9
Los burros rebuznaron. Los animales se apretujaban unos contra otros bajo los álamos para protegerse a duras penas de la arena que alzaba el viento. Una pequeña carpa se hinchaba con las ventoladas. Tokta Ahun salió de ella. Cuando reconoció quiénes eran los que querían compartir el campamento con él, se acercó corriendo a los cuatro hombres y abrazó los cuellos de sus camellos.
Olimpiodoro ordenó a su montura que se arrodillara, descendió de ella y fue a su vez a abrazar al arriero. Pero Wusun lo retuvo. Los bizantinos siempre se olvidaban de las costumbres de la gente de ese rincón de la Tierra. No eran partidarios de tocarse, ni aunque fuera como demostración de afecto. Tauro se preguntó cómo debían de reproducirse los asiáticos. Pero puso freno a su fantasía.
El grupo no tardó en sentarse alrededor de una hoguera alimentada por ramas de álamos muertos. El viento atizaba el fuego y hacía bailar las llamas. No llegaría a extinguirlas.
El disfraz no había superado el bautismo de fuego. En el mismo momento en que Tokta Ahun había visto a los monjes mendicantes, había reconocido quién se escondía bajo el hábito amarillo. Tauro estaba preocupado. ¿Habían cambiado su aspecto para absolutamente nada? Ese era un encuentro inofensivo y cordial. ¿Pero qué pasaría cuándo los alcanzaran sus perseguidores?
—Es un buen disfraz —intentó tranquilizarlo Tokta Ahun—. En los Veinticuatro Reinos nadie se girará para miraros —aseguró el comerciante—. Los monjes mendicantes vestidos de amarillo son una plaga. En cuanto sacuden sus platillos, la gente mira para otro lado.
A Tauro no le había sorprendido volver a encontrarse con el arriero de burros en la vía imperial. Tokta Ahun todavía se desplazaba hacia Oriente, ellos por el contrario iban de regreso, en dirección oeste. Puesto que al borde del Gobi Negro no había muchas rutas, tenían que volver a verse a la fuerza.
A Tauro le habría encantado pasar toda la noche compartiendo anécdotas, peras dulces y pan con Tokta Ahun. Pero el viento arrojaba el humo y puñados de arena contra sus caras, así que se apresuraron a intercambiar las noticias más importantes para poder cobijarse inmediatamente después tras el parapeto de los camellos.
Tauro habló de su visita a la plantación, pero la describió como un encuentro normal entre clientes y vendedores. De sus labios no salió ni una palabra sobre los gusanos de seda y los bastones de bambú. Tampoco mencionó el incendio. El hecho de que el arriero no le sonsacara ni tampoco quisiera saber la razón por la que llevaban esos hábitos amarillos y se habían afeitado la cabeza, ni sobre quién era Feng, respondía a las costumbres de la vía imperial: toma lo que te den y no pidas más.
Cuando el grupo ya se separaba y Tokta Ahun fue a ver de nuevo cómo estaban sus burros, Tauro se acercó a él.
—Debes de haberte encontrado con una mujer joven —dijo.
El arriero untó con grasa las cuerdas de los burros. Echó todavía más hacia delante el labio inferior.
—¿Tan enamorado parezco? —preguntó.
El bizantino negó con la cabeza.
—Comparado con nuestro joven acompañante más bien pareces un gato delante de un plato de mostaza.
—Me la encontré —confirmó el comerciante—. Una mujer viajando sola, estaba tendida, muerta de hambre y sed al pie de una duna errante. Le di de comer y de beber y le regalé un burro.
Tauro sospechó que el burro no había cambiado gratuitamente de propietario, pero no insistió en el tema.
—¿Llevaba equipaje?
Tokta Ahun negó con la cabeza.
—No, nada. Solo una túnica blanca. Estaba loca. Me habló de Buda, uno de los sabios que se acaban de poner de moda. Quería ir a Loulan.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace cinco días. —Totkta Ahun contó los días con los dedos—. Si no ha vendido el burro, debe de haber llegado a la ciudad.
Tauro ya tenía información suficiente. Era hora de cambiar de tema antes de que Feng pillara alguna cosa.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿Qué tal con el comercio de los asesinos de yaks?
—Quiero llevarlos al país de los seres. Haré un buen negocio. Unos insectos mortíferos y su saliva mágica a cambio de un talego de oro y unos fardos de seda. A lo mejor, gracias a tu amigo —señaló a Olimpiodoro, que se apretujaba contra el flanco de un camello—, me hago rico. Entonces os enviaré también a vosotros uno de mis burros. ¡No! Os los enviaré todos.
El rostro de Tokta Ahun se encendió de entusiasmo. Tauro no consiguió advertirle que la plantación estaba quemada. El mercader tendría que adentrarse todavía más en el país de Serindia para poder cerrar un buen trato.
—Loulan —dijo Tauro a la mañana siguiente. Los viajeros acababan de despedirse de Tokta Ahun. Los traseros de sus burros se balanceaban en dirección al sol naciente—. Cabalgamos hacia Loulan, debe de estar por aquí. —Dibujó un óvalo en la arena y marcó un punto con el dedo—. Al menos eso es lo que me ha contado Tokta Ahun.
—Cierto —admitió Wusun. Tenía la barba tan llena de arena como los ojos, por haber dormido a la intemperie—. Pero ahí no hacer calor, sino humedad. Tiene un lago enorme. Es muy malo para los gusanos de seda.
—Entonces buscaremos otra ruta. Una que transcurra por las montañas —propuso Olimpiodoro.
Pero Tauro negó con la cabeza.
—No es posible —farfulló.
—¿Porque esta es menos peligrosa? —inquirió Olimpiodoro.
—Porque tenemos que cumplir una promesa —respondió su tío—. La amiguita de Feng ha ido a Loulan. Tokta Ahun la ha visto.
Cuando Wusun tradujo estas palabras, la rabia que Feng sentía contra Tauro pareció disiparse con el viento. Sin pronunciar palaba se apresuró a ceñir una manta sobre el lomo de su camello. Los otros se lo quedaron mirando sin moverse.
—¿Estás chiflado? —El rostro carnoso de Olimpiodoro brillaba tan encendido como el sol naciente contrastando llamativamente con el cuero cabelludo, de un blanco níveo—. Hace tres días decidimos enfriar las larvas, ¿y ahora quieres llevarlas a una región donde hay un lago dando vahídos, en medio de una bruma caliente, donde hasta podrían eclosionar las mariposas?
Tauro cruzó los brazos delante del pecho. La tela color azafrán se tensó en sus musculosas espaldas.
—Era el sol, amigo mío. Me ha achicharrado la calvicie.
—¡Pues métela en agua fría! Nuestra misión consiste en salvar al Imperio. ¿Te conmueve más el amor de un crío que tus compatriotas?
—Están tan entretejidos el uno con el otro como las hebras de una valiosa pieza de seda jin. Si tiras del hilo de urdimbre la tela se deshace como un pedazo de hielo en un mar estival.
Pero Olimpiodoro no se tranquilizó. Se marchó hacia los camellos haciendo ondear su túnica de un rabioso amarillo y sacó del equipaje uno de los bastones. Estaban bien atados y precisó algo de tiempo hasta deshacer los nudos. Luego se acercó a Tauro con la vara en la mano.
—Hasta ahora siempre he confiado en ti. Pero esta vez hay demasiado en juego. Enumérame las razones: ¿por qué tenemos que ir a Loulan en lugar de a las montañas donde puede haber hielo? Si me convences, te seguiré. Si no es así, cogeré este bastón y emprenderé a solas la ruta del norte. —Olimpiodoro paseaba arriba y abajo colérico.
Tauro nunca había visto así a su sobrino. Este siempre se hallaba demasiado inmerso en un objeto de estudio para poner en duda cualquier decisión de su tío. La mayoría de las veces ni se daba cuenta de que Tauro discutía con Wusun sobre el dinero, provisiones o el próximo odre de vino. En esta ocasión, sin embargo, Tauro tuvo que explicar lo que había planeado, incluso si no era de su agrado. Pero todavía le gustaba menos la idea de dejar que Olimpiodoro viajase solo por esas tierras.
Tauro bajó los brazos y señaló a Feng con la cabeza.
—Si lo acompañamos, encontrará a su Helian. Entonces podrá volver a la plantación de seda. Allí sosegará a su madre y ordenará a todos nuestros perseguidores que nos dejen en paz.
Feng dijo algo que el de Bizancio no entendió. Ya estaba sentado a lomos del camello de carreras, trazando círculos.
—Pero si no le ayudamos, sucederá lo contrario. Nos odiará y nos echará encima a todos los sabuesos de este país. Seremos perseguidos como insectos por una bandada de pájaros. —Tauro esperaba que su compañero fuera sensible a las penas de los insectos.
Ahora le tocó a Olimpiodoro cruzarse de brazos.
—Ya entiendo. Pero estas son únicamente las razones con las que quieres convencerme. Te conozco. ¿Qué es lo que se esconde en realidad tras el plan de viajar a Loulan?
—¿No me crees? Entonces, vete tú solo hacia el norte. ¿Hasta dónde llegarás?
—A lo mejor hasta Bizancio, a lo mejor me limitaré a llegar hasta las montañas o puede que una pandilla de bandidos me mate en cuanto llegue a la siguiente ciudad oasis. Pero al menos habré intentado salvar el Imperio.
Tauro bajó la voz.
—Eso mismo intento hacer yo. Pero he dado mi palabra a Feng.
Olimpiodoro levantó la vista al cielo. Luego le tendió el bastón a su tío.
—De acuerdo. Nos vamos a Loulan —dijo—. Juntos.
Las barcas de madera de álamo se deslizaban velozmente por el lago. En la diáfana y nítida superficie del agua, se reflejaban las nubes y Tauro tenía la impresión de estar volando por el cielo en un carro solar en lugar de navegar por el agua en una canoa. Las embarcaciones eran tan pequeñas que solo podían sentarse en el suelo dos hombres. Delante de él estaba acuclillado Feng. Olimpiodoro se había situado en un segundo barco, que también avanzaba velozmente. En la popa, dos pescadores de pie impulsaban la embarcación con un ancho remo. La corriente de aire que provocaba la rápida navegación rozaba el maltrecho cuero cabelludo de Tauro, el agua salpicaba el interior de la barca y sus pies, la espuma empapaba la túnica amarilla. Cerró los ojos e imaginó estar cruzando el Bósforo para adquirir para su villa unos tapices murales en los bazares del lado de Asia Menor.
Los monjes peregrinos no van en camello, había dicho Feng. Wusun se había quedado en la orilla del lago con los animales, en un pueblo de pescadores en medio de un cañizal que alcanzaba la altura de un hombre. Allí la gente vivía en cabañas de caña, alimentaba sus hogueras con cañas y comía caña. Como habían mostrado a los visitantes, los tallos tiernos de esa ubicua planta hacían las veces de verdura y con las espiguillas se cocía una masa marrón y viscosa de un sabor dulce. Los pescadores habían acordado vigilar a los camellos por una pequeña cantidad. Pero, por lo flacas que se veían las figuras en el interior de las cabañas, Tauro no estaba seguro de que los animales fuesen a estar vivos cuando regresaran. La grasa de una sola joroba de camello serviría de alimento para esa gente durante una semana. Esa era la razón de que Wusun se hubiese quedado. El bizantino esperaba poder dejar Loulan el mismo día para rescatar al jinete de las estepas y las monturas.
Si bien el lago Lop no se podía abarcar con la vista dada su extensión, solo llegaba a la altura de la rodilla. En un momento dado, pasaron junto a una manada de caballos que se estaban bañando. Los animales resoplaban y bufaban y saltaban alegres por el agua. A menudo veían aves acuáticas. Pero los verdaderos emperadores de esas aguas eran los mosquitos. Revoloteaban por encima del agua formando unas nubes negras y disfrutaban de su breve vida en el aire cálido y húmedo. Tauro pensó desazonado en que los gusanos de seda crecían demasiado deprisa y sostuvo con firmeza el bastón que descansaba atravesado sobre sus piernas.
Estaba convencido de haberse tragado unas cuantas docenas de insectos cuando la ciudad emergió en la otra orilla. Los pescadores se despidieron y, una vez se hubieron liberado de sus pasajeros, desaparecieron de la vista en un abrir y cerrar de ojos. Loulan se alzaba ante los tres falsos monjes.
Tokta Ahun tenía razón, nadie quería tratos con esos tres individuos cubiertos de túnicas amarillas. Pero si alguien miraba con curiosidad en su dirección, los de Bizancio le tendían el platillo de limosnas y el breve contacto concluía al instante. Avanzaron entre la multitud sin que nadie los detuviese. Pero enseguida comprobaron que Loulan era grande. Y pequeñas las probabilidades de encontrar allí a una persona.
—¿Dónde deberíamos buscar? —preguntó Tauro a Feng. Habría deseado que Wusun los acompañara, pues se desenvolvía en ciudades de esa especie como un sacerdote cristiano con las santas escrituras.
—Es una budista —gritó Feng entre el ruido de la calle—. A lo mejor hay un templo. —A esas alturas, Tauro conocía la lengua ser lo suficiente para apañárselas sin ayuda de la traducción de Wusun.
Pero por mucho que preguntaron no obtuvieron información. Nadie había visto a una mujer de cabello corto y vestida de blanco. Tampoco sabía nadie de la existencia de un templo en Loulan o sus alrededores. Muchos ni siquiera habían oído hablar del budismo. En lugar de respuestas recogieron tres sonoras monedas de cobre. Una mugrienta muchacha les puso además una manzana mordida. Tauro cedió el contenido de su platillo a un mendigo sin piernas a la sombra de un arco.
Después de seguir una calle cuesta arriba y llegar a una gran plaza, brilló entre el bosque de personas una tela amarilla. Tauro se abrió camino en la riada de comerciantes y camellos, se deslizó con dificultad junto a carros llenos de blandos albaricoques sobre los cuales las moscas celebraban un festín y al final distinguió una cabeza rapada asomando de una túnica del color del azafrán. Cuando sus compañeros lo alcanzaron, él ya estaba delante del puesto de venta de un robusto monje y se inclinaba del modo en que Feng le había enseñado.
El budista también se inclinó. Pero su inclinación, comparada con la del de Bizancio, parecía un primoroso seto frente a un bosque lleno de maleza. En lugar de juntar las dos manos, cerró una de ellas en un puño. En lugar de mirar al suelo, mantuvo la cabeza derecha. En lugar de volver a erguirse inmediatamente, respiró tres veces en la posición inclinada.
Tauro sintió rabia hacia el muchacho ser. Pero más hacia sí mismo. Confiar en un adolescente era un error que no iba a cometer una segunda vez.
Feng se olvidó por completo del saludo. Se dirigió al monje en el idioma de los seres. Olimpiodoro entrecerró los ojos, pero Tauro dudaba de que así pudiera entender mejor lo que estaban diciendo. Él mismo intentaba sonreír por debajo de su barba. Al parecer, en ese país, eso ayudaba en cualquier situación.
El monje se encogió de hombros y respondió en la lengua ser, demasiado deprisa, sin embargo, para oídos no ejercitados. Luego tendió a Feng algo parecido a un trozo de tela cuadrado. Encima había un signo de color rojo pintado. Pero el cuadrado no era de tela. Parecía más duro. Tauro jamás había visto algo así. Reprimió el impulso de extender la mano para cogerlo. A saber si no contenía un hechizo.
Olimpiodoro, por el contrario, arrancó el cuadrado de la mano del monje y lo examinó admirado.
—Papel —dijo en voz alta y en griego—. Es papel. Este pueblo es afortunado. —No se percató de que su tío lo miraba furioso. En la mano de este, que sostenía el bastón, los nudillos blancos y marcados destacaban como huevos de codorniz—. ¡Ojalá tuviera yo papel en Bizancio! —siguió diciendo Olimpiodoro imperturbable—. Nunca más tendría que raspar la tinta vieja de los pergaminos o prensar fibras vegetales para poder escribir una sola letra. Estas inteligentes personas escriben, sin más, lo que piensan. ¡Qué afortunada es Asia!
—¿Venís de Bizancio? —preguntó el monje.
Tauro negó con la cabeza.
—¿Cómo es que habéis venido para honrar a Buda? —quiso saber el monje, que seguía sonriendo.
—Somos monjes peregrinos —contestó Feng.
Tauro se maldijo a sí mismo. ¿Cómo era posible que estuviera vestido con ese traje ridículo en el rincón equivocado del mundo y que confiara su vida a un niño? Ya había llegado el momento de coger las riendas de la situación. Así y todo las pretensiones del monje eran evidentes. No se interesaba en absoluto por la espiritualidad.
—¿Cuánto pides por el papel? —preguntó Tauro.
El monje sonrió de oreja a oreja.
—¿Por eso? Oh, no tiene ningún valor. Os lo regalo.
Olimpiodoro seguía examinando la superficie del cuadrado como si buscara la puerta secreta a otro mundo.
—Bien —respondió Tauro—, y yo te regalo esto. —Dicho esto sacó un cordón de monedas de debajo del hábito y lo arrojó al budista. Este atrapó hábilmente el dinero con una mano y lo metió en una bolsa que llevaba en el cinturón.
—Buscamos a una mujer. Cabello corto, túnica blanca.
El budista sonrió de nuevo.
—Estuvo aquí. Precisamente donde estáis vosotros ahora.
Feng exploró el suelo con la mirada.
—¿Y dónde está ahora?
—No lo podría decir con exactitud. Pero —recogió unas cuantas monedas más de la mesa, donde Tauro las había colocado— los guardias de la ciudad se la han llevado. Los soldados se comportaron de forma extremadamente amable con ella. Para ser sincero —se inclinó hacia el bizantino y susurró—, nunca habían sido así de amables con uno de nuestros hermanos o hermanas.
Tauro alabó a Tokta Ahun en silencio. Gracias al arriero habían encontrado un grano de arena en el desierto.
—Todavía he de proponerte un negocio más —anunció el de Bizancio—. Por decirlo de algún modo, entre hermanos espirituales.