8

En mi sueño, Amanda McCready tenía diez años, quizás once. Estaba sentada en el porche de un bungaló amarillo con escalones de piedra y a sus pies roncaba un bulldog blanco. Árboles altos y vetustos plantaban sus raíces en una parcela de hierba situada entre la calle y la acera. Estábamos en algún lugar del sur, puede que en Charleston. Colgaba musgo de los árboles y la casa tenía un tejado de lata.

Jack y Tricia Doyle estaban detrás de Amanda, sentados en sillones de mimbre y con una mesa de ajedrez entre ellos. No habían envejecido en absoluto.

Aparecí vestido de cartero y el perro levantó la cabeza y me miró fijamente con sus almendrados ojos tristes. Tenía una mancha en la oreja izquierda del mismo color negro que la nariz. Se lamió la nariz y luego se puso patas arriba.

Jack y Tricia Doyle levantaron la vista de su partida de ajedrez y también clavaron los ojos en mí.

—Solo he venido a entregar el correo —dije—. Soy el cartero.

Me miraron fijamente. No dijeron ni una palabra.

Le di el correo a Amanda y me quedé a la espera de la propina. La niña les echó un vistazo a los sobres, descartándolos uno a uno. Aterrizaron en los matojos, humedeciéndose y adoptando un tono amarillento.

Levantó la vista en mi dirección con las manos vacías:

—No has traído nada que nos sea de utilidad.

A la mañana siguiente, apenas podía levantar la cabeza de la almohada. Cuando lo conseguí, los huesos más cercanos a la sien izquierda crujieron. Me dolían los pómulos y me palpitaba el cráneo. Mientras dormía, alguien me había espolvoreado los pliegues del cerebro con pimienta roja y cristal hecho añicos.

Y no acababa ahí la cosa: ni a mis extremidades ni a sus junturas les sentó bien que me diera la vuelta, incorporara o me diera por respirar. En la ducha, el agua hacía daño. Y el jabón. Cuando intenté frotarme la cabeza con champú, me apreté accidentalmente la parte izquierda del cráneo y me dio tal zurriagazo que casi acabo de rodillas.

Mientras me secaba, me contemplé en el espejo. La parte superior izquierda del rostro, incluyendo medio ojo, era de color púrpura. La única parte que no lucía ese tono era la que estaba cubierta de negras suturas. El gris empezaba a hacer acto de presencia en mi cabeza, y hasta había llegado al pecho desde la última vez que me fijé. Me pasé cuidadosamente el peine por el pelo y luego, cuando me giré para coger la cuchilla de afeitar, la rodilla herida crujió. Apenas me había movido —un leve desplazamiento del peso, nada más—, pero la rótula me dolía como si acabara de darle un martillazo.

Esto de hacerse mayor es cojonudo.

Cuando entré en la cocina, mi mujer y mi hija se llevaron las manos a la cabeza y se pusieron a chillar mientras se les ponían los ojos como platos. Era una actuación tan perfecta que supe que la habían planeado cuidadosamente, así que alcé los pulgares en señal de victoria y me serví una taza de café. Intercambiaron un triunfal manotazo y luego Angie abrió el periódico de nuevo y dijo:

—Eso se parece sospechosamente a la bolsa para ordenador que te regalé en Navidad.

La colgué en el respaldo de la silla mientras me sentaba a la mesa:

—Es la misma.

—¿Y el contenido? —pasó una página del Herald.

—Todo recuperado —contesté.

Alzó las cejas en señal de admiración. Y puede que también de un poco de envidia. Le echó una mirada a nuestra hija, que andaba temporalmente fascinada por el estampado de su salvamanteles de plástico.

—¿Hubo algún daño… eh… colateral?

—Digamos que cierto individuo va a tener problemas para correr la maratón. O puede que incluso para caminar.

Tomé un sorbo de café.

—¿Y eso a qué se debe?

—Bubba tomó cartas en el asunto.

Al oír ese nombre, Gabriella levantó la cabeza. La sonrisa que le llenaba la cara era la de su madre: tan franca y cariñosa que te abrazaba por entero.

—¿El tío Bubba? —preguntó—. ¿Has visto al tío Bubba?

—Pues sí. Y me dio recuerdos para ti y para el señor Lubble.

—Voy a buscarlo —dejó pitando la silla y la cocina y la oímos rebuscar entre los juguetes esparcidos por el suelo de su cuarto.

El señor Lubble era un bicho de peluche más grande que ella. Bubba se lo había regalado para su segundo cumpleaños. El señor Lubble, o eso nos parecía a sus padres, era una mezcla de chimpancé y orangután, aunque también era posible que se tratase de un primate que nos resultara desconocido. Por algún curioso motivo, iba vestido con un esmoquin de color verde lima, pajarita amarilla y zapatillas del mismo color. Gabby lo había bautizado como Señor Lubble, pero no sabíamos por qué, a no ser que quisiera llamarlo Bubba y que a los dos años lo máximo que consiguiera decir fuese Lubble.

—Señor Lubble —gritó desde su dormitorio—. Venga, sal.

Angie dejó el diario sobre la mesa y me acarició una mano. Estaba un poco sorprendida ante mi aspecto del segundo día, que era mucho peor que el del primero, cuando volví del centro de salud.

—¿Hay peligro de represalias?

Era una pregunta muy razonable. En cada acto de violencia hay que asumir que la venganza es inevitable. Si le haces daño a alguien, lo más probable es que intenten hacértelo a ti.

—No lo creo —dije, y era verdad—. Podrían tomarla conmigo, pero no con Bubba. Además, no les quité nada que no me perteneciera.

—Según ellos, todo era suyo.

—Cierto.

Intercambiamos una mirada suspicaz.

—Yo tengo esa Beretta tan pequeña y tan mona —me dijo—. Cabe perfectamente en el bolsillo.

—Hace bastante que no la usas.

Negó con la cabeza:

—A veces sí. ¿Sabes? Cuando salgo a dar esos paseos en coche.

—¿Sí?

—Pues voy al campo de tiro de Freeport.

—¿De verdad? —pregunté sonriendo.

—Pues sí —me devolvió la sonrisa—. Hay chicas que combaten el estrés con el yoga. Yo prefiero vaciar un par de cargadores.

—Bueno, siempre fuiste la mejor tiradora de la familia.

—¿La mejor? —volvió a abrir el diario.

La verdad es que yo no le daba ni a la arena de la playa:

—Vale. La única.

Gabby reapareció arrastrando al señor Lubble por uno de sus brazos color verde lima. Lo colocó en el asiento de al lado y se subió al suyo.

—¿Bubba le dio al señor Lubble el beso de buenas noches? —preguntó.

—Por supuesto —me habría sentido peor por engañar a mi hija si no fuese porque ya había sentado un precedente con Santa Claus, el Conejo de Pascua y el Ratoncito Pérez.

—¿Y a mí también me lo dio?

—Claro que sí.

—Ya me acuerdo —parece que las mentiras empiezan a temprana edad, pero las consideramos una muestra de creatividad—. Y me contó un cuento.

—¿De qué iba?

—De árboles.

—Evidentemente.

—También me dijo que habría que darle más helado al señor Lubble.

—¿Y chocolate? —intervino Angie.

—¿Chocolate? —Gabby consideró los pros y los contras—. Vale, supongo que sí.

—Supones, ¿eh? —me reí y miré a Angie—. Es igual que tú.

Angie bajó el periódico. De repente, se puso pálida y se le aflojó la mandíbula.

—¿Mamá? —hasta Gabby se dio cuenta—. ¿Pasa algo?

Angie le dedicó una leve sonrisa y me pasó el periódico:

—No pasa nada, cariño, es que mamá está cansada.

—Lees mucho —apuntó nuestra hija.

—Nunca se lee lo suficiente —dije. Miré el diario y luego observé con aspecto confuso a Angie.

—Al final de la página, a la derecha —me dijo.

Era la página de delitos, una sección especializada en crímenes espeluznantes que cerraba la sección Local. El último titular rezaba: «Mujer de Maine muere en el asalto a su coche». Leí la entradilla y tuve que abandonar la lectura un instante. Angie me acarició el brazo con la cálida palma de su mano.

Una madre de dos hijos fue tiroteada durante un aparente intento de robo del coche a primera hora de la mañana del martes, cuando salía de su trabajo en BJ’s Wholesaler de Auburn. Peri Pyper, de treinta y cuatro años y residente en Lewiston, fue abordada por el sospechoso mientras trataba de poner en marcha su Honda Accord 2008. Los testigos informaron haber oído indicios de una pelea, seguidos de un disparo. El sospechoso, Taylor Biggins, de veintidós años y residente de Auburn, fue arrestado a dos kilómetros de allí tras la persecución policial; se entregó sin ofrecer resistencia. La señora Pyper fue trasladada en helicóptero al Centro Médico de Maine, donde fue declarada cadáver a las seis y treinta y cuatro de la mañana, según la portavoz del hospital, Pamela Dunn. Le sobreviven un hijo y una hija.

Me dijo Angie:

—No es culpa tuya.

—No estoy seguro. No estoy seguro de nada.

—Patrick.

—No sé nada —sentencié.

El trayecto en coche hasta Auburn, Maine, duraba tres horas y, durante ese tiempo, mi abogado, Cheswick Hartman, lo organizó todo. Me planté en el bufete de Dufresne, Barrett y McGrath, donde me condujeron al despacho de James Mayfield, socio menor de la firma que se ocupaba de la mayoría de sus litigios de defensa.

James Mayfield era un negro de cabello grisáceo, bigote a juego y estatura y corpulencia considerables. Te daba la mano como un oso y lucía un aspecto relajado que parecía auténtico y nada forzado.

—Gracias por recibirme, señor Mayfield.

—Puede llamarme Entrenador, señor Kenzie.

—¿Entrenador?

—En esta ciudad soy entrenador de béisbol, baloncesto, golf, fútbol y rugby. La gente me llama Entrenador.

—¿Y por qué no iban a hacerlo? —le dije—. Pues Entrenador.

—Si un abogado del nivel de Cheswick Hartman me llama y me dice que se suma a mi litigio en un caso, y además gratis, me pongo firmes.

—Ya.

—Me dijo que usted nunca falta a su palabra.

—Muy amable por su parte.

—Amable o no, lo quiero por escrito.

—Es comprensible —reconocí—. He traído mi propia pluma.

El Entrenador Mayfield empujó unos papeles a través de la mesa y yo me puse a firmarlos. Descolgó el teléfono:

—Vente para aquí, Janice, y trae el sello.

Cuando yo acababa de firmar una página, Janice la bendecía con un tamponazo. Al terminar, ya le había puesto el sello a catorce. En esencia, el contrato era muy sencillo: yo reconocía que trabajaba para el bufete Dufresne, Barrett y McGrath como investigador en nombre de Taylor Biggins. En esa condición, todo lo que me dijera el señor Biggins quedaba amparado por la confidencialidad entre abogado y cliente. Me podían acusar, juzgar y condenar si comentaba con alguien nuestras conversaciones.

Me fui en coche a los juzgados con el Entrenador Mayfield. El cielo tenía ese tono azul lechoso que adopta a veces antes de una tormenta, pero el aire era suave. La población olía a humo de chimenea y asfalto húmedo.

Los calabozos estaban en los sótanos de los juzgados. El Entrenador Mayfield y yo vimos a Taylor Biggins del otro lado de los barrotes, donde los carceleros nos habían puesto un banco de madera.

—Hola, Entrenador —dijo Taylor Biggins.

Parecía menor de veintidós años. Era un chaval negro muy delgado que llevaba una enorme camiseta blanca, en la que prácticamente se perdía, y unos tejanos caídos que no paraba de subirse porque le habían quitado el cinturón.

—Hola, Bigs —repuso Mayfield, y luego me dijo—: Bigs era muy bueno jugando. Tanto al béisbol como al fútbol.

—¿Y este quién es? —preguntó el chico.

Mayfield se lo explicó.

—¿Y no puede decirle nada a nadie?

—Ni una palabra.

—Y si lo hace, ¿lo entrullan?

—Sin dudarlo, Bigs.

—Vale, vale —Bigs dio una vuelta por la celda durante cosa de un minuto, con los pulgares metidos en las trabillas del pantalón—. ¿Qué necesitas saber?

—¿Te pagó alguien para que te cargaras a esa mujer? —le pregunté.

—¿Cómo dices, tío?

—Ya me has oído.

Bigs torció la cabeza.

—¿Quién coño iba a hacer lo que hice yo si se parara a pensarlo? Llevaba un ciego de la hostia, tío. Llevaba tres días seguidos dándole a la mandanga.

—¿La mandanga?

—La mandanga —dijo Bigs—. Anfetas, queso, crack, como quieras llamarlo.

—¡Ah! —dije—. ¿Y por qué tenías que pegarle un tiro?

—Yo no quería pegarle un tiro a nadie. ¿No me estás escuchando? Lo que pasa es que la tía no quería soltar las llaves. Y cuando me agarró del brazo… Bang. Y dejó de agarrarme del brazo. Yo solo quería quitarle el coche. Tengo un amigo, un tal Edward, que compra coches. Eso era todo.

Me miró a través de los barrotes, como si ya estuviera en el corredor de la muerte. La piel le brillaba de sudor, tenía los ojos más grandes que la cabeza y respiraba de forma rápida y desesperada.

—Cuéntamelo despacito —le dije.

Me miró con molesta incredulidad, como si le estuviera tomando el pelo.

—Mira, Bigs —le dije—. Además del Entrenador, aquí presente, cuentas con uno de los mejores abogados criminalistas del país, que se ha metido en este caso porque yo se lo he pedido. Es capaz de dejar tu sentencia en la mitad. ¿Lo pillas?

Bigs acabó asintiendo.

—Así pues, contesta a mis preguntas, capullo, o se largará.

Cruzó los brazos cubriéndose la barriga y siseó unas cuantas veces. Cuando se le pasaron los temblores, se puso tieso y volvió a mirarme a través de las rejas.

—No hay nada que explicar. Necesitaba un coche fácil de despiezar. Un Honda o un Toyota, tío. Las piezas duran años, da lo mismo si las sacas de un modelo del 98 que de uno de 2003. Son de un intercambiable de la hostia. Yo estoy en el aparcamiento, me he puesto una sudadera negra con capucha y estos pantalones, nadie me ve. Ella sale, va hacia el Accord. Yo echo a correr, le muestro mi cara negra y mi pipa aún más negra… Eso debería bastarle. Pero empieza a soltar chorradas y no hay manera de quitarle las llaves. No las suelta, la tía, y encima va y me agarra del brazo. Lo que te decía: Bang. Se desploma. Y yo, ¡ay, mierda! Pero necesito la mandanga, así que pillo las llaves, me subo al coche y salgo de allí cagando leches, pero empiezan a aparecer coches de policía con la sirena y las luces y toda la hostia y antes de recorrer dos kilómetros me trincan —se encogió de hombros—. Eso es lo que hay. ¿A sangre fría? Ya lo sé. Pero si me hubiera dado las llaves…

Clavó la mirada en el suelo. Cuando la levantó, tenía el rostro cubierto de lágrimas.

Las ignoré.

—Has dicho que soltaba chorradas. ¿Qué decía?

—Nada, tío.

Me acerqué a los barrotes y le miré directamente a la cara a través de ellos.

—¿Qué decía?

—Decía que necesitaba el coche —volvió a mirar hacia abajo y asintió varias veces para sí mismo—. Decía que necesitaba ese coche. ¿Cómo se puede necesitar tanto un coche?

—¿Sabes de alguna línea de autobús que circule a las tres de la mañana, Bigs?

Negó con la cabeza.

—La mujer que asesinaste tenía dos empleos. Uno en Lewiston y otro en Auburn. Acababa el turno de Lewiston media hora antes de empezar el de Auburn. ¿Lo entiendes ahora?

Asintió mientras le seguían cayendo las lágrimas y le temblaban los hombros.

—Peri Pyper —le informé—. Así se llamaba.

Siguió con la cabeza gacha.

Me dirigí al Entrenador Mayfield:

—Ya he acabado.

Me quedé junto a la puerta mientras el Entrenador Mayfield hablaba con su cliente unos minutos más, en susurros; luego recogió el maletín del banco y echó a andar hacia donde estábamos el guardia y yo.

Mientras se abría la puerta, Bigs clamó:

—¡No era más que un puto coche!

—Para ella sí.

—No te voy a dar la tabarra sentimental de que Bigs es un gran chico y tal y cual —dijo el Entrenador Mayfield—. Siempre fue a la suya y nunca tuvo muy claro de qué iban las cosas. Siempre tuvo malos prontos y cuando quería algo, lo quería de inmediato. Pero no era así —dio un manotazo fatalista por la ventanilla de su Chrysler 300 mientras recorríamos las calles llenas de iglesias, verdes jardines y coquetonas pensiones—. Si examinas atentamente la fachada de esta ciudad, verás muchas grietas. Desempleo a mansalva, y los que aún contratan gente pagan unos sueldos de mierda. ¿Beneficios laborales? —se echó a reír—. Ni hablar. ¿Seguro médico? —Negó con la cabeza—. ¿Todo lo que nuestros padres daban por hecho mientras trabajaras duro, la protección social, el salario justo y el reloj de oro cuando llegara la jubilación? Todo eso ha desaparecido por estos pagos, amigo mío.

—En Boston también —dije.

—Me temo que en todas partes.

Circulamos un rato en silencio. Mientras estábamos en los calabozos, el cielo azul se había vuelto gris. La temperatura había bajado sus buenos cinco grados. El aire parecía hecho de hojalata mojada. No había duda: se acercaba una nevada.

—Bigs tuvo la oportunidad de ir a Colby. Le dijeron que si pasaba un año en la universidad pública y sus notas eran mínimamente decentes, le conseguirían una plaza en el equipo de béisbol el curso siguiente. Así que el chaval se puso las pilas —me miró con las cejas alzadas, como para otorgarle más vehemencia a su declaración—. Vaya si se las puso. Estudiaba de día y trabajaba de noche.

—¿Y qué pasó?

—La empresa para la que trabajaba despidió a todo el mundo. Al cabo de un mes, les ofrecieron trabajo de nuevo. Es esa envasadora que está justo ahí —mientras cruzábamos un puentecillo, me señaló un edificio de ladrillo beige junto a la orilla del río Androscoggin—. Pero solo los trabajadores menos preparados recibieron la oferta; al personal cualificado se lo quitaron de encima. Y además, la empresa les devolvió el empleo a los no cualificados bajando a la mitad lo que cobraban por hora. Ni chollos, ni seguros ni nada de nada. Pero eso sí, todas las horas extras que quisieran, siempre que no esperaran cobrarlas más altas ni nada de esas gilipolleces comunistas. El caso es que Bigs recupera su empleo. Se trata de pagar el alquiler y la escuela, ¿no? Así que su semana laboral es de setenta horas. Y no se pierde ni una clase. Adivina cómo se mantiene despierto.

—Anfetas.

El Entrenador asintió mientras entrábamos en el aparcamiento del bufete.

—Culpa de la envasadora. Y todas las empresas hacen lo mismo. Por toda la ciudad, por todo el estado. ¡Y el negocio de la anfeta florece que da gusto!

Salimos del coche y él se quedó plantado en el frío aparcamiento. Le di las gracias y se encogió de hombros, pues era un tipo que recibía mejor las críticas que los agradecimientos.

—Bigs hizo algunas chorradas, pero no se convirtió en un mierda hasta que empezó a meterse.

Asentí.

—No es que eso le disculpe —añadió el Entrenador—, pero no se convirtió en lo que es de un día para otro.

Le estreché la mano:

—Me alegro de que usted cuide de él.

También se encogió de hombros ante ese halago.

—Y todo por un puto coche.

—Por un puto coche —reconocí.

Me subí al mío y me fui de allí.

En un área de descanso junto a la frontera de Massachusetts, me detuve a comer algo, que me zampé en el coche, con el portátil abierto en el asiento de delante. Le di a una tecla para sacarlo de su posición de reposo y noté un agradable cosquilleo en la cocorota. Cuando llegué a la página principal de IntelSearchABS, escribí mi nombre de usuario y la contraseña y me abrí camino hacia la página de los Archivos de Búsqueda Individual. Ahí me estaba esperando una ventanita verde que me pedía un nombre o un alias. Cliqué en lo del nombre.

Angie me iba a matar. Se suponía que ya no me dedicaba a esas artimañas. Había recuperado el ordenador, la bolsa y la foto de Gabby. Había obtenido explicaciones sobre Peri Pyper. Todo había acabado. Podía seguir con mi vida.

Me acordé de cuando Peri y yo tomábamos copas en el Chilis de Lewiston y el TGIFridays de Auburn. Hacía menos de un año. Habíamos compartido anécdotas de la infancia y discutido sobre equipos deportivos, nos habíamos chinchado mutuamente a causa de nuestras diferencias políticas y citamos películas que a ambos nos encantaban. No había la menor conexión entre sus investigaciones y acabar asesinada por un chaval tonto y hecho polvo en un aparcamiento a las tres de la mañana. Ninguna.

Pero todo está relacionado.

«No deberías seguir por ahí —dijo una voz—. Solo estás cabreado. Y cuando estás cabreado, se te va la olla». Me recliné en el asiento y cerré los ojos. Vi el rostro de Beatrice McCready: dolida, prematuramente envejecida y puede que loca.

Otra voz me dijo: «No lo hagas».

La voz me recordaba alarmantemente a la de mi hija.

«Déjalo correr». Abrí los ojos. Las voces tenían razón.

Volví a ver a la Amanda de mi sueño matutino, los sobres que arrojaba a los matorrales.

Todo está relacionado.

«No, no lo está». ¿Qué había dicho yo en el sueño?

«Soy el cartero».

Me incliné hacia delante para apagar el ordenador. En vez de eso, escribí en la ventanita.

Kenneth Hendricks.

Apreté la tecla de retorno y me eché hacia atrás.