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¡Arañas! —La mano de Tauro resonó al golpear el mapa. Marcelo, el jefe de la guarnición, dejó caer sobresaltado unas gotas del vino peleón. Una mancha roja se extendió sobre la red de líneas y cruces—. ¡Por los siete infiernos, comandante! ¡Estamos buscando arañas, no persas!

Olimpiodoro carraspeó.

—Lo que quiere decir mi compañero es que viajamos a Serindia para negociar pacíficamente. Vuestra oferta de soldados es digna de consideración y os la agradecemos. Pero podéis meteros a vuestros soldados por el anus.

El comandante volvió a servirse vino de una jarra de barro. Le temblaban las manos.

Tauro miraba lleno de desprecio el recipiente. ¿Podía esperar que en el último puesto avanzado del Imperio lo recibieran con cubiertos de plata? En absoluto. Pero incluso ahí, en la costa sureste del mar Caspio, alguien debería haber con sentido común. Roma, pensó, nunca cambiará. Tanto da si la capital se halla junto al Tíber, el Mosela o el Bósforo. Para todos los problemas del mundo, Roma siempre encontrará las mismas soluciones: dinero y guerra.

—Pero sois parientes del emperador. Si os sucede algo durante el viaje, será a mí a quien hagan responsable —protestó el comandante.

La mano del bizantino volvió a batir contra el mapa, ahora húmedo.

—El sarcófago de mi abuelo a cambio de una caja copta de madera: si emprendemos el viaje a Serindia con un despliegue de cien hombres, los persas se pegarán a nosotros como las moscas a la bosta. Y yo prefiero que no me traten de bosta.

Olimpiodoro cogió un cuenco de madera y lo llenó de vino hasta el borde. A continuación, lo vació de un solo trago.

—¡Asqueroso! ¡Perdóname, Baco! —Gruñó, volviéndose a servir—. Escuchad, Marcelo. El Imperio necesita seda.

El comandante asintió.

—El emperador y nosotros dos somos los únicos que sabemos de qué modo el país de los seres fabrica la seda.

—Que creemos saberlo —intervino Tauro.

Pero su sobrino no se dejó confundir.

—Las hebras de seda crecen en unos árboles donde son producidos por unas arañas. Igual que nuestras arañas tejen sus redes. Solo que en Serindia estos animales sueltan seda cruda de sus glándulas. ¿Lo entendéis? Compraremos las arañas a los seres y las llevaremos a Bizancio, donde harán seda para nosotros. Nada de persas, nada de batallas, nada de escándalos. —Arqueó las cejas—. Fácil, ¿no es cierto?

El comandante Marcelo negó con la cabeza.

—Aun así, el viaje a Serindia es largo y los caminos están llenos de peligros. Si es que encontráis el camino correcto. De lo contrario cruzaréis Asia para nada.

Tauro sonrió irónico.

—Si es que los seres nos confían realmente las arañas. De lo contrario cruzaremos Asia para nada.

—Si es que conseguimos llevar las arañas vivas hasta el Bósforo. De lo contrario cruzaremos Asia para nada —opinó a su vez Olimpiodoro.

—Si es que tienes razón con esa idea tuya de las arañas. De lo contrario… —farfulló Tauro.

Marcelo se sonrojó hasta la punta del ralo cabello. Volvió la espalda a los bizantinos y miró a través de la ventana. Bajo la villa del tribuno, el agua del puerto chapoteaba en los muelles. En Abaskán, el puesto avanzando más oriental del Imperio romano de Oriente, reinaba la paz de los territorios limítrofes. Pero en el interior de Marcelo se había desencadenado una tormenta.

—Entonces, ¿por qué me habéis venido a ver?

—Sin duda no ha sido por vuestro vino, comandante —respondió Tauro—. Escuchad con atención.

El viejo jinete de las estepas, ante el cual Marcelo había llevado a los dos bizantinos, rio con las gaviotas. Estaba sentado al borde de un abrevadero construido para camellos y reparaba una soga de cáñamo. Sobre el caftán llevaba un abrigo de fieltro largo hasta la rodilla. La gorra también era de fieltro y su barba gris estaba tan enmarañada que se diría que era del mismo material que la gorra y el abrigo. El viento y el sol habían curtido su piel y unos profundos surcos atravesaban su rostro. En las orejas le crecía el vello de los ancianos.

—¿Qué te parece? ¿Estás conforme, Wusun? —El comandante Marcelo se había plantado con Tauro delante del anciano.

Olimpiodoro estaba algo apartado, junto a los camellos, sacando de entre el pelaje de los animales algo a lo que se quedaba mirando y luego arrojaba a la arena para ir a continuación en busca de nuevos hallazgos.

—Ya he guiado antes por las estepas, montañas y desiertos a otra gente con ideas descabelladas —respondió el anciano—. Pero viajar hasta Serindia por un nido de arañas me parece el colmo de los disparates. En fin, de todas formas me hacéis gracia. El día ya ha empezado lo bastante serio. —Les mostró la soga que se había partido por la mitad.

Tauro apartó a Marcelo a un lado y depositó un cordón con monedas en la callosa mano del camellero. Luego le sostuvo otro cordón delante de la cara.

—El primer cordón es para llegar a Oriente; el segundo, para volver a Occidente. Si tus servicios son tan valiosos como afirma el comandante Marcelo, serás tan bien recompensado que nunca más tendrás que guiar a extranjeros a través de tu tierra.

Wusun rio dejando al descubierto una cavidad casi carente de dientes y en la que se estremecía una pálida lengua.

—¿Que no volveré a recorrer esta tierra con camellos? —preguntó chapurreando el griego—. No, amigo mío. Les compraré unas campanas nuevas y buen forraje para que puedan acompañarme en mis viajes muchas veces más. —Tosió.

Tauro se preguntó si no sería mejor que el anciano invirtiese el dinero en su propia salud. Pero los jinetes de la estepa que había conocido hasta entonces semejaban la hierba sobre la que galopaban: sin vida y quemados a primera vista, pero resistentes y vitales al observarlos con mayor atención. El de Bizancio se pasó la mano por el cabello recién untado de aceite.

Olimpiodoro se acercó a ellos.

—Estos camellos están llenos de pulgas y garrapatas. No hace falta que diga dónde nos estaremos rascando después de cabalgar dos semanas en ellos.

—¿Dos semanas? —resopló el anciano Wusun—. Debéis creer que los camellos vuelan.

—¿A qué distancia está el país de los seres? —preguntó Tauro.

Wusun inclinó la cabeza sobre el arrugado cuello.

—Depende.

Tauro le tendió dos cordones más llenos de monedas y el jinete de las estepas los cogió.

—Esto contribuirá a acabar con las garrapatas. Pero con dinero no se acorta el trayecto hasta Serindia. Tardaré tres meses en llevaros hasta allí y otros tres meses en traeros de vuelta.

Olimpiodoro torció el gesto y se acercó amenazador hacia el camellero, pero Tauro lo detuvo. Le gustaba el viejo.

—¡Chócala! —dijo, tendiendo al guía la mano.

Pero el jinete de las estepas se limitó a reír.

—¡No, no, bizantino! Aquí las cosas no funcionan así. En estas tierras uno muestra la mano abierta solo en señal de advertencia. Pero Wusun es astuto. Wusun sabe qué quieres decir. Por eso tampoco saca el puñal y te corta el gaznate.

—Por el momento tampoco tenía ninguna razón para pensar que te dedicaras a cortar gaznates —gruñó Tauro.

—Calla y escucha cuando hable. Si quieres cerrar un trato en este reseco rincón del mundo, escupe a los pies de tu socio.

Tauro examinó las correas de piel anudadas alrededor de los pies y pantorrillas de Wusun para calcular cuánto de cierto tenía esa aseveración. Sin embargo, el tiempo y la estepa ya habían corroído de tal modo el calzado que era imposible distinguir huellas de saliva. Mientras Tauro todavía pensaba si Wusun pretendía embaucarlo, algo chocó contra su bota izquierda. El anciano había sellado el pacto.

Esa misma noche, en la ciudad, Wusun demostró su talento como guía. El jinete de las estepas no solo conocía el recorrido del Oxo y el Tian Shan, las montañas Tian, tan bien como la palma de su mano. También sabía en qué caravanserai de Abaskán se vendían las mejores sogas, mantas y candiles, y dónde comprar la carne más jugosa y la yesca más seca. Basso, el carnicero; Zeón, el alcahuete; Grifo, el tratante de esclavos: todo aquel que tenía algo que vender o bien dirigía a Wusun un saludo o bien una maldición.

Pero en cuanto aparecía el jinete de las estepas, eran las furcias las que más fuerte gritaban. Mientras el trío deambulaba por las estrechas callejuelas y los fornidos hombros de Tauro rozaban las paredes de las casas, este no dejaba de escuchar los silbidos y risitas de las mujeres que el anciano silenciaba increpándolas en sogdiano. ¡Si fuera capaz de entender mejor aquel idioma! Tauro habría dado por ello las alas de un grifo bizantino.

Las farolas se mecían levemente a merced del viento frío. Cuanto más oscurecía más se animaba la vida en la ciudad. Los comerciantes retiraban de sus puestos las pesadas lonas que habían desplegado durante los calores del mediodía. Salían entonces a la luz, en igual medida, tanto mercancías comunes como singulares. El escaparate del tallador de piedras preciosas recordó a Tauro las joyerías de Bizancio; sin embargo, las prótesis nasales de lámina de bronce o alabastro no tenían parangón. Olimpiodoro señalaba a uno y otro lado, tan pronto fascinado como divertido. Las horas pasaron volando con las últimas luces del día y Tauro se preguntó cuán exóticas serían las tierras que pensaban recorrer si ya la primera estación de su viaje los recibía con tal amalgama de extravagancias y adefesios.

Bajo la bota de piel de potro algo chirrió. Tauro bajó la mirada y vio astillas de cristal reflejando el brillo de las lámparas de aceite. Llamó la atención de Olimpiodoro sobre ello.

—Es el mundo al revés. El tribuno de nuestra guarnición tiene que beber su asqueroso vino de una jarra de barro. Y dos calles más abajo se arrojan por la ventana los recipientes más costosos.

Wusun recogió uno de los fragmentos del suelo. Las yemas de sus dedos brillaron con el polvo del vidrio.

—¿Qué es? —preguntó.

—Es oro que alguien ha arrojado a la calle —respondió Tauro.

Wusun se dispuso a meterse los dedos en la boca. Pero Tauro le agarró el brazo y tiró de él.

Olimpiodoro soltó una risotada.

—Es la belleza lo que debe surgir de dentro, querido, no la riqueza. Es mejor que comamos algo más saludable.

La taberna de El cerdo hircanio los atrajo por los coloridos frescos de su fachada que anunciaban las delicias que esperaban a los huéspedes en el interior. El patrón, hombre de labios carnosos, invitó a los recién llegados a sentarse sobre una alfombra alrededor del fuego. En unas banquetas bajas servían pan al vapor, pasas y vino.

Olimpiodoro se quedó mirando la comida y agarró al patrón por la camisa.

—¿Tenemos aspecto de mendigos? Tráenos el cerdo hircanio que da nombre a tu local. ¿O es que te referías a ti mismo con él?

El patrón se retiró deshaciéndose en reverencias. En la parte trasera de la casa, donde posiblemente se encontraba la cocina, resonó poco después un grito.

Tauro examinó las banquetas de los otros huéspedes.

—¿Por qué no veo carne asada por ninguna parte, Wusun? ¿Es este un comedor de pobres?

—Madera —contestó Wusun, que chupeteaba una pasa—, aquí no hay. No hay bosques. Preparar un asado lleva tiempo y es caro.

El cerdo se hacía esperar. Los tres hombres bebieron vino en silencio mientras observaban jugar y charlar a los demás parroquianos. En un rincón, unos hombres cubiertos de gastadas zamarras grises jugaban a los dados con huesecillos de carnero. De repente uno de ellos se levantó y alzó un cántaro. Luego pasó alrededor de sus compañeros vertiéndoles un chorro de aguardiente en el pelo. Solo quien echaba la cabeza hacia atrás a tiempo y recibía el trago con la boca abierta evitaba la inesperada ducha.

Una vez que el estrafalario escanciador hubo honrado a sus compañeros, se dirigió hacia los dos bizantinos. Tauro se levantó y se interpuso en el camino del hombre con cara de primate.

—Tus bromas no nos interesan. ¡Largo!

El hombre alzó la vista hacia su imponente interlocutor, pareció dudar y luego se dio media vuelta para salir en busca de otros camaradas de juego.

—Esas arañas —dijo Wusun, cuando Tauro se hubo sentado de nuevo—. ¿Por qué razón os las iban a dar los seres?

—¡No seas cretino, anciano! —respondió Olimpiodoro—. ¡Se las compraremos, por supuesto! Tenemos suficientes cordones de monedas para adquirir todos los camellos de Serindia, además de los cerdos. —Dirigió la vista a la puerta del fondo, de donde el patrón se suponía que iba a salir con el asado.

Wusun se metió un pedazo de pan en la boca.

Tauro entrecerró los ojos.

—¡Habla! ¿A qué le estás dando vueltas?

—¿Pan? —El jinete de las estepas le tendió un pedazo de pan.

Desde un recodo de El cerdo hircanio resonó una risa enloquecida. El escanciador había encontrado nuevos amigos.

De repente, Tauro agarró a Wusun del caftán y tiró de él.

—¡Si sabes algo que pueda hacer abortar nuestra misión, es mejor que lo digas claramente! La supervivencia de Roma depende de nosotros. ¿Entiendes? Si fracasamos, caerá un imperio que gobierna el mundo desde hace mil doscientos años. ¿Deseas ser responsable de ello?

Wusun retiró lentamente de su capa la mano del bizantino.

—¿Roma? Pensaba que veníais de Bizancio.

Olimpiodoro lanzó un suspiro.

—Está bien —dijo Wusun—. Ya me lo explicaréis en otro momento. Ahora os diré una cosa. Prestad atención: ahí a donde vamos vuestro dinero vale tanto como esto. —Cogió una pasa y la aplastó entre dos dedos—. En algunos lugares incluso menos.

Tauro carraspeó.

—¿Pretendes hacernos creer que los seres no comercian con dinero?

—Sí, por supuesto. Con dinero se pueden obtener muchas cosas en Serindia: jamón, tripa, perfume de adormidera, incluso seda, si es lo que queréis.

—Es lo que queremos —respondió Olimpiodoro.

—Oh —susurró Wusun—. Pensaba que queríais comprar arañas.

—Conoces las arañas, ¿no es así? ¡Existen! ¡Lo sabía! —Olimpiodoro se levantó de un brinco—. ¿Qué tamaño tienen? ¿Cuánta seda producen al día? ¿Cuántas necesitaremos para obtener cincuenta fardos de seda cruda a la semana? ¿Cuánto tiempo viven? ¿Y cuánto tardan en procrear?

El jinete de las estepas arqueó las cejas.

—Planteas las preguntas equivocadas.

Tauro volvió a intervenir.

—¿Con qué podemos comprar esos animales en el país de los seres?

Wusun asintió.

Los dos de Bizancio esperaban en tensión. Pero el anciano no siguió hablando.

—¿Y? —preguntó Tauro.

—Sí —dijo Wusun—, esta ha sido la pregunta correcta.

—¿Y la respuesta?

El anciano se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo? Yo no compro bichos.

—Si los seres no aceptan dinero tendremos que llevarnos mercancías que podamos canjear —dijo Olimpiodoro, volviendo a tomar asiento—. La guarnición nos las facilitará. Damasco de colores, alfombras de lana, tejidos de hilo de oro, algo habrá que seduzca a los habitantes de Serindia. Y entonces nos haremos con las arañas.

—Por esas baratijas no descubrirás el secreto de la seda —observó Wusun.

—Entonces, ¿tal vez sí por lapislázuli, esmeraldas y perlas? —preguntó Tauro—. Pero no las llevamos encima y en la guarnición no nos estará esperando ningún arcón lleno de alhajas.

Justo cuando Wusun iba a responder, Tauro sintió un picor en la cabeza. Algo húmedo se deslizaba por su mejilla. Se levantó de un brinco y agarró por el cinto al borracho que se le había acercado por detrás sin hacer ruido. No hizo caso ni de la risa irónica de Olimpiodoro ni de la algazara de los otros huéspedes ni de la respiración estentórea del hombre que tenía agarrado. A este se le cayó el cántaro de la mano y se estrelló contra el suelo. El licor se derramó sobre las lujosas botas de piel de Tauro y empapó su ropaje imperial.

El de Bizancio se miró asqueado la vestimenta, vio las manchas oscuras sobre la lujosa tela, el charco a sus pies y los pedazos de cántaro. De golpe, soltó al borracho, que se masajeó el cuello y retrocedió unos pasos. Pero Tauro no pensaba en ir tras él. Su atención se centró totalmente en el desastre que tenía a sus pies.

Por el pasillo que conducía a la cocina apareció el patrón con una mujer gorda. Sobre una puerta que habían descolgado llevaban un montón humeante de carne. Pero los tres hombres que con tanta ansia habían exigido el asado habían desaparecido.

Tauro se arrodilló sobre el barro de la callejuela. La noche había caído totalmente sobre Abaskán y las farolas brillaban como luciérnagas listas para aparearse.

Tendió a sus camaradas las manos brillantes.

—En esta ciudad, la salvación del Imperio está en la calle. ¡Vidrio! Eso es lo que ofreceremos a los habitantes de Serindia.

—El alcohol se te ha subido a la cabeza y te ha adormecido el entendimiento —señaló Olimpiodoro.

—Al contrario, lo ha despertado —replicó Tauro—. Los pedazos del cántaro de licor me han recordado las astillas de vidrio de la calle. ¡Cambiaremos vidrio por arañas! Wusun, ¿crees que los seres saben fabricar vidrio?

El jinete de las estepas negó con la cabeza.

—He estado a menudo en Serindia, pero allí nunca lo he visto.

—¡El alcohol se te ha subido literalmente al cerebro! —intervino Olimpiodoro—. El trayecto es demasiado largo. Si el vidrio se rompe por el camino, nuestro empeño habrá sido en vano.

Tauro negó con la cabeza.

—Piensas solo en un sentido, como los insectos. Claro que no vamos a llevarles ni copas sin pie ni jarras de vidrio. Les llevaremos precisamente el secreto del arte del vidrio. ¿Entiendes? Trocaremos conocimiento por conocimiento.

Olimpiodoro se arrodilló junto a su tío y hundió las manos entre las astillas.

—Creo que con una sola idea has salvado a todo el Imperio. ¡Ay! ¡Maldita sea! —Retiró las manos y miró espantado la sangre que corría por sus dedos cortados.

—A lo mejor debería ayudarnos el propietario de estas astillas —apuntó Tauro—. A ver si lo encontramos. ¡Enséñanos el bazar, Wusun!

El mercado nocturno de Abaskán se hallaba bajo una cúpula ciega y era el pedazo de grasa de una ciudad magra. Un tejedor trabajaba en cuatro alfombras al mismo tiempo. Hombres cargados con sacos al hombro pasaban junto al trío. Los puestecillos olían a artículos baratos y dinero rápido. Las voces de quienes regateaban llegaban hasta ellos como música de otro mundo, cubiertas por un golpeteo metálico.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó Tauro.

—Nueces tostadas —contestó Wusun.

—Demasiado estrépito para ser nueces —replicó Olimpiodoro.

Pero Wusun se señaló el oído.

—Los vendedores de nueces marcan su propio compás con las sartenes. Otros compases, otras mercancías. ¡Escuchad! Oís la carraca al fondo. Allí encontraréis huevos de ganso salados.

Tauro inclinó la cabeza. Al principio solo oía el barullo de las voces. Luego sus oídos empezaron a distinguir sonidos distintos. Una madre llamaba a su hijo. El metal resbalaba por una piedra de afilar. Una flauta interpretaba una animada melodía. El viento cálido hacía crepitar los toldos de los puestos del mercado.

Se quedó quieto, escuchando todavía con mayor atención los sonidos del bazar, reconoció las cadencias que debían atraer a los hambrientos, los golpes, redobles y palmadas de los comerciantes. Y algo más que resonaba a lo lejos: el tintineo del vidrio.

No fue sencillo seguir ese sonido. La música no cesaba de sonar y los vendedores de nueces no dejaban de golpear las sartenes. Tauro tan solo oyó una única vez el cristalino tintineo del vidrio chocando con el vidrio. Pero gracias al buen olfato de Wusun, que también parecía habitar en sus oídos, se encontraron poco después en un puesto del mercado con una peculiar exposición de mercancías.

Platos, vasos, cuencos… los objetos de la vida cotidiana resplandecían en un cristalino esplendor. Los curiosos se apretujaban cuchicheando delante del puesto, señalando los artículos. El mundo se había vuelto transparente ante sus ojos. Solo los niños se atrevían a acercarse, intentando tocar esas maravillas. Pero la esposa del comerciante de vidrio vigilaba con los brazos cruzados el puesto y amenazaba con la esclavitud a quienes eran demasiado fisgones. Para adquirir una cuerna rota de tan valioso material, un estibador normal necesitaría trabajar durante dos vidas. De nuevo resonó el tintineo. Su origen se hallaba en la parte trasera del puesto del mercado, donde Tauro distinguió a dos hombres discutiendo. Uno, con una vestimenta de rayas azules y un pañuelo en la cabeza, sacó en ese momento un vaso de vidrio de un cesto. Extrajo con él agua de un cubo y agitó el recipiente de vidrio, que a continuación se astilló. A los pies de ambos hombres ya se había formado un charco considerable y había un montón de esquirlas. Tauro, Olimpiodoro y Wusun se acercaron a los hombres que se estaban peleando.

—¡Impostor! —Gruñó el hombre del pañuelo.

El otro se encogió de hombros.

—¡Tú sigue! Pagarás por cada una de las piezas que rompas.

Tauro entrecerró los ojos. La voz, el aspecto tosco… se trataba del remero del Poseidonia, ese egipcio por cuyo oráculo de gallinas había ido de un pelo que no zarparan.

Tauro se acercó a los hombres.

—¿Qué ocurre aquí? —bramó—. ¿He de llamar a la guardia del puerto? Este pícaro ya infringió hace tres días las leyes contra el paganismo. Las leyes del gran Teodosio, si es que esto significa algo para vosotros. Basta una palabra mía para que acabéis los dos en el calabozo.

El egipcio se dio media vuelta. Al reconocer a Tauro, los ojos hundidos en las oscuras cuencas se agrandaron.

—¡Tú! —siseó dirigiéndose al bizantino. Pero fuera lo que fuese que la cólera le invitaba a expresar se lo tragó—. ¡Qué bien que estés aquí! —dijo en lugar de ello—. Un hombre de ley. ¡Mira! Este comerciante me ha encargado vasos. Se los he entregado. Y ahora los destroza uno tras otro y no quiere pagar por ellos. —Señaló al vendedor.

—¿Sois de la guarnición? —preguntó el mercader. Miró con escepticismo a Tauro y sus compañeros. La noble vestimenta y el grifo bizantino parecieron infundirle respeto.

—De la guarnición, no, sino del palacio imperial —respondió Tauro—. ¿Es cierto lo que te reprocha este idólatra?

El comerciante lo miró incrédulo, pero describió el asunto desde su punto de vista. El egipcio se encontraba ocasionalmente en la ciudad y había soplado vidrio en el cobertizo de su cuñado. Si bien sus habilidades eran limitadas, el hombre había hecho la vista gorda y siempre le había comprado las mercancías.

—¿La vista gorda? ¡No me has sacado la vista de encima, chacal! —protestó el egipcio.

El comerciante prosiguió impasible. La mercancía cada vez era peor y la entrega de ese día constituía un punto inadmisible en su relación comercial. Los vasos del egipcio tenían las paredes tan finas que se quebraban con solo llenarlos de media kotule de agua. Confirmó su afirmación demostrando de nuevo el fenómeno.

Tauro dio un brinco de alegría. Los dioses estaban de su parte.

—Entonces, ¿sabes cómo hacer el vidrio?

—Sí —respondió el egipcio.

—No —contestó el comerciante.

—En caso de que sepas nos acompañarás a Serindia —advirtió Tauro—, en caso contrario al calabozo de la comandancia de este lugar. Decide por ti mismo.

—¡Por la momia de mi madre! De eso nada —exclamó el marinero.

Ya se disponía a huir cuando Tauro lo agarró. El egipcio levantó la mano y propinó a su rival un puñetazo en la cara. La cabeza del de Bizancio se echó para atrás, pero él no cayó ni tampoco retrocedió. El egipcio lo volvió a golpear. Poco después yacía en el suelo con el rostro en el charco. Tauro estaba sentado sobre su espalda arreglándose el mandili.

—¿Cómo te llamas, egipcio?

—Ur-Atum —graznó desde el suelo.

—Ur, vas a colaborar en la salvación del Imperio romano.