada de Suheir, manchada de icor. Sin dejar de gritarle maldiciones al paladín, Shevael continuó con su ataque, pero subestimó la destreza del guerrero del Caos. Cuando el joven caballero lo acometió, el paladín le dio un golpe de revés en la cara con el pomo de la goteante espada de Suheir, y en el mismo movimiento extendió el brazo izquierdo y le clavó la otra espada en la garganta. De la espantosa herida manó un chorro de sangre rojo brillante, y Shevael se desplomó en el suelo, boqueando y atragantándose al respirar.

Maldiciendo amargamente, Malus llegó hasta su objetivo. Sus dedos protegidos por la armadura se cerraron en torno a la rejilla de hierro del segundo brasero; la sangre que se le iba secando sobre los dedos siseó al tocar el metal caliente. Con la fuerza que le infundía el demonio, levantó el brasero al rojo vivo y se lo arrojó el paladín, contra cuyo pecho se estrelló de lleno. El guerrero cayó con un estruendo resonante y un siseo de carne chamuscada, y su cuerpo quedó cubierto de abrasadores carbones y de ceniza. Por el interior de la tienda se dispersaron más ascuas, que abrieron agujeros en las paredes de lona y prendieron más fuegos entre los papeles rasgados.

Malus acudió de un salto al lado de Shevael, pero el flujo de sangre de la garganta cortada ya estaba disminuyendo, y el joven tenía los ojos vidriosos y perdidos. El noble lo sacudió con fuerza.

—¡No te me mueras, maldito estúpido! —gruñó, pero ya era demasiado tarde. Los ojos de Shevael se pusieron en blanco y su cuerpo quedó laxo.

Maldiciendo amargamente, el noble cogió el cuerno que pendía del cuello de Shevael, y con expresión implacable en los ojos soltó el cinturón de las espadas del joven caballero y se lo puso él. Tosiendo furiosamente, recogió las armas de Shevael justo en el momento en que el paladín del Caos recobraba los sentidos y apartaba el brasero a patadas.

Malus luchó contra una ola de negra furia mientras el paladín se ponía trabajosamente de pie. No deseaba nada tanto como vengarse del inmundo guerrero, pero ese no era el momento para hacerlo. Los demonios del Caos les habían tendido una emboscada, y si él no sacaba a sus soldados del campamento, iban a masacrarlos. Prefería perder el alma a manos de Tz’Arkan por todos los tiempos antes que soportar una mancha tan negra sobre su honor. Tras lanzarle una última mirada de odio al paladín del Caos, Malus dio media vuelta y regresó a la carrera por donde había llegado.

No obstante, al apartar la doble cortina lo detuvo en seco una escena de carnicería propia de una pesadilla. Por la larga tienda rectangular pululaban las pálidas figuras de los muertos vivientes. Los cadáveres druchii que habían estado arrodillados en actitud suplicante a lo largo de la estrecha nave habían cobrado horripilante vida bajo el mando de alguien invisible, y había atacado a los caballeros que Malus había dejado atrás, como retaguardia. Muchos de los cosidos cadáveres habían sido hechos pedazos, pero el resto se inclinaba ahora sobre los cuerpos destrozados de los caballeros de la Torre Negra, y tenían las manos empapadas de sangre y con trozos de carne desgarrada. Varias caras de floja mandíbula se volvieron en dirección a Malus, que se encontraba en el umbral, y el noble retrocedió ante aquella escena de matanza con una maldición blasfema en los labios.

Detrás de él, el paladín se puso en pie de un salto y recogió sus espadas. Malus miró rápidamente a su alrededor sin ver más que llamas a derecha e izquierda, y tomó una decisión. Inspiró profundamente, alzó las espadas de Shevael y se lanzó de cabeza a través de la lona encendida de la izquierda.

El calor y el humo lo envolvieron durante un instante abrasador, y luego se encontró dando traspiés por los oscuros confines de la tienda adyacente, donde pieles y cojines para dormir formaban una gruesa capa. Malus se abalanzó de cabeza hacia el otro lado de la tienda y abrió tajos en la pared de lona con ambas espadas. Una corriente de aire fresco le acarició el rostro, y él saltó a través de la tela hecha jirones para salir al aire de la noche. A través de la oscuridad salpicada de llamas sonaban alaridos y aullidos salvajes por todo el montículo, mientras los integrantes de la horda del Caos salían a la carga de sus posiciones ocultas situadas fuera del campamento y acometían a los jinetes druchii. Sabedor de que cada segundo contaba para los aislados grupos de caballería e infantería, el noble se llevó a los labios el cuerno de Shevael y tocó a retirada general con toda la fuerza de que fue capaz. Repitió el toque tres veces, dirigiendo el cuerno hacia el este, el norte y el oeste, y luego dejó caer el instrumento, que quedó colgando a su lado, y se encaminó a la máxima velocidad posible hacia los caballeros que aguardaban. Dado que el pabellón de Nagaira estaba en llamas, Malus se abrió paso con las espadas a través de otras dos tiendas que se interponían entre él y los guerreros montados, y por el camino apartó a puntapiés pilas de cráneos y dorados objetos producto del saqueo.

Al fin emergió, ensangrentado y manchado de hollín, y se encontró ante los nerviosos miembros de la caballería real. Estaban formados en amplio círculo, mirando hacia fuera, oyendo los resonantes gritos de los enemigos y esperando a que diera comienzo la acometida. Incluso los nauglirs percibían que el peligro se acercaba, pues pateaban el suelo y bajaban la cabeza amenazadoramente.

—¡Aquí, Rencor! —llamó Malus mientras avanzaba hacia el círculo con paso tambaleante.

Los caballeros se sobresaltaron ante la fantasmal aparición del noble.

—¡Mi señor! —gritó uno de los druchii—. Temíamos lo peor…

—Y teníais razón al hacerlo —replicó el noble, ceñudo, mientras envainaba la espada de la mano izquierda—. Os he conducido directamente a una emboscada.

Sin esperar a que Rencor se echara, el noble inspiró profundamente y saltó sobre la silla. Para asegurarse, sacó el cuerno de guerra y tocó a retirada una última vez, cosa que provocó un coro de salvajes aullidos en la oscuridad circundante.

—¡Ya está! ¡Formación compacta! Nos retiramos hacia la posición de los lanceros, y no nos detendremos por nadie ni por nada. —El noble alzó la espada que llevaba en la mano derecha—. ¡Caballeros reales! ¡Adelante! —dijo Malus, y espoleó a Rencor para que echara a correr justo cuando la primera turba de hombres bestia salía aullando de la noche en llamas.

Malus y los caballeros salieron de la periferia del campamento en llamas y bajaron por la pendiente, perseguidos por una horda que les pisaba los talones entre bramidos. Fieles a su palabra, atravesaron o pisotearon todo lo que se interpuso en su camino. De la espada del noble caían gruesos hilos de sangre que volaban a través del viento cargado de ceniza, y los hocicos de los nauglirs brillaban con los fluidos vitales de hombres bestia y bárbaros que habían sido atrapados ante la avalancha de acero y escamas.

Más de una docena de nauglirs sin jinete saltaban tras la formación, siguiendo al resto de la manada, ahora que ya no tenían un jinete vivo que los guiara. Algunos caballeros habían sido derribados de la silla de montar por horrores que les habían saltado encima, o los habían matado hachas arrojadizas o lanzas. Cada baja era un golpe para el orgullo de Malus, una marca de fracaso que le hacía más daño que cualquier espada y se sumaba al desastre que se desplegaba a su alrededor.

Cuando salieron de los humeantes confines del campamento, Malus miró hacia el borde de la loma baja que tenía delante, y se sintió más animado al ver las largas hileras de lanceros cuyos escudos brillaban a la luz del fuego, igual que las puntas de sus armas. Si podían resistir durante el tiempo suficiente…

Malus señaló con la espada hacia la izquierda, y la caballería real respondió girando elegantemente y pasando con atronador estrépito por el flanco derecho de la muralla de lanzas. Al pasar al galope, el noble vio los rostros de ojos desorbitados de las primeras filas y percibió el miedo que hacía presa en los jóvenes lanceros. Nadie les había dicho qué estaba sucediendo, pero sabían que algo no iba bien.

El noble condujo a los caballeros por la pendiente de la loma y ordenó el alto. Hacia la derecha, a unos cincuenta metros de distancia, había un grupo de unos doscientos soldados de caballería. Un solo estandarte de los seis originales. Malus miró rápidamente a su alrededor y reprimió una maldición al no ver ningún otro. Volvió los ojos hacia sus caballeros.

—¿Quién es el más veterano, ahora que el señor Suheir ha muerto?

Miradas interrogativas pasaron entre los guerreros reunidos. Finalmente, un caballero maduro y de aspecto hosco alzó una mano.

—Soy yo, mi señor. Dachvar de Ciar Karond.

—Muy bien, Dachvar. Ahora estás al mando —dijo Malus—. Que descansen tus hombres y atiendan a las monturas. Preveo que voy a necesitaros dentro de poco.

Sin aguardar réplica alguna, hizo girar a Rencor y ascendió a la carrera por la pendiente situada detrás de los regimientos de lanceros.

Las tres unidades formaban en filas cerradas, casi escudo con escudo, y ocupaban una cuarta parte de la ladera. Cada lancero no sólo llevaba la lanza, el escudo y la espada corta, sino también una pesada ballesta de repetición y una aljaba de saetas negras. Estas estaban siendo cargadas por las últimas dos hileras de cada compañía cuando el noble llegó a la cima y encontró al señor Meiron y al señor Rasthlan estudiando la rugiente turba de soldados del Caos que se reunía en la ladera de enfrente, situada a unos doscientos metros. A poca distancia sobre la pendiente posterior vio a los exploradores autarii de Rasthlan que, acuclillados en pequeño grupo, fumaban sus pipas y hablaban entre sí en voz baja.

Malus frenó el gélido junto a los dos comandantes, y les devolvió precipitadamente el saludo.

—Te felicito por el despliegue, señor Meiron —dijo el noble, aprovechando la ventaja de la altura a que se encontraba para estudiar la disposición de los regimientos delanteros.

»Había esperado no tener necesidad de tus lanceros, pero ahora parece que tú cerrarás nuestra retaguardia. ¿Ha habido alguna señal de nuestros carros o del resto de la caballería?

—Ninguna, mi señor —replicó Meiron, con gravedad—. Es posible que los carros hayan quedado atrapados en los incendios que se han propagado por el campamento enemigo; hace ya un rato que no oímos el ruido de las ruedas. —Le dedicó un encogimiento de hombros al noble—. En cuanto a la caballería, a estas alturas podría estar a media legua de distancia. La mayoría de esos jóvenes valentones son como los cachorros de lobo: persiguen a cualquier cosa que se mueva.

—El señor Irhaut piensa como un bandido de las colinas, mi señor —intervino Rasthlan—. Ha entrenado a sus jefes de estandarte para que se retiren ante un enemigo superior, y alejen a los perseguidores del resto del ejército. Lo que el señor Meiron quiere decir es que la caballería ligera podría estar a kilómetros de distancia hacia el este y el oeste, arrastrando detrás de sí tantas fuerzas del Caos como le sea posible.

Por la expresión de Meiron, estaba claro que no quería decir nada parecido; era un comandante de infantería empedernido que no sentía más que desprecio por los soldados de caballería, pero Malus aceptó la explicación de Rasthlan con un asentimiento de cabeza.

—En ese caso, recémosle a la Madre Oscura para que él y sus hombres tengan éxito —dijo el noble con expresión ceñuda— porque da la impresión de que no podremos hacer frente a más de lo que tenemos aquí.

Un rugido discordante inundó el aire en el borde del campamento del Caos. Los hombres bestia echaban la cabeza hacia atrás y le bramaban a la luna envuelta en velos de humo, y humanos tatuados golpeaban los escudos con las espadas y aullaban los nombres de sus dioses blasfemos. Aumentaban en número a cada momento que pasaba, y parecían una negra ola que descendiera por la ladera opuesta. Malus no podía calcular el tamaño de aquella masa, pero tenía la certeza de que superaban muchísimo en número a los druchii. El ruido envolvió a las formaciones de lanceros, entre los que pudieron oírse murmullos de miedo. Los miembros de la Guardia Negra, que ocupaba el centro de la fila, permanecían en silencio e inmóviles como estatuas, y simplemente esperaban a que comenzara la batalla.

El señor Meiron se volvió hacia los lanceros y les bramó con una voz ronca que atravesó como una sierra el estruendo.

—¡Manteneos firmes, hijos de puta! —gruñó—. ¡Escudos arriba y ojos al frente! ¡Esos degenerados están reuniendo la valentía necesaria para cargar hacia arriba por esta pendiente y desperdiciar sus vidas! ¡Si fuera un hombre santo caería al suelo y daría gracias al todopoderoso Khaine por unos enemigos tan estúpidos como estos!

De las filas se alzaron aclamaciones y tenues risas, y los lanceros agitaron sus armas hacia la horda, que continuaba creciendo. El señor Meiron se volvió hacia Malus y sonrió con orgullo.

—No temas, mi señor —dijo—. Nos ocuparemos de estos animales.

—Te tomo la palabra, señor Meiron —replicó Malus con un asentimiento de cabeza.

El noble hizo que Rencor diera media vuelta y bajara por la colina hacia el grupo de caballeros. Los jinetes de la caballería ligera eran rezagados de diferentes estandartes y estaban claramente exhaustos, con la cara y la armadura manchadas por varias capas de humo y sangre. Cuando Malus se acercó, los jinetes se irguieron más en la silla e hicieron que las monturas se movieran para intentar algo parecido a una formación. Malus se aproximó con rapidez a la distancia de un grito.

—¡Cubrid el flanco izquierdo de los lanceros! —les bramó—. La caballería real se ocupará del derecho.

El jefe de estandarte acusó recibo de la orden con un saludo militar, y comenzó a gritar a los hombres. En ese momento el noble dio media vuelta a Rencor y lo lanzó a la carrera hacia los caballeros que aguardaban.

Para cuando llegó junto a Dachvar, los guerreros del Caos se habían puesto en movimiento. Descendieron por la larga ladera como una hirviente masa desorganizada y sedienta de sangre que corría, arrastraba los pies y brincaba con pasos deslizantes de piernas torcidas. Blandían toscas armas por encima de sus cabezas deformes, y pedían a gritos la sangre de sus enemigos. A los ojos de Malus parecía que hubiera más de diez mil, un espectáculo que llenó de pavor incluso su negro corazón. «Las cosas nunca deberían haber llegado hasta aquí», pensó con amargura. ¿Cómo había podido prever Nagaira lo que él haría?

El suelo temblaba debido al estruendo de los miles de pies que corrían. Cabezas cornudas y espadas en alto destacaban como siluetas negras contra el infernal fondo del campamento incendiado del Caos.

Cuando los primeros guerreros enemigos se encontraban a un tercio de la distancia que los separaba del pie de la elevación, Malus oyó el áspero sonido de la voz del señor Meiron.

—¡Sa’an’ishar! —gritó.

Al instante, un susurro recorrió los regimientos de lanceros cuando estos prepararon los escudos e inclinaron hacia delante las largas lanzas.

—¡Filas posteriores! ¡Preparad ballestas!

Una ondulación de formas acorazadas recorrió la línea de batalla cuando los guerreros druchii levantaron las ballestas de repetición y las inclinaron hacia el cielo. El señor Meiron alzó la espada.

—¡Preparados…, preparados…, disparad!

Sonaron las cuerdas de mil quinientas ballestas, y una lluvia de negras saetas silbó por el aire. Ni una sola pudo dejar de encontrar un blanco al caer en la masa de soldados enemigos, y los aullidos de furia se transformaron en alaridos de dolor cuando las flechas se clavaron en los guerreros mal protegidos. Cayeron centenares de humanos y hombres bestia, y sus cuerpos fueron pisoteados por sus compañeros cuando el resto de la muchedumbre continuó la carrera.

Las tropas del Caos lanzadas a la carga habían llegado al pie de la elevación. Un ruido de metal aceitado recorrió arriba y abajo la línea cuando los druchii volvieron a cargar rápidamente sus armas.

—¡Preparados! —gritó el señor Meiron—. ¡Disparad!

Otra sibilante tormenta de saetas salió volando hacia las filas del Caos. Centenares más resultaron muertos o heridos, y sus cuerpos fueron apilándose en la base de la cuesta. Salvajes hombres bestia apartaban de un golpe a los heridos o trepaban por encima de cadáveres acribillados, algunos a gatas en un intento por llegar hasta la línea de druchii.

Volvió a oírse el sonido de las ballestas al ser cargadas para disparar otra andanada. Las primeras líneas de enemigos estaban a menos de cincuenta metros de distancia.

—¡Primeras dos filas, arrodillaos! —gritó el señor Meiron, y los lanceros echaron obedientemente una rodilla a tierra—. ¡Filas posteriores, disparad!

Negra muerte segó vidas de atacantes, y las poderosas saetas atravesaron limpiamente a los enemigos más próximos. Las primeras tres filas de guerreros del Caos cayeron como trigo segado, e incluso Malus sacudió la cabeza con pasmo ante la escala de la masacre. En menos de un minuto, las laderas se habían convertido en un terreno de matanza, alfombrado con los cuerpos de los muertos.

Sin embargo, la horda del Caos continuaba avanzando.

Impactaron contra el frente de lanceros con un tremendo estruendo de acero contra madera que resonó en ambas laderas. Hachas, garrotes, espadas y garras golpearon contra escudos y yelmos, y la línea druchii se tambaleó bajo el peso del ataque enemigo. Se curvó al retroceder un lento paso por vez, y luego se detuvo. Malus oyó la áspera voz del señor Meiron que les escupía salvajes juramentos a los soldados, y la Guardia Negra respondió con un rugido colectivo. Las lanzas destellaron y dirigieron estocadas hacia la masa de enemigos, y los aullidos de furia se transformaron en gritos de dolor cuando los guerreros druchii dieron letal uso a su entrenamiento y disciplina.

Pero ¿bastaría con eso? Los hombres bestia y los bárbaros morían por decenas, pero desde su aventajado punto de observación Malus veía cómo los lanceros eran arrebatados de sus filas y hechos pedazos, o derribados al suelo por golpes terribles. Los regimientos de los flancos eran los más castigados, y sus hileras posteriores ondulaban como trigo a medida que llevaban los heridos a la retaguardia y otros soldados acudían a ocupar su lugar. El ataque del Caos no daba señales de vacilación, y a cada minuto descendían del campamento más soldados para sumarse a la batalla. Si uno solo de los regimientos daba media vuelta y huía, los otros dos se verían abrumados en unos instantes.

Malus comprendió que no podrían mantenerse a la defensiva durante mucho tiempo. Su única opción era atacar.

Desenvainó la espada manchada de sangre y se volvió a mirar a Dachvar.

—Tenemos que aliviar la presión que soportan los lanceros —dijo—. La caballería real formará una línea y cargaremos contra los bastardos del Caos por el flanco.

—Sí, mi señor —replicó Dachvar con un asentimiento de cabeza, y luego hizo girar a su nauglir y trotó a lo largo de la formación—. ¡Formad una línea y disponeos a cargar! —gritó, y los caballeros se prepararon para la batalla.

A la cabeza de la formación, Malus desvió a Rencor hacia el este para conducir a los caballeros por un lado de la colina, donde podrían dar un rodeo para atacar a los guerreros del Caos por el flanco izquierdo. Pasaron largos minutos mientras la gran formación se recolocaba. Malus escuchaba atentamente los ruidos de la batalla que atronaba en la cima de la colina, sabedor de que cada minuto que pasaba acercaba más a los lanceros al punto de ruptura. Finalmente, Dachvar le hizo una señal desde el otro extremo de la línea para indicarle que todos estaban preparados, y Malus alzó la espada.

—¡Sa’an’ishar! ¡La caballería real avanzará y cargará!

A continuación, bajó la espada, y los caballeros lanzaron un exultante rugido y taconearon las monturas para que echaran a correr.

No disponían ni del tiempo ni de la distancia necesarios para que la formación acelerara hasta la velocidad de una carga propiamente dicha. Los caballeros se volvieron para ascender por la cuesta como una enorme jauría, y se lanzaron contra el flanco del enemigo con un impacto demoledor de garras, dientes y acero. Rencor pisoteó a dos hombres bestia con sus anchas patas, y le cortó la cabeza de un mordisco a otro; Malus le clavó una estocada en la espalda a un hombre bestia aturdido, y abrió un tajo con la espada en el cuello de un bárbaro que saltaba. La muchedumbre retrocedió ante la repentina acometida, y los caballeros se adentraron más profundamente en la masa, mientras las enrojecidas espadas subían y bajaban, y los gélidos lanzaban cuerpos mutilados por los aires. Los lanceros del señor Meiron los aclamaron, y al redoblar sus esfuerzos, recuperaron los pocos metros de terreno que habían perdido y empujaron al enemigo ladera abajo.

Hachas y garrotes golpeaban las acorazadas piernas de Malus. Un hombre bestia intentó trepar al cuello de Rencor, mientras dirigía un tajo hacia el pecho de Malus con una espada que parecía una cuchilla de carnicero. El noble descargó sobre la muñeca de la mano que sostenía la espada de la criatura un tajo que se la cercenó, y luego le clavó una estocada en el pecho al monstruo, que aullaba. Su cuerpo dejó un brillante rastro de sangre al deslizarse del lomo del gélido hacia la hirviente masa de abajo, pero otro hombre bestia saltó para ocupar su lugar. Malus maldijo, intercambiando golpes con la criatura, mientras sentía que otro par de manos intentaba derribarlo de la silla por la izquierda. La carga había causado considerables daños, pero la masa de enemigos continuaba manteniéndose firme, animada por los refuerzos y motivada por el miedo que le inspiraban sus terribles jefes. Ahora que los caballeros se hallaban atascados, habían perdido la mayor parte de su ventaja: la movilidad. Dentro de poco, el mayor número de enemigos acabaría por vencerlos.

Malus amagó un tajo al hombre bestia que tenía delante para invitarlo a responder. Cuando la criatura lo acometió con la espada, él estaba preparado y le clavó una estocada en la garganta. La bestia cayó al suelo, tosiendo y echando sangre, y el noble volvió su atención hacia un monstruo que bramaba y le tiraba de la pierna izquierda. A lo lejos oyó un ominoso tronar que llegaba de las profundidades del campamento del Caos. ¿Qué nueva amenaza estaba enviándole Nagaira?

Una rápida mirada colina arriba le mostró que los regimientos de lanceros habían dejado de avanzar y luchaban desde su posición original, en la loma. A su inmediata izquierda, una de las unidades delanteras no tenía ningún enemigo con el que contender gracias a la llegada de los caballeros. Pero la muchedumbre de enemigos continuaba luchando, rodeando a los ya muy apurados caballeros, y desgarrándolos en un frenesí de odio. Apenas acababa Malus de despachar al hombre bestia que tenía a la izquierda cuando un pesado golpe impactó contra su cadera por la derecha. La desesperación comenzó a hacer presa en él y consideró llamar a retirada.

Entonces, de repente, el estruendo aumentó de volumen, y Malus oyó un choque titánico hacia la derecha. Alaridos y aullidos de miedo desgarraron el aire, y dio la impresión de que toda la turba enemiga retrocedía como un ser vivo. Malus oyó que los lanceros de la izquierda comenzaban a aclamar, y entonces vio que los guerreros del Caos se retiraban, dispersándose oscuridad adentro en dirección noroeste. Los jinetes de la caballería real espolearon a los gélidos para perseguirlos y mataron a los fugitivos hasta que los detuvieron las órdenes que les gritó Dachvar.

Un sonoro traqueteo resonó ladera arriba, detrás de Malus. Al volverse, vio que se trataba de uno de los carros de guerra que los habían acompañado desde la Torre Negra. Al ponerse de pie en los estribos, contempló más carros que daban vueltas alrededor de la base del montículo, con las ruedas y las temibles hojas de guadaña goteando sangre.

El auriga que estaba detrás del noble frenó la pareja de gélidos, y el caballero que iba junto a él desmontó y fue rápidamente hacia Malus.

—Te pido disculpas por perderte durante el avance, mi señor —dijo el caballero con gravedad—. Nos vimos obligados a seguir esos condenados senderos serpenteantes, y una vez que nos desviamos parecía que no había forma de encontrar la dirección correcta.

Malus se echó atrás en la silla de montar, respirando aguadamente, mientras observaba cómo el último de los hombres bestia desaparecía entre el humo.

—La pérdida fue amargamente sentida —dijo el noble—, pero vuestro regreso la ha compensado con creces. Reúne tus carros, comandante. Ahora sois la retaguardia. Los lanceros deben retroceder hasta el siguiente punto de repliegue con toda rapidez, mientras aún nos quede un poco de espacio para respirar.

El comandante de los carros lo saludó y se encaminó rápidamente hacia su montura. Malus tendió una mano hacia atrás para coger el cuerno de guerra, mientras intentaba recordar cómo se tocaba correctamente a retirada y repliegue. Por la gracia de la diosa había ganado un respiro momentáneo, pero aún tenía que devolver al resto de su ejército a la torre antes de que les pasaran por encima.