20


La noticia de una próxima partida se extendió por el campamento como reguero de pólvora. Si bien el Gran Kan había anunciado una campaña militar, esto solo afectaba a los guerreros. Los civiles, y lo eran la mayoría, acompañarían al ejército solo hasta Chach, donde solían pasar el verano. Allí venderían la lana o la trocarían por artículos de lujo que solo eran asequibles en la gran ciudad: imitaciones de objetos de plata de Serindia, lámparas de cobre, papel, cera y narices falsas de madera con que los niños se asustaban entre sí.

Los caballos estaban gordos y sanos gracias al pasto fresco y los hombres pasaban los últimos días yendo con sus perros y halcones a cazar en las montañas. Luego galopaban bulliciosamente de vuelta al valle y mostraban sus botines. Los niños hacían carreras en sus ponis. Durante el día todo estaba lleno de colores y risas; por las noches, la canción de los borrachos brotaba de un lugar a otro junto a la lumbre de las hogueras. Al final, los primeros uigures empezaron a cargar sus tiendas en los carros —algunos tan grandes que debían ser tirados por seis yaks— y emprendieron la marcha.

En uno de esos carros descansaba Tuoba. Había sobrevivido a la caída desde la cubierta, pues la parte posterior del palacio limitaba con la orilla del lago. De ahí lo habían tirado los hombres del séquito del Gran Kan y, de ese modo, le habían dado la oportunidad de permanecer con vida. De hecho, el robusto uigur no se había estrellado contra la orilla, sino contra el lago. Pero con un choque desde tal altura, incluso las suaves aguas se convertían en una superficie dura como la plaza de mármol de un foro imperial. De alguna manera, Tuoba había conseguido llegar a la orilla. Desde entonces había estado acostado en una tienda con las costillas rotas. Tauro le deseaba que pudiese disfrutar de una buena narradora de cuentos como acompañante.

La lana seguía flotando en el aire y el de Bizancio atrapó un copo mientras estaba en la cubierta del palacio, contemplando la agitación desde lo alto. Pensó brevemente en si la lana le ayudaría a evitar que los gusanos de seda hicieran el capullo. Pero dejó que esta idea escapara en el viento con el copo de lana. Delante de él reposaba el bastón de bambú con el compartimento abierto. Aproximadamente la mitad de sus inquilinos habían empezado a tejer el capullo. Estos semejaban, en efecto, hechos de lana fina. Pero Tauro sabía que tratados de forma adecuada se convertían en seda, una tela más costosa que el vellocino de oro y tan maravillosa como la luz del sol.

Pero este sol amenazaba con apagarse. De las reservas de hojas de morera que le había dado la niña abadesa del monasterio del Gran Ganso Salvaje solo quedaban restos. Incluso estos se habían marchitado y cuando por la noche Tauro metía algunas hojas en el bastón, las encontraba intactas al día siguiente. Si supiera al menos si los animales estaban enfermos, si no les gustaba la comida y por eso no se la comían, o si tal vez no lo hacían porque iban a transformarse en crisálidas… Habría dado el derecho de ciudadanía de sus antepasados por una respuesta de Olimpiodoro. Pero su sobrino se había quedado en el desierto.

Una vez más, Tauro recorrió con la mirada el bullicioso trajinar del valle. ¡Cuánto le habría gustado dar media vuelta para ir en busca de sus compañeros de viaje! Pero el mundo giraba en otra dirección, y, si él no lo seguía, el precio que debería pagar todavía sería más caro que el de dos amigos. En ese momento se dio cuenta de que había contado a Wusun entre sus amigos, entonces oyó detrás de él el sonido de unos pies descalzos aproximándose.

No tuvo que volverse para saber que Helian Cui había subido a la cubierta para salir a su encuentro. Desde la conversación en la tienda del Gran Kan, ella lo había evitado y no había intercambiado ninguna palabra con él. Por las noches él la había visto vagar por el campamento, había observado cómo la princesa conversaba con las mujeres de los uigures y ayudaba a cargar los carros de las familias. Pero no se había dirigido a ella.

—Ha llegado el momento de la metamorfosis —la oyó decir. Ambos miraron por la abertura del bastón en el que los gusanos de seda se amontonaban lentamente pasando unos por encima de otros. Aun así, Tauro no estaba seguro de que Helian estuviera hablando de los animales.

—Y también el momento de tomar una decisión —dijo él—. Yo voy a acompañar a los nómadas a Persia y luego cabalgaré hacia el oeste con el caballo más rápido que pueda encontrar.

—Viajarás en solitario. Mi camino me lleva de regreso al este —señaló Helian Cui.

—¿Entonces es que has leído los rollos?

—Sí. Son los escritos de Asanga. En efecto, los hemos encontrado. —Levantó la vista hacia él. Sobre sus ojos parecía haber un velo. Tal vez se debiera al vapor que emanaba el lago—. Sin tu ayuda no lo habría conseguido, Tauro. —Acarició su mano, fugaz como una mariposa.

—¿Ya no estás furiosa conmigo?

—Todavía lo estoy. Pero comprendo tu urgencia. Has primado el bienestar de tu pueblo sobre el de una única mujer. De este modo has actuado como el hombre al que su monarca ha elegido para esta misión. Pese a ello, has conseguido que el Gran Kan me deje en libertad. Una obra maestra.

Tauro esperó que la barba ocultara su sonrisa.

—Así —prosiguió Helian—, has actuado como el hombre que yo habría elegido para mí si fuera una mujer corriente. Pero soy la hija de Buda. Mi camino es tan importante como el tuyo. Y transcurre en el sentido contrario. En cuanto se presente la oportunidad, me marcharé.

—Me ocuparé de que puedas irte sin que los nómadas se percaten.

—¿No quieres retenerme? —Lo miró provocadora. La sonrisa de Tauro desapareció.

—¿Lo lograría?

—No. Aunque agradecería que lo intentases.

Por un momento, Tauro sintió la tentación de extender la mano hacia ella para sentir su fuerte y menudo cuerpo entre sus brazos, los dedos de Helian entre sus cabellos, los labios de la joven en su barba. Ella lo invitaba a abandonarse durante unas horas en ese sueño. ¿Pero qué ocurriría si no quería volver a despertar de él?

—La ilusión —dijo Tauro— es una peligrosa embustera.

—Y tú eres su maestro —contestó ella entrecerrando los ojos.

—Enséñame lo rollos —pidió Tauro, dejando pasar el momento. No tenía ningún auténtico interés en el contenido de los antiguos escritos. Ni podía descifrarlos, ni sabía nada sobre el budismo. Pero Helian Cui ponía en peligro su vida por ellos. Tal vez así el bizantino entendería qué era lo que impedía a la mujer irse con él a Bizancio.

Helian Cui lo condujo escaleras abajo y al aire libre. En la tienda en que el Gran Kan le había destinado, había una joven ocupada en recoger sus cosas. Aunque Helian le pidió que se quedara, la uigur se marchó con su equipaje al ver entrar al de Bizancio.

La tienda estaba casi vacía. Helian señaló una piedra plana que descansaba en la hierba. Se la habían dado los nómadas, era una piedra de los sueños. Quien reposaba la cabeza encima para dormir tenía los más dulces sueños. Cuando el de Bizancio le preguntó con qué sueños le había obsequiado la piedra, ella sonrió y calló.

Los rollos estaban junto a la pared de la tienda. Tauro se asombró de que Helian Cui los dejase allí sin vigilar después de todos los esfuerzos que había hecho para encontrar su paradero. Pero a esas alturas ya conocía a la budista lo suficientemente bien para saber que para cada una de sus acciones la doctrina de su maestro tenía una razón.

Helian cogió el rollo que estaba más al alcance y lo extendió en el suelo. Sobre la suave piel de cabra se veían unos signos de color negro, Tauro no sabía distinguir si representaban imágenes, letras o símbolos. Del pergamino emanaba un olor a algas.

—¿De qué hablan estos rollos? —preguntó él.

—Son textos muy antiguos. Sin embargo la trascripción en la lengua de mi pueblo había desaparecido hasta ahora. Son las reflexiones de Asanga. Son una prueba de que el mundo solo es un sueño, una construcción de nuestro pensamiento.

—¿Una prueba? —repitió Tauro.

—Para el que cree, la palabra de un bodhisattva constituye una prueba absoluta —contestó Helian Cui.

—Si solo somos un sueño, ¿por qué no vienes conmigo a Bizancio? Cuando el emperador tenga los gusanos de seda, podremos llevar los escritos a tu país. Se han conservado durante tantísimos siglos que no vendrá de uno o dos años.

Helian negó con la cabeza.

—Buda enseña que debemos intentar liberarnos de nuestros deseos. Por eso no puedo obedecer a mis necesidades. ¿No lo entiendes?

—Entiendo que tratas de perseguir este ideal. Pero los deseos, tú los sientes igual que yo. —Tauro intentó estrechar el cuerpo de Helian entre sus brazos; pero el bastón de bambú estaba en medio y cuando intentó apartarlo, se le resbaló de los dedos y cayó sobre el pergamino desplegado. El compartimento se abrió y algunos gusanos se deslizaron fuera de él.

Aliviado, Tauro comprobó que los insectos estaban ilesos. Tres crisálidas yacían sobre el pergamino, al lado se arrastraban un par de gusanos. Uno de ellos había caído directamente sobre un signo escrito en el manuscrito y se puso a palparlo con la cabeza.

—¡Mira! —Helian Cui señaló al gusano—. Sabe leer.

De hecho, el gusano no se separaba del signo. Y entonces Tauro vio que la tinta palidecía en aquellos lugares en que la cabeza del animal había estado oscilando de un lado a otro.

—¡Se está comiendo las letras! —exclamó Helian. Al instante, apartó al glotón del pergamino. El gusano se retorció entre sus dedos.

Tauro se alegró de que Helian no hubiese alejado de un manotazo al frágil animal.

—¿Cuáles son los ingredientes de esta tinta?

—¿Cómo voy a saberlo? Son escritos de hace cientos de años. —La budista palpó con cuidado, como si fuera una herida abierta, el símbolo medio comido.

Tauro se inclinó. El olor a alga seca se intensificó.

—Debe de haber hollín, como en todas las tintas. Puede que también cobre. Para dar consistencia al líquido, nosotros utilizamos extracto de bugalla. Pero no sé si estos frutos también crecen en vuestro país. ¿De qué está hecha esta escritura?

A Helian no parecía interesarle demasiado. Cogió el rollo y reunió debajo a los gusanos. Luego enrolló el pergamino y lo apretó contra su pecho con los dos brazos.

—Es igual. El daño no ha sido grande. Deberías coger tus gusanos y prepararte para la partida.

Tauro cogió uno de los gusanos con el pulgar y el índice y examinó sus órganos masticatorios. Luego dirigió una mirada escrutadora a Helian.

—Estamos pensando lo mismo, ¿verdad? —preguntó.

Ella hizo un gesto negativo.

—No, no vamos a hacerlo. Tienes que irte ahora.

Lo ayudó a recoger los insectos y volver a colocarlos en el bastón. Cuando hubieron cerrado el compartimento y ella levantó la vista, Tauro se percató de que el brillo de los ojos verdes de Helian se había apagado un poco.

—Si los animales encuentran algo en tus pergaminos con lo que pueden alimentarse, podemos copiar algunos textos y darles a ellos los originales. Esto me facilitaría tener suficiente tiempo para llegar a mi país.

Helian Cui se enderezó delante de los rollos como si temiese que Tauro pudiera coger los escritos y salir corriendo de la tienda con ellos.

—Es impensable. Estos escritos son sagrados.

—¿Son más valiosos que la vida de seres humanos? Podrías impedir la caída de todo un imperio.

—En lugar de eso, estos textos contribuirán a iluminar a los hombres. No solo en el Imperio de Bizancio, sino en todo el mundo. Entonces no habrá más guerras ni más pobreza. —Helian dio todavía un paso más hacia los rollos.

Tauro negó con la cabeza.

—¿De verdad piensas que voy a arrebatarte los escritos y escaparme con ellos? ¡Qué poco nos conocemos!

Se acercó a ella. Con los ojos desorbitados de miedo Helian retrocedió y al hacerlo tropezó con la piedra del sueño, perdió por un instante el equilibro y no pudo evitar que el rollo, que seguía sosteniendo, cayera al suelo. Se agachó al instante pero su mano se cerró en el vacío. Una vez más extendió la mano para coger el rollo que estaba delante de ella sobre la hierba. Pero de nuevo sus dedos tantearon sin alcanzar su objetivo.

Al final, fue Tauro quien recogió el pergamino y se lo devolvió a Helian. Ella entrecerró los ojos.

—¡Mírame! —ordenó él. Helian dio media vuelta para irse, pero Tauro la agarró del brazo.

—¿Qué ha ocurrido con tus ojos? —preguntó.

Ella levantó la vista hacia él. El verde del iris había palidecido. El invierno había hecho irrupción en el tono brillante con que la primavera envolvía el mundo. Los ojos de Helian Cui se estaban apagando.

Era el tercer día de la gran marcha cuando la señal de alarma de los cuernos resonó por el valle. La mitad de las tiendas ya había desaparecido, una gran parte de los yaks, cabras, caballos y ovejas habían partido en dirección al sur y los uigures que quedaban pasaban el tiempo haciendo gala de sus riquezas en lana, animales, mujeres e hijos hasta que el jefe del convoy también pronunciaba su nombre y a los siguientes carros les tocaba el turno de abandonar la orilla de Isyk-Kul. La advertencia de los cuernos, que retumbaba desde las montañas, rompió esa indolencia y puso en movimiento a una tropa de unos cincuenta jinetes nómadas.

También Tauro esperaba la partida. Estaba tendido en la hierba delante de la tienda de Helian, mordisqueando albaricoques mientras observaba el trajín. Ignoraba qué significado tenía el aviso de los cuernos. Pero la salida de una tropa de asalto de esas dimensiones denotaba que se trataba de algo más importante que el regreso de una partida de caza.

Un buen rato después —junto a Tauro se había formado un montón de huesos de albaricoque—, los nómadas regresaron. Distinguió que llevaban consigo una manada de ponis, debían de ser unos doscientos animales, todos ellos provistos de arneses y sillas de madera al estilo ser. Los caballos, sin embargo, no llevaban jinetes.

Cuando el extraño grupo se fue acercando, Tauro se levantó para poder ver mejor. Cuanto más se acercaban los jinetes al campamento, más claramente se dibujaba su silueta en el entorno. Al final, Tauro distinguió que no todos los ponis extraños iban vacíos. Una docena de ellos llevaba jinete y estaba rodeada por uigures. Tauro escupió el último hueso de fruta y se protegió los ojos del sol. Entre las crines ondeantes de los caballos, sus colas fustigantes y los altos gorros de los uigures, creyó distinguir la gorra de fieltro de Wusun. Y a su lado brillaba el amarillo pálido de una túnica como la que llevaba últimamente Olimpiodoro.

—¡Helian! —gritó Tauro con la voz entrecortada por la emoción—. ¡Helian, están vivos! —Luego corrió hacia los recién llegados.

Había dado un par de pasos cuando se percató de que no había cogido el bastón de peregrino. Por primera vez desde que habían huido de la plantación Feng había dejado voluntariamente sin vigilancia los gusanos. Pero dar media vuelta era impensable. Si era cierto que Fortuna le había devuelto a sus compañeros, de buen grado arriesgaría mucho más que la seguridad de los gusanos de seda.

Sus inquietos pies lo llevaron hacia los ponis que giraban en dirección al palacio. Durante unos minutos siguió jadeando a los caballos, buscaba a Wusun y Olimpiodoro entre los jinetes, pero todo lo que pudo ver fue el semblante contraído por el odio de Nong E. A continuación, el extremo romo de una lanza uigur le golpeó en el pecho y lo derribó. Desde la alta hierba, vio el rostro de Wusun. El anciano se había dado media vuelta en la silla de montar y reía haciendo gala de una boca tan desdentada como siempre.

—He ordenado a los perros seres que esperen al pie de la montaña. Pero, en cambio, les he quitado los ponis. Si uno de ellos osara infestar este valle con su hedor, mataremos primero a los caballos y luego a los mismos intrusos.

Tauro entró en la tienda del Gran Kan justo a tiempo de oír las últimas palabras del jefe de la tropa de asalto. Por lo visto, Nong E había conseguido reunir un ejército a su alrededor. Pero los nómadas habían logrado sacarle las uñas a la leona. Los soldados de esta última se habían quedado atrás, sin caballos y sin la mujer que llevaba el mando. Ningún monarca, ya fuera Kan o emperador, habría permitido a más de cien jinetes armados invadir su reino, y menos aún si estaban capitaneados por una mujer.

El hombre de Bizancio no tardó más de unos minutos en reconstruir lo sucedido. Luego dedicó toda su atención al pequeño grupo que se encontraba en pie delante de la tarima del Gran Kan, ahí donde tres días antes habían estado Helian Cui y él. Entre las filas de uigures distinguió las espaldas de Nong E, Sanwatze y Ur-Atum. Tauro se quedó sin respiración. ¡El egipcio llevaba el segundo bastón de bambú en la mano!

Siguió paseando la mirada por los presentes hasta descubrir también, por fin, la túnica de Olimpiodoro y el cabello hirsuto y gris de Wusun. Se golpeó la palma de la mano con el puño y volvió a dirigir la atención a la tarima.

—He venido para haceros una advertencia —decía en ese momento Nong E al Gran Kan.

Tauro avanzó unos pasos en la sombría tienda para poder escuchar mejor la conversación.

—Las leyendas de nuestro pueblo están llenas de mujeres que han vertido gotas de veneno en los oídos de sus hombres. Algunas de ellas hasta creían en lo que decían. Pero ya fueran mentiras o verdades, la desgracia siempre seguía su curso. ¡Tú! —Rokshan señaló a Sanwatze—. Incluso si por tu aspecto pareces del pueblo ser, con certeza eres un hombre. Tú eres quien debes informarme. ¿Cómo es que han caído más de doscientos ejemplares de sabandijas de Serindia en mis pastos? ¡Habla!

Pero fue Nong E quien contestó al Gran Kan.

—Los guerreros no han llegado para amenazaros, Kan de los nómadas.

—¡Gran Kan! —tronó el monarca—. Te cortaré esa lengua que salpica desgracia y te la pondré entre los labios secos si no te callas.

—Lo que se te antoje, Kan o Gran Kan —contestó Nong E con un gesto de desprecio—. ¡Pero escúchame antes!

Sin esperar más intimidaciones del Kan, Nong E habló de su reino, que había ardido hasta quedar hecho cenizas; de su viaje por el país de las tribus salvajes; de su sed de venganza y de su hambre de seda. Cuando describió la muerte de su hijo con los estridentes matices de la mentira, el silencio reinaba en la tienda.

—Perder a un hijo —dijo Rokshan, después de que Nong E hubiese concluido— es tan doloroso como no haber engendrado ninguno. Has contado bien tu historia. Por eso te permito seguir hablando. Pues todavía callas la razón de tu visita.

—Una vez perdido mi hogar. Una vez perdido mi hijo. Lo que me quedaba era un puñado de gusanos de seda con los que podría reconstruir la plantación. Pero también esta esperanza se hizo añicos cuando me robaron los últimos de esos preciados animales. He perseguido a los ladrones hasta encontrarlos en tu campamento.

—¿Acusas a un uigur de robar esos viles gusanos a una vieja bruja ser? No, no eres tan necia.

Tauro dio unos pasos hacia delante. Ya antes de llegar a la tarima, gritó por encima de las cabezas.

—Es incluso la madre de la necedad, pues está a punto de echar en cara al nuevo consejero del Gran Kan un indigno robo.

Entre las caras que se volvieron hacia Tauro estaban también las de Wusun y Olimpiodoro. El de Bizancio reconoció claramente las huellas de la sed, el hambre y el calor en los rasgos de su sobrino. Las antes carnosas mejillas se tensaban ahora en el cráneo. Si sus ojos no hubieran estado tan profundamente hundidos en las cuencas, Olimpiodoro habría causado sensación entre las damas del palacio imperial de su tío. Wusun, por el contrario, no había cambiado. Su madre debía de haber sido una duna errante, pensó Tauro. La tempestad lo empujaba de un lugar a otro, pero él siempre seguía siendo el mismo.

—¡Es él! —Si el dedo tendido de Nong E hubiera sido una jabalina, Tauro habría caído fulminado allí mismo—. Fue él quien mató a mi hijo Feng, el que ha destruido mi vida y la de quienes me habían confiado la suya. ¡Quiero saber qué se lleva ahora entre manos!

Tauro contuvo la cólera que lo invadió cuando Nong E lo acusó de la muerte de su hijo.

—Antes podría derrumbar un único hombre la bóveda celeste que el espléndido hogar de Rokshan, el que somete a mil yeguas. —Observó cómo su alusión a la potencia del Kan hacía sonreír al monarca.

Mientras Nong E le lanzaba una retahíla de improperios, Tauro buscó en las paredes de la tienda un agujero por el que colarse en caso de que tuviera que huir. En ese momento, su mirada se posó de nuevo en Ur-Atum y el bastón de bambú que llevaba sujeto.

—Todos los presentes estamos muy ocupados, Nong E —dijo—. Los uigures lo están preparando todo para la partida. El Gran Kan y sus hombres emprenden el viaje hacia el sur. Tus lamentos son tan hueros como tus pechos. Para que no sigas aburriendo al ilustre Rokshan, te propongo un trato.

—Negociar con ladrones es cosa de tontos —farfulló Nong E.

—¿Se aplica esto también cuando se trata de gusanos de seda? —preguntó el de Bizancio.

—Los gusanos son míos. No hay ninguna razón para hacer un trueque.

Tauro asintió.

—Sí, son tuyos. Pero solo yo sé dónde están escondidos. Permíteme que negocie no con gusanos, sino con conocimientos.

Los uigures rieron. Algunos hasta brindaron con sus sonoros vasos de cobre.

—¿Y qué precio tienen tus conocimientos? —preguntó Nong E mientras daba unos pasos hacia Tauro. Cojeaba. Algo le pasaba en la pierna derecha.

—Esos dos hombres. —Tauro señaló a Wusun y Olimpiodoro—. Cerrarás un buen acuerdo. Seguro que valen menos que un puñado de insectos. —Ya ahora, Tauro podía oír las maldiciones que Olimpiodoro le estaría echando.

—Te cambio uno de los dos por el escondite de los gusanos. —Nong E hizo chasquear la lengua—. El otro, solo te lo doy a cambio de tu vida.

Esta vez, la comitiva del Gran Kan aplaudió las palabras de Nong E. Había dejado claro que no tenía miedo y que sabía lo que quería. Ambos atributos infundían respeto entre los uigures.

—¿Mi vida? —Tauro vaciló—. Pero esta le pertenece al Gran Kan. Quiere que lo acompañe al sur, donde lo esperan los caballos más grandes del mundo.

—¡Cerrad una mitad de la negociación! —Se inmiscuyó el Rokshan en ese momento—. Quiero conocer de una vez esos invisibles gusanos.

Nong E hizo rechinar los dientes de furioso placer.

—¡Habla, bizantino! Pero si intentas engañarme, te ataré a los cadáveres de tus compañeros y miraré como te pudres con ellos.

Tauro se acarició la barba.

—¿Le harías eso mismo a otra persona si te hubiese engañado?

—¡A cualquiera! —exclamó Nong E—. ¡Aunque fuera mi propio hijo!

—Los gusanos de seda que tan desesperadamente estás buscando están escondidos en el bastón de peregrino en que se apoya Ur-Atum. Y eso, desde hace mucho tiempo.

La cara de Nong E se deformó en una mueca. Antes de que pudiera llamar mentiroso a Tauro, sus ojos se posaron en Ur-Atum. Y en la mirada de este reconoció la verdad.

—¿De dónde has sacado este bastón, asno rastrero?

Ur-Atum retrocedió con los ojos abiertos como platos, tropezó contra un poste y se quedó petrificado.

Mientras los uigures seguían la función, Nong E arrebató el bastón al egipcio. Con la misma expresión de asco que si hubiese sacado un pelo de la mantequilla fresca, se quedó mirando la caña de bambú.

—¿Dónde están? —preguntó.

Entonces descubrió la tapa cuyos bordes con arena revelaban la existencia del compartimento secreto. Tanteó el lugar. Tauro se fijó en que pese a las semanas que había pasado en el desierto todavía llevaba las uñas de los dedos cuidadas y pintadas de azul. Nong E recorrió con las puntas de los dedos las ranuras, apretó y giró. Al final la tapa saltó con ese leve crujido que para el bizantino se había convertido en el sonido más querido del mundo. Con la esperanza de poder echar un vistazo en la cámara, estiró el cuello. Entonces Nong E soltó un grito como el graznido de un cuervo.

—¡Están muertos! —chilló, mirando los semblantes que la rodeaban.

Nadie replicó. Nong E repitió las palabras hasta que Rokshan se inclinó desde su tarima y le cogió el bastón de la mano.

El Gran Kan miró brevemente el interior del compartimento secreto, arrugó la nariz y vació el contenido en el suelo. Unas migajas que una vez habían sido gusanos y hojas bajaron flotando. Rokshan aplastó con la bota lo que quedaba del tesoro de la familia Feng.

Tauro intentó controlar el temblor de sus manos. Si bien no había contado con que el egipcio hubiese mantenido vivos a los animales, ver con sus propios ojos cómo los restos secos y sin vida de los insectos se desmenuzaban bajo el pie de un nómada… Se parecía demasiado al destino que también se cernía sobre Bizancio. El de Bizancio apretó los puños.

Nong E se había arrastrado hasta encima de la tarima e intentaba reunir su reino pulverizado. Su rostro, normalmente macilento, mostraba el rubor de unas ascuas de carbón. Cuando se acercó a cuatro patas a los hermosos corceles de Rokshan, estos, inquietos, empezaron a hacer escarceos.

—¡Bestia salvaje! —exclamó Nong E, al tiempo que su aliento hacía revolotear los restos del contenido del bastón.

—Prefiero ser una bestia salvaje —dijo riendo el Gran Kan— que una puta ser que se arrastra escarbando el suelo en busca de gusanos muertos. ¡Qué horrible!

El tintineo de los vasos al brindar de nuevo dio muestras de la aprobación general. Todos los presentes concentraban su atención en la pareja de la tarima. Tauro consiguió acercarse a Wusun y Olimpiodoro sin que nadie lo advirtiese. Mientras seres y nómadas estuvieran ocupados los unos con los otros, los dos podrían escapar.

Pero antes de que Tauro hubiese llegado a sus compañeros, el Gran Kan gritó. Le respondió el confuso vocerío de su séquito.

—Tiene un cuchillo —vociferó alguien. Y entonces en la tienda se desató el caos.