22


El círculo y el cuadrado. Todo se remite a estas dos formas. Si observamos con atención veremos que todo el mundo se compone de círculos y cuadrados. —Antemio de Trales andaba orgulloso entre los muros estructurales de la majestuosa iglesia y de vez en cuando miraba con inquietud hacia atrás.

En pos del arquitecto, en un carro de guerra, iba de pie el emperador en persona. Justiniano había elegido la túnica de sacerdote para visitar la nueva y magnífica construcción: Hagia Sophia, Santa Sabiduría, la iglesia más grande del mundo. Y estaba en el centro de Bizancio. Pero la sabiduría primero precisaba de una estructura.

Las ruedas del carro crujían entre los escombros. En ese momento, Antemio explicaba de qué modo la ceremonia litúrgica y la medida humana se reflejaban en las proporciones de la iglesia. Justiniano asentía benévolo al arquitecto. Sus pensamientos, no obstante, no estaban ocupados en los requisitos de la armonía arquitectónica, ni siquiera en la misma iglesia o en la cuestión en torno a de qué color debía ser la túnica que llevaría durante la inauguración. En la cabeza del emperador se había desencadenado una tormenta.

Se volvió hacia Isodoro, su consejero, quien seguía el carro imperial con un grupo de escribanos, esclavos y escoltas.

—¿Cuándo dices que amenazan con invadirnos los persas?

—En la próxima luna nueva. De todos modos, considero que es un signo de la exagerada autoestima persa. Incluso si Cosroes tuviera un ejército capaz de arremeter contra nuestras murallas, necesitaría hasta la próxima primavera para llegar al Bósforo.

—A no ser que ataque con una flota.

Delante, el arquitecto seguía hablando de luces, incienso y ósculos de la paz. El emperador y su consejero no le prestaban la menor atención.

—Los persas carecen de una flota lo suficientemente fuerte para vencernos —dijo Isodoro.

Justiniano saltó del carro y se plantó delante de él.

—Eso era hace dos años, cuando todavía teníamos dinero suficiente para que los mejores mercenarios lucharan para nosotros en todo el mundo. Pero ahora estamos en crisis. ¡Deberías saberlo!

Isodoro calló e inclinó la cabeza con el rostro surcado por profundas arrugas de preocupación. Aun así, Justiniano sabía lo que estaba pensando. Su consejero se preguntaba por qué las arcas del imperio, cuyo fondo ya podía verse, se sangraban para construir una iglesia monumental. Y la pregunta era legítima. La Santa Sabiduría costaba ciento cuarenta y cinco mil toneladas de oro y una sola y única persona había sido lo suficientemente convincente para empujar a Justiniano a realizar esa empresa: la emperatriz Teodora.

—Esta iglesia fortalecerá nuestra fe en Dios y en nosotros mismos —dijo en voz alta Justiniano, repitiendo con ello los argumentos de Teodora, de una mujer que confiaba más en la mente humana que en todo un ejército armado. Aunque para sus adentros, el emperador pensaba que el dios de los cristianos era un pobre diablo.

—Seguro, señor —susurró Isodoro, y Justiniano sabía que los dos conocían la verdad.

Es un consejero a mi gusto, pensó Justiniano, y le dio unos animosos golpecitos en el hombro. Miró hacia arriba, donde una imponente cúpula de piedra coronaría la iglesia.

—Isodoro, ¿recuerdas todavía que el invierno pasado se congeló el Bósforo? —preguntó—. Toda la ciudad se puso en marcha para pasear sobre el hielo. Y tú, mi inteligente Isodoro, tuviste la brillante idea de celebrar allí las carreras de caballos.

El consejero asintió. Pese a ello, no cambió su expresión sombría.

—Los habitantes de la ciudad os pusieron el título de Señor del Invierno. E incluso los senadores comieron de vuestra mano durante un tiempo. —Su semblante se ensombreció todavía más—. Pero fuimos demasiado despreocupados. Un ejército enemigo habría podido cruzar a pie el estrecho.

Justiniano se frotó la cicatriz que afeaba su nariz, un resto de la peste a la que había sobrevivido como por milagro.

—¿Volveremos a tener este año un invierno como aquel? ¿Uno que congele el mar?

—Si hay que dar crédito a los oráculos, sí. Pero en vista de la amenaza de guerra, desaconsejo volver a celebrar una fiesta delante de las murallas de la ciudad.

—¿Incluso si los invitados vienen de Persia? —preguntó el emperador.

Isodoro arrugó la frente.

—¿Qué estáis planeando?

—Intenta entretener a Cosroes. Demora un tiempo la partida de sus guerreros. Invéntate cualquier cosa, envía bailarinas con enfermedades venéreas a los oficiales persas y a sus caballos enjambres de tábanos, sabotea su partida, contamina sus víveres, esparce veneno y propaga rumores. Haz lo que quieras, pero asegúrate de que los persas lleguen a Bizancio en pleno invierno. —«Cueste lo que cueste», le habría gustado añadir a Justiniano. Pero habría mentido.

Isodoro escudriñó el rostro del emperador.

—Intentarán llegar a la ciudad por el hielo. —Reflexionó un momento y su semblante se iluminó un poco—. Pero el Bósforo se los tragará porque antes habremos convertido el mar congelado en una trampa mortal.

—De acuerdo —contestó Justiniano—, no es un método tan honorable como la guerra abierta, pero estos tiempos singulares precisan de medidas singulares.

Una ráfaga de viento corrió a través de la estructura de la Santa Sabiduría y lanzó a los hombres una nube de polvo en la cara. Justiniano se giró y uno de sus esclavos le sostuvo delante de la nariz y la boca un pañuelo de seda.

El emperador estornudó. Le quitó al esclavo la tela de la mano y se la quedó mirando intensamente.

—Si mal no recuerdo, hemos enviado a dos agentes a que investigaran cuál es el secreto de la seda en Oriente. ¿Cómo debe de haberles ido a Tauro y Olimpiodoro?

—Esa expedición fue una locura desde el principio —sentenció Isodoro—. Nadie sabe ni el tamaño de Asia ni qué peligros acechan allí. A lo mejor se extiende por medio mundo y los dos aparecen de repente, cuando hayan dado la vuelta al globo terráqueo, por el otro lado, en occidente, con los pictos y escotos.

—¿Lo consideras posible? —preguntó Justiniano mientras volvía a subirse al carro para proseguir la visita—. ¿O crees que mi hermano y mi sobrino regresarán con el secreto de la seda antes de que el estandarte persa aparezca delante de nuestros muros?

Isodoro carraspeó.

—Incluso si lo consiguieran, deberían darse prisa. La seda tendría que convertirse primero en oro y el oro, a su vez, en armas. Con un único fardo de seda no se detiene a ningún guerrero persa. Pero si permitís que me exprese con franqueza, doy por muertos a Tauro y Olimpiodoro.

Encadenado a un poste, Tauro se encontraba en la plaza mayor de un pueblo junto a la frontera persa. Daba patadas en el suelo, golpeaba el aire con las manos y gritaba todo lo que le permitían sus pulmones. El traje de oso era demasiado estrecho y la máscara de madera cubierta de pelaje se le resbalaba constantemente de la cabeza. Como revelaba el mal olor del disfraz, el portador original de la piel ya llevaba muerto bastante tiempo cuando lo despellejaron. A la peste se sumaba el calor, y Tauro recordaba con nostalgia la época en que vestía el hábito de monje, ligero como una pluma, y el viento le acariciaba todo el cuerpo. Cuando el palo lo sacudió, se defendió con débiles zarpazos poco dignos de un animal salvaje. Por el contrario, sus rabiosos gruñidos eran auténticos.

De distinguido bizantino a monje mendicante y, ahora, a grotesco animal. Tauro gritaba de desprecio hacia sí mismo. El sonido debía surgir de debajo de la máscara de una forma tan aterradora que Olimpiodoro se olvidó de golpear a su tío con el palo y se echó hacia atrás. El público jaleaba.

«Ojo de Cuervo y Bo de Oro», así se llamaba la pareja que, con una buena docena de andrajosos, viajaba por el país haciendo acrobacias en las ciudades. Bo era una mujer gigantesca con el cabello teñido de rubio cuyo auténtico sexo nadie podía determinar con certeza. Su talento artístico residía en su fuerza, y ella la mostraba levantando los más absurdos pesos. El punto culminante de su número llegaba cuando divisaba al hombre con más kilos del público, lo levantaba por encima de su cabeza y lo hacía rotar. Entonces se mezclaban los gritos del gordo que giraba con los del público, y nadie se daba cuenta de que los compinches de Bo de Oro, que se habían mezclado entre los espectadores, les cortaban las bolsas que llevaban colgando de los cinturones. Entretanto, otros cómplices registraban las casas en busca de comestibles y dinero. Pues, cuando llegaban los comediantes, nadie se quedaba en casa, salvo los viejos y los perros, y con ellos, por regla general, se las apañaban bien los maleantes.

Cuando Ojo de Cuervo, el jefe de la compañía, descubrió a los ladrones de la seda al pie de las montañas Tian, enseguida supo que había gato encerrado. Tres hombres y una mujer, cuatro figuras harapientas en dos caballos derrengados… Ahí detrás o bien se escondía una historia extraordinaria o bien un buen negocio. Había cargado con el cuarteto en su carro cubierto de paja y vendido los caballos tullidos al guía de una caravana con la que se habían cruzado, porque en el fondo tenía buen corazón, como le aseguró a Tauro, pero también porque su compañía necesitaba algo de refuerzo. Los nómadas, explicó Ojo de Cuervo, habían emprendido la guerra contra los persas. Ya se habían producido algunos altercados en la frontera y, donde se desencadenaba una batalla, siempre había una par de monedas que ganar.

Al principio, Tauro se había negado a viajar con Ojo de Cuervo y su compañía hacia el sur. Su camino solo podía dirigirse de vuelta al este, ahí donde pensaba que se encontraría a Nong E con los gusanos de seda. Sin estos, su misión habría fracasado. Sin ellos no podía volver a Bizancio.

Pero habían tomado la dirección contraria. Fue Olimpiodoro quien convenció a su tío de que el oropel de los comediantes los protegería de los uigures. Si los nómadas atrapaban a los ladrones de la seda mientras todavía montaban los corceles del Gran Kan, los días de Tauro, Wusun, Olimpiodoro y Helian Cui estarían contados. Tauro había tenido que admitir que lo mejor para todos era ocultarse entre los miembros de la compañía de Ojo de Cuervo y librarse a su destino.

Ya esa misma tarde, los ladrones de la seda experimentaron la metamorfosis más extraña de su viaje: Tauro se convirtió en la caricatura de un oso, mientras Olimpiodoro asumía como domador de fieras la tarea de pegar a su tío con un palo hasta que este se libraba de sus ataduras y castigaba a su torturador.

Tras estrenar el número en un pueblo sogdiano, el público estaba arrebatado y Ojo de Cuervo abrazó lleno de entusiasmo a los ladrones de la seda. El de Bizancio era el único que seguía sin estar entusiasmado ante la perspectiva de tener que esconderse bajo el disfraz de un oso. Por la noche estrujaba nostálgico su mandili, esa cinta de la frente que llevaba semanas sin ponerse. Cada vez se sentía más desanimado.

Y ahora interpretaba esa bufonada para los guerreros enemigos. Ahí, en las ciudades fronterizas, los persas esperaban el ataque de los nómadas. En un principio, estos se contentaban con hacer inseguras las regiones limítrofes mientras iban llegando cada vez más hombres a caballo del norte y se iba reuniendo lentamente un inmenso ejército delante de los desfiladeros que conducían a Persia. La espera del ataque desmoralizaba a los persas. Cualquier novedad era bien recibida y, cuando los carros de Ojo de Cuervo y Bo de Oro llegaban, los soldados acudían en tropel y se olvidaban de sus inservibles turnos de guardia para ir a ver a los comediantes.

Los soldados persas vociferaban. Se habían sentado en la plaza mayor y se resarcían con las provisiones del pueblo mientras los artistas ambulantes los entretenían. Tauro estaba encadenado a uno de los dos pilones de hierro que marcaban la frontera con Persia y cada uno de sus movimientos se acompañaba con el ruido sonoro y contundente de las cadenas al chocar contra los postes de metal. En ese momento agarró el palo de Olimpiodoro, la señal establecida de que se volvía la tortilla y de que Tauro iba a moler a palos a su sobrino. Resignado, cumplió con el papel que le habían adjudicado.

Cuando la función hubo terminado, Tauro se arrastró al carro de los comediantes, su nuevo hogar, y se sentó en el suelo, cerca de la entrada. Olimpiodoro se apoyó en el bastón del domador. En la plaza, el lanzador de cuchillos ejecutaba su número.

—El final del camino, amigo mío, está aquí —musitó Tauro, señalando la vara con el brazo cubierto por la piel—. La caña con los gusanos de seda —tragó saliva y movió la cabeza— no volveremos a verla. Nong E ha desaparecido. Es probable que ya lleve tiempo en su casa y esté reconstruyendo la plantación. Ha ganado. Nosotros estamos acabados.

—¿Dónde está tu valentía? ¿No te habrá abandonado a ti, precisamente? —preguntó Olimpiodoro.

—Hay que ser valiente —respondió Tauro— para aceptar la derrota.

Un cuenco de barro aterrizó delante de los pies del lanzador de cuchillos y se rompió. Era evidente que los persas no se estaban divirtiendo. Ojo de Cuervo surgió de las sombras de un carro de comediantes. Con las manos alzadas atrajo sobre su persona la atención de los guerreros.

—Pero siempre podemos volver a casa —dijo Olimpiodoro—. También sin gusanos.

—¿Mientras nos hacemos pasar por animales delante de esos apestosos persas? Prefiero morir. —Tauro empezó a quitarse el disfraz.

—Y ahora seguiremos con la danza giratoria presentada por una auténtica princesa —anunció Ojo de Cuervo.

—Algunos persas se levantaron.

—A ver si esta no parece también un cerdo —gritó uno de ellos. Otros dos recipientes volaron por los aires seguidos de un trozo de asado, que cayó delante de los pies de los bizantinos.

Tauro tensó la cadena que llevaba entre los puños.

—Si mato aquí a unos cuantos persas ya habremos prestado algún servicio a Bizancio. —Hizo rechinar los dientes.

Entonces resonó una palmada, un tono bajo, pero que sin embargo atrajo para sí la atención de todo el público. Helian Cui había aparecido al lado de Ojo de Cuervo. Volvió a dar una palmada, como una madre que llama a sus hijos para que regresen a casa.

—Voy a enseñaros un animal que nunca antes habéis visto —anunció, y se sentó en la posición del loto sobre una esterilla.

Entonces intervino de nuevo Ojo de Cuervo.

—La estupenda y encantadora princesa Helian Cui os enseñará… —Pero no pudo decir lo que la mujer que estaba a sus pies intentaba representar. En cualquier caso, no era una danza giratoria.

—Un búfalo —completó Helian Cui, estudiando con la mirada al público—. ¡Atención!

—Ningún búfalo tiene esta pinta —se oyó decir entre las filas persas.

—Una princesa desde luego que no —gritó otro espectador.

Varias voces lanzaron obscenidades a Helian. Uno de los guerreros se levantó y mostró el sexo.

A Tauro le ardía la sangre y se levantó a su vez.

Olimpiodoro le puso el bastón en el pecho.

—¡Tranquilízate! —farfulló—. Ya que no me obedeces como oso, hazme caso al menos como pariente de sangre.

El de Bizancio se detuvo. Contemplaba impaciente a Helian, que seguía sentada sin moverse y haciendo caso omiso a los improperios de los persas. Detrás de ella, Ojo de Gallo se retorcía las huesudas manos.

Helian Cui cerró los ojos. Una ráfaga de aire cruzó por su cabello, que caía ahora en bucles negros hasta el cuello, y una sonrisa se esbozó en sus labios.

Qué mujer tan enigmática, pensó Tauro, impregnándose de su visión.

—¿Dónde está el búfalo? —gritó alguien, y el mismo Ojo de Cuervo contemplaba a Helian Cui con una mezcla de confusión y curiosidad.

Entre el viento y las voces que la rodeaban, Helian Cui empezó a mover la mandíbula inferior. Describía con ella un pequeño círculo apenas perceptible. La mandíbula dibujaba un círculo tras otro, unas veces más deprisa, otras veces más lentamente, y el silencio fue cerniéndose progresivamente sobre los espectadores. Al final, todos miraban fascinados a Helian Cui y esperaban a ver qué seguiría.

A su alrededor, el pueblo se desvanecía. Pasado un rato, Helian levantó el párpado izquierdo, tan pausadamente como si colgara una pesa de él. Cuando el ojo estuvo abierto, dejó de rumiar. Deslizó la mirada a su alrededor. La plaza y el público habían desaparecido.

«Bajo ella yacía inmóvil la tierra. El viento peinaba los prados en el valle y la hierba se inclinaba como si un gran rebaño pasara por encima. Movió la imponente cabeza complacida. Un vistazo al cielo le delató que por la noche llovería. Hasta entonces, iba a descansar un rato más en este lugar, en la hierba tierna de la pendiente, y sentir los rayos del sol».

Helian volvió a cerrar el ojo, tan despacio como lo había abierto. Se quedó inmóvil un momento, luego reemprendió el movimiento de triturar con las mandíbulas. El número había concluido.

En la plaza reinaba el silencio. Tauro se preparó para estrujar con la cadena algún cuello persa. Ojo de Cuervo levantó a Helian Cui e intentó llevar a la princesa al carro de los actores. Pero ella parecía tan metida todavía en su papel que estuvo a punto de perder el equilibrio. Desorientada, tropezó detrás de Ojo de Cuervo.

—¡Otra! —gritó uno de los espectadores y a él se unieron varios hombres.

—Ahura Mazda la ha bendecido —vociferó otro—. ¡En ella arde el fuego eterno!

Cada vez se iban levantando más voces y los gritos culminaron en un sonoro hatthatthatt.

Aunque Tauro desconocía el significado de esta palabra, hasta un bobalicón germano habría entendido que expresaba aprobación.

—Siempre he sospechado que a los persas les gustan las vacas —observó Olimpiodoro.

Un único guerrero se separó de las filas de espectadores. Llevaba unos pantalones blancos y holgados, una cota de malla y botas adornadas con monedas. Pese al calor, no se había quitado el casco azul de combate.

—Tu oso ni siquiera merece que un persa le mee encima —dijo el guerrero a Ojo de Cuervo—. Pero a quien llamáis princesa es una artista. ¡De verdad que lo es!

Ojo de Cuervo se inclinó perplejo. Con la cabeza bajada tendió la palma de la mano al persa. Este depositó, en efecto, todo un cordón de monedas.

—Nuestro monarca podría necesitar algo de distracción de calidad. Todo lo que se le presenta son cómicos sin humor y acróbatas sin equilibrio. Pero el búfalo deleitará su espíritu.

—¿El monarca? —A Ojo de Cuervo se le cortó la respiración—. ¿Os referís a Cosroes, el rey de los persas?

—Cosroes el Sabio, Cosroes Brazo de Hierro, el Aniquilador de Nómadas, Cosroes el Audaz, el que Arrasa Ciudades y Padre de Cien Mil Hijos.

Cosroes el Borrachuzo, añadió Tauro para sus adentros el epíteto que acompañaba en Bizancio el nombre del monarca persa.

Ojo de Cuervo movía ahora la cabeza. Helian intentaba tranquilizarlo.

—Actuar delante del rey —dijo el director de la compañía—, eso es imposible.

El persa rio.

—¡No seas gallina! Si yo te digo que Cosroes disfrutará de la transformación de la princesa en búfalo, sé de qué estoy hablando.

—Eso no lo dudo —contestó Ojo de Cuervo, jugueteando nervioso con las monedas en la mano—. Pero Ctesifonte está a muchos días de viaje. Para llegar a la capital deberíamos desplazarnos durante toda una luna llena y el viaje nos resultaría costoso.

—No solo eres un cobarde sino también un tonto. Nuestro rey siempre se encuentra donde hay una batalla que emprender, donde se reúnen sus enemigos en las fronteras y sus guerreros esperan que dé la orden de ataque. Cosroes está aquí.

—¿Aquí? —Ojo de Cuervo miró a su alrededor.

El persa movió resignado la cabeza.

—Mañana por la noche —añadió luego—, preséntate en Bactra. Ahí se encuentra la tienda de guerra de Cosroes. Si presentas el número del búfalo, es posible que obtengas la gracia del rey; si no apareces, pierdes algo más que mi favor. —Y dicho esto, el persa dio media vuelta y se marchó.

—¡Suéltame! —jadeó Olimpiodoro.

Hasta ese momento, Tauro no se había dado cuenta de que había hundido la mano derecha en el hombro de su sobrino. Le resultó difícil soltarlo.

—Cosroes está aquí —susurró. El tono de voz era el mismo que si hubiera sido Dios o el diablo quien hubiera aparecido en persona ante sus ojos.

Olimpiodoro se lo quedó mirando preocupado.

—Ya, ¿y? —preguntó. Pero los bizantinos ignoraban la respuesta.