2: La espada de doble filo

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La espada de doble filo

La ciudad de Har Ganeth, ocho semanas antes.

Sobre la Ciudad de los Verdugos flotaba un palio de humo que enguirnaldaba las anchas colinas con serpentinas grises, y que olían a ceniza y grasa de carne asada. En lo alto de los campanarios afilados como cuchillos de la fortaleza del templo doblaban las campanas de sacrificio para llamar a los fieles a desnudar sus armas y dar gracias por la liberación de Har Ganeth. Alaridos de tortura y el aullido de las turbas hambrientas ascendían como un himno de alabanza hacia el nublado cielo de verano.

La lucha había sido violenta durante más de una semana, y los barrios bajos de Har Ganeth eran los que más habían sufrido. Dos días después de haberse acabado los tumultos, las estrechas calles que conformaban un laberinto aún estaban atestadas de cadáveres y de carbonizados restos de edificios consumidos por las llamas. Salpicaduras recientes de rojo vivo pintaban las murallas enmohecidas de la Ciudad Blanca, y las umbrías avenidas estaban inundadas por el hedor a osario de los campos de batalla. Los tenderos y comerciantes caminaban con sumo cuidado entre las pilas de escombros, en busca de objetos útiles. Grupos de niños pequeños correteaban por las calles empedradas, blandiendo diminutos cuchillos manchados de sangre y cordones trenzados con cuero sin curtir, en los que enhebraban dedos cortados decorados con anillos de plata y de oro. Hachas y cuchillos de carnicero destellaban y cortaban con un golpe sordo los cuellos de los muertos para separar las vértebras con un chasquido húmedo, y los druchii recogían las cabezas cortadas para apilarlas en la parte exterior de las puertas, manchadas de sangre. Apenas unos días antes, muchos de esos mismos elfos oscuros habían cogido antorchas y armas y se habían alzado contra los sacerdotes del templo de Khaine, convencidos de que el Apocalipsis estaba cerca. Pero el pretendido Portador de la Espada de Khaine había resultado ser un impostor, y los líderes del levantamiento habían huido o habían sido asesinados, así que las gentes de la ciudad habían agachado la cabeza y habían apilado cráneos en el exterior de sus tiendas y hogares, rezando para que la vengativa sombra de los ejecutores del templo pasara de largo. Cada vez que oían pasos firmes, encogían los hombros y bajaban la vista hacia el ensangrentado empedrado, temerosos de atraer la atención de los ejecutores del templo o, peor aún, la hambrienta mirada de las Novias de Khaine, sedientas de sangre.

Así pues, cuando los pesados pasos del nauglir y el apagado entrechocar metálico de la armadura resonaron por las calles, la gente de Har Ganeth apartó los ojos y no le prestó la más mínima atención al noble jinete… ni a la espada de negra empuñadura que llevaba colgando a un lado. Sólo los cuervos de la ciudad repararon en su paso, y alzaron picos manchados de sangre de su hinchado banquete, al tiempo que agitaban grandes alas lustrosas.

—¡Sangre y almas! —graznaron, exultantes, mientras miraban a Malus Darkblade con ojos amarillos—. ¡El Azote! ¡El Azote!

«Condenados bichos fastidiosos», pensó Malus, cuya ceñuda expresión ahondó aún más la depresión de sus mejillas y marcó arrugas en torno a sus finos labios. Rencor, al percibir la irritación de su amo, sacudió la voluminosa cabeza y lanzó dentelladas a los cuervos, que daban saltitos de un lado a otro; todo quedó salpicado con la venenosa saliva de sus dentudas fauces. El noble dominó al gélido con un tirón experto de las riendas y condujo a la bestia de guerra alrededor de los restos quemados de una carreta volcada. En lo alto había más siluetas negras que volaban en círculo y planeaban como sombras detrás de él. Le habían enseñado que los cuervos eran sagrados para Khaine. «¿Es la espada la que los alborota tanto —se preguntó—, o soy yo?».

Algo frío y duro se deslizó como una serpiente en torno al corazón de Malus. Una voz siseó como plomo fundido a lo largo de sus huesos, y le dio dentera.

—Una distinción carente de sentido —se burló Tz’Arkan—. Tú y la espada ardiente sois ahora uno solo y el mismo.

El noble se irguió bruscamente en la silla de montar cuando una ola de gélida presión se formó detrás de sus ojos, y sus puños de metal aferraron las gruesas riendas con la fuerza suficiente como para hacer que el cuero crujiera. Reprimió una salvaje maldición y parpadeó a causa de los puntos negros que pasaron ante su campo visual. El pulso le latió con fuerza en las sienes, donde las venas se le hincharon.

El dominio de Tz’Arkan sobre él era casi completo. Para empezar, era la condenada maldición del demonio lo que había llevado a Malus hasta Har Ganeth, en busca de una de las cinco reliquias arcanas que liberarían a Tz’Arkan de su prisión de cristal, situada en los Desiertos del Caos, y a Malus le permitirían recuperar su alma robada. La Espada de Disformidad de Khaine era una de esas reliquias, pero a lo largo de los milenios transcurridos desde el encarcelamiento del demonio la espada había hallado el modo de convertirse en posesión del templo de Khaine, donde la guardaban en espera del día en que el elegido del Señor del Asesinato acudiera a reclamarla y anunciara el cataclísmico Tiempo de Sangre. Según los ancianos del templo, el elegido no era otro que el propio Malekith, el despiadado Rey Brujo de Naggaroth, pero Malus sabía que esa era una ficción de conveniencia, una mentira destinada a conservar la riqueza y el poder temporales.

La verdad, como sucedía a menudo en la Tierra Fría, era más tenebrosa que eso.

Malus logró reír amargamente entre dientes.

—¿Es posible que el gran demonio se haya enmarañado en sus propias redes tejidas de engaño? —gruñó—. ¿Lamentas ahora haberme convertido en tu instrumento? Después de todo, fueron tus maquinaciones las que pusieron la espada en mis manos. «Mi destino», como tan alegremente lo expresaste.

Había aprendido mucho sobre el destino en los diez meses transcurridos desde que había entrado en la cámara de Tz’Arkan, allá en el norte. Destino era la palabra que usaban las marionetas para describir los tirones de los hilos invisibles. No había sido el destino lo que había arrastrado a Malus hacia el norte en busca de poder y riquezas; lo habían apuntado hacia el templo de Tz’Arkan y lo habían soltado como si fuera una flecha: su media hermana Nagaira lo había manipulado para que emprendiera la expedición. Y, a su vez, ella había sido manipulada por la madre del propio Malus, la hechicera Eldire. De algún modo, Eldire se había enterado de la existencia del demonio y de sus planes de siglos de antigüedad. Conocía la profecía y el Tiempo de Sangre, y había dedicado años a moldear personas y acontecimientos para lograr que dieran fruto. No para servir a Tz’Arkan, sino con el fin de utilizar los ardides del demonio para sus propios secretos propósitos. Era un acto de ambición e implacabilidad descomunales que culminó con el nacimiento de su hijo, Malus. Ella lo había adoctrinado para que fuera la palanca que pondría en movimiento los inescrutables designios del demonio.

Pero las profecías, por su propia naturaleza, eran cosas poco fiables, traicioneras.

Otros habían intentado someter a Malus a su voluntad, o reclamar para sí el poder de la profecía. Nagaira había tratado de subyugarlo mediante el engaño y la brujería, porque buscaba utilizar al demonio para sus propios firmes. Peor aún, su deforme medio hermano Urial, envenenado antes de nacer por Eldire y entregado al templo como víctima de sacrificio, había sobrevivido al Caldero de Sangre y había sido iniciado en los misterios del culto de Khaine. Los miembros disidentes del culto que se negaban a aceptar a Malekith como Portador de la Espada de Khaine creían que Urial era el elegido, y las circunstancias de la profecía encajaban bastante bien. Lo prepararon en secreto para que reclamara la espada cuando llegara el momento propicio, y después de que su media hermana Yasmir se revelara como una santa viviente del Dios de Manos Ensangrentadas, Urial traicionó a Malus y huyó a Har Ganeth, donde convocó a los fanáticos del templo para derrocar a los heréticos ancianos del culto.

Durante una semana, la Ciudad de los Verdugos se rompió en pedazos cuando los fanáticos encabezaron una sangrienta rebelión de los ciudadanos. Urial había estado realmente muy cerca de lograr sus objetivos. «Demasiado cerca como para resultar un consuelo», admitió Malus para sí mismo mientras, con gesto ausente, se llevaba una mano al peto para tocar el punto en que la espada de Urial se le había deslizado entre las costillas. De no haber sido por el poder del demonio, habría muerto.

Tz’Arkan había clavado sus garras profundamente en el cuerpo de Malus y había propagado su corrupción un poco más cada vez que el noble había recurrido a su infernal fuerza. Incluso ahora sentía la piel como si fuera de hielo, y los músculos, marchitos y débiles, ansiosos por volver a probar el demoníaco poder. Le quedaban sólo unos pocos meses para recuperar el último de los cinco talismanes del demonio, y llevarlos todos hasta el templo del norte, o su alma se perdería para siempre; pero Malus no podía evitar preguntarse si no sería ya demasiado tarde. ¿Habría luchado durante los últimos diez meses por la recuperación de su alma sólo para convertirse en huésped del demonio cuando Tz’Arkan estuviera libre?

Malus tenía motivos para creer que ese había sido el plan del demonio desde el principio.

—Druchii necio —le espetó el demonio—. La Espada de Disformidad no está destinada a ser blandida por los que son como tú. Tú la ves como una hoja afilada nada más, pero es un talismán de poder supremo. Como siempre, juegas con fuerzas que superan tu capacidad de entendimiento.

El noble se dio cuenta de que Rencor olfateaba el hinchado cadáver de un caballo que aún estaba atrapado entre las lanzas de un carro volcado. Malus clavó las espuelas en los flancos de la bestia de guerra, y el nauglir se sobresaltó y volvió a avanzar al trote.

—¡Ah!, pero te equivocas —respondió—. Yo la considero una buena arma, además de un talismán de gran poder…, uno que tengo toda la intención de usar como mejor me parezca. ¿Qué te importa a ti, siempre y cuando esté cumpliendo con tus malditas órdenes?

En verdad, Malus creía que conocía el motivo de la preocupación del demonio. La Espada de Disformidad irradiaba poder como un hierro al rojo vivo, e incluso en ese momento podía sentir el calor que le manaba a través de la vaina y le penetraba en los huesos. Parecía un poder suficiente para reemplazar los gélidos dones del demonio y resistirse a la voluntad de Tz’Arkan, o al menos eso esperaba él.

—¿Imaginas que llevas junto a la cadera una mera espada? No. Esa es la voracidad del propio Khaine en forma tangible —siseó el demonio.

—En ese caso, me ocuparé de que sea bien alimentada —replicó Malus.

—Por supuesto que lo harás —dijo Tz’Arkan con tono de burla—. No tienes elección. La espada se ha apoderado de ti, y como ha sucedido con todos los que la han blandido antes que tú, un día se volverá contra ti si no le das lo que le corresponde.

Algo en el tono de voz del demonio hizo pensar a Malus. Bajó los ojos hacia la negra empuñadura de la Espada de Disformidad, y sintió un repentino escalofrío.

«No es más que otra mentira —se dijo. Posó una mano sobre el negro pomo de la espada y saboreó su calidez—. Es la única posibilidad que tienes contra Tz’Arkan, y el demonio lo sabe».

—Entonces, será mejor para ti que nos separemos antes de que la espada acabe conmigo —dijo el noble.

La risa del demonio se grabó como ácido en los huesos de Malus.

—No, mejor para ti, Darkblade. Es mala cosa que estés quedándote sin tiempo; ahora juegas con un talismán mágico que desea tu sangre. ¿No lo entiendes? ¡Tu perdición está sellada! Lo mejor que puedes desear ahora es encontrar el Amuleto de Vaurog y regresar a mi templo del norte antes de perderte. De otro modo, tu alma me pertenecerá hasta el fin de los tiempos.

Con la risa del demonio resonando desagradablemente dentro de la cabeza, Malus taconeó a Rencor para que fuera a medio galope, sin importarle ya lo que el gélido atrapara con las fauces o aplastara con las patas. Sus pensamientos hervían como el horrendo estofado del Caldero de Khaine, mientras consideraba el siguiente movimiento que haría.

Cuanto más descendía por la amplia colina, mayor era la devastación que encontraba. Los distritos de la nobleza que rodeaban la fortaleza del templo, cerca de la cumbre, habían quedado en su mayoría intactos; cada hogar era como una pequeña ciudadela, idealmente diseñada para rechazar todo lo que no fuera el ataque más decidido. Los distritos de los plebeyos, situados más abajo de la pendiente, habían sufrido mucho más, primero a manos de los guerreros del templo, y luego, debido a los sucesivos tumultos que se habían producido en Har Ganeth durante días enteros. Muchas estructuras de piedra habían quedado ennegrecidas por los incendios, y varias se habían derrumbado completamente y su carbonizado contenido había quedado desparramado por las calles.

Pero el barrio de los comerciantes y el distrito de los almacenes, situados al pie de la colina, eran los que se habían llevado la peor parte. Muchos tenderos habían cerrado sus puertas con la esperanza de aguantar hasta que pasara la tormenta, pero cuando los tumultos se convirtieron en una guerra abierta entre los fanáticos y los leales al templo, esa zona de la ciudad se había transformado en territorio de nadie, atrapada entre las facciones combatientes. Las tiendas habían sido saqueadas o quemadas durante los tumultos, y luego los saqueadores las habían dejado limpias del todo al decaer la lucha.

Más allá del barrio de los comerciantes, el mercado de esclavos y el distrito de los almacenes estaban en ruinas. Allí era donde los combates habían sido más terribles; cuando Urial y sus fanáticos se apoderaron del templo, dejaron a los leales fuera, en las calles. Grandes grupos de guerreros formados por brujas de Khaine y ejecutores habían sido aislados por turbas de ciudadanos frenéticos, y se habían visto obligados a refugiarse en establos para esclavos o en los edificios de las empresas navieras. Los incendios provocados por la encarnizada lucha callejera se habían mantenido durante días sin que nadie los extinguiera, y el aire que rodeaba la zona estaba cargado de jirones de humo maloliente. Cuando cambiaba el viento, Malus entreveía las murallas de la ciudad, que se alzaban intactas por encima de la devastación. Si para algo habían servido, había sido para limitar la carnicería y volver la furia de Har Ganeth contra la propia ciudad, que se había hecho pedazos a sí misma.

El noble aún se encontraba en el distrito de los almacenes, a menos de ochocientos metros de la puerta de la ciudad, cuando oyó los primeros gritos de la turba. Sus rugidos lo arrancaron de la amarga ensoñación, y los gritos de «¡Sangre para el Dios de la Sangre!» resonaron de modo extraño a lo largo de las calles en ruinas. El sonido parecía proceder de un punto situado justo ante él, aunque no podía estar seguro de nada en medio del humo. Por un fugaz momento pensó en cambiar de rumbo, pero en un ataque de irritación apartó el pensamiento a un lado. Adivinaba tras de qué iba la turba, y no incluía a los de su condición. El noble espoleó la montura para que continuara avanzando a través del humo, y las anchas patas del nauglir siguieron aplastando huesos carbonizados a cada paso.

Mientras continuaba por la avenida sembrada de escombros, el ruido de la turba a ratos aumentaba y luego disminuía, apagado por las ruinas y el cambiante viento, hasta que Malus comenzó a creer que los druchii se alejaban de él en dirección oeste. Los gritos fueron apagándose, y cuando hubo avanzado durante unos minutos en relativo silencio, se permitió relajarse por fin. Justo en ese momento, como provocada por la risa de un dios caprichoso, una ráfaga de viento arrastró el humo que rodeaba al noble, y la gente estalló en sanguinarias aclamaciones a menos de una docena de pasos a la izquierda de Malus.

Eran treinta o cuarenta figuras que ocupaban una ancha calle lateral, junto a los restos de un largo almacén de una sola planta. La mayoría eran ciudadanos plebeyos ataviados con ropones sucios de hollín y que llevaban espadas o hachas en las mugrientas manos, pero los cabecillas del grupo eran un par de jóvenes brujas de Khaine y un puñado de ejecutores. Los sirvientes del templo se encontraban de pie sobre una gran pila de escombros, para que la turba viera bien lo que hacían. Las blancas piedras sobre las que estaban presentaban dibujos encarnados: listas de vivido rojo que cambiaban a un tono ladrillo apagado y luego a un marrón rojizo oscuro donde la sangre coagulada se había acumulado en las grietas y hendiduras. En las pendientes del montículo yacían cuerpos decapitados que derramaban sus humores sobre el adoquinado.

Varios druchii se debatían y siseaban en manos de la turba, aguardando su turno ante los draichs de los ejecutores. Habían cometido el error de aliarse con los fanáticos durante la revuelta, y no habían tenido la prudencia de volver a cambiar de bando al fracasar el levantamiento. O tal vez habían sido simplemente sorprendidos en el lugar y el momento equivocados. Malus reparó en que uno de ellos más bien tenía aspecto de comerciante de Karond Kar, con su kheitan de color añil y las cadenas para esclavos colgándole de la cadera.

Por el momento, a los indefensos prisioneros les había sido concedido un respiro. Los sirvientes del templo tenían ofrendas mucho más dulces a las que dedicar su atención.

Dos druchii oscilaban sobre la pila de piedras donde la presa de hierro de los ejecutores los mantenía de pie. Llevaban el torso desnudo, pero Malus reparó en los mugrientos ropones blancos cuyas mangas desgarradas tenían enrolladas en la cadera. El pecho y los brazos musculosos estaban muy contusionados y ennegrecidos; al mirarlos, el noble bien podría haber creído que los habían sacado de entre los escombros de uno de los edificios cercanos. Lo más revelador era que no había en sus cuerpos ninguna cicatriz de espada o hacha, a pesar de las luchas que habían arrasado la ciudad.

Eran fanáticos, miembros de la facción renegada que seguía la verdadera fe de Khaine. Asesinos sin igual, no llevaban armadura alguna a la batalla y se ataviaban de blanco para mostrar mejor los rojos favores de su dios. Cientos de ellos habían acudido a Har Ganeth cuando Urial los llamó, y habían causado un espantoso número de bajas entre los guerreros del templo durante el alzamiento. Cuando se hizo evidente que la rebelión había fracasado, la mayoría de los supervivientes se habían dispersado por la campiña, cosa que hacía que los prisioneros fanáticos fuesen aún más tentadores para las vengativas brujas de Khaine. Aquellos dos sufrirían durante semanas bajo las expertas manos de las brujas, antes de que sus restos fueran entregados al Caldero de Khaine. Era la peor suerte posible para los verdaderos creyentes, que le rezaban diariamente a su dios para que les concediera una gloriosa muerte en la batalla.

Malus observó fríamente a los condenados y dio gracias a la Madre Oscura por aquella distracción. «Mejor vosotros que yo», pensó, y luego frunció el ceño con irritación cuando Rencor ralentizó la marcha hasta casi detenerse al sentir el olor de la sangre fresca. El noble posó una mirada colérica sobre la escamosa montura, e iba a espolear a la bestia para que volviera a acelerar hasta el medio galope cuando, de repente, un grito angustiado ascendió desde la pila de escombros.

—¡Líbranos de esto, santo! —le gritó a Malus uno de los fanáticos—. ¡Desenvaina tu espada y mátanos, en el nombre del Bendito Asesino!

Las cabezas se volvieron. Malus sintió las miradas depredadoras de las brujas de Khaine sobre la piel, y se le erizó el cabello. De repente, el aire pareció cargado de una tensión contenida, crepitante de energías coléricas, como en los momentos anteriores a una tormenta de verano. También Rencor percibió el cambio y le gruñó amenazadoramente a la turba.

«Condenada suerte la mía», maldijo el noble. No reconocía ninguno de los dos rostros implorantes de los fanáticos. Cuando había llegado por primera vez a la ciudad para buscar una ruta secreta que le permitiera entrar en la fortaleza del templo, accidentalmente había ido a parar entre los verdaderos creyentes. Incluso había contribuido a provocar los primeros disturbios con la esperanza de distraer aún más a los ancianos, y había acabado por encontrarse con muchos más problemas de los que había pretendido.

La turba miraba a Malus como lo habría hecho una manada de perros salvajes. Con su gastado ropón y la arañada armadura tenía más aspecto de caballero sin tierra o de noble exiliado que de hereje de ojos enloquecidos. La cara del noble estaba demacrada, lo que resaltaba sus prominentes pómulos y su ahusado mentón. Sus ojos de color latón brillaban dentro de las cuencas oculares hundidas, rasgo que lo distinguía como elegido de Khaine. Más formidable aún era la palidez gris de su semblante, como si el druchii estuviera aquejado por una enfermedad terrible.

—Nadie va a salvarte de tus pecados, hereje —le espetó Malus al mismo tiempo que tiraba de las riendas de Rencor—. Khaine no tiene fría misericordia para los de tu calaña.

El nauglir sacudió la enorme cabeza y dio un paso de lado, reacio a apartarse de la turba. Cerró en el aire las enormes fauces y gruñó amenazadoramente, y los druchii le sisearon a modo de respuesta.

Una de las brujas del templo apuntó a Malus con su espada. Sobre sus musculosos brazos y largas piernas desnudas brillaban regueros de sangre fresca.

—Tú no eres un sacerdote del templo —dijo con voz ronca, como si un aire frío se hubiese alzado de una tumba.

—Nunca he dicho que lo fuera —replicó Malus con voz tensa, mientras intentaba controlar al gélido.

Rencor giraba en círculos y pateaba el suelo, alejándose de la turba para luego dar media vuelta y volver hacia ella como hierro atraído por una piedra imán. La tensión del aire continuó aumentando hasta darle dentera al noble. ¿Qué estaba sucediendo, en el nombre de la Madre Oscura?

—¡Cobarde! ¡Apóstata! —gritó uno de los fanáticos, y se lanzó hacia delante aunque lo retenían las manos de los ejecutores.

—Apresadlo —dijo la bruja con frialdad.

La turba estalló en vigorosos alaridos y blandió las armas al correr hacia el noble, momento en que Rencor se abalanzó hacia ellos con un rugido como respuesta y casi derribó a Malus de la silla.

El noble sintió que la tensión contenida estallaba en una ráfaga que crepitaba por el aire y chisporroteaba sobre las zonas de la piel que llevaba descubiertas. Fue como el hirviente destello de una llama o de un relámpago de verano. Malus gritó de perplejidad y cólera mientras se esforzaba por mantenerse erguido sobre Rencor, que atravesaba la muchedumbre. Crujieron huesos y saltó sangre al aire cuando el gélido atrapó a un druchii por el hombro derecho y le cortó el brazo de una dentellada. El angustiado alarido de la víctima destrozó los nervios de Malus.

Rencor rugió y acometió a otro que pasaba corriendo por su lado; lo atrapó por la cadera y lo lanzó al aire. Malus maldijo y aporreó los flancos de la bestia con las espuelas, pero el nauglir se había vuelto loco de frenesí y desgarraba enemigos con temerario abandono.

La turba, enfurecida, rodeó a la bestia. Una espada resonó contra el peto de Malus. Pálidos rostros manchados de sangre alzaban hacia él miradas furiosas y en los oscuros ojos ardía el delirio de la batalla. Unas manos desnudas lo aferraron por el faldar de malla y la pierna derecha, e intentaron derribarlo de la silla. Gruñendo como un lobo, Malus consiguió liberar la pierna y golpeó con el tacón el rostro del hombre, pero otras manos se cerraron en torno a su tobillo y tiraron.

Sintió que se deslizaba inexorablemente de la silla. La rabia y la desesperación le hirvieron en las venas. Sin pensar, Malus bajó la mano hacia la Espada de Disformidad. La empuñadura estaba caliente al tacto, y pareció que la larga espada arcana saltaba fuera de la vaina con un siseo ominoso.

Rugiendo blasfemias, Malus levantó la hoja negra como el ébano hacia el tormentoso cielo. Por encima del estruendo de los gritos de la turba, el noble oyó el horrible chillido de una de las brujas del templo, y entonces descargó la espada con un terrible barrido que atravesó brazos y cabezas. La sangre se ennegreció y se secó cuando la espada absorbió profundamente el caliente líquido vital y el dolor de los mortales.

Los rugidos sanguinarios se convirtieron en alaridos de terror y desesperación. Los druchii retrocedieron ante los humeantes cadáveres de sus hermanos, mientras gritaban el nombre de Khaine. Malus saltó tras ellos, con la cara transformada en una máscara de cólera frenética.

En lo alto, los graznidos de los cuervos resonaban a modo de risas en el tormentoso cielo.

La cara de la bruja de Khaine estaba extrañamente serena. Malus admiró la perfección de alabastro de sus altos pómulos y la sutil curva de la elegante mandíbula. Sus ojos color latón eran serenos, los carnosos labios estaban ligeramente separados y tenían el vivido color rojo de la juventud. En otro tiempo podría haber sido una princesa de ojos violeta de la perdida Nagarythe a punto de susurrar sus secretos al oído de un amante.

Estando lo bastante cerca como para besar aquellos labios perfectos, Malus realizó una inspiración temblorosa y arrancó del cadáver la Espada de Disformidad. La antigua hoja raspó contra la piedra al salir de la pila de escombros que había detrás de la espalda de la bruja, cuyo cuerpo se deslizó de la larga cuchilla y se desplomó sin vida en el suelo.

Por un momento, el noble parpadeó como un borracho ante el cuerpo de la bruja, como si lo viera por primera vez. Tenía la piel caliente, febril, y sus nervios aún resonaban con las últimas notas de la sed de sangre. Su mirada se desplazó hacia la punta de la espada, que señalaba en dirección al suelo. Una tenue espira de vapor rojo ascendía de su agudo filo.

Mediante la fuerza de voluntad, Malus alzó la cabeza y contempló la estela de asesinatos que se extendía por toda la larga y ancha calle.

Cuerpos destrozados y extremidades cercenadas yacían en enredada alfombra sobre el empedrado. Muchos tenían las heridas en la espalda, ya que habían muerto cuando intentaban escapar. Bajo la débil luz solar destellaban armas rotas que señalaban el lugar donde otros habían intentado luchar contra la voracidad de un dios. Todos los rostros que veía Malus estaban contorsionados en un rictus de terror y dolor, todos menos los semblantes de los dos prisioneros fanáticos. Sus cuerpos decapitados continuaban de rodillas sobre los adoquines, con los brazos extendidos en gesto de éxtasis religioso.

—Bendita Madre de la Noche —susurró Malus con horrorizada reverencia— ¿qué he hecho?

—Has saciado la sed de la ardiente espada —siseó Tz’Arkan—. Por el momento.

«Docenas de personas —pensó el noble, incapaz de apartar los ojos de la carnicería—. Docenas de personas condenadas».

Lo último que recordaba claramente era que estaba desenvainando la espada. Después de eso…, sólo risas y alaridos terribles. Pensar que había perdido el control de aquella manera lo aterrorizaba.

Se oían gritos distantes en dirección al barrio de los comerciantes. El noble buscó a los ejecutores del templo y encontró los cuerpos en la base de la pila de escombros, a pocos metros de distancia, rodeando el cadáver de la segunda bruja de Khaine. Intentó contar los cuerpos de los plebeyos, pero abandonó el intento, asqueado. No había manera de saber con certeza cuántos eran, ni si alguno podría haber escapado de la matanza y haber corrido en busca de ayuda.

Malus obligó a su cuerpo a moverse y avanzó serpenteando rápidamente entre los muertos. De forma distraída reparó en la poca sangre que había: sólo carne ennegrecida y órganos marchitos.

Rencor no se encontraba lejos del lugar en que Malus había desmontado, y se alimentaba con desconfianza de uno de los druchii muertos. El nauglir se apartó con temor cuando el noble se acercó. Malus gruñó con irritación a la bestia de guerra.

—¡Quieto, maldito! —gritó, y se dio cuenta de que su mano ceñía lentamente la empuñadura de la espada.

Entonces, se inmovilizó. Mientras observaba la espada con desconfianza, la deslizó lenta y deliberadamente dentro de la vaina. Dos veces pareció atascarse en la boca de la funda, cosa que lo obligó a retirarla ligeramente para intentar envainarla de nuevo. Cuando por fin el arma acabó de entrar, el noble suspiró de alivio.

Al cabo de un momento, el calor que le inundaba los músculos comenzó a desvanecerse, como si fuera un hierro retirado del fuego, y volvió a sentirse frío y desgraciado una vez más.

«Atrapado entre el dragón y el mar profundo», pensó Malus, mientras luchaba contra una ola de desesperación. ¿Cuál era peor destino?