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Cuando Fishkin y Ratto descubrieron que ya estaba escribiendo no tuvieron inconveniente en dejarlo regresar a Mill Valley.
—Vete a casa, escribe, envíanos mil páginas —dijo Fishkin con su voz profunda y rica en matices.
Ziggie, el agente, explicó que, aunque el contrato todavía no se había firmado, los cheques semanales de Charlie empezarían a llegar y le dijo que no sufriera por los detalles.
—Eres un novato —dijo Ziggie—. No puedo hacer mucho por ti. Pero si entregas el guion adecuado, esta ciudad se abrirá como un culo enfermo.
A Charlie lo sorprendió un poco oír esas palabras saliendo de la boca de un caballero de aspecto tan distinguido. Pero voló a casa con toda la intención de hacer precisamente lo que Ziggie le había pedido.
A Charlie lo desconcertó ver lo que había ocurrido con sus mil quinientos por semana, que, en el momento en que el cheque llegó, ascendían a poco más de la mitad. Aun así, era mejor que el salario de camarero, y Charlie no tenía que vestirse para ir a trabajar. Jaime se llevó su máquina de escribir y su manuscrito del estudio de Charlie, pero no se trasladó a San Francisco. Se instaló en el dormitorio conyugal, en su tocador, desplazando un montón de botellas y frascos, y Charlie no entendía cómo podía sentarse y escribir frente al espejo. Pero lo hacía.
Otra pequeña complicación era que tanto Fishkin como Ratto podían llamarlo casi cada día para preguntarle cómo le iba, y eso lo ponía nervioso. No le gustaba hablar de lo que estaba escribiendo. El teléfono podía sonar a las diez de la mañana o a las diez de la noche y, sin ningún preliminar, Bud Fishkin diría:
—He estado pensando en las escenas de Montana. Mira, sería fantástico que hubiera una chica diciendo adiós, ¿sabes? Una especie de símbolo de lo que está dejando atrás.
—¿Quieres que convierta al padre en novia?
—No, no, no, no, no —diría Fishkin con amabilidad—. Creo que deberíamos añadir a una chica. Eso hace que la partida sea más conmovedora, enternecedora, ¿sabes?
—Así que lo echan del instituto, discute con su padre, besa a esta chica y se sube al autobús.
Todo para una escena que habían planeado que se viera debajo de los títulos. Y no había habido ninguna chica, por supuesto. Las chicas de Wain y de los pueblos vecinos no habían atraído al joven Charlie. Ésa era una de las razones por las que se había marchado. Pero había aprendido que era mejor no discutir por teléfono con sus productores. Ellos siempre ganaban, usando su conocimiento cinematográfico para darle en los morros. Sin embargo, la mayoría de sus ideas eran terribles, y Charlie tenía que ser diplomático por teléfono y luego continuar y escribir su guion.
Y era muy divertido, una vez que superabas el susto. Sólo había que construir el escenario, poner a la gente en él y dejarlos ir. Charlie descubrió que, como había pasado gran parte de su vida pensando en su carrera militar, se conocía las escenas de memoria, incluso antes de escribirlas. Ahora utilizaba su máquina de escribir, porque era más fácil ver las escenas mecanografiadas, y descubrió que podía producir diez o doce páginas al día. Resultaba liberador no tener que poner todos esos detalles insignificantes, que en otro tiempo había considerado tan importantes, o los matices de carácter. Nadie es sutil en una película, le dijeron, y a juzgar por los guiones que había leído y las películas que había visto, lo que le habían dicho era correcto. Aprendió a mostrar las cosas en lugar de hacer que los personajes las dijeran. Empezó a aprender un poco de la estructura dramática, lo suficiente para tirar dos veces todas las páginas y empezar otra vez, decidido a entregar un primer borrador que pudieran filmar.
El teléfono no dejaba de sonar. ¿Los productores tenían razón sobre su película? Parecía que no tenían ni idea de lo que estaba tratando de hacer. Seguían viniéndole con personajes estereotipado que pretendían incorporar «para ayudar a contar la historia». La chica de Montana, otra chica en Corea, un chino bueno y un chino malo, un guarda bueno y un guarda malo, una enfermera de la que se enamora, una corresponsal en el extranjero de la que se enamora. Al final, Charlie tuvo que llamar a Ziggie y preguntarle qué podía hacer para que dejaran de llamarlo a todas horas.
Ziggie rio.
—Te están pagando por un borrador y quieren diez borradores por el mismo dinero. No les hagas caso. A menos que digan algo que te sirva.
Al final de sus seis semanas, Charlie iba por la mitad de la historia, y el guion ya tenía cien páginas.
—Sigue escribiendo —le dijo Fishkin.
Y los cheques siguieron llegando. Charlie terminó su primer borrador a las diez semanas, se miró en el espejo de cuerpo entero y descubrió para su sorpresa que la escritura le había costado veinte kilos. Por lo demás, tenía un aspecto saludable, salvo por los ojos inyectados en sangre a causa de la marihuana. Por supuesto, no fumaba mientras trabajaba, sólo después, antes de ducharse. No bebía, eso lo hacía sentirse embotado por la mañana. ¿Cómo podía Jaime seguir saliendo y terminar borracha como una cuba y luego levantarse a las seis a la mañana siguiente y ponerse a escribir? Charlie se estaba haciendo viejo. Tal vez Jaime no.
Envió el guion para que lo mecanografiaran profesionalmente en Barbara’s Place, un servicio de mecanografía que ellos le habían recomendado, y cuando recibió las copias encuadernadas le sorprendió ver que la extensión era de doscientas cuarenta y cinco páginas. Barbara’s Place había enviado copias a Fishkin-Ratto y Zeigler-Ross, y Charlie se preparó para encajar la mala noticia. Demasiado largo. Demasiados personajes tétricos. Demasiado malhablados. Pocas mujeres. Nada de sexo. Nada de tipos buenos. Disparos sin propósito (Fishkin le había dicho que los disparos tenían que resolver algo; de otro modo, eran superfluos). Ziggie le dijo que se relajara, que por lo general tardaban un par de semanas en responder, pero Charlie no estaba preparado para relajarse. Había lanzado una granada de mano y quería oírla explotar.
Kenny Goss iba a convertirse en un problema. Jaime le contó a Charlie que había ido a cuidar a Kenny y lo había encontrado desquiciado, paseando por North Beach y murmurando algo sobre ángeles. A Kenny el speed lo había destruido. Charlie se acordaba de cuando el speed había aparecido por primera vez en North Beach a finales de los cincuenta, convirtiendo a hipsters en gamberros asesinos. Charlie odiaba el speed. Te hacía creer que eras más listo y más rápido, pero cuando te buscabas la polla, no te la encontrabas. Prefería la cocaína; te daba un subidón más limpio y más claro, y además, natural. Charlie había oído que el speed lo habían concebido Hermann Göring y sus científicos de la Luftwaffe, porque Göring temía que la guerra reduciría el suministro de cocaína procedente de Sudamérica. A Charlie no le importaba. Esa mierda estaba acabando con Kenny Goss.
Kenny parecía colado por Jaime. Pensaba que ella tenía todas las respuestas. Famosa, exitosa, una escritora realmente buena a la que, sin embargo, nada la había echado a perder. Seguía siendo un buen ser humano. Eran todo palabras de Kenny. Kenny le recordaba, tristemente, al joven ladrón que escribía historias pulp y luego había desaparecido. Charlie no podía creer que ni siquiera lograra recordar su nombre. También el ladrón había rondado a Jaime con el deseo de encontrar amor. Él también era callado y reservado. Pensar en él hizo que Charlie se acordara de Linda McNeill y de su único acto de adulterio. Allí donde estuviera Linda, la imaginó bronceada y hermosa, navegando a vela en alguna parte del profundo Pacífico. Eso esperaba.
Muchas tardes, Charlie salía de su oficina, veía la furgoneta blanca de Kenny en el sendero de grava y encontraba a Kenny en la cocina o en el patio de atrás, hablando con Jaime o Kira, o incluso con la señora Hawkins. Charlie había tenido que explicarle a Kira por qué Kenny en ocasiones actuaba de un modo tan extraño.
—Está tomando una medicina que no le sienta bien —dijo Charlie.
Kira sabía lo que era el speed y se lo dijo.
—Bueno, eso es lo que está tomando —reconoció Charlie—. Y eso lo está volviendo loco.
No añadió que prefería que Kira no tomara drogas, pero ella dijo:
—Papá, todos tus amigos se drogan.
Lo cual, en cierto modo, arruinó su posición moral por anticipado. Que él supiera, Kira ni siquiera bebía. Charlie había empezado a beber a los diez u once años. Todos lo sabían.
—¿Cómo va tu libro? —le preguntó a Kenny un día, justo después de entregar su guion.
Ambos estaban en el bar sin nombre de Sausalito, bebiendo cerveza en el patio, a la luz moteada de la vegetación del emparrado. Kenny esbozó una sonrisita mirando a la mesa.
—No puedo seguir con él —dijo.
Charlie lo dejó estar. No había nada que decir. Tenía delante a una buena mente joven destrozada por las anfetaminas. ¿Había algo que pudiera decir para animarlo? Se tomó su cerveza.
—¿Cómo es estar casado? —le preguntó Kenny.
Charlie se sorprendió.
—¿Por qué quieres saberlo?
Kenny le sonrió. Era un hombre atractivo, con ojos azul pálido. No tendría problemas para atraer a las mujeres. Sin embargo, Charlie nunca había visto a Kenny con una mujer, salvo hablando con ellas en bares. Se preguntó si Kenny Goss era homosexual. No, no podía serlo, porque estaba enamorado de Jaime.
—¿Estás buscando esposa? —dijo Charlie—. Puede que sea buena idea. Respondiendo a tu pregunta, estar casado está bien. Para mí es necesario. Sin Jaime, sería hombre muerto. —Al decirlo, se dio cuenta de que era verdad.
—Yo soy hombre muerto —dijo Kenny. Se acabó la cerveza.
—No, no lo eres —mintió Charlie—. Eres un buen hombre y un buen escritor. Pero tienes que dejar esa mierda.
Kenny sonrió con tristeza y se levantó.
—Tengo que hacer algo —dijo.
Charlie observó cómo salía al patio y atravesaba la oscuridad del bar.
Volvió a ver a Kenny justo después de recibir la llamada de Hollywood.
—Vente —dijo Ratto con alegría—. Tenemos que vender esto.
Kenny no estaba tan alegre, pero él también tenía buenas noticias. Apareció en la casa de Charlie y Jaime por la noche, casi a las diez en punto, con una mujer. Era guapa. Delgada y pecosa, de unos veinticinco años. La chica y Kenny no se separaron durante los quince incómodos minutos que duró la visita. Se llamaba Brenda Feeney e iban a casarse. Se habían conocido en un bar de la ciudad y se habían enamorado en tres días. En ese momento se dirigían a Modesto para conocer a los padres de ella y casarse. Brenda era estudiante. Después de marcharse, cargados con los buenos deseos de los Monel, Charlie le preguntó a Jaime:
—¿Qué opinas?
Jaime se encogió de hombros.
—A lo mejor echar unos cuantos polvos le viene bien.
Charlie no pudo evitar reírse. Las mujeres sí que sabían.