5

Salí de la estación JFK/UMass y me dirigí a casa con la cabeza todavía aturullada. Había colgado el teléfono y recurrido al link que Richie me había enviado, y ahí estaba: un artículo en página cuatro del pasado mes de junio sobre cuatro chicos que fueron a dar una vuelta en un coche robado y acabaron saltando por una colina bien puestos de costo y priva. El conductor del autobús no tuvo tiempo ni de tocar la bocina. Harold Endalis, quince, paralizado de cintura para abajo. Stuart Burrfield, quince, paralizado de cuello para abajo. Mark McGrath, dieciséis, ingresó cadáver en el Carney. Matthew McCready, dieciséis, muerto en el acto. Bajé las escaleras de la estación y enfilé la avenida Crescent hacia casa, pensando en todas las gilipolleces que había hecho a los dieciséis y en las diez o doce maneras en que podría haberla diñado —que es lo que me merecía— antes de cumplir los diecisiete.

Las dos primeras casas de la parte sur de Crescent, pequeñas e idénticas, estaban abandonadas, pues habían sido víctimas de la magnífica crisis hipotecaria que tanta alegría había repartido últimamente por todo el país. Un sin techo se me acercó frente a la segunda.

—Eh, hermano, ¿te sobra un minutillo? No quiero pasta.

Era un tipo bajito, canijo y con barba. Tenía manchas de todo tipo en la gorra de béisbol, la sudadera con capucha y los tejanos hechos caldo. El olor agrio que desprendía dejaba bien a las claras que llevaba cierto tiempo sin bañarse. Pero no tenía ojeras, parecía un buen tío y nada permitía intuir que le diera al crack.

Me detuve:

—¿Qué se te ofrece?

—No soy un mendigo —extendió las manos como alejando mis sospechas al respecto—. Que quede claro.

—Vale.

—No lo soy.

—De acuerdo.

—Pero tengo un hijo, ¿sabes? Y no hay trabajo. La parienta está enferma y el crío necesita sus biberones. ¡Joder!, son como siete pavos y…

No le vi mover el brazo, pero eso no le impidió arrancarme la bolsa del hombro. Salió pitando con ella en dirección a la casa abandonada más cercana. La bolsa contenía mis notas del caso, el ordenador y una foto de mi hija.

—Tonto de los cojones —dije, aunque no sé si me dirigía al sin techo, a mí mismo o a ambos. ¿Cómo iba yo a pensar que ese cabrón tuviera los brazos tan largos?

Le perseguí por la parte lateral de la casa, atravesando hierbajos que llegaban a la altura de la rodilla y pisando latas de cerveza aplastadas, cajas de huevos de poliuretano y botellas rotas. Seguro que se trataba de una casa de okupas. Cuando yo era pequeño, había sido el hogar de los Cowan, y después el de los Ursini. Luego la compró una familia vietnamita que la rehabilitó a conciencia. Justo antes de que el padre se quedara sin trabajo y de que a la madre le pasara lo mismo poco después, habían empezado a restaurar la cocina.

Seguía faltando la pared de atrás: los plásticos clavados en los marcos crepitaban al viento vespertino. Mientras llegaba al patio trasero, tenía al sin techo a unos pocos metros y a punto de toparse con una verja encadenada. Noté cierto movimiento a mi izquierda. Se abrió uno de los plásticos y un tipo de pelo negro me atizó con un trozo de tubería en la sien y me di de bruces contra el suelo de la cocina sin acabar.

No sé con exactitud cuánto tiempo estuve ahí tirado, pero fue el suficiente para darme cuenta, el cuarto se agitaba tras aguadas corrientes de aire, de que todo el cobre de detrás de las paredes y de debajo del fregadero había sido convenientemente arrancado. El tiempo suficiente para saber con razonable certeza que no me había roto la mandíbula, aunque el lado izquierdo de la cara, todo hay que decirlo, estaba entumecido y ardía, y corría sangre por mi sien. Me puse de rodillas y me explotó una bomba en el cráneo. Todo lo que estaba más allá de la nariz desapareció tras un manto negro. El suelo se movía.

Alguien me puso de pie y luego me empujó contra una pared mientras otro se reía. Una tercera persona, algo más allá, dijo:

—Tráelo para aquí.

—No creo que pueda andar.

—Pues ayúdale.

Me agarraron del cogote y me guiaron hasta lo que en tiempos había sido el salón. El telón negro empezó a abrirse. Pude distinguir una pequeña chimenea, con la repisa superior destrozada para ser utilizada, con toda seguridad, como leña. Yo ya había estado en esa sala en una ocasión, cuando una pandilla de chavales de dieciséis años siguió a Brian Cowan hasta aquí para saquear el mueble bar de su padre. Hubo un sofá bajo las ventanas que daban a la calle. Ahora había un banco de jardín con un hombre sentado que me miraba fijamente. Me dejaron caer en el sofá que había frente a él, una cosa cutre de color naranja que olía a vertedero.

—¿Vas a vomitar?

—Yo también me lo pregunto —repuse.

—Le dije que te atizara un poco, pero se le fue la mano con la tubería.

Ahora podía ver al tío de la tubería, un hispano delgado y de pelo oscuro vestido con pantalones militares y camiseta imperio. Se encogió de hombros mientras se daba golpecitos en la palma de la mano con su herramienta.

—Huy —dije—. Me acordaré de eso.

—Tú no vas a recordar una mierda, pendejo, que aún te vas a llevar otra hostia.

No era fácil oponerse a tanta lógica. Aparté los ojos de él y le eché un vistazo al tío del banco, el jefe. Había esperado ver a un tipo de mirada fría y pinta de presidiario cabrón, pero en vez de eso, me topé con un menda con jersey negro a la moda, camisa a cuadros verdes y amarillos y pantalones de loneta. Calzaba unas bambas de tela con un estampado de cuadraditos negros y dorados. Era pelirrojo y llevaba el cabello largo y suelto. No parecía un matón, sino más bien un profesor de ciencias.

Me dijo:

—Ya sé que tienes amigos duros de pelar y que te has metido en algunos fregados de aúpa, así que supongo que no te asustas con facilidad.

Eso creería él. Estaba cagado de miedo. Cabreado, sí, y memorizando de manera instintiva todo lo que podía sobre los dos tíos que tenía a la vista, así como pensando en la manera adecuada de arrebatarle la tubería al hispano y metérsela por el culo…, pero muerto de miedo en cualquier caso.

—Si te dejamos vivo, lo primero que harás será ir a por nosotros —sacó un chicle de su envoltorio y se lo metió en la boca.

Sí.

—Tadeo, dale una toalla para la cara —el profesor de ciencias me guiñó un ojo—. Pues sí, he dicho su nombre. ¿Sabes por qué, Patrick? Porque no vendrás a por nosotros. ¿Y sabes por qué no vendrás a por nosotros?

Mover la cabeza me haría mucho daño, así que dije: «No».

—Porque somos unos cabrones de primera y tú solo eres un cabrón de segunda. Puede que antes fueses terrible, pero ya no. He oído que tu negocio se fue a la mierda porque empezaste a pasar de cualquier caso que pareciera complicado. Es comprensible en alguien al que le han disparado varias veces, que casi se desangra y eso. Pero ha corrido la voz de que ya no tienes huevos para hacer las cosas a nuestra manera. Ya no formas parte de esta vida. Porque no quieres.

Tadeo volvió de la zona de la cocina y me puso dos toallitas de papel en la mano. Me las apreté contra la sien izquierda y él se dedicó a pasarme la tubería por el cogote mientras se reía por lo bajinis.

Le arranqué la tubería de la mano y, al mismo tiempo, le pegué una patada en la rodilla. Tadeo se cayó hacia atrás y yo me levanté del sofá. El profe de ciencias pegó un chillido, me apuntó con una pistola y me quedé tieso. Tadeo se arrastraba hacia atrás, con el culo pegado al suelo, hasta dar con la pared. Se puso de pie sobre la pierna buena. Yo me quedé inmóvil, con la tubería en la mano y el brazo doblado. El profe de ciencias bajó el arma para que yo siguiera su ejemplo y bajara la tubería. Le dediqué una leve señal de acuerdo con la cabeza. Acto seguido, le di un buen quiebro a la muñeca. La tubería atravesó volando la habitación y le dio a Tadeo justo entre las cejas. Soltó un grito de dolor y rebotó contra la pared. Se le abrió el puente de la nariz y la sangre le empapó los ojos. Dio dos pasos hacia el centro del salón, luego tres más a un lado y echó a andar hacia una pared, donde apoyó las manos y trató de recuperar el resuello.

—¡Huy! —exclamé.

El profe de ciencias me clavó el cañón de la pistola en el cuello.

—Siéntate de una puta vez —dijo entre dientes.

Ahora apareció el tío que faltaba: un grandullón de metro noventa y ciento cincuenta kilos. Respiraba con dificultad y se arrastraba un poco.

—Llévate arriba a Tadeo —le ordenó el pelirrojo—. Mételo en la ducha, échale agua fría y mira si tiene conmoción cerebral.

—¿Cómo sabré si tiene una conmoción cerebral? —preguntó el grandullón.

—Y yo qué cojones sé… Mírale a los ojos, dile que cuente hasta diez…

Pregunté:

—¿Os sorprendería que fuese incapaz de hacerlo?

—Te he dicho que te calles.

—No. Me has dicho que me siente de una puta vez. A ver en qué quedamos.

El gordo sacó a Tadeo del cuarto. Tadeo seguía manoseando el aire que tenía delante, como un perro que sueña.

Recogí del suelo las toallitas de papel. Estaban limpias por un lado, así que apreté ese lado contra la sien y me salió un test de Rorschach.

—Me van a tener que dar unos puntos.

El profe de ciencias se inclinó hacia delante en el banco, con la pistola apuntándome al estómago. Tenía una cara redonda con leves restos de pecas del mismo color que su cabello. Esbozaba una sonrisa floja pero decidida, como si representara el papel de alguien que quiere ayudar en una función de aficionados.

—¿Qué te hace pensar que vas a salir de aquí?

—Te estás quedando sin muchas opciones. Cuando ese tío me trincó la bolsa, había gente en la calle. Seguro que ya han llamado a la policía. La casa de al lado no está ocupada, pero la de detrás sí, mamarracho, y es muy probable que alguien viera a Tadeo arreándome con la tubería. Conclusión: no sé quién te ha contratado para darme no sé qué mensaje, pero yo en tu lugar me daría prisa en soltarlo.

El profe de ciencias no me parecía un idiota. Si hubiese querido matarme, ya me habría pegado dos tiros en la nuca cuando estaba de rodillas en la cocina sin acabar.

—Mantente alejado de Helene McCready —se acuclilló frente a mí, con la pistola colgando entre los muslos y mirándome a la cara—. Como te pongas a darles la brasa a ella o al chaval, como te pongas a hacer preguntas, te voy a joder la vida a tiros.

—Lo he pillado —dije con una displicencia que no sentía.

—Patrick, ahora tú tienes un hijo, y una esposa. Una vida agradable. Vuelve a ella y quédate allí. Y nosotros nos olvidaremos de todo esto.

Se incorporó y dio unos pasos atrás mientras yo me ponía de pie. Fui hasta la cocina y encontré el rollo de papel tirado en el suelo. Arranqué unas cuantas hojas y me las puse contra el rostro. Él se quedó en el umbral, mirándome fijamente y con la pistola metida en el cinturón.

Le eché un vistazo:

—Tengo que ir a Urgencias a que me cosan, pero no te preocupes, que no me lo tomo como algo personal.

—Caramba —dijo él—. ¿Me lo prometes?

—Me has amenazado de muerte, pero tampoco le doy importancia.

—Qué tío tan legal —soltó una burbuja de saliva y la dejó estallar.

—Pero —añadí—, me has robado el ordenador portátil y te juro que no puedo permitirme comprar uno nuevo. ¿Podrías considerar la posibilidad de devolvérmelo?

Negó con la cabeza:

—El que lo encuentra se lo queda.

—Tío, te juro que me estás jodiendo bien, pero tampoco voy a convertir este asunto en algo que no es. Porque todo esto es estrictamente profesional, ¿verdad?

—Digamos que el término «profesional» servirá hasta que encontremos otro mejor.

Me aparté de la cara las toallas de papel, hechas un asco. Las doblé y me puse el gurruño resultante en el cogote durante cosa de un minuto, mientras me dedicaba a mirar al profesor de ciencias que había en el umbral.

—Que así sea —dije, y dejé caer las enrojecidas hojas de papel en el suelo, pillé unas cuantas limpias y salí de la casa.