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¿Por qué se hacía esas cosas a sí misma? Cuando Jaime le había entregado la caja de papel de mecanografía con la copia en el interior, Tanya simplemente la había dejado a un lado en la encimera de la cocina y le había dicho:
—Lo leeré enseguida.
Jaime, de un modo u otro, había esperado marcharse de Alpine Terrace con la opinión de Tanya. En cambio, se fue deprimida. Había olvidado lo deprimente que era todo. Había estado viviendo en su propio mundo secreto con la gente que ella misma había inventado, que hacía cosas que ella misma decidía y que resultaban como ella pretendía. De pronto, había vuelto al mundo real, donde todo estaba fuera de control. La reacción de Charlie había sido horrible. Detestaba el libro, pero no quería renunciar a su cómoda vida de marido. Desde luego, era posible. Era posible que nunca la hubiera amado y que siempre la hubiera visto como un medio de vida. Además, era muy listo al respecto, y por eso siempre tenía cuidado de no utilizar el dinero de ella.
Conduciendo por Divisadero, Jaime negó con la cabeza. Los pensamientos paranoicos no dejaban de acosarla. Que Charlie no era el que obviamente era. Que ella no era digna de su éxito. De todos modos, no era éxito, sino un golpe de suerte, y más le valía que se preparara para que su segunda novela fuera tratada como se trataban las primeras novelas de la mayoría: sin reseñas, sin dinero, sin una gran edición en bolsillo o ventas al cine, etcétera. Se había preparado para que ese libro cayera en el olvido. Los críticos la tomaban contigo cuando a su juicio tu primer libro había recibido demasiada atención.
Se dirigió al norte cruzando el Golden Gate. Su contrato cinematográfico le había parecido fabuloso un par de años antes. Joseph E. Levine, el gran productor de cine, famoso por importar de Europa las películas más penosas que podía encontrar, había comprado su novela a ciegas, sobre la base de algo que había oído en una fiesta. Paramount Pictures. ¡Qué halagador! Levine había comprado el libro en el acto mediante un contrato modelo de dieciocho páginas de texto denso que Mills le explicó en tono anodino: «Es esclavitud pura. Es dueño de tu libro para siempre, en todos los medios y de todas las versiones. Es dueño de los personajes y, si escribes una segunda parte, él tendrá la primera opción de compra, y no podrás vendérselo a nadie más con los mismos nombres de los personajes. Esclavitud, como digo». Mills estaba por no firmar. Jaime quería esos treinta mil dólares. Se podía vivir tres años a lo grande con esa cantidad de dinero. Sin embargo, los treinta se convirtieron en veinte con diez por llegar, cuando la película se estrenara. Lo cual aparentemente nunca iba a ocurrir. Joseph E. Levine al final leyó el libro y explotó: «¡Esta gente es comunista!», comentaban que soltó, y enterró el proyecto. No sirvió de nada explicarle que en realidad no eran comunistas, sino más bien idealistas. Trata de explicar esa sutileza al hombre que se hizo rico importando Hércules, protagonizada por Steve Reeves.
Mientras tanto, Jaime se había quedado fascinada. En el cine era donde estaba el dinero de verdad, y Jaime quería mucho dinero. También era allí donde estaba el gran público. Fantaseaba con mudarse a Hollywood e irrumpir como guionista para luego pasar a directora. Charlie fue bastante frío al respecto.
—No hay mujeres directoras, que yo sepa —dijo.
—Ida Lupino —dijo ella.
Pero Charlie continuó con lo terrible que era Hollywood para los escritores.
—Mira lo que hicieron con Los desnudos y los muertos —dijo.
—No la he visto.
—¿Viste De aquí a la eternidad?
—Pensaba que te había gustado De aquí a la eternidad.
—Me encantó —dijo él—. Pero fue una chapuza. No se metieron en las escenas de la prisión militar, e hicieron que el Ejército degradara al capitán Holmes en lugar de ascenderlo a comandante, como en el libro. —Charlie se mostró categórico respecto a Hollywood—. Es una casa de putas —insistió.
Teniendo en cuenta que acababa de salir de una casa de putas auténtica, Jaime no estaba segura de que eso fuera necesariamente algo malo. Al fijarse en que tenía un coche de policía detrás de ella en el puente, miró al salpicadero. Ochenta y cinco en una zona de setenta. Redujo a setenta y cinco. Seguramente, eso apaciguaría al policía de tráfico que tenía detrás de ella, pero no. La hizo parar en el puente, en el lado de Marin, y se acercó al coche; un tipo pequeño, cabello rubio, boca apretada. La miró con gravedad.
—Hola, agente —dijo ella, exhibiendo lo que esperaba que fuera una sonrisa amistosa.
—Dígame una cosa —dijo—. ¿Cómo es que no ha reducido la velocidad a setenta al verme?
Así que iban a ponerle una multa después de todo.
—Las circunstancias no parecían justificar una conformidad absoluta —dijo Jaime.
Sacó el carné de conducir de la cartera y se lo entregó. El policía frunció el ceño. ¿Reconoció el nombre? ¿Había leído el libro?
No. Sólo la miró y le extendió la multa. Jaime tuvo que reírse de su descabellada expectativa. Cuando el policía siguió conduciendo, ella decidió no seguirlo, sino tomar la salida de Sausalito, bajar al bar sin nombre y tomar una copa. Hablar con el policía la había hecho sentirse un poco sucia.
El bar sin nombre estaba casi vacío, sólo unos pocos alcohólicos de tarde ampliamente espaciados en el bar, contemplando sus bebidas. Neil Davis, el propietario, estaba detrás de la barra y habían sintonizado la KJAZ en el equipo de sonido. Jaime se sentó en el asiento favorito de su marido, en el extremo de la barra, desde donde podía mirar a la gente por el ventanal.
—¿Has visto a Charlie? —le preguntó a Neil.
—Hoy no.
Claro que él habría dicho lo mismo aunque Charlie acabara de salir por la puerta. El bueno de Neil. Dirigía el mejor bar en el que Jaime había bebido nunca. Incluso mejor que el Tosca. El Tosca era un bar de gran ciudad, pero el bar sin nombre era un bar mundial. Entraba gente de todas partes, y no sólo gente: gente famosa, gente que estaba haciendo cosas. Gente interesante. Aunque ninguno de ellos estaba allí en ese momento.
—¿Qué te pongo? —preguntó Neil.
—Un Ramos Fizz —decidió Jaime.
Un cóctel empalagoso según su marido, pero allí lo hacían muy bueno. Pese a que el teléfono sonó detrás de la barra, Neil continuó preparando el Ramos Fizz. Sólo cuando la bebida estuvo perfecta y servida delante de Jaime en su servilleta, Neil se volvió hacia el teléfono.
—¿Jaime? —dijo cortésmente, tapando el auricular con la mano—. ¿Estás aquí?
—Ah —dijo Jaime, y bajó del taburete para ir al teléfono que estaba junto a la puerta de entrada.
Era Tanya.
—¿Dónde diablos te has metido? He estado llamando a tu casa, a tu apartamento, Charlie me ha dicho que estabas en mi casa, luego he pensado en el sin nombre. Sólo he leído una tercera parte, pero tenía que llamarte. ¡Me encanta tu libro! Seguro que me estuviste siguiendo cuando era niña. ¿Dónde aprendiste todo esto?
—¿De verdad te gusta? —dijo Jaime—. ¿No me estás animando?
—¿Estás de broma? ¡Quiero el primer ejemplar!
Jaime finalmente colgó el teléfono y regresó a la barra. Tenía la ropa pegada al cuerpo. Las alabanzas, especialmente los elogios tan descarados, la hacían sudar.