24: El amuleto de Naurog

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El amuleto de Naurog

Al otro lado de la sala del consejo había una escalera oculta que descendía en espiral a lo largo de la torre y llegaba hasta los niveles inferiores. Malus siguió a su antigua guardia personal con la obediencia de un sabueso, internamente encolerizado mientras Tz’Arkan manipulaba sus extremidades como un titiritero. De vez en cuando, el noble oía voces y órdenes gritadas al otro lado de agujeros de observación y puertas disimuladas que había a lo largo de la escalera. En un momento determinado podría haber jurado que pasaban a escasos metros del consejo de guerra de Malekith. Malus luchó durante todo el recorrido, rezándoles a todos los dioses y diosas que conocía para implorar que alguien los oyera pasar o tropezara con ellos. Pero la suerte de Lhunara se mantuvo, y la férrea presa de Tz’Arkan continuó dejando a Malus tan impotente como un bebé.

No había pasado mucho rato cuando Malus sintió un helor en la piel y supo que habían descendido al subsuelo. Pocos minutos después, Lhunara lo conducía a través de una estrecha puerta al interior de la zona de cisternas. Avanzaron a través de una oscuridad absoluta, pasando entre los profundos pozos con facilidad sobrenatural. Malus se sorprendió deseando a cada paso que el demonio pusiera un pie en el sitio equivocado y los precipitara a ambos dentro de la fría agua estancada. Con toda la armadura, él se hundiría como una piedra. ¡Una muerte acuática era preferible a ser un esclavo dentro de su propia piel!

Isilvar no le había prendido fuego al túnel secreto, como había afirmado. En el calor de la batalla, a Malus no se le había ocurrido que su medio hermano pudiera intentar usarlo para otros propósitos. Tirando hacia atrás, sin embargo, se dio cuenta de que tal vez era la única persona de la torre que podía tratar efectivamente con Nagaira, debido a sus lazos con el culto de Slaanesh.

Salieron al erial en que se había transformado la ciudad exterior, ahora prácticamente desierta porque el grueso de la horda aullaba al pie de la Torre Negra. Lhunara lo condujo por las calles abarrotadas de cadáveres, pasando ante edificios consumidos por las llamas y llenos de sigilos obscenos, y a través de plazas cubiertas por las víctimas de los sacrificios y las viles diversiones. Ghrond se había transformado en la ciudad de los muertos: la carnicería superaba cualquier cosa que Malus hubiese visto en las ensangrentadas calles de Har Ganeth. El terrible asedio había transformado la Torre Negra en una ciudad de fantasmas, y aún quedaban muchos duros combates por librar.

Al otro lado de la puerta exterior aguardaban las toscas tiendas del campamento del Caos. Ningún centinela le dio el alto a Lhunara cuando condujo a Malus a través de la llanura de ceniza; al pasar la paladín del Caos con el noble en dirección al pabellón teñido de color añil que Malus había atisbado por primera vez días antes, los seguidores del campamento y los desdichados esclavos vestidos con harapos se asomaban cautamente por las puertas de las tiendas o se dispersaban como ratas por las serpenteantes calles. El aire aún se arremolinaba y hervía en torno a la sede del poder de Nagaira; cuanto más se aproximaba Malus a su tienda, más notaba una curiosa presión que iba en aumento detrás de sus ojos, como si algo invisible empujara con insistencia contra el interior de su cráneo. Tz’Arkan también reaccionó ante eso, hinchándose dolorosamente dentro del pecho del noble, hasta que Malus sintió que estaba a punto de reventar.

Unas enormes figuras cornudas hacían guardia en el exterior de la tienda de Nagaira: más de una veintena de minotauros ataviados con tosca armadura de hierro, y con temibles hachas de doble filo. Le dieron el alto a Lhunara cuando se aproximó, hasta que la guerrera del Caos se quitó la capucha y mostró su rostro. Ante la visión de su terrible semblante, los monstruos inclinaron de inmediato la enorme cabezota, y sus narices se contrajeron cuando Malus pasó rápidamente ante ellos.

El pabellón formado por tiendas de color añil no era el complejo encadenado que había sido la anterior morada de Nagaira. Esa vez, Malus contó nueve tiendas más pequeñas, festoneadas de sigilos arcanos y figuras hechas con huesos de druchii muertos recientemente, dispuestas en torno a una más grande, situada en el centro. El noble supuso que las tiendas más pequeñas estaban dedicadas a los guardias personales de Nagaira, y se preguntó cuál sería la de Lhunara. ¿Acaso una criatura como ella necesitaba dormir alguna vez o refugiarse de los elementos?

Al acercarse a la tienda central, Malus sintió que el aire se arremolinaba a su alrededor, agitado por las energías ultraterrenas que manaban del interior. Las pesadas cubiertas de piel de la entrada se abrieron con el aire al aproximarse ellos, y restallaron como látigos movidos por un extraño viento. En el interior se oían alaridos y gritos de terror que aumentaban y disminuían.

Lhunara y el demonio hicieron entrar a Malus. Él ya no sabía con certeza quién conducía a quién, ya que Tz’Arkan pareció adquirir fuerza y urgencia con las obscenas energías que hervían en torno a la tienda. Al otro lado de la entrada, el gran recinto estaba dividido por pesadas cortinas de lona, y esto le recordó al noble la tienda de su hermana durante la marcha contra Hag Graef. En ese caso, sin embargo, las divisiones estaban dispuestas en una tosca espiral que los condujo por una especie de laberinto alrededor de la circunferencia de la tienda de la bruja. A lo largo del camino atravesaron una sucesión de espacios mortecinamente iluminados, cada uno marcado por complejos sigilos trazados con polvo de oro, plata y hueso molido. Este polvo constituía el único signo de riqueza material que veía Malus. «Bien por las visiones de saqueo de Hauclir», pensó amargamente.

Antes de que pasara mucho tiempo, Malus ya no supo si caminaba por el mundo mortal o por el umbral de otro reino mucho más terrible. La oscuridad que lo rodeaba se movía como si fuera tinta, se deslizaba sobre su piel como el humo, y en sus oídos resonaban extraños susurros de horror y locura.

«Contempla tu futuro», oyó Malus que le susurraba una voz irreal. No sabía con certeza si pertenecía a Lhunara, a Tz’Arkan o a sí mismo.

Los espacios se hacían más estrechos a medida que avanzaban. Las cortinas de lona se cerraban sobre Malus, en el aire cargado de oleosa oscuridad y energías brujas. El miedo aumentaba en su interior, pero las extremidades ya no le obedecían. El demonio lo obligó a continuar a través de la sofocante negrura, hasta que, al girar en un último recodo, el noble se halló en el corazón del sanctasanctórum de Nagaira.

No había luz alguna. En cambio, el aire mismo parecía haber sido drenado de toda sombra, para crear una especie de oscuridad gris que hería los ojos cuando se la miraba. Malus no vio ni paredes ni techo. Una horrenda salmodia átona inundaba el aire torturado, entonada por las deformes gargantas de nueve chamanes de los hombres bestia. Se encontraban arrodillados en un amplio círculo, con las cornudas cabezas echadas hacia atrás y los músculos del cuello marcados en tenso relieve en la extraña media luz. Dentro del círculo formado por las deformes figuras de los hombres bestia, yacían alrededor de una docena de cadáveres marchitos, tendidos en desordenado montón ante una figura que hizo que a Malus le diera vueltas la cabeza a causa del terror.

Estaba formada por negrísimas capas de oscuridad y matices de humo y sombra que giraban formando la silueta de una figura parecida a un druchii; esta se erguía con los brazos extendidos como si llamara, igual que un amante, a la víctima, que gemía, flotando, indefensa, ante ella. Esta víctima era un autarii cuyo desnudo cuerpo estaba inmaculado salvo por las docenas de tatuajes rituales que serpenteaban por sus musculosos brazos y hombros. Estaba estirado como si se hallara tendido sobre un potro de tormento invisible, con cada músculo tenso y contorsionado bajo la piel.

Mientras Malus observaba, comenzaron a alzarse jirones de vapor de cada uno de los tatuajes del autarii, que brillaban como escarcha que se fundía y giraban en finos zarcillos por el cuerpo destrozado por el dolor del sombra. Los jirones de poder brujo fluyeron hacia la sombría figura como si los sorbiera una inhalación ansiosa; la superficie del cuerpo de la figura cambió, y Malus vio decenas de horrendos rostros que adquirían forma a lo largo de las extremidades y el torso del ser. Los horribles semblantes absorbieron las emanaciones mágicas del sombra, hasta que la niebla empezó a adquirir una pálida tonalidad rosada, y luego en tono rojo vivo. El cuerpo del autarii comenzó a marchitarse; los músculos se ablandaron como cera y la piel se volvió cenicienta. Sus alaridos burbujearon, le estallaron los ojos y se le partió la lengua. Todo acabó en unos momentos. Otro humeante, marchito cadáver cayó al suelo junto a sus compañeros, y la horrenda salmodia de los hombres bestia se transformó en un coro de jubilosos alaridos y ladridos.

La figura central estaba envuelta en una niebla roja que giró y se mezcló con las cambiantes corrientes de oscuridad, hasta que se resolvió en una pátina de piel oscura que Malus conocía demasiado bien. El cuerpo se movió ligeramente al asumir seductoras curvas y un largo pelo negro. Entre un latido de corazón y el siguiente, el monstruo adoptó la forma de su media hermana, desnuda y perfecta.

Nagaira no tenía los ojos vacíos que Malus había visto en sus sueños. Eran oscuras esferas negras como la brea, iguales que los de él. Los finos labios de ella se curvaron en una cruel sonrisa. Cuando habló, no obstante, su voz era el mismo coro susurrante de sus peores pesadillas.

—Los autarii son una raza bestial, pero entienden la naturaleza de los espíritus y saben cómo someterlos —dijo—. Sus almas son fuertes y dulces como el vino. Incluso ese noble estúpido que los encabezaba tenía el poder suficiente como para resultar sabroso. —Su sonrisa gatuna se ensanchó—. Fueron un bonito regalo, hermano. Los he guardado hasta el último momento. —Lo llamó con un dedo provisto de garra—. Ahora ya estás aquí, y se avecinan los últimos movimientos de la partida.

Dentro de los confines de su mente, Malus gruñía como un lobo, pero su cuerpo se movía según la voluntad del demonio. El y Lhunara entraron en el círculo, y los hombres bestia hicieron una profunda reverencia y tocaron el suelo con la cornuda cabeza. Tz’Arkan ni siquiera intentó saltar por encima de los apilados cuerpos de los exploradores de la Torre Negra. Los huesos se partieron como ramitas y la piel gris se transformó en ceniza bajo las botas de Malus.

La atmósfera misma se apretaba en torno al noble como un puño. El aire que respiraba era caliente y espeso, y le quemaba los pulmones. Cuando Nagaira avanzó hacia él, la terrible presión aumentó más. El vórtice de poder no emanaba del círculo mágico, sino de ella misma; lo exudaba su piel como si fuera ácido que se grababa en el tejido de la realidad que la rodeaba. Para sorpresa del noble, la presencia de Tz’Arkan se debilitó al aproximarse la bruja, y Malus pensó en las decenas de voces antinaturales que se mezclaban con la de su media hermana. ¿Cuántos pactos habría sellado con los Poderes Malignos para que le concedieran la fuerza que poseía ahora, y cómo podía tener la esperanza de vencerla?

Nagaira se le acercó más, con los ojos destellantes como los de una serpiente.

—¿No tienes un beso para mí, hermano querido? —dijo con aquella voz sobrenatural.

Se inclinó hacia él, y su poder atravesó la armadura en ondulaciones que le causaron dolor. Posó suavemente los labios contra un costado del cuello de Malus, a quien el corazón se le detuvo durante un segundo bajo el contacto. Cuando retrocedió, los labios le brillaban de negro icor.

La mandíbula de Malus se movió, pero fue el demonio quien habló.

—Ten cuidado, bruja —dijo Tz’Arkan—. ¡Ahora este es mi cuerpo, no el de tu hermano! He invertido demasiado en él como para soportar las caricias de las de tu clase.

Nagaira inclinó la cabeza.

—He olvidado mis modales, oh, Bebedor de Mundos. Ha pasado bastante tiempo desde la última vez en que mi hermano y yo estuvimos juntos. Hay muchísimas cosas que deseo compartir con él. —Se volvió a mirar a Lhunara—. ¿Dónde están las reliquias? —le espetó, como si hablara con una esclava.

La exigencia pilló a Lhunara por sorpresa. Estaba mirando atentamente a Malus, como si trazara el mapa de cada negra vena que se entretejía por debajo de su enfermiza piel. Su destrozado rostro se volvió hacia Nagaira, parpadeando para librarse de la ensoñación.

—¿Reliquias? —dijo ella, mientras un ceño momentáneamente fruncido de consternación le contorsionaba la enconada frente—. ¿Reliquias? No había ninguna reliquia, bruja. Sólo él.

Nagaira, más rápida que una serpiente, golpeó a la muerta viviente con el dorso de una mano. El golpe, lo bastante fuerte como para partirle el cuello a un druchii vivo, resonó en el espacio sobrenatural.

—¡Estúpida! —gruñó la bruja—. ¡Sin las reliquias no podemos continuar! ¿Es que los gusanos se te han comido una gran parte del cerebro y no puedes entender eso? —Señaló a Malus—. Mientras el gran Tz’Arkan no haya sido puesto en libertad, Malus será suyo. ¿Lo entiendes? Tenemos que encontrar esas reliquias, o jamás lograrás la venganza que ansias.

Lhunara se meció hacia atrás a causa de la fuerza del golpe. Su único ojo brillaba de furia.

—Registré sus habitaciones y no encontré nada —siseó.

Por un momento, Malus se atrevió a abrigar alguna esperanza. Ahí tenía una brecha que tal vez podría explotar. Pero entonces se movieron sus labios, y el demonio respondió.

—Guarda las cuatro reliquias en el lomo de su gélido —dijo Tz’Arkan—. Envió a sus guardias personales a las cuadras de nauglirs para que se lo llevaran, pero no regresaron.

Los fríos puños de Lhunara se cerraron al oír la voz del demonio.

—En ese caso, encontraremos esas baratijas entre los muertos cuando hayamos concluido la destrucción de la Torre Negra —dijo, despectivamente.

—Entonces, prepárate —replicó Nagaira con frialdad—. El Rey Brujo está despertando dentro de la torre, y pronto comenzará la verdadera batalla por el dominio de la ciudad. No vuelvas a fallar, muerta viviente. Los ojos de los Dioses Oscuros están fijos en ti.

Si Nagaira tenía la intención de acobardar a Lhunara con sus amenazas, no lo logró en absoluto. La druchii muerta hizo una brusca reverencia y, tras lanzarle a Malus una mirada posesiva, giró sobre sus talones y salió rápidamente.

Nagaira la observó mientras se marchaba con los ojos entrecerrados.

—Cometiste un grave error cuando traicionaste a esa —le dijo a Malus—. Es tan feroz e implacable como un vendaval de invierno. ¿Quién sabe durante cuánto tiempo permaneció tendida a la sombra del templo de Tz’Arkan, con esa terrible herida en la cabeza? Y sin embargo, se negó a morir. Se quedó allí tumbada y le rezó a la oscuridad con cada pizca de voluntad, hasta que los Dioses Que Esperan finalmente respondieron cuando ella exhaló su último aliento. Le habrían dado cualquier cosa que les hubiera pedido, pero quería una sola cosa, y sólo esa. Ni riquezas, ni poder, ni siquiera un pellejo ileso. No, no quería nada más que pura, sanguinaria venganza. —Nagaira sonrió con reacia admiración—. Para cuando yo la encontré, ya había reunido un considerable ejército entre los hombres bestia y la escoria humana que rodeaban la montaña. Cuando me di cuenta de lo mucho que deseaba ponerte las manos encima, resultó bastante fácil forjar una alianza y poner el Amuleto de Vaurog en torno a su cuello. —Rió fríamente—. Creo que esa estúpida tiene que haber estado enamorada de ti, hermano. ¿No te parece divertido? ¿Qué otra cosa podría haber engendrado un odio tan terrible? —La bruja sonrió a su hermano—. A veces, cuando piensa que está sola, susurra para sí todas las cosas terribles que sueña que te está haciendo. Es tan gloriosamente malvada y resuelta… —dijo Nagaira, con un terrible suspiro—. Eso la hace fácil de controlar, de modo muy parecido a como lo fuiste tú en otros tiempos. ¿Quién sabe? Si me sirve bien en la batalla que se avecina, puede que incluso decida entregarte a ella como recompensa. Si triunfamos aquí, podré permitirme ser magnánima.

—Así que tienes la intención de traicionar a Isilvar —dijo Tz’Arkan.

La bruja bufó despectivamente.

—¿Traicionarlo? Eso implicaría que hubiéramos llegado a un acuerdo, en primer lugar —dijo ella—. Vino a mí arrastrándose, buscando una manera de escapar de la trampa en la que había caído. Desde el momento en que empezó el asedio, supe que intentaría algo parecido. Lo único que tuve que hacer fue aplicar presión y esperar.

—¿Y el Rey Brujo?

Nagaira se encogió de hombros.

—Malekith se hizo más predecible a medida que se prolongaba el asedio. Nunca abandonaría la Torre Negra sin presentar batalla, y una vez que atravesamos la muralla exterior, el contraataque se hizo inevitable. A estas alturas, la colosal arrogancia de Morathi le ha llevado a creer que yo he agotado mis energías durante el último ataque, así que ahora ha llegado el momento de atacarme. ¿Imaginas que podría dejar que pasara una oportunidad semejante?

El demonio rió entre dientes.

—Imagino que te quedan pocas alternativas. Tienes unos señores a los que servir, bruja. Un poder semejante no se consigue si no es a cambio de terribles promesas.

La expresión de Nagaira se petrificó.

—Hubo… acuerdos… que establecimos —concedió—. Malekith y su madre serán buenos regalos para los Dioses Que Esperan, y nunca han sido tan vulnerables como ahora. Yo diría que te sentirás complacido —dijo con altivez—. Creo que tener una aliada en la Fortaleza de Hierro facilitará mucho tus planes.

—¿Planes? —preguntó el demonio.

—Tú eres el Azote —fue la simple respuesta de ella—. La profecía fue escrita por ti hace eones, con el fin de preparar el camino para tu ascenso al poder. Tienes intención de usar a los druchii como agentes de tu ambición en este universo.

—¿Y tú? —inquirió el demonio.

La bruja sonrió apenas y se inclinó.

—Yo vivo para servir al Príncipe del Placer —replicó con su voz sobrenatural.

Tz’Arkan sonrió.

—Me haces gracia, bruja —dijo—. Pero hay poco tiempo para batallar. Me queda muy poco tiempo. Malus ya va a tener que hacer correr a ese nauglir suyo hasta matarlo con el fin de llegar al templo.

—¿Hacerlo correr? Gran Tz’Arkan, cuando haya ofrecido al Rey Brujo y a Morathi en sacrificio a los Dioses Oscuros, volaremos hasta tu templo en alas de dragón —dijo—. Hay tiempo de sobra para la venganza que busco. —Ladeó la cabeza como si oyera un sonido débil—. Tengo que despedirme de ti, temido señor. Los vientos de la magia ya comienzan a agitarse. Morathi y sus lastimosas novicias están preparándose para atacar.

Se dispuso a marcharse, y luego se detuvo para mirar pensativamente a Malus. La bruja lo observó atentamente a los ojos, como si intentara encontrar al noble en medio de la oscuridad que era el demonio.

—¿Estás muy apegado a este cuerpo? —preguntó, tocando el peto de Malus con una curva garra—. Una vez que quedes en libertad, podrás adoptar la forma que quieras.

—Eso es verdad —concedió el demonio—, pero la profecía se ha vinculado con su nombre. Una vez que haya recuperado la libertad, tendré que continuar siendo Malus durante un tiempo. —Interiormente, el noble percibía cómo se divertía el demonio—. Por supuesto, si tú pudieras asegurar que el verdadero Darkblade va a desaparecer de la vista…

Nagaira rió.

—Tenlo por seguro, temido señor. Eso no será un problema en absoluto.

—En ese caso, volveremos a hablar de esto en el templo del norte —replicó Tz’Arkan—. Ve a cumplir tu venganza, bruja. Esperaré aquí hasta que regreses, y saborearé la desesperación de tu hermano.

Nagaira volvió a inclinarse, y salió del círculo. Los hombres bestia se levantaron como uno solo y la siguieron hacia la oscuridad.

En el exterior se oyó el lamento de un cuerno de guerra. Malus percibió movimiento por el campamento del Caos cuando las últimas reservas de la horda fueron llamadas a la batalla. ¿Tendría realmente Nagaira el poder para atrapar y matar al mismísimo Rey Brujo? Después de lo que había visto, el noble lo creía posible.

Quieto como una estatua, Malus quedó haciéndose preguntas mientras el reino de los druchii se tambaleaba al borde de la destrucción. La desesperación amenazaba con abrumarlo.

Enroscado como una serpiente en la oscuridad, Tz’Arkan bebió largamente del pozo del dolor del noble.

Malus perdió pronto toda noción del tiempo. Pocos sonidos penetraban hasta el centro de la tienda de Nagaira, y cuando ella se hubo marchado la oscuridad fue absoluta. Podría haber permanecido allí durante meros minutos, horas o incluso días. Cada momento era más agónico que el anterior, porque sabía que la estratagema de Nagaira avanzaba hacia su cumplimiento.

Al principio no reparó en los sonidos. Se introdujeron lentamente en su conciencia como una especie de rasgueo débil, como ratas que corrieran por dentro de las paredes.

Malus concentró la atención en el sonido. Iba y venía, pero siempre desde la misma dirección general: hacia la izquierda del noble.

Después de un rato, el rascado se convirtió en un débil aserrar. Luego, oyó un suspiro ronco.

—¿Cuántos condenados compartimentos puede tener una tienda?

—Cállate y continúa aserrando —siseó una voz que a Malus le resultó familiar—. Ya tenemos que estar cerca del centro —dijo Hauclir.

—Eso dijiste las últimas dos veces —le contestó la primera voz, irritada.

Malus pensó que parecía la de Bolsillos.

Dentro de Malus, el demonio se removió, y él sintió la fría sonrisa cruel de Tz’Arkan.

—Los Dioses Oscuros son generosos —murmuró el demonio—. Tendremos agradables diversiones en las que ocuparnos mientras esperamos el regreso de tu hermana.

Tz’Arkan hizo girar a Malus y lo llevó hasta el otro lado de la cámara interior. Tendió las manos hacia delante y encontró la pared de lona. Momentos más tarde, algo afilado empujó la tela desde el otro lado.

Los labios de Malus se movieron.

—¿Hauclir? —susurró el demonio, usando la voz de Malus.

—¿Mi señor? —respondió el antiguo guardia personal—. ¡Me alegro de oír tu voz! ¿Estás atado o herido?

—No, estoy bien —replicó el demonio—. Pero Nagaira ha sellado la cámara con un hechizo. No puedo salir.

—Nosotros nos ocuparemos de eso, mi señor —respondió Hauclir.

El objeto continuó pinchando la lona. Pasado un momento, la fina punta de una daga la atravesó.

—Dioses del Inframundo —siseó Bolsillos—. Esto es como cortar piedra.

—Continúa en ello —ordenó Hauclir.

Mientras Bolsillos seguía empujando el cuchillo para intentar atravesar del todo la hechizada tela, el antiguo guardia personal le susurró a Malus:

—Te sacaremos de ahí en un momento, mi señor.

El demonio sonrió.

—¿Dónde están las reliquias?

—También las tenemos —replicó Hauclir—. Rencor está aquí cerca.

—Es una excelente noticia —dijo Tz’Arkan.

Malus sólo podía observar con horror cómo su mano descendía hasta la daga que llevaba al cinturón. Lenta, silenciosamente, el demonio desenvainó el arma.

Bolsillos atravesó la pared de lona con el cuchillo, y comenzó a serrarla hacia abajo. Al cabo de pocos momentos ya había abierto un tajo lo bastante grande como para que un druchii se deslizara por él. El demonio alzó la daga de Malus.

—Entra —dijo—. Aquí hay estatuas de oro y plata. Es hora de que recojáis vuestra recompensa.

Malus se enfurecía impotentemente dentro de los confines de su propio cuerpo, intentando recuperar el control de sus extremidades, pero la presa del demonio era más fuerte que el hierro. Ya veía la matanza que estaba a punto de tener lugar en el momento en que Hauclir asomara la cabeza al interior de la cámara.

—Es la mejor noticia que he oído en todo el día —respondió el antiguo guardia—. Dame la mano.

—Por supuesto —replicó el demonio, mientras cambiaba el cuchillo a la mano izquierda de Malus y metía la derecha por el tajo de la lona. Palpó a ciegas en busca de Hauclir, manoteando con los dedos acorazados del druchii.

Luego, de modo repentino, la mano encontró algo y lo aferró. Malus sintió la suave empuñadura de una espada… y una torrencial corriente de calor que entró a través de su mano y le incendió las venas.

El demonio lanzó un grito furioso cuando la Espada de Disformidad de Khaine tomó a Malus en su ardiente poder. Tz’Arkan intentó soltar el arma, pero los dedos del noble ya no le obedecían. Un colérico fuego colmó a Malus de pies a cabeza, y él gritó de dolor y triunfo al romperse la presa del demonio.

Pasado un momento, Malus se dio cuenta de que Hauclir le chistaba con urgencia. Se obligó a respirar profundamente y responder.

—¿Qué sucede?

—He dicho: ¿podrías gritar un poco más fuerte? Estoy bastante seguro de que al otro lado de los Desiertos del Caos hay unas cuantas tribus dispersas que no te han oído.

Malus rió en silencio, y flexionó los dedos alrededor de la empuñadura de la espada.

—Retrocede, condenado canalla —dijo, y cortó con cuidado la lona de la tienda, que se encogió con un siseo de tela quemada.

Hauclir, Bolsillos y Cortador entraron precipitadamente en la tienda con pequeñas lámparas de luz bruja en la mano. El antiguo guardia personal recorrió el espacio con la mirada y frunció el ceño.

—No veo nada de oro ni de plata —dijo.

—No —replicó Malus, sin aliento, con la espada en alto—. Eso era una descarada mentira.

—Debería haberlo sabido —replicó Hauclir, con un suspiro.

El noble miró a los mercenarios con asombro.

—En el nombre de la Madre Oscura, ¿qué estáis haciendo aquí?

Hauclir se encogió de hombros.

—Culpa a tu gélido, mi señor —replicó—. Tardamos una eternidad en abrirnos paso a punta de espada hasta las cuadras de nauglirs. Parecía que había manadas de esos malditos muertos vivientes acechando en todos los portales. Una vez que llegamos allí y soltamos a Rencor, el condenado bicho olió el aire y se alejó a saltos. No pudimos detenerlo, así que decidimos seguir a la bestia y ver adonde iba —explicó—. Nos llevó al exterior por la puerta sur, y luego salió de la ciudad. Pensamos que con toda seguridad alguien nos daría el alto, pero el campamento está desierto. Nagaira ha llamado a todos sus soldados al interior de la ciudad. En cualquier caso, después de un rato, dedujimos que el nauglir estaba siguiendo a alguien, y nos imaginamos que se trataba de ti.

Malus asintió con la cabeza.

—Pero ¿y esto? —preguntó, enseñándole la espada a Hauclir.

—¡Ah, eso es fácil! —replicó—. Cuando fuimos a las cuadras de nauglirs, resultó obvio que intentabas cogerla del lomo de Rencor, y que el demonio te lo impedía. Deduje que si te encontrabas aquí fuera, el demonio debía tener alguna responsabilidad en el asunto, así que pensé que era una jugada prudente traerme la espada. ¿Estaba en lo cierto?

—No tienes ni idea de cuánto —replicó Malus—. De hecho, podrías haber salvado a Naggaroth. —Les habló rápidamente a los mercenarios de los planes que tenía Nagaira—. Cree que tiene el poder necesario para derrocar tanto a Malekith como a Morathi —acabó.

Los mercenarios se miraron con temor unos a otros.

—¿Puede hacerlo? —preguntó Hauclir.

—Después de lo que he visto… sí. Creo que puede.

—En ese caso, creo que debemos recuperar tu montura y salir a escape de aquí —replicó Hauclir.

Pero Malus negó con la cabeza.

—No. Puede ser que Malekith sea vulnerable, pero también lo es Nagaira. Quizá tenga la fuerza suficiente como para imponerse al Rey Brujo y a Morathi, pero en absoluto bastará para vencernos a tres de nosotros a la vez —dijo—. Y hay que acabar con ella.

—¿Por el bien del reino?

—No seas estúpido —le espetó Malus—. Por mi propio bien. La bruja sabe demasiado.

—¡Ah, por supuesto! Te pido perdón, mi señor —replicó Hauclir con sequedad—. Bueno, ¿y qué quieres que hagamos nosotros?

La mano de Malus apretó más la ardiente espada. Ahora podía sentir su hambre, que le quemaba las entrañas como ascuas.

—Seguidme —les dijo a los mercenarios—, y cuando empiece la matanza, manteneos fuera de mi camino.

Estaban saliendo del campamento del Caos cuando el Rey Brujo lanzó su ataque.

Los cuernos de guerra sonaron desde la alta torre, y Malus observó cómo una forma oscura alzaba su cuello de serpiente en lo alto de la ciudadela, y le rugía un desafío al cielo. Con un poderoso batir de sus correosas alas, el dragón de Malekith, Seraphon, se lanzó hacia el oscuro cielo. En el mismo momento, rayos verdes hendieron la oscuridad, la desgarraron y la hicieron retroceder. En los ardientes destellos de luz, el noble entrevió la figura con armadura que iba sobre el lomo del dragón y blandía una espada relumbrante hacia la horda del Caos.

La espada bajó, y Seraphon se lanzó en picado con un rugido atronador para inundar el complejo interior con un torrente de llamas que siseaban. Se oyeron gritos y alaridos de los guerreros agonizantes, y se trabó la batalla final.

Malus, Hauclir y los mercenarios se detuvieron a unos cuatrocientos metros de las abiertas puertas de la ciudad. Rencor caminaba junto al pequeño grupo y olfateaba el aire con desconfianza. El antiguo guardia se volvió a mirar al noble.

—¿Vamos a entrar ahí? —preguntó, señalando la ciudad.

La Torre Negra ya se veía envuelta en columnas de fuego y humo, y desde donde estaban se oía el choque de las espadas contra las armaduras.

—Sólo hasta la plaza que hay ante la puerta interior —replicó Malus—. Allí encontraremos a Nagaira, según espero.

—¿Y cómo tienes intención de detenerla?

—No te preocupes —dijo Malus—. Tengo un plan.

—¿Me interesa saber qué plan es ese? —preguntó Hauclir.

El noble negó con la cabeza.

—Probablemente, tengas razón —convino Hauclir—. Tú primero.

Con Malus en cabeza, el pequeño grupo corrió a través de las ruinas de la ciudad exterior. Tridentes de verdes rayos corrían por el hirviente cielo, y se precipitaban una y otra vez sobre la plaza que había delante de la puerta interior. Seraphon continuaba pasando en vuelo rasante sobre el complejo interior, calcinando la zona con voraces chorros de fuego mientras el ejército druchii, aunque superado en número por sus enemigos, se abría paso a través de la ciudadela a punta de espada. En algún lugar situado más adelante, en medio de la refriega, Lhunara estaría causando sangrientos estragos entre los soldados del Rey Brujo.

Malus esperaba que la horda del Caos retrocediera para hacer salir a la hueste druchii hasta la gran plaza situada más allá de la puerta interior. Sería entonces cuando Malekith atacaría directamente a Nagaira, y ella haría saltar la trampa.

Llegaron hasta menos de cien metros de la plaza antes de encontrarse con el paso cerrado por una manada de hombres bestia que se mantenían a la espera. Por el momento, su atención estaba concentrada en la batalla mágica que se libraba en las proximidades.

Malus condujo al grupo hacia las sombras de unas barracas quemadas.

—Aquí es donde nos separamos —dijo—. Debo enfrentarme con Nagaira a solas.

—¿Qué quieres que hagamos nosotros? —preguntó Hauclir.

El noble miró a los ojos a su antiguo guardia personal, e inspiró profundamente.

—Quiero que deis un rodeo hasta el otro lado de la plaza y esperéis —replicó—. Cuando ataque a Nagaira, será sólo cuestión de tiempo que Lhunara llegue corriendo. Tendréis que retenerla el rato suficiente para que yo me ocupe de mi hermana.

—Bendito asesino —dijo Cortador—. Estuvo a punto de matarme la última vez.

—Y a mí también —añadió Hauclir.

Malus asintió con la cabeza.

—¿Cómo tienes la pierna? —preguntó.

—Bien, cosa bastante rara —respondió el antiguo guardia, al mismo tiempo que bajaba una mano y se apartaba el vendaje. Sólo una cicatriz negro mate indicaba el lugar en que la espada de Lhunara se le había clavado en la pierna—. No logro explicármelo.

Malus reparó en las manchas de icor que oscurecían el vendaje. «Son las energías del demonio —pensó—. Cayeron gotas de mi sangre sobre tu vendaje, y se te metieron en la herida». Apretó la mandíbula.

—Es una suerte —dijo—, y necesitaréis mucha más ahora. Simplemente, retenedla durante el tiempo suficiente para que me ocupe de Nagaira. Es todo cuanto pido.

Los mercenarios se miraron unos a otros, y Hauclir se encogió de hombros.

—Hemos llegado hasta tan lejos —dijo— que ahora tenemos que continuar hasta el final.

Malus asintió con la cabeza y le dio una palmada a Hauclir en un hombro.

—Marchaos, entonces. Os veré dentro de poco —dijo con la esperanza de que fuera verdad.

Los mercenarios se alejaron hacia el este, y Malus posó una mano sobre el hocico de Rencor.

—Quieto —le dijo mientras frotaba las escamas del nauglir con agradecimiento—. Espera hasta que te llame, bestia de la tierra profunda. Ya has hecho bastante por mí.

Luego, espada en mano, salió a la calle y echó a correr.

La manada de guerreros del Caos que ocupaba la calle en el exterior de la plaza no se dio cuenta del peligro que se le echaba encima hasta que fue ya demasiado tarde. Distraídos por los rayos y ensordecidos por las explosiones atronadoras, no repararon en el oscuro borrón que corría por la avenida sembrada de escombros, hasta que lo tuvieron encima. Media docena de hombres bestia cayeron muertos, con relumbrantes heridas humeantes en el pecho, antes de que el resto pudiera siquiera reaccionar.

Malus se metió entre los enemigos con un aullido salvaje, mientras segaba las apretadas filas con la espada como si fuera una guadaña. Al contacto con la hoja las armas se partían y las armaduras se fundían; brazos y piernas caían sobre el empedrado, acompañados por cabezas. El noble se hacía más fuerte con cada tajo, y los movimientos de sus enemigos resultaban demasiado lentos, hasta que llegó un momento en el que pareció que permanecían inmóviles. Esquivaba sus débiles golpes y los mataba por veintenas, hasta que finalmente los enemigos no pudieron aguantar más y se dispersaron en todas direcciones. Los que intentaron atravesar la plaza fueron destrozados por los coléricos rayos que caían en ella.

Cubierto de brillante sangre, Malus llegó al borde del espacio abierto dando traspiés de borracho. En el centro de la plaza brillaba una cúpula de luz de más de sesenta pasos de diámetro. Los rayos destellaban y rebotaban sobre este escudo mágico alimentado por los chamanes de Nagaira que se encontraban sentados en el habitual círculo y salmodiaban frases arcanas hacia el cielo. Dentro del círculo, Nagaira flotaba a cierta distancia del suelo. Una vez más, era sólo la negra forma de sombras que él había visto en la tienda, rodeada por curvos zarcillos de humo negro que se entretejían a su alrededor como una red de serpientes.

Más allá, Malus vio que se luchaba en lo alto de la muralla interior. El contraataque de Malekith había hecho retroceder a los atacantes casi hasta la puerta de dentro. Faltaba poco para que el Rey Brujo llegara a la plaza y cayera en las garras de Nagaira. Malus estaba quedándose sin tiempo.

Blandiendo la espada ardiente, el noble cargó hacia la relumbrante cúpula de los chamanes. Los rayos parecían bajar perezosamente del aire, aplastarse contra la protección y recorrer la plaza. Golpeó el relumbrante escudo con la espada, y por su superficie se propagó una red de rojas grietas. Al instante, los chamanes se dieron cuenta de su presencia y se pusieron a gritar mágicas salmodias y apuntar a la dañada cúpula con fetiches de hueso. Las grietas desaparecieron cuando retiró la espada, pero volvió a golpear la superficie una y otra vez. Lenta pero inexorablemente, el daño se propagó.

Descendieron más rayos, como si Morathi percibiera el cambio en la naturaleza de la protección y redoblara sus esfuerzos. El verde resplandor comenzó a amortecerse al ser forzadas al máximo sus energías. Al otro lado de la plaza, Malus vio figuras corpulentas que corrían a toda velocidad hacia la cúpula: eran los minotauros de la guardia personal de Nagaira. Impertérrito, el noble continuó con el ataque.

Dentro del escudo, Nagaira se volvió lentamente para mirarlo. Su rostro envuelto en noche carecía de toda expresión, pero él sintió la fría presión de la furiosa mirada de ella.

Otra andanada de rayos golpeó la cúpula de energía. Malus acompasó sus golpes al ritmo de los rayos, con el fin de reforzar el ataque de Morathi. Entonces, sin previo aviso, la cúpula de energía cayó, haciéndose pedazos como vidrio golpeado por un martillo. Se produjo un destello de luz, y se desplomaron varios de los hombres bestia; la sangre, humeante, les salía por las orejas. Otros varios fueron inmolados por rayos de luz verde, y de ellos sólo quedaron cadáveres calcinados sobre el adoquinado. Un rayo alcanzó incluso a la propia Nagaira e hizo que se tambaleara momentáneamente.

Destruido el escudo protector, los minotauros cargaron a través del espacio que los separaba de Malus, con las hachas preparadas. El noble corrió hacia ellos con un grito feroz, y la espada ardiente cantó al hender el aire. Uno de los enormes guerreros dirigió un amplio barrido hacia Malus, y resultó cortado en dos al pasar el noble corriendo por su lado. Otro acometió al noble con un tajo horizontal, y este le cercenó ambas manos.

Un hacha se estrelló contra una hombrera de Malus; el noble giró sobre sí mismo y atravesó con la espada el abdomen del minotauro, cuyas entrañas hirvieron. Otra hacha le dio de lleno en el peto. Riendo, Malus arrancó la espada del vientre del que acababa de matar, y cortó las piernas del paladín enemigo.

Un rayo cayó entre los aullantes minotauros y fulminó a varios guerreros, que se desplomaron. También le acertó a Malus y lo lanzó hacia el cielo, dejándolo caer a varios metros de distancia. Aún humeando, volvió a ponerse en pie de un salto y regresó a la refriega. Sólo quedaban tres de los corpulentos paladines, aturdidos y conmocionados por el rayo. Malus acabó con ellos.

Entonces, un zumbido extraño inundó el aire, como un enjambre de avispones furiosos, y Nagaira lo golpeó con un rayo de pura oscuridad.

Le atravesó la armadura como si no la llevara puesta, y sintió que al contacto se le fundían los órganos. Una lanza de dolor puro atravesó el pecho de Malus, que escupió crepitante icor sobre los adoquines. Su hermana flotaba por encima de él a casi doce metros de distancia, envuelta en zarcillos de oscuridad. Una cólera pura manaba de ella en olas palpables.

—Me decepcionas —dijo con voz tronante Nagaira. Un rayo zigzagueó hacia ella, pero le hizo poco caso—. Pensaba que eras más inteligente.

De repente, se lanzó hacia él, atravesando en una abrir y cerrar de ojos el espacio que los separaba. Un puño de ella impactó contra Malus y lo envió al otro lado de la plaza como si fuera un juguete. El noble se estrelló contra la pared de un almacén que estaba situado a quince metros de distancia, y golpeó la piedra con la fuerza suficiente como para rajarla, antes de rebotar y caer sobre el adoquinado.

—Alguien más inteligente habría esperado en la oscuridad a que su muerte lo encontrara —dijo Nagaira—. Pero ¿qué haces tú? Sales a buscarla.

Volvió a lanzarse en picado hacia él. Esa vez, Malus barrió el aire en sibilante arco con la Espada de Disformidad y atravesó la cintura de la bruja. Nagaira se desestabilizó en medio de un alarido de incontables almas torturadas, pero se recuperó casi de inmediato. Cerró una mano alrededor de la garganta de él y lo lanzó de cabeza a través del aire.

En esa ocasión se estrelló contra la mole quemada de una de las catapultas del Caos. Bajo el impacto se partieron tablas de roble, y él cayó con fuerza sobre la base de la máquina de asedio.

Nagaira fue tras él. Los rayos atacaban una y otra vez su humosa figura y ralentizaban su vuelo. Aun así, ella continuaba adelante, impertérrita.

—Podría aplastarte como a una mosca, querido hermano —declaró, colérica—. ¡Y por todos los dioses que debería haberlo! Pero Tz’Arkan debe ser puesto en libertad, así que debo contentarme con sólo dejarte tullido.

Descendió en picado, y con la palma de una mano le dio en el pecho un golpe que le partió costillas como si fueran cáscaras de huevo.

Malus gritó de dolor y clavó la espada en el pecho de Nagaira. La hoja salió por la espalda de la bruja y le arrancó un grito de furia. Negro icor humeó en la punta de la hoja. Ella echó hacia atrás la mano para volver a golpearlo, pero entonces otro rayo mágico dio sobre ella y separó a los dos hermanos.

Malus cayó de espaldas, con fuerza, y apretó los dientes para reprimir una ola de intenso dolor. Nagaira se estrelló como una muñeca rota a algunos metros de distancia. Ahora su cuerpo era de un tono gris, y los zarcillos de humo que la envolvían habían desaparecido casi por completo. Con una furiosa maldición, pronunció un encantamiento que desgarró el aire que la rodeaba y su forma recuperó parte del poder perdido.

Entonces, una sombra se cernió sobre ella desde lo alto. Nagaira alzó la mirada justo cuando Seraphon la bañaba en una columna de fuego de dragón.

Malus vio su negra forma envuelta en furiosas llamas. Ella gritó y abrió los brazos de par en par dentro del fuego, y de su cuerpo salió palpitante energía mágica. El dragón se alejó con un deslizamiento de ala, pero la forma carbonizada de Nagaira se volvió para seguirlo. Señaló el cielo con un dedo humeante, y un coro de aullidos demoníacos inundó el aire. De su cuerpo brotaron zarcillos de humo como si fueran colas de látigo, y se extendieron hacia la figura acorazada que montaba sobre el dragón que descendía en picado.

Malus invocó su furia, se puso trabajosamente de pie y cargó hacia el otro lado de la plaza. Ella lo vio en el último momento, y con una sola palabra hizo que otro rayo de fuego negro lo atravesara. El noble dio un traspié al sentir que se le fundían las entrañas, pero la Espada de Disformidad lo sostuvo y lo impulsó a continuar. Malus alzó la ardiente arma y la clavó profundamente en el pecho de Nagaira.

Ella aulló y se retorció, ensartada por la espada, y su forma sobrenatural siseó y crepitó al contacto con el arma. Pero continuó enviando los zarcillos hacia el cielo, en busca del Rey Brujo.

—¡No puedes matarme! —gritó—. ¡Los mismísimos Dioses Oscuros me colman de su poder!

Malus escupió un sorbo de icor sobre el rostro de su hermana.

—Y no aprueban el fracaso —replicó él, y retorció la espada dentro del cuerpo de ella.

Nagaira volvió a gritar, y los humosos zarcillos vacilaron cuando estaban a poca distancia de su objetivo. Su cuerpo se tornó gris una vez más. Farfullando de furia, siseó una letanía de maldiciones e invocó a los dioses para pedirles más poder. Pero ya había recibido demasiado, y la paciencia de los inconstantes Dioses del Caos se había agotado.

Como serpientes, los zarcillos se volvieron en busca de una presa más fácil. Se precipitaron como flechas y se hundieron en el cráneo de Nagaira.

Malus se alejó de su hermana, llevándose consigo la espada ardiente.

Mientras la observaba, vio que rostros demoníacos tomaban forma sobre su cuerpo, y movían coléricamente la boca al devorar a su hermana desde el interior. Sin dejar de gritar, se encogió en el aire, ante sus ojos.

Lo último que desapareció fueron los ojos. Nagaira posó sobre Malus una feroz mirada de puro odio. Luego, desapareció con una terrible detonación parecida a un trueno.

—Disfruta del favor de los dioses, querida hermana —dijo Malus con voz tétrica.

Y entonces, como un viento negro, Lhunara cayó sobre él.

No la oyó acercarse. Sólo lo salvó la Espada de Disformidad, que pareció girar en la mano de él y alzarse hacia el cielo justo en el momento en que las espadas manchadas de sangre de Lhunara se precipitaban hacia su garganta. El cuerpo de Malus se movió sin que pensara en ello, y apartó de un golpe las espadas gemelas en medio de una lluvia de chispas.

No había tiempo para el miedo, las maldiciones o las estratagemas inteligentes. Cayó sobre él como una tormenta, y Malus apenas logró sobrevivir.

El relumbrante ojo de ella brillaba funestamente en las profundidades del yelmo, mientras hacía retroceder a Malus por la plaza. La Espada de Disformidad, difuminada a causa de la velocidad a que lo movía, paraba cada uno de los tajos de ella con un resonante choque que apenas lograba mantener la muerte a distancia. Ya sangraba por una veintena de cortes superficiales que le había hecho en la cara y el cuello.

Pasado un largo momento, Malus recuperó los sentidos ante el enloquecido ataque de Lhunara.

Ella no decía ni una palabra, y se limitaba a dirigirle tajos y estocadas con una urgencia nacida de la desesperación y la locura. Mientras que de Nagaira habían emanado furia y poder, la antigua subalterna de Malus estaba impulsada sólo por el amargo dolor y la desesperación. Ahora Malus percibió que ella sabía que la oportunidad de vengarse se le escapaba de las manos.

La urgencia la volvió descuidada. Lhunara dirigió un tajo hacia el cuello de Malus, y él se agachó para dejar pasar el golpe por encima de su cabeza y abrirle un tajo en el vientre. La espada cortó la armadura de ella como si fuera de papel, y los bordes se fundieron a causa del calor de la espada. Manó icor de la herida, y ella gimió…, pero continuó luchando.

La visión dejó a Malus pasmado. «No puedo matarla —pensó—. ¡Ni siquiera puede matarla la Espada de Disformidad!».

Lhunara saltó hacia el noble, y él plantó los pies en el suelo, bloqueó las espadas gemelas y detuvo la acometida de ella, que quedó casi nariz con nariz con él. Olió el fétido aliento de Lhunara y vio cicatrices de quemaduras que le recorrían la garganta en pálidas líneas.

Dentro de las profundidades del yelmo, Malus vio el pómulo deformado que se había partido bajo el golpe de Nagaira.

De repente, lo comprendió. Ninguna espada podía matar al portador del Amuleto de Vaurog.

Sabía qué tenía que hacer. Apretó los dientes y soltó la ardiente espada.

De inmediato, el poder de Tz’Arkan fluyó por su cuerpo, llenándolo de fuerza y causándole un dolor espantoso. Rugiendo de dolor, apoyó las manos a los lados del yelmo de Lhunara y apretó. Al tenerla cara a cara, la oyó gritar cuando el acero se deformó y hundió. Intentó soltarse, pero no había espacio para que pudiera asestarle un golpe al noble, y la fuerza del demonio era irresistible. Malus sintió que el poder de Tz’Arkan aumentaba, y se preguntó de cuánto tiempo disponía antes de que el demonio volviera a hacerse con el control.

Lhunara gimió. Su cuerpo sufrió un espasmo y se le partió el cráneo. Negro icor salió disparado y mojó la cara del noble.

Ella inspiró entrecortadamente.

—Te… amo —siseó. Las palabras sonaron como una maldición.

—Lo sé —dijo Malus, y aplastó del todo el yelmo.

El cuerpo decapitado de Lhunara se desplomó en el suelo. Los rayos destellaron en la superficie de oro rojo del Amuleto de Vaurog cuando se apartó, rodando, del cuerpo de ella.

Malus se inclinó rápidamente y recogió la Espada de Disformidad.

Por un momento, temió que el demonio se resistiera; los dedos le temblaron, pero, con un esfuerzo de voluntad, los cerró sobre la empuñadura y sintió cómo el fuego de la espada mantenía a raya al enfurecido demonio. Luego, recogió el amuleto y se lo puso alrededor del cuello.

Malus alzó la cara hacia el cielo para buscar al Rey Brujo. Seraphon pasaba en vuelo rasante por encima de las almenas de la muralla interior, de donde recogía hombres bestia y los arrojaba hacia la muerte. Muchos más bajaban precipitadamente por las escalerillas de asedio, intentando escapar de la trampa mortal en que se había transformado el complejo interior. Ya se veían figuras fugitivas que corrían a toda velocidad por la oscuridad de ambos lados de la plaza. El asedio había acabado, por fin.

Malus quería rugirles su triunfo a los cielos, pero entonces vio a una figura solitaria que entraba, cojeando, en la plaza. La Espada de Disformidad dio un respingo entre sus dedos, pero entonces se dio cuenta de quién era. Maldiciendo por lo bajo, echó a correr por la zona atestada de cadáveres justo cuando Hauclir se desplomaba sobre los adoquines.

Habían desaparecido su corta espada y su fiable garrote, y llevaba la cota de malla empapada de sangre. Lhunara le había clavado no una, sino dos estocadas en el pecho. Tenía la piel pálida y respiraba con jadeos superficiales. Parpadeó con aturdimiento cuando Malus se detuvo junto a él.

—Creo…, creo que hemos fracasado, mi señor —dijo.

—No —replicó Malus con amargura—. Lo has hecho bien, condenado canalla.

—La contuvimos tanto como pudimos —dijo Hauclir—. La maldita era rápida. Primero se cargó a Cortador, luego a Diez Pulgares. Después me hirió a mí. No sé qué ha sucedido con Bolsillos. Cuando recuperé el conocimiento, ella y esa perra habían desaparecido.

—Estoy seguro de que logró escapar —dijo Malus, aunque no creía ni una sola de esas palabras—. Descansa tranquilo. Los soldados llegarán en cualquier momento, y te llevaremos a los sanadores.

Hauclir alzó la mirada hacia Malus.

—Esa debe ser, más o menos, la peor mentira que has dicho jamás —comentó—. Vas a abandonarme. Puedo verlo en tus ojos.

Malus reprimió el enojo.

—Tengo que irme, Hauclir —dijo con voz suave—. Me he quedado sin tiempo.

De repente, la cara de Hauclir adoptó una expresión solemne.

—Lo sé —dijo—. Yo también. —Entonces, apartó la cara y cerró los ojos.

Malus contempló durante un largo momento a su antiguo guardia, y después apartó lentamente los ojos. La amargura le ardía en las entrañas como un carbón encendido. No había nada que pudiera hacer. La terrible advertencia del demonio aún resonaba en su mente:

—Va a tener que hacer correr a ese nauglir suyo hasta matarlo con el fin de llegar a tiempo al templo.

Se dio cuenta de que tal vez ya era demasiado tarde para recuperar su alma.

«Y ahora estoy echando por la borda también el último de mis honores», pensó.

Tras avanzar una docena de pasos, se detuvo en seco. Lentamente, devolvió la Espada de Disformidad a la vaina. Al apartarse de su calor, notó que la fuerza del demonio regresaba con lentitud.

—Condéname al infierno —murmuró Malus, y luego dio media vuelta y regresó junto a Hauclir.

Con los dientes apretados, se arrodilló junto a su antiguo guardia y abrió la hebilla del cinturón de la espada. Dejó el arma a un lado con rapidez, y el poder del demonio lo inundó.

Malus bajó los ojos hacia sus manos manchadas de icor, y las posó sobre las heridas de Hauclir.

—Levántate, maldito seas —gruñó el noble—. ¿Me has oído, condenado canalla? ¡Levántate! ¡Después de haberme incordiado durante casi un año, que me condenen si voy a dejar que ahora te me mueras!

El pavor inundó al noble, pero concentró su voluntad e invocó el poder de Tz’Arkan para intentar que entrara en las heridas de Hauclir.

El antiguo guardia inspiró convulsivamente y se puso a toser. Malus se apartó del cuerpo del druchii, y vio que las heridas se cubrían de una negra costra mate.

Malus logró dedicarle una sonrisa nerviosa.

—Ahí tienes tu recompensa. Ya me darás las gracias después —dijo, y se lanzó hacia la seguridad de la Espada de Disformidad.

Se desplomó a apenas quince centímetros de distancia. En medio del salto, el demonio lo había atrapado con un puño invisible y había detenido su vuelo. Cayó con fuerza, con los dedos extendidos, pero la salvación quedaba justo fuera de su alcance.

Lo recorrió un dolor atroz cuando Tz’Arkan se hinchó dentro de su cerebro. Era un dolor que aumentaba y disminuía, penetrando como una hoja afilada en su corazón y su mente.

—Reza para que tu precioso honor te socorra durante el largo viaje que emprenderás —siseó el demonio, triunfante. Y el mundo se disolvió en una niebla de locura y dolor.