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Mi trayecto se reducía a cuatro paradas de la Línea Roja. Aun así, cuando estás embutido en una lata en movimiento con otras cien personas, cuatro paradas te pueden dejar el traje bastante arrugado. Salí en Estación Sur y agité brazos y piernas con la inútil intención de devolverle el tronío al traje y al chaquetón, y luego eché a andar hacia Two International Place, un rascacielos tan estilizado y carente de alma como un pico de partir hielo. Allí, en la planta número 28, estaban las oficinas de Duhamel-Standiford Global.

Duhamel-Standiford no se hacían notar. No tenían un blog ni aparecía su nombre en el margen derecho de la pantalla de Google cuando alguien escribía «investigaciones privadas en Boston y alrededores». No aparecían en las Páginas Amarillas ni en la contraportada de la revista Security and you, ni se promocionaban a las dos de la mañana entre anuncios del Vibromaster 6000 y de CHATIS-A-GOGÓ. La mayor parte de la ciudadanía nunca había oído hablar de ellos. Su presupuesto publicitario era el mismo en cada trimestre: cero patatero.

Pero llevaban en activo ciento setenta años.

Ocupaban la mitad de la planta 28 de Two International. Las ventanas que daban al este tenían vistas sobre el puerto. Las que daban al norte, dominaban la ciudad. Ninguna ventana tenía persianas. Todas las puertas y todos los cubículos estaban construidos con vidrio congelado. A veces, en pleno verano, te daban ganas de ponerte el abrigo. El rótulo en la puerta de cristal de la entrada era más pequeño que el pomo.

Duhamel-Standiford

Condado de Suffolk, MA

Fundada en 1840

Después de que me abrieran la puerta a distancia, entré en una espaciosa antesala con paredes de un blanco gélido. Lo único que colgaba de esas paredes eran cuadrados y rectángulos de vidrio congelado de no más de treinta centímetros de ancho y alto, aunque la mayoría no superaban los dieciocho por veinticuatro. En esa habitación resultaba imposible sentarse o quedarse de pie sin albergar la sospecha de que te estaban vigilando.

Sentado tras el único escritorio de la vasta antesala, se encontraba un hombre que había sobrevivido a cualquiera capaz de recordar un tiempo en el que no estuviera allí. Se llamaba Bertrand Wilbraham y era de edad indefinida: tanto podía tener cincuenta y cinco mal llevados como unos magníficos ochenta. Su piel me recordaba la pastilla de jabón de color marrón que mi padre solía guardar en el lavabo del sótano; y a excepción de dos cejas muy finas y muy negras, su cabeza carecía por completo de pelo. Tampoco parecía crecerle nunca la barba. A todos los empleados y subcontratados de sexo masculino de Duhamel-Standiford se les exigía que llevaran traje y corbata. El estilo del traje y la corbata era cosa tuya —aunque los tonos pastel y los estampados florales estaban muy mal vistos—, pero la camisa tenía que ser blanca. Blanca lisa, nada de rayas por sutiles que fuesen. Bertrand Wilbraham, sin embargo, siempre lucía una camisa de color gris claro. Se cambiaba de traje y de corbata, aunque no era fácil darse cuenta, pasando del gris al negro o al azul marino, pero esa camisa gris que se pasaba por el forro el protocolo siempre era la misma, por así decir. La revolución será austera o no será.

El señor Wilbraham no daba la impresión de tenerme un aprecio excesivo, pero me consolaba saber que no parecía tenérselo a nadie. Apenas me dejó entrar esa mañana, exhibió una notita telefónica de color rosa que hasta hacía un segundo descansaba sobre su inmaculado escritorio.

—El señor Dent solicita que se presente en su despacho en cuanto llegue.

—Pues acabo de llegar.

—Conste en acta.

El señor Wilbraham separó los dedos. La hojita de papel se deslizó de su mano y aterrizó flotando en la papelera.

Me abrió a distancia las siguientes puertas y eché a andar por un pasillo enmoquetado de color gris paloma. A medio camino había un despacho utilizado por subcontratados como yo cuando había que echarle horas a un trabajo por cuenta de la empresa. Esa mañana estaba vacío, lo cual significaba que yo podía ejercer de okupa. Entré y me permití la breve fantasía de que, al final de la jornada, ese despacho sería mío a perpetuidad. Me quité esa idea de la cabeza y dejé las bolsas sobre el escritorio. La de gimnasia contenía la cámara y la mayor parte del equipo de vigilancia utilizado en el caso Trescott. En la otra llevaba un ordenador portátil y una foto de mi hija. Me quité la pistola y la metí en un cajón de la mesa. Ahí se quedaría hasta el final de la jornada, pues ir armado me gusta tanto como comer caca.

Salí de esa caja de cristal y recorrí el pasillo de color gris paloma hasta el despacho de Jeremy Dent. Dent era el vicepresidente de Relaciones Laborales y el primero que me había pasado algo de trabajo dos años atrás. Antes de eso, yo había trabajado por mi cuenta. Tenía un despacho gratis en el campanario de la iglesia de San Bartolomé, un arreglo totalmente ilegal entre un servidor y el padre Drummond, el párroco. Cuando la Archidiócesis de Boston se arruinó con las indemnizaciones por llevar décadas encubriendo la violación de niños a manos de curas enfermos, St. Bart recibió un comunicado y mi despacho gratuito desapareció de manera tan radical como la campana que en tiempos había ocupado el campanario, pero que no había vuelto a ser vista desde los tiempos de Jimmy Carter.

Dent descendía de un largo linaje de militares de Virginia y se había graduado en el tercer puesto de su promoción en West Point. A continuación: Vietnam, la Academia Militar y una serie de rápidos ascensos. Comandó tropas en Líbano a mediados de los ochenta, volvió a casa y se dio de baja. Dejó el ejército a los treinta y seis años, con el grado de teniente coronel, por motivos que nunca quedaron del todo claros. Se cruzó en Boston con viejos amigos de la familia, de esos cuyos antepasados se patearon la cubierta del Mayflower, quienes le mencionaron que había quedado una plaza libre en una empresa que las personas de su entorno solo mencionaban cuando las cosas se ponían realmente mal.

Veinticinco años después, Dent era socio titular de la firma. Tenía una casita colonial en Dover y una residencia veraniega en Vineyard Haven. También gozaba de una bella esposa, así como de un hijo robusto, dos hijas dulces y adorables y cuatro nietos cuyo aspecto hacía pensar que, a la salida del colegio, posaban para anuncios de Abercrombie & Fitch. Pero seguía arrastrando la causa que le apartó de la vida castrense cual clavo insertado en el cogote. Era un tipo encantador, pero nunca te sentías del todo a gusto con él porque ni él parecía sentirse a gusto consigo mismo.

—Adelante, Patrick —dijo después de que su secretaria me depositara ante su puerta.

Entré en el despacho y le estreché la mano. La Custom House asomaba por encima de su hombro derecho mientras una pista del aeropuerto Logan aparecía bajo su codo izquierdo.

—Toma asiento, hombre, toma asiento.

Obedecí y él hizo lo propio, tras lo cual dedicó un instante a contemplar la ciudad desde su sillón.

—Anoche me llamaron Jim y Gail Trescott. Me dijeron que te habías ocupado de lo de Brandon. Conseguiste que se delatara y eso.

Asentí:

—No fue difícil.

Brindó por eso con un vaso de agua y tomó un sorbo:

—Me dijeron que estaban pensando en enviarlo a Europa.

—No creo que eso fuese del agrado del agente de la condicional.

Dent alzó las cejas en muestra de aquiescencia:

—Eso es lo que yo dije. Y su madre es jueza, además, pero mostró auténtica sorpresa. Esto de ser padre… ¡Joder!, hay un millón de maneras de cagarla, pero solo dos o tres de hacerlo bien. Y eso con respecto a las madres. En el caso de los padres, siempre tuve la impresión de que a lo máximo que podía aspirar era a ascender al nivel de eunuco con los huevos más gordos —se acabó el agua y los pies se asomaron por el extremo del escritorio—. ¿Quieres un zumo? Yo ya no puedo tomar café.

—Vale.

Fue hasta el mueble bar que había bajo una pantalla plana de televisión y sacó una botella de zumo de arándanos. Trajo un par de vasos, los entrechocamos y acabamos bebiendo zumo de arándanos en vasos de sólido y elegante cristal. Volvió a plantar sus nalgas en el sillón, los tacones en la mesa y la mirada en la ciudad.

—Puede que te estés preguntando sobre tu situación por aquí.

Enarqué levemente las cejas, confiando en transmitir la idea de que la cosa me interesaba, pero tampoco me volvía loco.

—Has hecho un gran trabajo para nosotros, y ya te dije que íbamos a considerar la idea de ponerte en nómina cuando cerraras el caso Trescott.

—Sí, lo recuerdo.

Sonrió, echó otro trago.

—¿Tú cómo crees que ha salido?

—¿Lo de Brandon Trescott?

Asintió.

—De la mejor manera posible. O sea, conseguimos que el chico metiera la pata con nosotros en vez de con alguna periodista disfrazada de stripper. Estoy convencido de que los Trescott ya han vuelto a ocultar sus cosas.

Dent se echó a reír:

—Se pusieron a ello a las cinco de la tarde de ayer.

—Pues ya está. Yo diría que ha salido todo bastante bien.

Dent asintió.

—Así ha sido. Les has ahorrado un montón de pasta y nos has hecho quedar bien.

Estaba esperando el «pero».

—Pero —dijo—, Brandon Trescott también les ha contado a sus padres que le amenazaste en su cocina y que le insultaste.

—Le llamé memo, si mal no recuerdo.

Dent cogió una hoja de papel de su escritorio y la consultó:

—Y gilipollas. Y cretino de mierda. Y le deseaste suerte la próxima vez que lo pillen conduciendo borracho. E hiciste una broma sobre su habilidad para causar daños cerebrales a la gente.

—Dejó a esa chica en silla de ruedas —me defendí—. Para siempre.

Dent se encogió de hombros:

—No nos pagan para preocuparnos por ella o por su familia. Nos pagan para impedir que esa gente lleve a nuestros clientes a la ruina. ¿La víctima? No es asunto nuestro.

—Nunca dije que lo fuera.

—Acabas de decir, literalmente, «dejó a esa chica en silla de ruedas».

—Motivo por el que no le guardo rencor. Como tú has dicho, es un trabajo. Y lo he llevado a cabo.

—Pero le has insultado, Patrick.

Me dio por separar las palabras:

—Le. He. Insultado.

—Pues sí. Y sus padres son los que nos dan de comer.

Dejé el vaso sobre la mesa.

—Lo único que he hecho es confirmarles lo que todos sabemos: que su hijo es, en cuanto a comportamiento, un idiota monumental. Les he dado toda la información necesaria para que le protejan de sí mismo y se mantenga a una prudente distancia de los padres de una parapléjica que no ven el momento de plantar sus codiciosas zarpas sobre un coche de doscientos mil dólares.

Se le ensancharon los ojos por un segundo:

—¿Eso es lo que cuesta ese trasto? ¿El Aston Martin?

Asentí.

—Doscientos mil —silbó—. Por un coche inglés.

Nos quedamos unos momentos en silencio. Dejé el vaso donde estaba y acabé por decir:

—O sea, que de ponerme en nómina, ni hablar, ¿verdad?

—No —negó lentamente con la cabeza—. Aún no entiendes cómo funcionan las cosas por aquí, Patrick. Eres un investigador magnífico. Pero ese chip que llevas en el hombro…

—¿Qué chip?

—¿Qué…? —se echó a reír y me dedicó un pequeño brindis con su vaso—. Tú te crees que llevas un traje bonito, pero yo lo único que veo ahí es odio de clase. Lo llevas repartido por encima. Y nuestros clientes también lo ven. ¿Por qué te crees que nunca te han presentado al Gran D?

Gran D era el alias del que gozaba en la empresa Morgan Duhamel, consejero delegado a sus setenta años. Era el último de los Duhamel —tenía cuatro hijas, todas ellas casadas con hombres cuyos apellidos habían adoptado—, pero había sobrevivido a los Standiford. El último de ellos no había sido visto desde mediados de los cincuenta. El despacho de Morgan Duhamel se mantenía, igual que casi todos los de los socios más antiguos, en el cuartel general original de Duhamel-Standiford, un discreto edificio de color chocolate en la calle Acorn, a los pies de Beacon Hill, que pasaba inadvertido. Los clientes de toda la vida se dejaban caer por ahí para hablar de sus cosas; sus descendientes y los nuevos ricos tenían que ir a International Place.

—Siempre di por sentado que al Gran D no le interesaban gran cosa los subcontratados.

Dent negó con la cabeza:

—Sus conocimientos sobre este lugar son enciclopédicos. Está al corriente de todos los empleados, sus cónyuges y sus parientes. Y también de todos los subcontratados. Fue Duhamel quien me habló de tu relación con un traficante de armas —alzó las cejas ante mí—. Al viejo no se le escapa una.

—O sea, que me conoce.

—Ajá. Y le gusta lo que ve. Le encantaría contratarte a jornada completa. Y a mí también. Y que algún día llegaras a socio de la firma. Pero para eso deberías cambiar de actitud. ¿Tú crees que a los clientes les gusta compartir un cuarto con un tío que parece que les está juzgando?

—Yo no…

—¿Te acuerdas del año pasado? El consejero delegado de Branch Federated vino aquí desde su cuartel general en Houston con la única intención de darte las gracias. Nunca apareció para agradecerle nada a un socio y cogió un avión para darle las gracias a un sub. ¿Lo recuerdas?

No era fácil de olvidar. El bono especial por ese caso cubrió el seguro médico familiar de todo el año. Branch Federated poseía varios cientos de empresas, y una de las más rentables era Downeast Lumber Incorporated. DLI trabajaba desde Bangor y Sebago Lake, en Maine, y era el principal productor nacional de CST, o Columnas de Soporte Temporal, unas cosas que las brigadas de construcción solían utilizar para mantener en su sitio vigas que estaban siendo reestructuradas o reconstruidas en otro lugar. A mí me habían insertado en las oficinas de Downeast Lumber en Sebago Lake. Mi trabajo consistía en acercarme a una mujer que atendía por el bonito y sonoro nombre de Peri Pyper. Branch Federated sospechaba que esa mujer se dedicaba a vender secretos empresariales a la competencia. O eso es lo que nos habían dicho. Cuando ya llevaba cosa de un mes trabajando con Peri Pyper, se hizo evidente que estaba reuniendo pruebas que demostraban que Branch Federated hacía trampas con el equipo de vigilancia de la polución en sus instalaciones. Para cuando conseguí intimar con ella, Peri Pyper tenía pruebas irrefutables de que Downeast Lumber y Branch Federated habían incumplido a sabiendas tanto la Ley del Aire Limpio como la de Falsos Testimonios. Podía probar que Branch Federated había ordenado a sus encargados que calcularan mal los índices de polución en ocho estados, que le había mentido al Departamento de Salud en cuatro y que había falsificado los resultados de sus propios sistemas de control en todas y cada una de sus plantas de trabajo.

Peri Pyper sabía que la vigilaban, así que no podía sacar nada del edificio ni transferirlo a su ordenador personal. Pero Patrick Kendall, su compinche de copas y contable de bajo nivel, sí que podía. Al cabo de dos meses, finalmente, Peri me pidió ayuda en un bar del sur de Portland. Acepté. Brindamos por nuestro pacto con sendas margaritas y pedimos algunas tapitas más. A la noche siguiente, la puse en los amorosos brazos del departamento de Seguridad de Branch Federated.

La llevaron a juicio por ruptura de contrato, ruptura de responsabilidad fiduciaria y ruptura de la cláusula de confidencialidad. Fue acusada de robo a gran escala y condenada por ello. Perdió la casa. Y también al marido, que se dio el piro mientras ella estaba en arresto domiciliario. A su hija la echaron de la escuela privada. A su hijo lo obligaron a abandonar la universidad. Lo último que supe de ella es que trabajaba por las mañanas como telefonista en un negocio de venta de coches de segunda mano en Lewiston, y que por las noches fregaba suelos en un supermercado de la cercana Auburn.

Había pensado que yo era su compinche de copas, su inofensivo pretendiente y su alma gemela en cuestiones políticas. Mientras la esposaban, me miró a la cara y se dio cuenta de mi traición. Se le pusieron los ojos como platos. Sus labios formaron una «O» perfecta.

—Hay que ver, Patrick —me dijo justo antes de que se la llevaran—, parecías tan auténtico.

Estoy convencido de que es el peor piropo que nunca me han echado.

Así pues, cuando su jefe, un capullo seboso con un hándicap de siete y una bandera americana pintada en el alerón trasero de su Gulfstream, vino a Boston para darme personalmente las gracias, le estreché la mano con tal fuerza que le bailaron las seudotetas. Respondí a sus preguntas y hasta me tomé una copa con él. Había hecho todo lo que me habían pedido. Branch Federated y Downeast Lumber podrían seguir exportando sus CST a obras repartidas por toda Norteamérica, México y Canadá. Y el agua y la tierra de las comunidades cercanas a esas obras podrían seguir envenenando a la hora de cenar a todo aquel situado en un radio de treinta y cinco kilómetros. Cuando concluyó la reunión, volví a casa y me tragué un Zantac 150 con la ayuda de un poco de Maalox líquido.

—Fui de lo más educado con aquel tipo —dije.

—Tan educado como me muestro yo con esa hermana de mi mujer que tiene un puto herpes debajo del orificio nasal izquierdo.

—Dices muchos tacos para ser de sangre azul —le espeté.

—¡Por su puta madre que sí! —levantó un dedo—. Pero solo detrás de puertas cerradas, Patrick. Ahí está la diferencia. Yo adecúo mi personalidad a la habitación en la que me encuentro. Tú no —dio unos pasos en torno al escritorio—. De acuerdo, nos cargamos a una bocazas de DLC y Branch Federated nos lo agradeció generosamente. Pero ¿qué pasará la próxima vez? ¿Quién se va a ocupar de sus problemas la próxima vez? Porque ya te digo yo que no vamos a ser nosotros.

No dije nada. La vista era espléndida. El cielo estaba entre gris y azul. Una fina película de frío rocío le daba al aire una tonalidad de color perla. Muy lejos del centro de la ciudad, se veían árboles tan negros como pelados.

Jeremy Dent acabó de darle la vuelta a la mesa y se apoyó en ella, con los tobillos cruzados.

—¿Has rellenado los formularios 479 del caso Trescott?

—No.

—Bueno, pues coge el despacho de los sub y hazlo. Pasa la lista de gastos y no te olvides de rellenar también el impreso 692. Vete a ver a Barnes, el de Equipos, para que tome nota del material utilizado… ¿Qué pillaste, la Canon y la Sony?

Asentí:

—También usé esos nuevos micros Taranti, en casa del chico.

—Creo que no son gran cosa.

Negué con la cabeza:

—Funcionaron a la perfección.

Se acabó la bebida y me miró a los ojos.

—Mira, Patrick, ya te encontraremos un caso nuevo. Y si puedes resolverlo sin cabrear a nadie, te pondremos en nómina, ¿de acuerdo? Puedes decirle a tu mujer que te he dado mi palabra.

Asentí mientras notaba que se me hacía un agujero en el estómago.

De regreso al despacho vacío, revisé mis opciones.

La verdad es que no tenía muchas. Estaba trabajando en un caso que no era precisamente una mina de oro. Un viejo amigo, Mike Colette, me había pedido que le ayudara a averiguar cuál de los empleados de su empresa de transportes le estaba sisando. Necesité unos cuantos días de papeleo para reducir la lista de sospechosos al supervisor del turno de noche y a uno o dos de sus camioneros, pero luego hice unas cuantas pesquisas más y ninguno de ellos me pareció tan turbio como al principio. Así que ahora había concentrado mi atención sobre la encargada de pagos, una mujer que, según mi amigo, era de fiar y no admitía la menor duda sobre su honradez.

Lo máximo que podía facturar por ese trabajo eran cinco o seis horas más.

Al final de la jornada, saldría de Duhamel-Standiford y me pondría a esperar su siguiente llamada, su próxima prueba. Mientras tanto, las facturas se irían materializando a diario en el buzón. La comida de la nevera sería consumida y la despensa no volvería a llenarse de manera milagrosa. A final de mes me llegaría una factura del seguro médico y no iba a tener el dinero suficiente para abonarla.

Me recliné en la silla. Bienvenido a la vida adulta.

Tenía media docena de expedientes que poner al día y tres informes sobre Brandon Trescott que redactar, pero en vez de eso, descolgué el teléfono y llamé a Richie Colgan, el Negro más Blanco de América.

Contestó él:

Tribune, sección de local.

—Tu voz no suena a negro, ¿sabes?

—Mi gente no tiene una voz especial, solo el orgullo de un linaje aristocrático temporalmente interrumpido por matones racistas con látigos.

—¿Me estás diciendo que si Will Smith atiende un teléfono y George Clooney el otro no adivinaré cuál de los dos es el blanco?

—No, pero hablar de eso en amable compañía sigue estando verboten.

—Ahora eres alemán —le dije.

—Solo por parte de padre, el racista francés —repuso—. Bueno, ¿qué pasa?

—¿Te acuerdas de Amanda McCready? La chica que…

—… secuestraron. ¿Cuánto hace? ¿Cinco años, seis?

—Doce.

—¡Joder! ¿Doce años? ¿Tan mayores somos?

—¿Te acuerdas de lo que pensábamos en la universidad de los veteranos que hablaban de… No sé… de los Dave Clark Five y de Buddy Holly?

—Sí.

—Pues así se sienten los chicos de ahora cuando hablamos de Prince y de Nirvana.

—No puede ser.

—Créetelo, merluzo. Bueno, estábamos con el caso de Amanda McCready.

—Sí, sí. La encontraste con la familia del poli, la devolviste, todo el cuerpo de policía te la tiene jurada y necesitas que te haga un favor.

—No.

—¿No necesitas un favor?

—Bueno, sí, pero está directamente relacionado con Amanda McCready. Ha vuelto a desaparecer.

—No me jodas.

—Como lo oyes. Y su tía dice que a todo el mundo se la suda. A la poli y a vosotros.

—Es difícil de creer. ¿Has oído hablar de los canales de noticias las veinticuatro horas? Ahora se puede fabricar un tema con cualquier cosa.

—Eso explica lo de Paris Hilton.

—Eso no hay Dios que lo explique —dijo Richie—. La cuestión es: una chica vuelve a desaparecer doce años después de su primer secuestro, que envió al trullo a unos cuantos polis y le costó al ayuntamiento un dineral en un año de vacas flacas. ¡Joder!, si eso no es una noticia, que baje Dios y lo vea.

—Eso pensaba yo. Y por cierto, ahora me has parecido casi negro.

—Racista. A ver, cabrón, ¿cómo se llama la tía?

—Bea. Bueno, Beatrice McCready.

—La tía Bea, ¿eh? Suena muy tierno.

Me llamó al cabo de veinte minutos:

—Ha sido fácil.

—¿Qué ha pasado?

—He hablado con el agente que lleva la investigación, el detective Bynes. Me ha dicho que atendieron las quejas de la tía, fueron a casa de la madre, echaron un vistazo por ahí y hablaron con la chica.

—¿Que hablaron con la chica? ¿Con Amanda?

—Sí, todo era un timo.

—Pero ¿para qué iba Bea a inventarse…?

—Oh, esa mujer es la monda. Te informo: la madre de Amanda, Helene, ¿no?, ha tenido que pedir un par de órdenes de alejamiento contra ella. Parece que desde que se le murió el hijo…

—Espera un momento, ¿qué hijo?

—El de Beatrice McCready.

—Su hijo no ha muerto. Estudia en el Monument High.

—No —dijo Richie lentamente—, no va al Monument High. Está muerto. Él y unos cuantos chicos más iban en coche el año pasado; ninguno de ellos tenía edad para conducir ni para beber, pero hicieron ambas cosas de todos modos. Se saltaron un stop al fondo de ese pedazo de colina donde estaba el hospital de Santa Margarita, ¿lo recuerdas? Los trituró un autobús en la calle Stoughton. Dos de los chicos murieron y los otros dos se van a pasar el resto de la vida hablando raro y sin poder caminar. Uno de los muertos era el tal Matthew McCready. Lo estoy consultando en nuestros archivos de la web en estos mismos momentos. Sucedió el 15 de junio del año pasado. ¿Te paso el link?