58
Al no tener noticias ni de Evarts Ziegler ni de Bud Fishkin, Stan concluyó que todo se había derrumbado y que era culpa suya. Repasó sus reuniones con los dos hombres para tratar de averiguar lo que había hecho mal, pero al final tuvo que admitir que no lo sabía. Hollywood era misterioso. No los llamó, porque no habría sabido qué decirles. No llamó a Knox para averiguar cómo estaba funcionando el libro en el mercado, si es que Knox lo sabía. No se escribían críticas de los Gold Medal Original. Los publicaban en grandes cantidades, los devoraban lectores ansiosos como Stan y luego desaparecían. Según Burger, había escritores Gold Medal que escribían cinco o seis al año, bajo diversos seudónimos, una buena manera de ganarse la vida. O al menos eso parecía hasta que escuchó a Evarts Ziegler hablar como si nada de setenta y cinco mil dólares por escribir un guion. Stan tenía la esperanza de ganarse la vida, no de hacerse rico. Sin embargo, una vez surgida esa posibilidad, no podía dejar de soñar despierto. Por el momento, sopesó el consejo de Ziggie de escribir otro libro. Pero no se le ocurría nada.
Se adaptó a su vida cotidiana en el valle de San Fernando, esperando recibir noticias de alguien. Como había un televisor en la sala de estar lo encendía de vez en cuando, más como un profesional que observa la competencia que como un espectador, o eso se dijo. Recordó las palabras de Fishkin respecto a que la televisión reducía todo a imágenes minúsculas. Había televisores en el Bloque C, pero Stan no había tenido ninguno. Podía oírlos, eso sí, y odiaba el sonido. Prefería su radio Zenith, un aparato portátil grande que captaba emisoras de todo el mundo. Le gustaba chapotear en la piscina y luego sentarse en un extremo, con el agua hasta el cuello y escuchar la música que sonaba en la radio. Dejaba que su mente se vaciara y su cuerpo se relajara, con el agua de la piscina «caliente como pis». Podía permitírselo.
En su Cadillac descapotable fue conociendo la diversidad del sur de California, y le encantó. Por supuesto. Siendo un chico de Portland, casi esperaba que lloviera todos los días. Al ver que el clima era cálido y agradable, se sentía bien de un modo natural, cargado de optimismo y esperanza. Se dirigió a las poblaciones de playa en dirección sur hasta Long Beach y al norte hasta mucho más allá de Malibú, sorprendido por lo aburridas que eran aquellas playas en comparación con el drama y la belleza de las de Oregón. Si se hacía rico tal vez se mudara a Malibú, o quizá incluso a la costa de Oregón, a una casa enorme en la playa donde podría invitar a todos sus amigos. ¿Qué había pasado con ellos, con sus amigos de Oregón? Cuando lo detuvieron pensó en llamar a Charlie, pedirle ayuda para la fianza o para un abogado, pero se sentía demasiado avergonzado. Y ya habían pasado demasiados años.
Caminó por Hollywood, Beverly Hills o Westwood, los únicos lugares en los que parecía merecer la pena detenerse a pasear. Descubrió que Hollywood estaba lleno de librerías, y su pequeña casa comenzó a llenarse de libros. Nunca antes había tenido tanto dinero, por lo que compró cosas que tal vez sólo planeaba leer, así como una gran cantidad de libros de segunda mano de Erle Stanley Gardner, John D. MacDonald, Ross Macdonald, Chandler, Hammett, etcétera. Buscó cualquier libro de Charles Monel, pero no encontró ninguno. Y nada de Dick o Richard Dubonet, ni de Jaime Monel, pero un día vio una foto de Jaime en la contracubierta de un libro en una caja de restos de edición, delante de una tienda de Hollywood Boulevard. Había publicado bajo su nombre de soltera, por supuesto. Compró el ejemplar de Washington Street y se lo llevó a casa, más emocionado de lo que habría esperado.
Como era un día caluroso, lo primero que hizo fue desnudarse y salir corriendo a tirarse a la piscina. Sus escrúpulos sobre nadar sin ducharse antes habían desaparecido bajo el placer de zambullirse en el agua todo acalorado y sudoroso, sintiendo la explosión de frío. Luego, después de un pequeño baño, salió, se sacudió como un perro, se sentó en su gran toalla blanca sobre su silla de hierro forjado, y leyó el libro de Jaime de cabo a rabo. Al principio le sonó a ciencia ficción, tan alejado de su propia experiencia, pero Jaime tiró de él para arrastrarlo a su vida y la vida de sus padres y vecinos. Ningún ladrón en el grupo, ni asesinatos, ni persecuciones, ni policías, y sin embargo era excitante, incluso emocionante. Joder, Jaime realmente sabía escribir. Jaime en su cocina de Lake Grove, con camiseta blanca y pantalones vaqueros, sonriente ante el fuego y preparando la comida para su hija, que estaba en su trona, y el viejo Charlie allí sentado con una gran sonrisa amable en la cara. Stan se sintió de maravilla. Un estallido de sentimientos como nada que hubiera experimentado jamás. O que fuera capaz de recordar. ¿Era sólo el libro? No, era amor. Amaba a esa gente. Eran las únicas personas a las que amaba. Pensó en escribir a Jaime a la dirección de su editor, explicando por qué había desaparecido tan de repente seis años antes y mencionando la feliz noticia de su libro y de la posibilidad de que hicieran una película. Todo el mundo pensaba que Charlie llegaría a ser un escritor importante. Nadie pensaba en Jaime, aunque desde luego la habían respetado por haber acabado su librito. Dick Dubonet lo había llamado así, «su librito». ¿Estarían todos todavía en Portland? Sintió la tentación de llamar y averiguarlo, al menos ver si estaban en la guía telefónica, pero no lo hizo. «El pasado es pasado, ¿recuerdas?».
También se dio cuenta de que no era probable que leyeran su libro. No tenían la costumbre de leer pulp.
—Bueno, que les den —le dijo Stan a su piscina.
Se sentía bien. Hizo inventario de su jardín bien cuidado: los arbustos y los árboles, el emparrado de color marrón rojizo, el trozo de césped. En el sur crecía todo. Pensó en dedicarse en serio a la jardinería, trabajando bajo el sol. Eso lo ayudaría a sobrellevar la espera. Suspiró. Pensaba que había aprendido todo lo que había que aprender sobre esperar, pero no. Se miró, desnudo bajo el sol. Se había puesto bastante moreno en las pocas semanas que llevaba en California. Estaba en buena forma, pero no vendría mal comprar algunas máquinas de gimnasio. Podía permitírselo. Haría pesas hasta que alguien llamara.
En medio de la noche se despertó sudando y aterrorizado. ¿Qué le había hecho el libro de Jaime? Se sentó a la mesa de la cocina a medianoche, con una taza de café instantáneo y la radio sonando a volumen bajo, y trató de averiguarlo. No tuvo que pensar mucho. Era obvio. El libro de Jaime le había recordado lo vacía que estaba su vida. Porque no había ninguna mujer. Tenía miedo de las mujeres. Miedo de perder el control de sí mismo. Sentimientos sexuales y robos con allanamiento. Tenía que afrontarlo. Estaba tan asustado que temía masturbarse, y mucho más meterse en la cama con una mujer de carne y hueso. Todo lo demás era una broma. ¿Qué importaban el dinero y el éxito y Hollywood sin una mujer? Conocía la respuesta. No significaban nada. En realidad, no estaba esperando la llamada de Hollywood, estaba esperando liberarse de sí mismo.
No pudo evitar reírse, sentado allí en la penumbra, planificando la mayor fuga de la historia. Stan Winger finalmente escapa de sí mismo. De pronto, recordó a Linda McNeill. La había borrado de su mente. Otra cosa que había hecho el libro de Jaime: le había recordado a la única mujer que podría haber amado. En ese momento, en su desolación, el rostro de Linda flotó de nuevo hacia él. Stan quería apoyar la cabeza en la mesa y llorar. Como no había nadie cerca para verlo, eso fue lo que hizo.